Se veían huellas de patas de todo tipo y tamaño que se cruzaban en la nieve, que había caído durante la noche y formaba una nueva piel, más suelta. Las más pequeñas serpenteaban desordenadamente y cruzaban las zanjas, anchas y nítidas, que las liebres habían marcado en la nieve del patio y también alrededor de los edificios.
Alguien había dejado en el techo del Volvo una cosa negra y retorcida a su paso. Seved creía que era alguna de las comadrejas. Sería típico de ellas. Ejvor las había llamado «diligentes» y Seved la había creído hasta que comprendió que lo que quería decir era que eran rápidas, para nada ordenadas, que era lo que él había pensado que significaba.
Se paró, con las manos en los bolsillos, a un par de metros de distancia del Tugurio, y constató que no había huellas de osos por allí. No había oído nada durante la noche, pero sabía que los ancianos peludos podían moverse con mucho sigilo si pensaban que era necesario. De niño, lo habían sorprendido más de una vez mientras jugaba, estando muy cerca sin que se hubiera dado cuenta. Siempre les delataba la pesada respiración. Y el hedor.
El miedo de que Skabram volviera lo había mantenido despierto durante la mayor parte de la noche. Sobre todo había estado pensando en la cadena. ¿Y si al anciano se le ocurría que tenía que entrar por ahí? La trampilla estaba cerrada con cerrojo desde el interior, así que no podía entrar mientras no hubiera nadie dentro que le abriera. No creería que Karats lo esperase, pero sí que lo desearía con mucha intensidad. ¿Quizá con tanta intensidad que se dejara convencer por el deseo? De hecho, Seved no tenía ni idea de lo que el grandullón pudiera estar pensando. La furia había provocado que cambiase de piel, pero ¿qué le había provocado esa furia? ¿Era como si alguien de repente le hubiera arrancado una muela de la boca? ¿Sabía que Karats estaba muerto, o le había dolido sin más?
Börje estaba en cuclillas en el cercado de los perros, acariciando al pastor lapón, hundiendo los dedos en el espeso pelaje de su cuello y haciéndole preguntitas que se encadenaban en un balbuceo fluido. Llevaba un fino gorro blanco puntiagudo en el que ponía SWIX. Más abajo, de la nariz aguileña que acababa de ponerse un poco roja en la punta, colgaba una gota de moco como una perla.
Seved abrió la desvencijada verja y entró.
—Han cagado sobre el coche —dijo, y acercó la mano para que la pequeña laika pudiera husmearla y después pasar la áspera lengua por el dedo meñique, que no tardó en quedar empapado y caliente.
—Mejor eso que le den la vuelta —dijo Börje.
Estaban sentados con la espalda vuelta hacia el otro, acariciando los perros.
—¿Ya ha vuelto?
Börje negó con la cabeza. Se sorbió los mocos.
—Pero Lennart vendrá mañana, ya lo verás.
—¿Ya ha dejado ese tema?
—¿El qué?
—Lo de perseguir a esa chica. La Myrén ésa.
—Desde luego que no. No lo dejará nunca.
Se quedó un rato en la cocina del Tugurio, esperando ver algo escabullirse con el rabillo del ojo, o sacar la cabeza por curiosidad, pero no había ningún tipo de movimiento, y a la pálida luz del día podía ver lo sucio que estaba el suelo.
La mayoría de ellos estarían abajo, en la guarida, pero Seved no tenía ningunas ganas de bajar, así que subió a la planta de arriba. En uno de los cuartos sin aislante encontró un solitario anciano murciélago que colgaba con las garras enganchadas en el extremo de una tabla. Era viejo y gris, y tenía una pequeña cabeza perruna aplanada. El murciélago podría asustar al niño, así que lo dejó en paz.
Cuando salió encontró un ratoncillo que estaba sentado sobre una silla, mirándole. Era un ratón de campo y parecía uno de los que Torsten había enviado con ellos. Seved se puso en cuclillas y habló con el duendecillo en voz amena hasta que se atrevió a acercarse a su mano extendida.
Dejó que el ratoncillo trepara sobre su cuerpo durante un tiempo para que se familiarizara con él, y luego lo metió cuidadosamente en el bolsillo, donde estuvo un rato dando vueltas antes de acomodarse.
Mattias estaba sentado en la cama, jugando, y entre sus piernas serpenteaba un cable gris que iba hasta el televisor. Estaba frotando los pulgares frenéticamente contra los botones del mando. Seved se quedó mirando con las manos metidas en los bolsillos. Las figuras de la pantalla del ordenador parecían tener lesiones de radiación por los colores chillones que lucían. El volumen estaba bajado pero de vez en cuando, cuando el niño ganaba puntos, o dinero, se oía una sucesión de trinos felices.
—¿Estás ganando?
El niño estaba absorto en el juego y no contestó. Y además, ¿qué clase de pregunta era ésa? ¿Quizá la cosa no fuera de ganar? De esos juegos no sabía nada.
—Mira —dijo—, tengo un ratoncillo nuevo para ti.
Levantó el duendecillo y lo soltó sobre la cama. Las patas arañaron la funda nórdica y el pequeñajo estuvo a punto de desaparecer entre las olas de la ondulada funda.
El niño bajó el mando, parecía que ya había olvidado el juego.
Seved entró en la casa para buscar a Amina y la encontró en la habitación de Ejvor, donde estaba tumbada boca arriba en la cama, leyendo una revista. Era Allers o Året Runt. En uno de los calcetines de lana que tenía en los pies había un gran agujero y no llevaba calcetines de hilo por debajo.
Seved se quedó fuera de la habitación, ni puso el pie sobre el umbral.
—Vas a tener que dormir abajo esta noche —dijo—. Os despertaré cuando llegue el momento.
Amina asintió con la cabeza detrás de la revista.