Susso estaba tumbada boca abajo en la cama, viendo la tele. Miraba la pantalla fijamente. No sabía cuánto había bebido, pero le venían a la cabeza varias copas en la barra del bar. Trozos de lima y sombrillitas. Y sus propias manos ávidas, que trataban torpemente de sacar la tarjeta de crédito, firmando recibos. Recordaba a Wennberg y a su primo, que estaban haciendo eses en silencio con las gorras puestas, y también Odd Enoksson, alto y un poco enjuto, que había estado hablando con ella con la bufanda alrededor del cuello. Vio su espesa y desordenada barba alrededor de su boca redonda, pero no podía recordar las palabras que habían salido de ella.
Había bailado. Con el hermano de Mia Särkimukka. Entre otras cosas, se había descontrolado. El suelo giraba. A juzgar por el moratón que tenía en la cadera, se había caído. Le dolía considerablemente cuando lo apretaba con los dedos.
Tobe había desaparecido. Susso lo había buscado, tambaleándose de un lado a otro. Incluso había bajado al Mommas para ver si andaba por ahí. El resto estaba borroso.
El móvil estaba en el suelo bajo el sofá, no daba señales de vida, la pantalla brillaba oscura. Eso era una buena señal. Significaba que no había dado la nota, por lo menos. Estiró la mano en busca del vaso de agua y bebió. El agua estaba tibia y llena de pequeñas burbujas.
También había tenido ganas de mear desde que se había despertado, pero no tenía fuerzas para ir al baño, el reto de desplazarse hasta allí la superaba. Si cerraba los ojos, tal vez se le pasaría. Siempre podía tratar de engañarse a sí misma.
Al final se puso en pie laboriosamente y entró en el baño dando un traspié. Le pareció que meaba durante una eternidad, porque estuvo a punto de quedarse dormida.
En el frigorífico encontró una torta de pan enrollada, medio comida. No se acordaba de ella y se sintió confusa. El tenedor de plástico blanco sobresalía del puré de patata, que se había endurecido. La sensación casi la asustaba, porque siempre solía recordar al menos fragmentos de cada cosa. Por otro lado, casi nunca volvía de Ferrum sin antes pasar por Empes: el pequeño quiosco estaba situado justo al lado de su portal.
Se colocó delante de la ventana y comenzó comerse la torta. El sabor salado del relleno le despertó el hambre y se lo comió todo. Hasta pellizcó las tiras de cebolla del papel de aluminio, masticando con la boca abierta. No le ayudaba contemplar el montón de nieve sobre el tejado del quiosco, o la figura del Papá Noel iluminado que estaba sentado en él. Los recuerdos no volvían. ¿O sí? De repente recordó una gran fuente de metal, llena de fefferoni, en medio de la nieve. Vio claramente la etiqueta con la imagen de las judías verdes y las letras griegas, y vio cómo sus vómitos corrían por el bote, y cómo se reía, y oyó el comentario de alguien que estaba detrás de ella, pero no recordaba quién era. ¿Podía haber pasado junto a la puerta de la parte trasera del quiosco? Sí, ¿en qué otro sitio podía haber un bote de fefferoni en la nieve? Estiró el cuello, mirando hacia los contenedores de basura y los setos detrás de Empes, pero no le llegaban más recuerdos.
Después de hacer una bola con el papel abrió el frigorífico y sacó una botella de refresco de mosto que descansaba sobre la estantería de rejilla. Estaba fría y no quedaban burbujas, justo lo que ella quería. Se lo tomó todo, hasta la última gota.
Metió la botella en la bolsa de basura, cambió de idea y la colocó entre las otras botellas vacías en el armario. Oyó cómo cayeron, pero no tenía fuerzas para hacer algo al respecto. Pensó que debería llamar a su padre. Llevaban varios meses sin hablar, y había medio prometido que iría a pasar la Navidad con él. Susso había preguntado a Tobe si iba a subir él también, pero se había limitado a mirarla como si estuviera mal de la cabeza.
Al principio claro que podría ser ameno, pero la sensación se le pasaría rápido, y Susso sabía que se arrepentiría, que estaría maldiciéndose a sí misma por no aprender nunca. Pero su padre se alegraría. Aunque no se le notase.
Se dio una ducha. Exploró el moratón de la cadera, tan de cerca como podía, torciendo el cuerpo y tirándose de la piel.
«Una herida debida al alcohol». Eso era lo que diría Diana, pero no iba a tener la oportunidad de disfrutar con el comentario.
Diana estaba en el hospital. Ahí andaba con su bata. Había estado fuera durante casi diez años, Susso había pensado que no volvería. Pero sí que lo había hecho. Con el pelo corto, el culo ancho y con Håkan, al que había conocido en la Facultad de Medicina en Umeå. Vivían en un chalet de la calle Villastigen. Susso ni siquiera había ido a visitarles. Diana se relacionaba casi sólo con otros médicos, Simonsson decía que era como una especie de club.
Con la nariz cerca de la pared, Susso estaba contemplando el chorro de la ducha que se proyectaba desde su barbilla con tanta fuerza que martilleaba los azulejos.
Se inclinó hacia atrás para que el agua cayera sobre sus pechos y su estómago mientras se masajeaba el pelo con el champú. Era alguna mierda barata de Coop que su madre había comprado según el principio de que un champú es igual que otro. Y así estaba ella, con el pelo como un nido de pájaros, afectado por la radiactividad. La peluquera a la que iba tenía una manía. Siempre quería teñirle el pelo y siempre tenía que ser con nuevos colores, como si estuviera experimentando con el cabello de Gudrun. Susso mantuvo los ojos cerrados, escurriéndose el pelo durante mucho tiempo.
Salió de la ducha envuelta en la toalla y con los pies mojados. En seguida cogió el teléfono. Torbjörn la había llamado. Se tumbó sobre la cama y le devolvió la llamada. Cuando contestó, lo hizo con una risa burlona que le penetró en el oído con fuerza.
—¡Creo que ayer te llevaste el premio del ciego más monumental! —gritó.
Susso se frotó la frente con las yemas de los dedos.
—Cállate —dijo, y entonces Torbjörn lo dejó. Era demasiado bueno como para burlarse en serio, y también demasiado bueno para decir que no cuando Susso le pedía algo, y una hora más tarde llamó a su puerta con dos cajas de pizza en una mano, y una bolsa transparente con ensalada y latas de refresco en la otra. Su ropa irradiaba frío y la parte de arriba de su gorro centelleaba con nieve en polvo. Susso no tenía fuerzas para esperar a que se quitara el anorak, así que cogió las pizzas, y cuando Tobe entró en el piso ya había empezado a comer: estaba en la cama, comiendo directamente de la caja de cartón mientras veía la tele. Eran las noticias locales del canal 4. Estaban entrevistando a una persona que llevaba un traje marrón y hablaba sobre algún colegio. Al fondo se elevaba una fachada de ladrillo.
Torbjörn se acomodó en el suelo delante de la tele con movimientos lentos y un poco rígidos. Se movía así, como si le dolieran las articulaciones. Estaba tumbado en el suelo, apoyado sobre un codo y contemplando a Susso sin decir ni una palabra. Ella sintió su mirada, notó que estaba sonriendo burlonamente.
—Tengo mogollón de hambre —dijo, limpiándose la comisura de los labios con el revés de la mano.
—Ya lo veo.
Se incorporó, estirando el delgado brazo y arrastrando la caja de la pizza al suelo. Después se fue a la cocina. Se oyó un pequeño estrépito mientras hurgaba en el cajón buscando cubiertos. Estaban desordenados, le costó encontrarlos y cuando volvió se sentó en la posición de loto al pie del sofá. Primero cortó la pizza en tiras, que partió después en pequeños trozos que se introdujo en la boca con el tenedor.
—¿Sabes que le hablaste a Enok de aquel troll?
Susso abrió el refresco y se tomó un largo sorbo. Casi vació la lata.
—¿Y qué? —dijo, soltando un eructo.
—Bueno, que piensa que estás mal de la cabeza.
Susso se tomó un sorbo más y se encogió de hombros. Le importaba una mierda lo que Odd Enoksson pudiera pensar de ella.
Torbjörn pinchó un trozo de pizza con el tenedor y, con la boca llena dijo: —Pero tienes que hacer algún tipo de seguimiento.
—Mi hermana dice que es alguien que se ha disfrazado.
Susso asintió con la cabeza y empujó la caja de cartón, manchada de grasa, al suelo, para después tumbarse boca arriba y estirar los pies.
—Es como si… —empezó a decir, y después se calló porque tenía que pensar—, es como si quisiera tener razón, que sea así, que sea alguien que se ha disfrazado, o que sea un enano normal iba a decir, una persona de baja estatura que por alguna razón está interesada en la casa de Edit Mickelsson. Simplemente no soporto la idea de que pueda ser otra cosa, que no sea una persona. Ni siquiera yo… ¿Lo entiendes?
Torbjörn apenas se había comido una quinta parte de la pizza y ya no quería más, había sacado la cajita de snus, y con ella en la mano se levantó y se dirigió al ordenador, arrastrando los pies, para encenderlo. Llevaba los pantalones caídos por detrás y se le veía el ancho borde del calzoncillo, que tenía unas letras. Una hilera de pelos oscuros le trepaba por el coxis, Susso sabía lo suaves que eran al tacto.
—Siempre puede ser una máscara —dijo, acercándose a la pantalla—. Pero también se ve que es pequeño. Diría que no llega a un metro. ¿Con cuántos años mides un metro? ¿Tres? Y la fotografía está sacada a las cinco y media de la mañana. Pocos niños de tres años andan por la calle a esas horas.
Después de un rato dijo, sin darse la vuelta:
—¿Y confías en ella, en la mujer ésa?
—Estoy convencida de que no es una timadora, si te refieres a eso.
Tobe se volvió sobre la silla.
—Entonces sólo quedan dos alternativas. O es un enano que tiene esa pinta o, si no, un enano que se ha puesto una máscara. Y que, por razones desconocidas, anda fisgoneando por Vaikijaur.
—Tres —dijo Susso, mirando al techo—. Hay tres alternativas.
—Y bien —dijo Torbjörn, lanzándole una mirada inquisitiva—. ¿Cuál es la tercera?
—Que es un troll de verdad.
Hubo un largo silencio. Al final, Torbjörn dijo en voz baja: —Vale. Tres alternativas.
Luego se levantó y preguntó si quería que apagara el ordenador, pero Susso dijo que podía dejarlo encendido, así que volvió y se sentó delante de la tele.
—Ven —dijo ella, estirando la mano.
Él tenía una bolsita de snus entre los dedos y la miró. Tenía la boca entreabierta. Luego se giró hacia la tele de nuevo.
—No —dijo, y se metió el snus.
—Sólo quiero que veas una cosa.
—¿Qué cosa?
Se había tumbado boca abajo, con la almohada aplastada bajo la barbilla.
—Mi moratón —sonrió.
Tobe soltó un bufido.
—No quiero ver tu puñetero moratón.
—No es un puñetero moratón. Es mi moratón. Mi precioso moratón.
—Susso —dijo—, te conozco de sobra. Déjalo.
Ahora Susso ya estaba bastante segura de que estaba con otra, no había otra manera de explicarlo, y por ello le afligió una repentina desesperación de la que no tuvo tiempo de defenderse, simplemente cayó sobre ella. Como una araña desde el techo.
—Ven ya —dijo, moviendo seductoramente el dedo índice.
Él sacudió la cabeza.
—Cuchi. Cuchicuchi.
—¡Que lo dejes, joder!
No estaban enfadados, pero hubo un irritado silencio entre ellos. Sólo la voz de la tele seguía sonando, imparable e hipnótica. Susso se quedó dormida y cuando se despertó, él ya no estaba allí. Pero la sábana bajo la almohada estaba empapada. Cuando la golpeó con la mano notó que no toda la nieve se había derretido. Torbjörn solía hacer eso: traer trozos de nieve y colocarlos en la cama. Le divertía mucho. Ella lo maldijo, pero aun así se alegró de que le hubiera gastado una broma. Eso significaba que no estaba demasiado enfadado.
No sabía muy bien cómo interpretar su comportamiento. Parecía que estaba cortado, sólo presente a ratos. Pero no quería preguntarle si había otra. Si se veía obligado a decirlo, existía el riesgo de que se oyera a sí mismo. Y eso podía servirle de guía. Hacer que se retrajera.
No habían estado tan mal juntos. Aun así se había largado. Aunque sería como decía Gudrun, que si hubiera sentido algo más por ella no lo habría hecho. Se asustó. Porque ella no se había molestado. Había estado jodida, claro, pero tampoco destrozada.
Medio año después de irse a vivir a Luleå, de repente Torbjörn había aparecido en Ferrum, presentándose con una camisa nueva, el pelo corto y una cerveza en la mano. Ella le había gritado y había disfrutado al ver cómo la cara se le alargaba en una mueca por la sorpresa. No recordaba qué contestó, probablemente nada. Más tarde aquella misma noche, se metió en una pelea. Rodando por el suelo en la calle, y después, con trozos de nieve pegados en el jersey. Había discutido con los seguratas, que lo habían apartado con firmeza. Y había perdido la ficha para la cazadora que tenía en el guardarropa, así que había tenido que dormir en su casa: la temperatura era peligrosamente baja y, claro, él no tenía dinero para pagarse un taxi. En la cama le había acariciado la cadera con dedos tímidos, pero lo había dejado. Se quedó dormido con un snus en la boca. Después de aquello no habían hablado hasta que volvió a casa y empezó a trabajar en Wassara.
Después de quitar la sábana y tirarla al cesto de la ropa sucia recogió las cajas de las pizzas y las metió en la bolsa de la basura. Sobresalían tanto que no podía cerrar la puerta del armario.
Se sentó con la espalda apoyada contra la fría pared, viendo la tele con el mando de distancia en la mano. Pulsó el botón del teletexto. A las nueve empezaba una película pero no eran ni las seis y media, así que se acercó a la estantería a repasar sus películas. Estuvo un buen rato mirando. Había una veintena. Estuvo reproduciendo escenas en su cabeza pero nada parecía tentador.
Subió a casa de Gudrun. Junto a la alfombrilla de la entrada había un par de botines negros de hombre, con unas tiras autoreflectantes por detrás. Los zapatos de Roland. Y sobre el escritorio estaban las llaves de su coche. Por un momento se quedó quieta, antes de meter la cabeza por la puerta de la cocina. Se oía la tele, era el concurso de la primera cadena que ella misma había estado viendo durante un rato.
—¿Hola? —dijo.
—Hooo-la —llegó la respuesta.
Estaban sentados cada uno en una esquina del sofá, lo más lejos del otro posible. Gudrun había extendido una manta de forro polar sobre sus piernas, que tenía subidas al sofá, y la luz de la tele quedaba reflejada en los cuadrados cristales de las gafas de Roland. Habían estado en la sauna. Roland todavía tenía manchas rojas sobre su pecho sin pelo, que se entreveía por la apertura de la bata de seda con motivos florales. Tenía el pelo pegado a la coronilla. En la mesa había un racimo de uvas verdes sobre una bolsa de papel. Gudrun tomaba vino y Roland no tomaba nada. Tenía el perro sobre el regazo.
Susso se hundió en la butaca que estaba junto al sofá, y tiró el móvil sobre la mesa. Basco levantó la cabeza y la contempló con una mirada boba. Estaba a gusto, los dedos de Roland no paraban de rascarle y no estaba acostumbrado a tantas atenciones.
—¿Te lo pasaste bien ayer? —preguntó Gudrun.
Susso asintió y después relató con quién había estado: Tobe, su amigo Tony, Håkan Wennberg y su primo…
—Tobe. ¿Qué Tobe?
—¡Tobe! Torbjörn.
—¿Välivaara?
—Sí.
Los labios de Gudrun se arrugaron.
—Pensaba que… no os veíais.
Susso se encogió de hombros.
—Bueno —dijo Gudrun—, ¿y Nathalie no fue?
Susso negó con la cabeza y bostezó.
—No tenía a nadie para cuidar de los críos, saldrá esta noche…
Entonces se acordó, se columpió hacia adelante y se llevó la palma de la mano a la frente: —Dios mío, ¡si hoy tenía que estar en la tienda!
Roland soltó una risita, tan abrupta que el perro levantó una de las orejas flojas. Después de un rato, Gudrun dijo, lentamente: —En eso habíamos quedado.
—¡Cilla me va a matar!
—Ya lo hemos arreglado.
—¿Sí?
—He ido yo. Y Roland me ha ayudado. Así que nos lo hemos pasado muy bien.
Susso se quedó callada, no estaba segura de si su madre estaba enfadada o no. Debería estarlo, debería estar furiosa, pero aun así parecía impasible, envuelta en un resplandor casi armónico. Se inclinó hacia adelante y cogió un grano de uva del racimo, se lo metió en la boca y lo mordió con las muelas.
—Roland ha vendido un tambor a un alemán.
—A un austríaco —dijo—. Era de Austria. De Innsbruck.
—¿Ah, sí? —dijo Gudrun—. Bueno. Le he dicho a Tyko que era alemán.
—Zwanzigtausend, por veinte mil —dijo Roland, mirando a Susso con ojos de pillo, como si acabase de contar un chiste verde.
El teléfono comenzó a zumbar sobre la mesa, Susso se acercó a él y vio que era el número de Edit. Por un momento pensó en no contestar, y su reacción le extrañó. ¿Era miedo? Pero luego lo cogió.
Oyó en seguida que pasaba algo. Edit pidió disculpas por llamarla en sábado, y cuando Susso le hubo asegurado que no pasaba nada, dijo, casi con un susurro: —Mattias ha desaparecido.