Habían quedado con Magnus Ekelund en una pizzería llamada Opera que estaba en el centro de Jokkmokk. Un garito cutre, según Torbjörn, que había estado allí en alguna ocasión y sabía dónde estaba. Dejaron el coche en un aparcamiento al otro lado de la calle, atravesaron rápidamente la calzada bajo la nieve que caía y entraron en el caluroso restaurante.

En el techo habían pintado hojas de arce en diferentes matices de verde. En las paredes de ladrillo colgaban alfombras multicolores de lana. Los espejos tenían marcos brillantes en imitación de madera y, en el cristal, un trapo había dejado un dibujo con forma de ola por donde había pasado.

En seguida llegaron dos hombres. Uno de ellos apoyó las manos sobre el mostrador. Las manchas de grasa formaban una especie de corbata en su polo blanco.

—¿Qué hay? —dijo, y Susso devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.

Magnus estaba al fondo del restaurante en un rincón, leyendo un periódico con la espalda vuelta hacia un árbol de Navidad de plástico y una pizza delante de sí. En la mano sujetaba un vaso de cerveza medio lleno. Era más joven de lo que Susso se había esperado, no tendría ni veinte años según juzgó. Y era bajo, no más alto que ella, eso se notaba aunque estaba sentado. Tiene sangre de lapón, pensó. El pelo le colgaba en greñas enceradas que ocultaban la mitad de su angulosa cara, y sobre la solapa de un abrigo militar gris con unos enormes distintivos de rango lucía un enjambre de pines. KISS, leyó. RAMONES. Alrededor de los dedos de la mano izquierda tenía tiritas blancas y eso le pareció extraño. ¿Se debía a que tocaba la guitarra? Parecía que había terminado de comer. Tanto los trozos de jamón como los trozos de piña parecían pálidos, como si hubieran estado en agua.

—¿Pizza para desayunar? —dijo Torbjörn, sacando una silla.

—Bueno, ¿qué cojones? —dijo Magnus con una sonrisa ancha—. Mola mogollón.

Su voz era sorprendentemente profunda.

Se sentaron, y parecía que le molestaban sus miradas porque agachó la cabeza y volvió al periódico, que estaba abierto por los horóscopos.

—Sé lo que pensáis —dijo con una nueva sonrisa—, pero permitidme decir que no tengo resaca, simplemente estoy cansado como un cabrón, me quedé despierto hasta muy tarde, demasiado, ni siquiera sé si al final fui a la cama o no.

Levantó la mirada y les miró con la boca abierta.

—¿Es esto un sueño?

Al no recibir respuesta continuó:

—«¿Hay que irse a la cama —pensé—, mientras todavía queda tiempo, o me quedo despierto toda la noche?» Difícil decisión. «Bah —pensé—, voy a hacer algo mientras me decido». Y cuando me he servido café, podríamos decir que la decisión me ha venido casi automáticamente.

—¿Así que eres una víctima del poder del café? —dijo Susso.

—No —dijo Magnus, negando con la cabeza sin que los mechones se le movieran demasiado—. El miedo al café es una exageración. Hay algo casi supersticioso en él. Podría beberme una jarra por la noche y luego irme a la cama. Sin problemas. El café no es peligroso. Mi madre comenzó a beberlo cuando tenía cuatro años y está en plena forma.

—Allí estará el elemento sobrenatural —dijo Susso—. A veces eres receptivo y a veces no.

—Sea como sea, al menos consigue poner las tripas en movimiento —añadió Torbjörn—. Sobre todo en combinación con un snus.

Magnus se echó hacia atrás tanto que tocó el árbol de Navidad. El pino estaba envuelto en cintas de espumillón doradas de oro y lamparitas con forma de campana que parpadeaban a intervalos irregulares. Al principio, Susso pensó que seguían el ritmo de la música, pero no era así. Simplemente emitían luz en tres intervalos diferentes.

—¿Por qué no te apartas un poco? —le espetó Magnus al árbol.

Luego se tomó un trago de cerveza, ladeó la cabeza, reflexionó profundamente, y dijo: —¿Queréis que os diga una bebida que carece de cualquier tipo de poder? El té. No termino de ver qué tipo de poder puede tener.

Negó con la cabeza.

Let’s not have a cup. No lo tomaría.

—Pero ¿un café sí te tomarías? —dijo Susso, levantándose.

Ahora la sonrisa de Magnus era ancha de nuevo.

—Sí, por favor.

Susso se fue a la barra donde estaban las cafeteras. Sobre la placa había monedas de cincuenta céntimos que se habían quedado pegadas por el calor. Se preguntaba a qué sabría el café. Probablemente a meado de zorro. El hombre de detrás del mostrador agitó la mano: podía servirse cuánto quisiera.

Debajo de los vasos de cerveza, que estaban colgados boca abajo, había una perdiz nival disecada con las garras hundidas en un leño, junto a una escultura de plástico de un gnomo con los brazos levantados. Era imposible saber qué hacía el gnomo, ¿podría tener miedo de que alguien le quitara el gorro? La combinación del gnomo y la perdiz nival era divertida, porque estaban muy juntos, como si tuvieran que ver el uno con el otro. El pico de la perdiz se parecía a una pequeña babosa negra.

Susso puso las tazas sobre una bandeja que llevó hasta la mesa.

—No sabía si querías leche —dijo.

Magnus negó con la cabeza.

—Lo quiero negro —dijo—. Negro como mi corazón.

Y soltó una risita ronca.

No parecía que fuera capaz de mantenerse serio por mucho tiempo y Susso se preguntó si lo que había dicho sobre el Hombre de Vaikijaur y aquella secta también era una broma. ¿Y si Torbjörn lo había malinterpretado?

—Magnus —dijo—. Cuéntame, ¿sabes algo sobre el Hombre de Vaikijaur, quién es o dónde vive?

—Yo no —dijo, negando con la cabeza—, pero mi vieja sí. Dice que vive allá por Kvikkjokk, en alguna parte. Donde los laestadianos.

—¿Dónde?

Se encogió de hombros.

—Si quieres saber exactamente dónde, tendremos que preguntar a mi vieja. Ha ido al súper pero vendrá en seguida.