Cuando Susso entró en la cocina, Gudrun estaba con la espalda vuelta hacia ella, cortando un pepino. Se había remangado la blusa y se oía un repiqueteo cuando movía la mano: llevaba una pulsera de la que colgaban unas perdices nival de plata, pequeñas y rechonchas.
—¿Dónde está tu cámara? —dijo Susso, dejando la bolsa de plástico sobre la mesa.
Gudrun señaló, con la hoja mojada del cuchillo, hacia un armario rústico pintado de marrón que se entreveía tras la puerta que daba al dormitorio. Cuando Susso llegó a él y comenzó a manipular la llave, soltó un par de tacos por los problemas que le estaba dando la cerradura. Se oyó un grito: —¡Encima!
Susso se puso de puntillas y vio la correa negra de nailon con las letras blancas. Llevó la cámara a la mesa de la cocina, sujetándola con las dos manos a la vez que la giraba para encontrar la ranura de la tarjeta de memoria. Nunca era capaz de recordar dónde estaba.
—¿Qué vas a hacer?
—Ya lo verás.
Sacó la tarjeta de memoria del bolsillo de su pantalón y la puso sobre la mesa antes de sentarse. El pelo se le había escapado de las gomas y le colgaba como dos ganchos delante de la nariz cuando inclinó la cabeza sobre la cámara.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Gudrun.
Había dejado el cuchillo y estaba comiéndose una rodaja de pepino. Tenía tanta curiosidad que estaba a punto de sonreír.
—Ahora verás —dijo Susso, y apretó el botón para que se iluminase la pantalla. Y después, al toquetear los pequeños mandos durante un rato, dijo—: Pues no, parece que no lo vas a ver.
Según la cámara, la tarjeta no contenía imágenes.
—Me cago en… —dijo Susso, frotándose la cara.
Contó a su madre lo de las huellas que había visto delante de la ventana de Edit Mickelsson, y lo que había pasado con la cámara cuando el hijo de puta de Per-Erik la había desmontado. A Gudrun no pareció preocuparle que la hubiera saboteado. Toda su atención estaba puesta en la cámara.
—Tendremos que preguntar a Cecilia, estas cosas se le dan bien.
Mientras Gudrun la llamaba, Susso sacó el bote de café. Su madre estaba hablando, con la cara vuelta hacia la ventana. Su tono de voz era muy firme. «Sí —dijo—. ¡Sí!» Cuando hubo colgado colocó el móvil sobre la encimera y cogió las gafas, que estaban allí.
Susso pulsó el botón de la cafetera.
—Va a venir —dijo Gudrun.
Unos quince minutos más tarde, Cecilia entró en la cocina. Un pliegue de sus gruesos cabellos oscuros colgaba sobre el cuello del anorak. Susso le explicó lo que había pasado con la cámara.
—¿Qué hay?
—Nada. ¡La carpeta está vacía!
Susso sacó la tarjeta de memoria y la estudió en la palma de su mano.
—Esto es increíble, joder.
—¿Dónde está tu ordenador? —dijo Cecilia mirando a Gudrun.
Cuando Gudrun lo trajo y lo puso sobre la mesa, Cecilia lo abrió y sacó la mano: quería la tarjeta.
—Necesitarás un lector de tarjetas —dijo Susso.
—¡Pues ve a por él!
Estaban sentadas muy juntas, mirando la pantalla mientras Cecilia iba entrando en las carpetas. El ordenador se tomaba su tiempo, zumbaba. Cecilia dijo que estaba distraído y que cuando los ordenadores se volvían distraídos había llegado el momento de pegarles un tiro.
—Ves —dijo Gudrun—, ¿qué te he dicho?
Sí. Las imágenes estaban allí. Un menú lleno de pequeños iconos enumerados.
—Que no hayas podido ver las fotos en la cámara no significa que la tarjeta esté rota, es porque has movido la tarjeta de una cámara a otra —dijo Cecilia—. Las cámaras no siempre se entienden bien.
Hizo doble clic en uno de los archivos y golpeó el ratón con impaciencia con la punta del índice mientras el programa de visualización arrancaba. Aparecieron unos abedules delgados, iluminados por una luz gris.
—Se habrá activado por el calor —dijo Susso—. Por el sol, cuando salió. O si no, por el viento.
La siguiente imagen era prácticamente idéntica a la primera, y la siguiente también. Y la siguiente. Después de un rato, Cecilia se cansó de los abedules.
—¿Cuántas fotos hay?
—No lo sé.
Cecilia seleccionó todos los archivos.
—Alrededor de cien.
—Ve a las últimas, entonces —dijo Susso.
La última imagen documentaba el brutal desmontaje de la cámara y estaba borrosa. Volvieron hacia atrás, pasando unas diez imágenes, y vieron más abedules, huesudos y pálidos, recortados sobre un fondo nocturno negro.
Entonces Gudrun puso el índice sobre la pantalla.
—¡Ahí! —exclamó—. ¿Lo veis?
En lo más profundo de los cambiantes tonos oscuros colgaba un punto de luz, pequeño pero totalmente nítido. Susso acercó la cabeza a la pantalla para ver mejor mientras Gudrun quitaba el ratón de los dedos de Cecilia y con un clic saltaba a la siguiente imagen.
Ahora había dos puntos, uno al lado del otro en la oscuridad.
—Allí hay algo —dijo Susso.
La mano de Gudrun temblaba cuando movió la flecha del cursor al siguiente archivo, así que Cecilia recuperó el ratón. Susso estaba inclinada hacia adelante, mirando de cerca.
En la siguiente imagen, los dos puntos estaban rodeados de una mancha ovalada de luz pálida que no podía ser otra cosa que una cara. Nadie dijo nada, se limitaban a mirar la pantalla mientras Cecilia pinchaba con el ratón.
—Aquí ya viene alguien —dijo Gudrun, girando la correa del reloj alrededor de su muñeca.
En efecto, venía alguien. Los ojos relucían blancos bajo la capucha del anorak. Era un anciano, un anciano muy pequeño, la nieve le llegaba hasta el pecho. Los brazos estaban extendidos y llevaba guantes.
La cámara había sacado fotos con intervalos de diez segundos y la pequeña figura aparecía en un total de nueve imágenes, contando las primeras, en las que sólo se podía distinguir los ojos: siete mientras venía y dos cuando ya se marchaba, o mejor dicho, cuando salía corriendo de allí.
En la séptima fotografía se le veía mejor que en el resto. Allí se encontraba delante de la cámara y hacia un lado, y la cara irradiaba una luz blanca por la cascada de luz infrarroja.
No se podría decir que tuviera la cara deformada, pero sí tenía un aspecto cuanto menos extraño. Sus ojos estaban muy apartados y profundamente hundidos en las cuencas; la nariz era huesuda y grande, y en las arrugadas mejillas y la barbilla sobresalían unos ralos mechones de pelo, totalmente blanco.
Susso llamó a Edit en seguida. Estaba de pie, en la cocina, con la mirada puesta en la pantalla del ordenador que Gudrun y Cecilia estaban contemplando fijamente.
Edit estuvo callada durante un buen rato al otro lado, y luego quiso saber qué iban a hacer ahora. Susso no tenía respuesta a esa pregunta. De hecho no tenía ni pajolera idea, estaba llena de emociones contradictorias y era incapaz de estarse quieta.
Había surgido una discusión animada entre su madre y su hermana, y como quería meter baza terminó la conversación con una promesa de que la llamaría al día siguiente.
Cecilia estaba de acuerdo en que el pequeño anciano de la imagen tenía un aspecto singular, por no decir inhumano, pero se negaba a creer que se trataba de un troll. Y tampoco podía ser un gnomo.
—Puede ser un crío que se ha disfrazado —dijo—. Ella y yo hemos estado viendo máscaras en internet y son mogollón de reales.
—Un crío —dijo Susso, señalando la pantalla—. ¿Pasada la medianoche?
—Bueno, entonces será un enano —dijo Cecilia, abriendo los ojos de par en par—. Puede que sea así. Puede ser una cosa hormonal, ¿sabes?
Empujó la pantalla hacia atrás para ver la foto mejor.
—Si yo tuviera ese aspecto también saldría sólo de noche.
—En tal caso —exclamó Susso—, ¿me imagino que también sería un enano lo que vio el abuelo?
Cecilia inspiró hondo y puso los ojos en blanco. Sacó el teléfono del bolsillo del anorak y lo miró.
—Tengo que irme a casa —dijo lacónicamente.
Pero Susso no iba a dejar que se escapara.
—¿No te llama la atención —dijo— que aparezca justo en ese pueblo, a cien kilómetros del lugar donde el abuelo sacó aquella foto?
—Ni me había parado a pensar en ello… —dijo Gudrun, sorprendida.
Cecilia miró su teléfono, negando con la cabeza.
—Sois la repera, las dos…
—No, tú eres la repera —masculló Susso.
Entonces, por fin, Cecilia levantó la mirada y sonrió con las mejillas encendidas.
—Susso —dijo—, ¿qué quieres que haga yo?
—Podrías involucrarte un poco.
—¡Si te estoy diciendo que mi hija me está esperando!
Ni Susso ni Gudrun sabían qué hacer. Querían enseñar la imagen a alguien, pero no sabían a quién. A Gudrun le parecía que deberían llamar a Roland pero Susso se negaba a hacerlo.
—¡No lo entendería!
Entonces Gudrun murmuró algo: Roland no era como ella pensaba. Ya le había hablado del enanito del oso y Roland había escuchado con gran interés. No se había reído de ella siquiera. Lo cual, por lo demás, era lo habitual.
Decidieron apagar el ordenador y cenar. Había lasaña de verduras. Tenían que tratar de digerir las impresiones y hablar de otra cosa durante un rato. No fue fácil. Estaban calladas, sólo se oía el ruido de los cubiertos contra los platos.
—¿Te acuerdas de la bronca que hubo entre el abuelo y papá? —dijo Gudrun después de un rato.
Susso negó con la cabeza, pinchó un trozo de calabacín con el tenedor y se lo llevó a la boca. Se sentía mareada y rara, era incapaz de apartar aquella pequeña cara arrugada de su mente. Se le había quedado grabada en la retina.
—¿Se pelearon? —preguntó con un tibio interés.
—Desde luego —dijo Gudrun—. Estuvieron a punto de llegar a las manos. Acabábamos de irnos a vivir allí arriba. Tú eras pequeña, claro, no te acordarás.
Susso tenía la boca llena de comida y cuando terminó de masticar, dijo: —Sí que me acuerdo de que cogimos el coche para ir a ver Ronja Rövardotter, ¿cuántos años podía tener?
Se tomó un sorbo del vaso y, después de secarse los labios, dijo: —¿Cuatro?
Era estúpido hablar de esas cosas. Gudrun bajó la cabeza y miró por la ventana, contemplando las caóticas trayectorias de los copos de nieve. Siempre se quedaba un poco abatida y ausente cuando se ponían a hablar de los años que habían pasado en Riksgränsen.
—En el ochenta y cuatro terminaron la carretera. En otoño. Y aquello fue por Navidad. Así que tendrías unos cinco años.
Susso movió la cabeza.
—De todas maneras, es uno de mis primeros recuerdos.
—¿Y qué recuerdas? —dijo Gudrun, echando las últimas gotas de la lata de cerveza en el vaso.
—Que hacía mal tiempo. Y que nos quedamos atrapados en un atasco. Que Cecilia lloró.
—Fue a la altura del puerto de Torne —dijo Gudrun—, en la curva donde el lago se acerca a la carretera. Cuando llegamos hasta allí se quedó todo taponado, era como un saco de harina y nos quedamos clavados en la nieve, en medio de la carretera. También se habían quedado atrapados los que venían de frente. Llegaron unos chicos con palas que nos ayudaron a sacar el coche de la nieve. Varios coches se habían salido de la carretera. Queríamos dar media vuelta pero papá dijo que no. Quería ir a Kiruna a toda costa. Al cine.
Susso levantó las cejas.
—¿El abuelo también estaba?
Gudrun le indicó que sí con la cabeza.
—Pero no sería sólo por la película de Ronja Rövardotter, sería el viaje en sí lo que lo atraía. La libertad de poder coger el coche y salir cuando quisiera.
Se quedaron calladas durante un rato, inclinadas sobre los platos manchados de salsa de queso y vinagre balsámico. Después dijo Gudrun en voz baja, como si quisiera aclarar algo para sí misma: —Fue en el cine Palladium.
Las dos miraron por la ventana. Un coche estaba bajo la marquesina de la entrada del hotel, los faros traseros emitían una luz roja. Alguien estaba metiendo maletas por las puertas de cristal. Gudrun encendió el ordenador. Una de sus manos descansaba laxa sobre la pierna y con el dedo corazón de la otra mano estaba tocando la alfombrilla. Luego agarró el ratón con unos movimientos impacientes.
Estaba inmóvil, mirando la pantalla, y Susso sabía qué estaba viendo.
—Has conseguido acercarte más —dijo—. Más de lo que hizo papá, por decirlo de alguna manera. Los rasgos se ven perfectamente.
—No tiene por qué estar relacionado.
—¿Qué hacemos con la foto? —dijo Gudrun.
—No lo sé, si te digo la verdad.
—Pero ¿la vas a colgar en la página web?
—Sí.
Cuando Susso subió a su casa estuvo dando vueltas por el piso, tratando de calmarse. Pensó en llamar a Diana pero decidió que sería demasiado tarde. Simonsson no hacía más que suspirar cuando mencionaba los trolls, así que tampoco tenía sentido hablar con ella.
En lugar de ello envió un mensaje a Torbjörn, porque no le apetecía hablar del tema por teléfono, y quedaron en verse el viernes. En el Safari.
Allí habían pasado mucho tiempo cuando salían juntos. Había sido su principal ocupación. Estar en la planta de arriba, sin más. Tomar café. Jugar con el móvil. A veces estaba también Wennberg. Y Diana y Simonsson. Pero normalmente sólo estaban ella y Tobe. Luego él se había ido a vivir a Luleå. Lo habían admitido en un programa allí, en la Universidad de Tecnología. No le había dicho ni una palabra acerca de su inscripción previamente, y comprendió que lo había hecho para escaparse de ella y de los líos familiares en Riksgränsen. Cuando se lo recriminó, él se defendió preguntándole si quería acompañarlo. Pero lo había dicho sin ganas. Ni siquiera intentó convencerla. Puto Tobe.
Pero no había otra persona con la que pudiera hablar de estas cosas. Sólo Diana, pero no le apetecía llamarla. Le haría demasiadas preguntas. Preguntas críticas.
Se sentó en el sofá para ver la tele, con el cepillo de dientes metido en la boca. Se los limpió lentamente, para poder oír lo que decían. El SMHI había emitido un aviso de alerta roja para las regiones costeras de Bottenviken y Norrbotten, y nevaría con fuerza en toda la provincia. Hasta veinte o treinta centímetros en algunos puntos. Entrevistaron a un meteorólogo de la base aérea F21. La nieve caía oblicuamente sobre él y tenía los bordes de las orejas de un color rojo chillón. «El pronóstico proclama nieve a gritos», dijo.
Susso salió al baño y se enjuagó en el lavabo, luego apagó la tele y se tumbó en la cama. Los ojos no querían cerrársele, aunque estaba tan cansada que le dolía el cuerpo. La máquina quitanieves pasaba armando un estruendo en la calle bajo la ventana y un resplandor de color naranja avanzó parpadeando por el papel de la pared hasta llegar al techo.