Le costó poco más de una hora llegar a Arvidsjaur, y por eso se quedó en el coche esperando a que dieran las dos. Había aparcado delante del Frasses. En la esquina del edificio de ladrillo marrón rojizo en el otro lado de la calle estaba la pizzería donde había quedado con Lennart. El restaurante Cazba. Enfrente de la tienda de pinturas Lundgrens, le había dicho Börje.

Con el dedo índice retiró el puño del anorak y echó un vistazo a su reloj de pulsera. Ya eran las trece y cincuenta minutos. Justo por detrás de la pizzería había un aparcamiento, pero no había visto ni la autocaravana ni el Mercedes. Inspiró y expulsó vaho por la nariz. La temperatura en el interior del coche había bajado rápidamente. Un trozo de la puerta del Isuzu se había caído, así que siempre entraba un frío atroz. En seguida empezaría a tiritar. No llevaba ropa suficiente. Había pasado de ponerse gorro y guantes.

Salió del coche, cruzó la calle y entró en el restaurante. Al fondo del local, donde zumbaba el expositor refrigerado de los refrescos, había un hombre gordo con una gorra mirando una taza de café, pero por lo demás no había nadie alrededor de las mesas.

Seved se acomodó en una esquina, cerca de la salida. Lennart no iba a tener que dar más que un paso por la puerta para verle.

Un tablero de cristal reflectante descansaba sobre el mantel, y encima había saleros, molinillos de pimienta y unos palillos en un tarro de cristal. Cogió un palillo para tener los dedos ocupados con algo. Cuando lo hubo roto en pequeños trozos cogió otro, y en seguida empezó a partirlo de la misma manera.

En la pared colgaba un televisor que estaba sintonizado en el canal 5. O quizá fuera el 6. Se había dejado las gafas en el coche. Había cuadros con veleros y cielos elevados con nubes. En la ventana, un elefante de madera pulida. «Esto es una kasba», pensó. El restaurante de al lado se llamaba Aphrodite y también era de unos moracos. Pasaba lo mismo con el quiosco de comida rápida un poco más allá en la misma calle, y así por todo el país. Eso era lo que había dicho Börje.

No sabía qué quería decirle Lennart, pero tenía una idea. Le iba a echar un rapapolvo. Uno sonado. Porque si había un culpable de la muerte de Ejvor, ése era él, y ahora se lo iba a decir.

¿Y qué podía alegar en su defensa?

¿Que no podía? ¿Que ella era una niña a sus ojos? ¿Como una hermana?

Habían pasado más de dos años desde que Signe había tenido su primer periodo, tal y como lo había llamado Ejvor cuando le había informado al respecto en voz baja, como quien no quería la cosa. Él se había apartado, confuso e incómodo.

¿Qué tenía que ver él con eso?

La información incluso había llegado a darle asco.

Luego había comprendido.

Pequeñas insinuaciones. «Signe y tú… Cuando no estemos en casa, Signe y tú…»

Querían que tuvieran un hijo. No le había costado entender que era para satisfacer a los grandullones. Él recordaba cómo le habían obligado a jugar en el Tugurio cuando era pequeño. Pero siempre había pensado que era sólo para divertirlos, y por eso no había hecho mucho caso a las insinuaciones de Ejvor, y tampoco se podía decir que ni ella ni Börje hubieran insistido mucho.

¿Cómo podía haber sabido lo importante que era?

Que iba a ser peligroso si no tenían a un niño que pudieran mirar.

Si había alguien que tenía la culpa de lo que había ocurrido, eran Ejvor y Börje. Porque tendrían que haber sido conscientes desde el principio de lo que podía pasar. «Nosotros tenemos la culpa», había dicho Börje. ¿Tal vez se refería sólo a sí mismo y a Ejvor, y no a Seved y Signe?

Estaba rompiendo el tercer palillo cuando vio a Lennart a través de la ventana. Entró jadeando por la puerta, inclinado hacia adelante y con los brazos colgando pesadamente. Echó un vistazo al interior del local y luego giró sus oscuras gafas hacia Seved. Tenía los labios entreabiertos, y dejaban al descubierto los dientes amarillentos que se apretujaban en su adelantada mandíbula inferior. Se acercó a la mesa y preguntó si Seved tenía hambre.

Llevaba todo el día sin comer, pero aun así negó con la cabeza. No sabía por qué lo había hecho, fue una reacción automática y se arrepintió en seguida.

Lennart fue hacia la caja con pasos laboriosos. Pidió algo de comer. Seved oyó cómo se aclaraba la voz y hablaba en voz baja. Cuando regresó a la mesa, traía dos botellas de cerveza de baja graduación. Un abrebotellas aterrizó en la mesa con un chasquido. Seved lo cogió y abrió las botellas.

Nunca antes se había parado a pensar en que Lennart no era capaz de hacer ciertas cosas. Cosas sencillas. Ejvor le había dicho que la piel de su mano izquierda estaba corroída por una enfermedad cutánea rara e incurable. Las heridas no paraban de llenarse de pus. Llevaba una bolsa alrededor de la mano para no manchar, y para que no se infectase. Y seguramente también para que la gente no mirase.

Se había sentado y había colocado su gorro con orejeras sobre la mesa. Tenía el rostro curtido, con unas mejillas flojas y unas profundas arrugas producidas por sol. Su pelo era de un blanco brillante y parecía muy suave.

Seved bebió un trago de la cerveza y miró por la ventana. Del montículo de nieve despejada al otro lado de la calle sobresalían dos astas. Una de ellas estaba muy inclinada, parecía una barrera a punto de caer. Algún coche le habría dado un golpe. ¿Por qué nadie la había enderezado?

—Börje me ha dicho que estuvieron tranquilos anoche.

—Sí. Al menos no salieron.

Lennart se quedó callado durante un rato, y luego dijo:

—Va a ser cada vez peor.

—Pero ¿por qué…? ¿A qué se debe?

—Ya lo sabrás.

Lennart no apartó la mirada, que se podía atisbar tras sus gafas oscuras.

—Sí, creo que lo que quieren es un niño.

Empezó a sudar cuando Lennart se acomodó en el asiento.

—Pueden pasar diez años, pueden pasar veinte, nunca se sabe de antemano. En Årrenjarka todavía no han tenido problemas, y eso que los niños de Torsten ya se han hecho bastante grandes. Pero en vuestra casa ya ha ido demasiado lejos.

—No lo sé, Signe y yo…

—Ya no queda tiempo para esas cosas.

La noticia lo alivió, incluso llegó a asentir con la cabeza. En tal caso, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para arreglarlo todo.

—Sólo hay una cosa que podamos hacer —dijo Lennart.

¿Qué quería decir? Seved levantó la mirada pero ésta no fue capaz de ir más allá de los bolsillos de la camisa de Lennart, hasta los botoncillos de plástico blanco.

Llegó el camarero con dos pizzas humeantes que puso sobre la mesa. Estaban cortadas en triángulos y por encima había pedazos de solomillo de cerdo, rodajas de plátano, cacahuetes y una bechamel amarilla como la mantequilla con burbujas de queso entre las vetas de tomate. ¿Había visto en su cara que había mentido cuando había dicho que no tenía hambre, o iba a zamparse las dos pizzas el solo?

—Come, anda —dijo Lennart.

Seved cogió los cubiertos, se inclinó sobre una pizza y cortó un trozo que masticó con la boca abierta. Se quemó un poco el paladar, pero le dio igual.

Lennart no parecía tener prisa. Pinchó un trozo de pizza y lo dobló por la mitad, cuando dejó de gotear, se lo metió en la boca.

—Tenemos que robar un niño —dijo mientras masticaba.

Seved asintió con la cabeza a pesar de que no comprendía.

—Y queremos que lo hagas tú.

Lennart lo observó durante un rato antes de inclinarse hacia adelante y explicar en voz baja:

—No pasa nada. Es como replantarlo, nada más. Los niños de esa edad olvidan en seguida. Mira, si no, a ésa, cómo se llama, Signe. Ella está bien.

—Pero no podemos robar un niño sin más…

Lennart se echó hacia atrás en la silla y se limpió la comisura de los labios con el pulgar.

—Sí que podemos.

—Pero ¿qué me dices de la policía? Van a buscarlo.

—Sí, tenemos que contar con eso.

—Sería un secuestro —dijo Seved en voz baja—. Puedo… puedo acabar en la cárcel.

Había cogido otro palillo y lo estaba rompiendo, eran los nervios.

Entonces llegó la funda. Aterrizó sobre los puños medio cerrados de Seved con tanta fuerza que los cubiertos golpetearon el plato. Una de sus manos se escabulló, pero la otra se quedó debajo del bulto de color azul que la apretaba, lenta pero implacablemente. Lennart estaba tan cerca de la desencajada cara de Seved, que había bajado la cabeza, que era capaz de ver con claridad los puntos del sucio tejido de nailon.

Seved tenía la sensación de que le estaba triturando los dedos, como si fueran ramitas. Lennart esperó, y cuando se dio cuenta de que ya no quedaba nada de vida en la mano atrapada de Seved, dijo:

—¿Y qué crees que va a pasar si no les damos un crío en breve? ¿Te has parado a pensar en ello? ¿Igual quieres preguntarle a Ejvor al respecto? Ella ya se ha enterado, más o menos.

Seved resoplaba. «Ahora me va a soltar —pensó—. Ahora tiene que soltarme».

—Pero si lo prefieres, también yo puedo contarte lo que va a pasar —continuó Lennart sosegadamente, mientras miraba a Seved a la cara—. Un buen día van a entrar en vuestra casa. Y créeme, entonces desearás estar en la cárcel. Van a abrirte la tripa y sacarte los intestinos, metro tras metro. Para ver cuán largos son.

—Me duele.

—Sí, te va a doler mucho.

—Mi mano. Por favor…

—¿Quieres saber cómo de largo es?

El cuello de Seved estaba tan tenso, y los músculos de su mandíbula tan apretados, que unas pequeñas vibraciones le recorrían toda la cabeza.

—Suéltame… —dijo—. Tienes que soltarme.

—Primero tendrás que contestar a mi pregunta.

—¿Qué pregunta…?

—¿Quieres saber cuán largos son tus intestinos?

Seved negó con la cabeza con fuerza.

—No —dijo—. No, no quiero.

Entonces Lennart por fin le soltó la mano. Al menos dejó que Seved la retirase. Pero el peso no desapareció, ni el dolor.

—Te pagaré, naturalmente —gruñó Lennart, y al momento había sacado la cartera. La abrió y cerró los dedos alrededor de un fajo de billetes de mil sin doblar, que puso sobre la mesa, junto al plato—. Toma cincuenta mil —dijo—. Si todo sale bien te daré otros cien.

Seved miró el dinero fijamente. Había algo irreal en la situación, y sintió cómo se le paralizaba el estómago, era como si se lo oprimieran desde el pecho.

El castigo por haberle causado la muerte a Ejvor se había transformado en un premio. Nunca había tenido dinero, y Lennart lo sabía, naturalmente. Podía usar eso para presionarlo. Y lo hizo, con astucia. Porque a continuación retiró el resto del premio que había exhibido, lentamente, mientras subrayaba lo difícil que era secuestrar a un niño. Que en realidad era un arte hacerlo de la manera adecuada. Volvía a eso una y otra vez. Había que hacerlo de la manera correcta. El asunto era que los grandullones no querían saber nada de niños llorones, porque los niños que lloraban les ponían tristes y eso podía incluso empeorar la situación.

—Las lágrimas de los niños —dijo Lennart— son como un ácido.

—Bueno —dijo Seved con la boca seca—. Vale.

—Llevarse a un niño con violencia es facilísimo. Hasta un animal puede hacerlo. Pero llevártelo sin que el niño se dé cuenta de que te lo llevas, eso es algo totalmente distinto. Hay que hacerlo rápidamente, y con cautela, pero no demasiado rápido, ni con demasiada cautela. Es un poco como atrapar ardillas. ¿Sabes atrapar ardillas?

Seved negó con la cabeza.

—Lo primero es que la ardilla esté en una rama adecuada —dijo Lennart—. La rama no debe ser demasiado gruesa, porque entonces no podrías agitarla. Un pequeño árbol también sirve. Cuando agitas la rama en la que está la ardilla, se agarrará a ella. Es una defensa contra el viento. Es un mecanismo defensivo heredado, no puede resistirlo. A la vez que agitas (no demasiado fuerte, porque entonces la ardilla caería, ni demasiado flojo, porque la ardilla huiría) acercas la mano, y la puedes coger como si fuera una piña.

El símil no había hecho comprender absolutamente nada a Seved, y Lennart lo vio.

—Atraes al niño con un duendecillo —dijo—. Como ya sabes, ejercen una atracción irresistible sobre los niños pequeños. Un buen truco es ponerle ropa al duendecillo. Un pequeño gorro puede ser suficiente. Porque un niño nunca ha visto nada parecido antes. Al menos, en la vida real. Se quedan como hipnotizados, y entonces sólo falta abrir la puerta del coche. Tarde o temprano, el niño querrá volver a casa. Es inevitable. Y entonces hay que agitar la rama, por decirlo de alguna manera. Lo mejor es conseguir que el duendecillo haga algo divertido. Pero ya sabes cómo son, nunca puedes fiarte de ellos y hay que saber improvisar. Entretener al niño. Tienes que contarle algo divertido. Cantar alguna canción, tal vez. Sobornarlo con un regalo.

Seved asintió con la cabeza.

Lennart sacó una cajita de snus y abrió la tapa con un golpe del dedo.

—Justo al norte de Jokkmokk —dijo mientras se metía en la boca una bolsita de snus que se estaba desintegrando—, hay un pueblo que se llama Vaikijaur… ¿Me escuchas?

Seved asintió con la cabeza, obedientemente, pero en realidad no podía pensar en otra cosa que el dolor de su mano.

—Vaikijaur —repitió.

—Bueno —dijo Lennart. Apretó la tapa para cerrar la cajita y se frotó las puntas de los dedos para quitarse los fragmentos de snus—. Allí vive un chaval. Tiene tres o cuatro años. Ésa es una edad perfecta. Según Torsten, a menudo sale a jugar solo. Llevan tiempo observándolo porque es sólo una cuestión de tiempo que Luttak comience a dar guerra. Pero se lo he desaconsejado, es arriesgado llevarse a un niño que vive tan cerca. Por eso es mejor que vaya con vosotros.

—¿Y cuándo… —dijo Seved—, cuándo hay que hacerlo…?

—Cuanto antes. No sé exactamente dónde vive, así que tienes que subir a casa de Torsten y preguntarlo.

Salieron y dieron la vuelta al edificio hasta llegar a la parte trasera del restaurante, porque Lennart tenía algo que quería que Seved se llevara. Ya estaba oscuro. Él caminaba detrás del hombretón, con la mirada clavada en su espalda. Era como si estuviera atada a ella.

Cuando Lennart abrió la puerta de su coche se inclinó sobre el asiento trasero y sacó un bulto gris. Una manta de lana que envolvía algo. Seved cogió el bulto y oyó un ruido metálico. Comprendió que se trataba de una jaula.

—Hay tres —dijo Lennart. Hizo un gancho con el índice y se sacó la bola de snus de la boca. Tras escupir, continuó—: Son leminos, ya sabes, esos roedores. Pero tienes que tener mucho cuidado con ellos. Uno, el que tiene una mancha blanca encima del ojo, es muy viejo y Elna dice que sabe hablar.

—¿Hablar?

Lennart se encogió de hombros y volvió a escupir.

—Déjales entrar en el Tugurio en cuanto llegues a casa y procura tener la puerta de la guarida abierta para que puedan bajar. Algo ayudarán.

Dio la vuelta al coche y abrió la puerta del lado del conductor. Dejó vagar la mirada por el techo del coche, que estaba cubierto de una capa de hielo rugosa y centelleante.

—Si te molestan en el camino a casa, pon la radio —dijo—. No soportan la música. Pero ten cuidado de que no cambien de piel. No tenemos tiempo para eso.

—Pero esos pequeños no suelen tardar más que unas pocas horas en volver en sí.

—Eso no es seguro. Sobre todo si van a un lugar en el que no se sienten seguros. Y eso lleva su tiempo, en cualquier circunstancia. El viejo puede tardar veinticuatro horas en volver en sí. Y tiempo es algo que no tenemos.

Dicho esto, se hundió en el asiento detrás del volante pero tardó un poco en cambiar de postura para poder alcanzar la manija con la mano derecha y cerrar la puerta.

Seved puso la jaula sobre el asiento del copiloto. A través de un resquicio de la manta se veía cómo la reja metálica se arqueaba en la caja de plástico gris, de la que sobresalía paja. No se oían ruidos. Estarían enroscados y dormidos, esperaba que tan profundamente que no se despertaran. Siempre resultaba complicado llevar duendecillos en el coche. Sobre todo si no te conocían.

Para poder sacar las llaves del coche del bolsillo del pantalón, levantó el culo y al meter la mano en el bolsillo sintió dolor. Un dolor intenso, muy jodido. Se agarró la mano y se frotó la palma con el pulgar. Cerró el puño y movió los dedos rápidamente. ¿Se había roto algo?

Ya sabía que Lennart era fuerte. Se veía. Pero que fuera tan endiabladamente fuerte, eso no lo sabía. Ni siquiera había cerrado la mano alrededor de sus dedos, sólo los había apretado contra el tablero. Y además con la mano izquierda, que debería de ser menos fuerte que la derecha.

Llevarse a un niño.

Seved sabía que no podía llevarse a un niño. Pero luego sintió el peso de aquella mano envuelta en la funda, y ya no estaba tan seguro.

«Sólo hay una cosa que podamos hacer».

Ésas eran palabras con las que Seved debía cargar, solo.

Si hubiera comprendido lo importante que era…

Encendió el motor, echó una mirada por encima del hombro, dio marcha atrás y salió a la calle Storgatan, por la que continuó hasta llegar a la rotonda donde comenzaba la cuarenta y cinco.

Un tráiler y unos faros alineados de gran potencia atravesaron la rotonda lentamente. Para evitar el remolino de la nieve, Seved esperó hasta que las luces traseras ya no fueran visibles antes de incorporarse a la carretera. Agarró el pomo de la palanca de cambios, metió la segunda y pisó el acelerador para poder pasar directamente a la cuarta, pero antes de cambiar se inclinó sobre la jaula y colocó el cinturón de seguridad alrededor de ella.