Caminó hacia casa en la oscuridad, con el gorro bien enfundado. La temperatura había bajado todavía más durante la noche, notaba cómo las fosas nasales se le taponaban.
Por extraño que pareciera, de repente oyó un zumbido en el bolsillo del anorak. ¿Quién podía llamarla tan temprano? Se quitó uno de los guantes y le costó un rato sacar el móvil. «0971», ponía en la pantalla. Le dio tiempo a pensar que era de Jokkmokk antes de comprender que sólo podía ser Edit Mickelsson.
—Disculpe —dijo—. La habré despertado.
—Pues no —dijo Susso—. Acabo de salir del turno de noche.
El frío le pinchaba los dedos. Apretó el móvil contra la mejilla y lo mantuvo allí hasta que consiguió volver a ponerse el guante.
—Él… él ha venido otra vez. El que vi.
Susso se paró para recuperar el aliento, y miró hacia la sopa de nieve que había a sus pies.
—¿Lo ha visto?
—Me desperté —dijo, pero después su voz se perdió durante unos momentos, hasta que se aclaró la garganta y continuó—: Me desperté porque alguien estaba dando golpes a la ventana de la cocina. Y cuando me levanté para ver qué pasaba, él estaba ahí fuera. Mirando por la ventana. Igual que la otra vez. Pero esta vez en medio de la noche. Al principio apenas pude verle.
—La cámara… —dijo Susso, y echó a andar—. ¿La ha mirado?
—No —dijo Edit—. Creo que no sé muy bien cómo se hace. Y, además, me da un poco de miedo salir, si le digo la verdad.
—¿Y está completamente segura?
—Totalmente.
—¿Y adónde fue?
—Fui a buscar la escopeta de Edvin. Y cuando la vio se largó. Igual hice mal. Porque me gustaría saber qué quiere.
—Sí. A mí también.
Sería muy peligroso conducir hasta Jokkmokk después de trabajar toda la noche, pero Susso se convenció de que era necesario. Con un poco de suerte, tendrían una foto de él.
No se paró a pensar, estaba demasiado agotada, así que se limitó a caminar lo más rápido que podía. Entró sigilosamente en casa de Gudrun y pilló las llaves del coche del cuenco de cristal de la cómoda antes de que el perro se diera cuenta. Luego bajó hasta su propia casa para prepararse.
En el baño aulló como una condenada, y en un intento desesperado por conseguir vencer al dolor golpeó los azulejos de la pared con la palma de la mano, soltando tacos: se había puesto las lentes de contacto justo después de haber toqueteado la cajita de snus. Sin embargo, la punzada en el ojo y la rabia de haberse hecho daño de aquella manera tan estúpida —ya ni se acordaba de cuántas veces le había ocurrido— la despertaron. Tenía las mejillas ardiendo. Sacó la lente con los dedos, se lavó con agua y gimió sobre el lavabo de porcelana que estaba manchada de pasta de dientes seca. A continuación se puso a buscar en el armario hasta que encontró las gafas.
Del ropero sacó la mochila de color verde militar que en realidad era de Torbjörn. En la tapa había un emblema de tela que mostraba la cabeza de un lobo con las fauces abiertas y una corona real sobre la cabeza.
Tras ponerse las botas y el anorak bajó ruidosamente por la escalera que llevaban al frío y oscuro garaje donde estaba aparcado el coche, un Passat gris. Tiró la mochila al asiento trasero, adelantó el del conductor, encendió el motor y salió de la plaza marcha atrás. En un par de ocasiones había rayado el espejo retrovisor izquierdo contra el pilar de cemento, así que salió muy despacio por la puerta.
A las ocho menos cuarto, después de haberse comprado un sándwich y un enorme café negro para llevar en la gasolinera de Statoil, salió a la E10 y pisó el acelerador a fondo. Notó la falta de sueño cuando se quedó quieta y unos escalofríos le recorrieron todo el cuerpo. El café estaba demasiado caliente hasta para beberlo a sorbos, así que sacó la tapa para que se enfriase más rápido. Se quedó sentada con la taza caliente, agradable al tacto, en la mano que apoyaba sobre el muslo derecho. Mantuvo la otra en la parte inferior del volante. La oscuridad estaba disolviéndose en la grisácea luz del nuevo día.
Tomó un sorbo con cuidado y después colocó el café en el sujetavasos. A continuación se quedó sentada con las dos manos sobre la parte superior del volante, mirando la carretera con ojos perezosos. Notó que le colgaban las comisuras de los labios. Después de un rato encendió la radio. Estaba sintonizada en Radio Kiruna. Música navideña en inglés. Una mujer cantaba. Pensó que podría ser Mariah Carey.
Había otro coche delante de la casa de Edit Mickelsson, un todoterreno plateado con una rueda de repuesto cubierta en el portón trasero. Una repentina sensación de malestar le retorció el estómago a Susso cuando lo vio, y su primer impulso fue dar media vuelta, un giro de ciento ochenta grados, y volver a casa. Pero claro, no podía hacerlo, así que en lugar de ello se metió la bolsita de snus hasta el fondo con la punta de la lengua y aparcó por detrás del Opel de Edit.
Vio un movimiento precipitado tras la cortina. Tenía un zumbido en la cabeza, pero ya estaba despierta. Su cuerpo estaba ya operativo. Dejó la mochila en el asiento trasero, ni siquiera sabía por qué se la había llevado. Si Edit no estaba sola en la casa, lo más aconsejable sería llegar con las manos vacías y una expresión inquisitiva en la cara.
Estaban sentados junto a la mesa de la cocina, Edit y un hombre flaco con chaleco de plumas y una gorra. La visera le tapaba la cara, sólo se le veía la barbilla y la boca, que estaba obstinadamente cerrada. En el hoyo debajo del labio inferior tenía unos pelos de barba, algunos canosos. No podía ser otro que el hijo de Edit, Per-Erik.
Edit se giró y la miró, los labios formando una sonrisa apresurada. ¿Tenía una expresión un poco avergonzada? Susso no le había dicho que vendría, o al menos no se lo había asegurado, de eso se daba cuenta ahora; le había dicho que tal vez iría, y de repente tuvo la sensación de que estaba entrometiéndose. Trató de pensar en algo que decir, pero resultó innecesario porque vio que la cámara estaba sobre el fregadero. Se veía de lejos que estaba rota. De los diodos sólo quedaban fragmentos. La cubierta de plástico estaba partida y se veían los componentes electrónicos por la rendija.
—¿Qué ha pasado? —dijo, y dio un paso hacia el fregadero.
Tanto Edit como su hijo la miraron. El hombre había puesto una mano sobre la otra y estaba acariciándose los nudillos, parecía que estaba sopesando algo. Justo cuando Susso pensó que iba a abrir la boca, giró la cabeza y miró por la ventana.
No iba a ser posible arreglar la cámara. No sólo se había roto: alguien se la había cargado a propósito. Susso separó las dos piezas de la cubierta de plástico hasta donde le fue posible. Tenía curiosidad por saber cómo eran las entrañas de la cámara.
—Parece que se ha roto —dijo Per-Erik al final— cuando la he desmontado.
Susso sintió una creciente furia en su interior. Se reprimió. Metió el dedo índice en la boca, enganchó la bolsita de snus y la tiró a la basura, debajo del fregadero. Después de cerrar la puerta del armario de golpe cruzó los brazos y contempló la cara de Per-Erik, medio vuelta hacia otro lado. Había atisbado una pequeña sonrisilla burlona, pero la había escondido, ahora sólo mostraba una inocencia fingida.
—Vaya, típico —dijo Susso.
—Además, se necesita permiso —añadió él.
Susso negaba con la cabeza, sólo podía sonreír ante todo el asunto.
—Eso dice la ley —dijo, agarrando la visera de la gorra y haciendo una inclinación de cabeza. Unos oscuros mechones le sobresalían junto a las sienes.
—Tendremos que compensarte por la cámara —dijo Edit.
—¡Y una mierda!
Per-Erik se inclinó sobre la mesa, mirando a los ojos a su madre.
—El que coloque una cámara lo hace bajo su cuenta y riesgo. Lo dice la ley.
Cuando dijo «la ley», golpeó la cajita de snus contra el tablero de la mesa.
—¿Lo dice la ley? —dijo Susso. Le echó una sonrisa torcida. ¿Hablaba en serio?
Per-Erik se encogió de hombros. Sacó la tapa de la cajita y hundió los dedos en las bolsas de snus.
—Así es, que lo sepas —afirmó.
Susso inclinó la cabeza y contempló la alfombra del suelo. La estaba provocando. Y con éxito, había que admitirlo. Sin embargo, ella callaba porque era arriesgado perder la compostura. Resultaba raro que Per-Erik no hubiera mencionado la razón por la que Susso había colocado la cámara; no resultaba difícil imaginarse qué clase de comentario podría espetar sobre la página web de Susso, o de su abuelo, si salía el tema. Él llevaba la ventaja y lo sabía. Ella no iba a salirse con la suya. Mejor aguardar.
No había nada más que decir, la situación estaba bloqueada, y hubo un largo silencio en la cocina. Per-Erik estuvo amasando una bolsita de snus sin quitarle los ojos de encima a su madre, que contemplaba el mantel. Se la metió en la boca, se frotó las grandes manos callosas para secárselas y movió sus pesadas botas altas bajo la mesa. Después se levantó y masculló algo que Susso no pudo captar. Adelantó la cabeza y se encaminó laboriosamente hacia la puerta. Del cinturón le colgaba un pequeño cuchillo con mango de cuerno de reno.
Se oyó un ruido atronador que venía de fuera. El motor se revolucionó hasta que el ruido se convirtió en un aullido, y después el coche salió marcha atrás, con la nieve chorreando alrededor de los neumáticos.
Susso se hundió en una silla de la cocina. Metió un par de dedos debajo de sus gafas y se frotó un párpado. Dio un largo suspiro mientras examinaba la cámara. La tarjeta de memoria parecía un poco doblada, lo cual era una mala señal, pero lo peor de todo era que la cámara hubiera sido pisoteada en la nieve. Desconocía el grado de sensibilidad a la humedad que podían tener los sensores.
Edit estaba junto a la cafetera con un filtro en la mano. Lo había doblado y ahora se dedicaba a apretar el borde a la vez que observaba a Susso. La anciana parecía estar triste de verdad.
—¿Tiene alguna cámara capaz de leer esto? —preguntó Susso, enseñándole la pequeña ficha de plástico.
—¿Cámara? No, una de ésas no tengo.
—¿Y tampoco tiene un lector de tarjetas para el ordenador?
Edit miró a su alrededor, tratando de acordarse de dónde estaba el ordenador.
—Hace falta un lector de tarjetas especial —dijo Susso—. Quiero decir, un cacharro externo.
Dibujó el tamaño de una cajita de cerillas con las puntas de los dedos sobre el tablero.
—¿Hace falta? —dijo Edit—. Pues no. No tengo. Lo siento.
Sacó unas cucharadas de café de un bote metálico.
—¿Así que las fotos pueden estar ahí, aunque la cámara esté rota?
—Nunca se sabe.
Edit negó con la cabeza.
—Se ha vuelto loco cuando le he contado lo de la cámara.
—¿Y qué ha dicho sobre lo que ha visto?
—Que me lo he imaginado, claro. —Edit hizo un gesto hacia la ventana—. Que me vi a mí misma en la ventana, mi propio reflejo. Pero puede mirar. Las huellas están ahí fuera.
Huellas.
Susso se inclinó sobre la barandilla de la escalera y vio huellas. No había duda.
Alguien se había desviado del camino despejado, dando un par de pasos en la nieve hasta llegar a la ventana, donde había puesto las manos sobre el alféizar, porque también allí había depresiones en la nieve.
No se podían sacar muchas conclusiones de la forma de las huellas, porque la nieve era profunda y estaba suelta, pero no había duda de que la persona que había caminado lo había hecho hacía poco y que era una persona relativamente pequeña.
Un niño, pensó Susso. ¿Podría haber andado por ahí un niño, en medio de la noche? Pero ¿por qué razón? Cogió el móvil y comenzó a sacar fotos, con y sin flash. No se veía gran cosa, tan sólo unas depresiones ensombrecidas en medio de lo blanco, pero aun así tenía que documentar las huellas de alguna manera.
Había visto huellas antes. Al menos, imágenes de ellas. Huellas de patas con formas extrañas. Pies desnudos con dedos inusualmente largos y torcidos. Zapatos de piel de reno tan pequeños que resultaban divertidos. Pero las huellas eran engañosas. Como prueba, Susso les daba un valor escaso o inexistente. La gente las había fabricado desde siempre, para asustar o simplemente confundir a los demás. El Yeti de las montañas del Himalaya había sido si no resucitado, al menos recreado una y otra vez por las huellas de sus grandes pies, dibujadas en la nieve, y el mismo nombre del Big Foot de América del Norte daba una idea de su origen.
Bajó de la escalera y se acercó a la esquina de la casa donde había estado la cámara. La nieve estaba pisoteada a su alrededor, y las huellas que ella y Edit habían dejado seguían allí, llevaban en línea recta hacia la linde del bosque. Se inclinó sobre ellas para mirarlas de cerca. Las huellas del extraño visitante continuaban entre los árboles y Susso las siguió hasta el terreno del vecino. Allí doblaban y desaparecían en dirección a la carretera, tal y como se había esperado.
—¿Le ha enseñado las huellas? —dijo Susso al entrar de nuevo en la casa, pisando fuerte para quitarse la nieve de las botas.
Edit movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y qué ha dicho?
—Que las había dejado Mattias.
—¿Y está segura de que no ha podido ser él?
—¿El qué?
—Si está segura de que Mattias no puede haber dejado esas huellas. Cuando vino.
Edit cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó en el fregadero.
—Pues claro que estoy segura —dijo—. Usted misma vino el domingo pasado. Y entonces no había huellas aquí fuera, ¿verdad?
—No pensé en ello.
—Pero yo sí. Y entonces no había huellas allí. De eso estoy totalmente segura.
Señaló hacia la ventana.
—Estaba ahí fuera. A primera hora de la madrugada. Y me estaba mirando. Le puedo asegurar que estaba bastante incómoda. Que volviera, y que además se atreviera a acercarse más esta vez. Que hubiera perdido el pudor. La próxima vez llamará a la puerta. Si eso pasa, no sé lo que haré.
Había una sinceridad desnuda en la estresada voz de Edit que Susso no podía contestar con murmullos y dudas. Deseó no estar tan cansada, no podía pensar con claridad. Todo le parecía extraño, inseguro y amorfo.
Agarró la taza caliente con las dos manos y colocó los codos sobre la mesa. Luego se inclinó hacia adelante y sorbió el café, que estaba cargado, muy rico.
—Estoy tan cansada… —comentó. Le salió «cansaaada».
—¿Quiere echarse un rato?
Susso sonrió ante la propuesta, el amable tono de voz.
—No, me marcho.
Edit se estiró ligeramente, como si le doliera el cuello.
—No debería conducir si está tan cansada.
—Ya lo sé. Pero es el coche de mi madre y se lo he robado, más o menos. Y quiero ir a casa a ver las fotos. Para ver si ha salido algo.
Se oyó un leve tintineo cuando Edit removió la cucharita en su taza.
—Vino en otro coche la última vez —dijo—. Uno rojo.
Susso asintió.
—Es de mi hermana.
—¿Y no tiene uno propio?
—Sí. Pero está averiado. Y, además, no tengo ruedas de invierno. Así que tengo la sensación de que no merece la pena arreglarlo. Entre una cosa y otra, sale demasiado caro.
—¿Qué coche es?
—Un Volvo.
—Tengo unas ruedas que puedo regalarle —dijo Edit—. Si le sirven.
—¿De verdad?
—Cuando falleció Edvin vendí el coche a unos chicos, pero querían destrozarlo, claro, lo vi. Y me pareció que sería una pena, porque estaba en bastante buen estado. Funcionaba hasta el calentador del asiento. Al final, me quedé con los neumáticos claveteados.
—¿Cuántos pernos tienen?
—Creo que cuatro.
Sin decir una palabra más salieron al cobertizo. Edit tuvo que tirar de la puerta con fuerza porque la nieve se había amontonado. Se abrió con un pequeño estruendo. Las ruedas estaban apiladas junto a un banco de trabajo. Unas manchas de orín de tonos apagados se extendían sobre las llantas, y había pequeñas piedras brillantes clavadas en las ranuras de los neumáticos.
Susso examinó las ruedas.
Tenían cuatro pernos. Seguramente encajarían.
—No es que sean nuevas, precisamente —dijo Edit, que se había quedado en el marco de la puerta con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta—, pero yo diría que sirven para un invierno más, por lo menos.
—¿Uno? —dijo Susso—. Dos. Como mínimo.
Palpó con el pulgar uno de los clavos de metal incrustados. La mayoría de ellos sobresalían por lo menos algún milímetro.
—Pero no puedo llevármelas sin más.
—No se preocupe por eso —dijo Edit, abriendo la puerta del cobertizo—. Le diré a Per-Erik que se las he dado como compensación por lo de la cámara, y así aprovechamos para darle una lección.
Edit era pequeña y flaca, pero le costó menos tiempo sacar las ruedas del cobertizo que a Susso empujarlas al interior del Passat. Las horas de insomnio le estaban empezando a pasar factura y la mirada se le quedaba clavada en el rugoso tubo de escape, en la matrícula, barbuda de nieve, en los carámbanos que colgaban del parachoques, en una de las bandas de la mochila, de un color verde grisáceo, que sobresalía de la parte inferior de la puerta del coche.
La propia Edit se encargó de levantar la última rueda y meterla en el maletero, y cerró el portón trasero con un golpe fuerte que hizo que Susso levantara la cabeza y mirase a su alrededor, confundida.
—Ahora vaya a echarse un rato —dijo Edit, empujando a Susso delante de sí en dirección a la casa. Susso trató de protestar pero no le quedaban fuerzas.
En la habitación a la que le llevó Edit había una cómoda y junto a ella, una cama con una colcha marrón de ganchillo. El colchón tenía muelles de metal que chirriaron bajo el peso de Susso cuando se sentó encima. Agotada, se dejó caer hacia un lado, subió los pies y dijo: —Susso, a dormir.
No se quitó ni el anorak ni el gorro, ni tampoco las botas, que todavía tenían nieve en las suelas, cayó redonda. Bajo la mejilla metió un pequeño cojín de punto de cruz en el que posó la mano. El cojín descolocó las gafas, así que se las quitó, pero se le quedaron en la mano medio abierta porque no tuvo fuerzas para dejarlas sobre la mesilla. Los párpados se le cerraron, y la oscuridad trajo consigo un dibujo centelleante de puntos y círculos de diferentes tamaños. Era como contemplar el mecanismo secreto de la relojería del cerebro. Cuando Edit extendió una manta sobre ella sintió la corriente de aire.
—Gracias… —balbuceó hacia el pequeño y tieso cojín que olía como si estuviera relleno de polvo.
Pero para entonces, Edit ya había cerrado la puerta.