El niño estaba vestido y en las manos, que apretaba contra el pecho, sujetaba el duendecillo al que había dado el nombre de Jim. El pequeño trasgo estaba inmóvil, con la abombada mejilla contra el mono de esquí. Parecía que estaba escuchando los latidos del corazón del niño. Bajo los pliegues preocupados de su frente sus ojos parecían dos granos de pimienta.

Signe preguntó al niño si quería ponerse el gorro y cuando no contestó se lo enfundó en la cabeza, y después lo ajustó para que pudiera ver bien.

—Hace frío ahí dentro —dijo en voz baja.

Lennart había abierto la puerta del Tugurio y estaba en el porche, delante de la puerta, esperando. También había abierto un par de ventanas, para eliminar un poco el pestazo.

Atravesaron el patio. Signe caminaba primero, después el niño y, en último lugar, iba Seved. Börje no estaba, había vuelto a la cama. Había dicho a Seved que Lennart se había hecho cargo del cadáver de Ejvor, y cuando Seved le preguntó qué había hecho con él, había murmurado que daba lo mismo. ¿Eso quería decir que no lo sabía, o que no se lo quería contar? Seved no estaba seguro. Börje tenía un aspecto tan gris y frágil que no había querido insistir.

La puerta de la cocina estaba cerrada y Seved procuró no respirar por la nariz. El hedor en el Tugurio siempre había sido abominable, pero no quería averiguar si había cambiado. Si se había añadido algún ingrediente nuevo.

En la habitación que se llamaba «la habitación de saltar» sólo había un somier de metal pintado de verde, colocado en medio. Tenía un colchón de color marrón amarillento encima.

—Aquí —dijo Lennart, señalando la cama—, aquí puedes saltar si quieres. Esta cama es para eso.

A través de la ventana abierta, donde se movían las cortinas de nailon, una pálida luz caía sobre el entarimado, que estaba salpicado de cagadas de ratones.

El niño estaba mirando la cama. No comprendía nada. Apretaba el duendecillo contra el pecho. Repasó las paredes con la mirada. Seved recordó que él mismo había estado allí. Que Ejvor le había obligado a saltar. Cómo lo había cogido de las manos, saltando con él. Cómo lo había odiado.

—Pruébalo —dijo.

—Sí —dijo Lennart—. Pruébalo, campeón.