MEDIANOCHE

¡No! —Pero tengo que hacerlo.

¡No quiero decirlo! —Pero he jurado decirlo todo. —No, renuncio, eso no, ¿sin duda es mejor dejar algunas cosas…? —Eso no se puede lavar; ¡hay que soportar lo que no se puede remediar! —¿Pero no las paredes susurrantes, y la traición, y el ris ras, y las mujeres de pechos magullados? —Especialmente esas cosas. —Pero cómo puedo, mírame, me estoy haciendo pedazos, no puedo ponerme de acuerdo ni conmigo mismo, hablando discutiendo como un loco, agrietándome, la memoria se me va, sí, mi memoria se hunde en abismos y es tragada por la oscuridad, sólo quedan fragmentos, ¡nada de ello tiene sentido! —Pero no debo permitirme juzgar; tengo que continuar simplemente (una vez que he comenzado) hasta el final; no tengo que evaluar ya (quizá no haya tenido nunca) el-sentido-y-la-falta-de-sentido. —¡Pero es horrible, no puede no será no debe no será no puede no! —Basta; comienza. —¡No! —Sí.

Entonces, ¿acerca del sueño? Quizá pueda contarlo como sueño. Sí, quizá una pesadilla: verde y negro el cabello de la Viuda y una mano que agarra y niños mmff y pelotitas y uno-a-uno partidos por la mitad y las pelotitas vuelan vuelan verde y negro su mano es verde sus uñas son negras más que negras. —Nada de sueños. Ni el momento ni el lugar para eso. Hechos, recordados. En la medida de lo posible. De la forma que fue: Comienza. —¿No hay opción? —Ninguna; ¿cuándo la ha habido? Hay imperativos, y consecuencias-lógicas, e inevitabilidades, y repeticiones; hay cosas-hechas-a, y accidentes, y mazazos-del-destino; ¿cuándo ha habido nunca elección? ¿Cuándo ha habido opciones? ¿Cuándo se tomó libremente una decisión, de ser esto o aquello o lo de más allá? No hay elección; comienza. —Sí.

Escuchad:

Noche interminable, días semanas meses sin sol, o más bien (porque es importante ser exactos), bajo un sol tan frío como un plato enjuagado en un arroyo, un sol que nos bañaba en una luz lunática de medianoche; estoy hablando del invierno de 1975-1976. En el invierno, oscuridad; y también tuberculosis.

Una vez, en una habitación azul que daba al mar, bajo el dedo indicador de un pescador, luché con las tifoideas y fui salvado por el veneno de serpiente; ahora, atrapado en las redes dinásticas de la repetición por mi reconocimiento como hijo, nuestro Aadam Sinai se vio obligado a pasar sus primeros meses combatiendo con las serpientes invisibles de una enfermedad. Las serpientes de la tuberculosis se le enroscaron en el cuello y le hicieron jadear, falto de aire… pero era un niño de orejas y silencio, y cuando farfullaba no se oían sonidos, cuando resollaba no había carraspera en su garganta. En pocas palabras, mi hijo cayó enfermo, y aunque su madre, Parvati o Laylah, fue a buscar las hierbas de sus dotes mágicas… aunque se le administraban constantemente infusiones de hierbas en agua bien hervida, los espectrales gusanos de la tuberculosis se negaban a ser alejados. Yo sospeché, desde el principio, algo oscuramente metafórico en esa enfermedad… pensando que, en aquellos meses de medianoche en que la era de mi conexión-con-la-Historia se superpuso a la suya, nuestra emergencia privada no estaba desconectada de la enfermedad mayor y macrocósmica, bajo cuya influencia el sol se había vuelto tan pálido y enfermo como nuestro hijo. La Parvati-de-entonces (como la Padma-de-hoy) rechazó esas meditaciones abstractas, atacando, como simple desatino, mi creciente obsesión por la luz, en garras de la cual comencé a encender pequeñas lamparillas en la choza de la enfermedad de mi hijo, llenando nuestra cabaña de candelas al mediodía… pero insisto en la exactitud de un diagnóstico; «Os lo aseguro», insistía entonces, «mientras dure la Emergencia, nunca se pondrá bien».

Enloquecida por su incapacidad para curar a aquel niño serio que nunca lloraba, mi Parvati-Laylah se negaba a creer mis pesimistas teorías, pero se volvió vulnerable a cualquier otra idea disparatada. Cuando una de las mujeres más viejas de la colonia de los magos le dijo —como hubiera podido hacerlo Resham Bibi— que la enfermedad no podría desaparecer mientras el niño siguiera mudo, Parvati pareció encontrarlo plausible. —La enfermedad es una aflicción del cuerpo —me sermoneó—, hay que echarla con lágrimas y gemidos. —Aquella noche, volvió a la cabaña agarrando un paquetito de polvo verde, envuelto en papel de periódico y atado con una cuerda de color rosa pálido, y me dijo que era un preparado de tal poder que obligaría a dar gritos hasta a una piedra. Cuando le administró la medicina, las mejillas del niño comenzaron a hincharse, como si tuviera la boca llena de comida; los sonidos de su infancia, largo tiempo reprimidos, se agolparon tras sus labios, y él atrancó la boca con furia. Resultó evidente que el chico estaba a punto de ahogarse al tratar de tragarse otra vez el vómito torrencial de sonidos contenidos que había agitado el polvo verde; y entonces fue cuando comprendimos que nos encontrábamos en presencia de una de las voluntades más implacables de la tierra. Al cabo de una hora, durante la cual mi hijo se volvió primero azafrán, luego azafrán-y-verde, y finalmente del color de la hierba, no pude aguantar más y bramé—: ¡Mujer, si el pobre chico desea tanto guardar silencio, no vamos a matarlo por eso! —Cogí a Aadam para mecerlo, y sentí cómo su cuerpo se ponía rígido, y sus rodillas codos cuello se iban llenando del tumulto contenido de sonidos inexpresados, y por fin Parvati cedió y preparó un antídoto machacando arrurruz y camomila en un cacharro de lata, mientras musitaba extrañas imprecaciones en voz baja. Después de aquello, nadie trató nunca de hacer que Aadam Sinai hiciera nada que él no quisiera hacer; lo mirábamos luchar contra la tuberculosis y tratábamos de tranquilizarnos pensando que, sin duda, una voluntad tan acerada se negaría ser derrotada por una simple enfermedad.

En aquellos últimos días, mi esposa Laylah o Parvati era roída también por las polillas interiores de la desesperación, porque cuando venía a mí buscando consuelo o calor en el aislamiento de nuestras horas de sueño, yo seguía viendo, superpuesta a sus rasgos, la fisonomía horriblemente erosionada de la Cantante Jamila; y aunque le confesé a Parvati el secreto del espectro, consolándola al hacerle notar que, a su ritmo actual de desintegración, el espectro se habría deshecho por completo antes de mucho, ella me dijo dolorosamente que las escupideras y la guerra me habían reblandecido los sesos, y perdió la esperanza de un matrimonio que, por lo que parecía, no se consumaría nunca; lenta, muy lentamente, apareció en su labios el pucherito siniestro del dolor… pero ¿qué podía hacer yo? ¿Qué alivio podía ofrecerle… yo, Saleem Mocoso, que había quedado reducido a la pobreza al retirarme mi familia su protección, que había elegido (si fue una elección) vivir de mis dotes olfatorias, ganándome unos paisa olfateando lo que la gente había cenado el día anterior y quién estaba enamorado; qué consuelo podía ofrecerle cuando estaba ya en poder de la fría mano de aquella prolongada medianoche, y podía oler la finalidad en el aire?

La nariz de Saleem (no podéis haberlo olvidado) podía oler cosas más extrañas que el estiércol de caballo. Los perfumes de los sentimientos e ideas, el olor de cómo-fueron-las-cosas: todo eso lo olfateaba y lo olfateo con facilidad. Cuando se cambió la Constitución para dar a la Primera Ministra poderes cuasiabsolutos, olí los fantasmas de antiguos imperios en el aire… en aquella ciudad llena de los fantasmas de reyes eslavos y mogoles, de Aurangzeb el despiadado y el último, de conquistadores rosados, inhalé una vez más el acre aroma del despotismo. Olía como trapos aceitosos ardiendo.

Pero incluso los nasalmente incompetentes podían haber deducido, en el invierno de 1975-1976, que algo olía a podrido en la capital; lo que me alarmó fue un hedor más extraño, más personal: el olorcillo de un peligro personal, en el que distinguía la presencia de un par de rodillas traicioneras y justicieras… mi primer indicio de que un antiguo conflicto, que comenzó cuando una virgen loca de amor cambió unos rótulos, iba a terminar en breve en un frenesí de traiciones y tijeretazos.

Quizá, con esa advertencia picándome en las narices, hubiera debido huir… advertido por una nariz, hubiera podido poner pies en polvorosa. Pero había objeciones de tipo práctico ¿adónde hubiera ido? Y, cargado con una mujer y un hijo, ¿cómo hubiera podido moverme deprisa? Tampoco hay que olvidar que, una vez, huí efectivamente, y mirad dónde acabé: en los Sundarbans, la jungla de fantasmas y justos castigos, ¡de la que sólo escapé por los pelos…! En cualquier caso, no corrí.

Probablemente no importó; Shiva —implacable, traidor, mi enemigo desde nuestro nacimiento— hubiera acabado por encontrarme. Porque, aunque una nariz está dotada de forma única para olfatear-las-cosas, cuando se trata de entrar en acción no pueden negarse las ventajas de un par de rodillas firmes y estranguladoras.

Me permitiré una última y paradójica observación sobre este tema: si, como creo, fue en la casa de las plañideras donde supe la respuesta a la cuestión de la finalidad que me había atormentado toda la vida, al evitar aquel palacio de aniquilaciones me hubiera negado también ese descubrimiento, sumamente precioso. Para decirlo de forma algo más filosófica: toda nube está revestida de plata.

Saleem-y-Shiva, nariz-y-rodillas… sólo compartíamos tres cosas: el momento (y sus consecuencias) de nuestro nacimiento; la culpa de la traición; y nuestro hijo, Aadam, nuestra síntesis, sin sonreír, serio, con unas orejas omniaudientes. Aadam Sinai era, en muchos aspectos, exactamente lo opuesto a Saleem. Yo, en mis comienzos, crecí con velocidad vertiginosa; Aadam, luchando con las serpientes de la enfermedad, apenas crecía en absoluto. Saleem mostró una sonrisa zalamera desde el comienzo; Aadam tenía más dignidad, y se guardaba sus muecas para él. Mientras que Saleem sometió su voluntad a las tiranías reunidas de su familia y el destino, Aadam luchó ferozmente, negándose a ceder siquiera a la coacción del polvo verde. Y mientras Saleem había estado tan decidido a absorber el universo que, durante cierto tiempo, fue incapaz de parpadear, Aadam prefería mantener los ojos firmemente cerrados… aunque cuando, alguna que otra vez, se dignaba abrirlos, yo observaba su color, que era azul. Azul de hielo, el azul de la repetición, el azul profético de Cachemira… pero no hay necesidad de dar más detalles.

Nosotros, los hijos de la independencia, nos precipitamos locamente y demasiado aprisa hacia nuestro futuro; él, nacido de la Emergencia, será es ya más precavido, aguardando su oportunidad; pero cuando actúe será imposible de resistir. Es ya más fuerte, más duro, más resuelto que yo: cuando duerme, tiene los globos oculares inmóviles bajo los párpados. Aadam Sinai, hijo de rodillas-y-nariz, no se somete (por lo que puedo decir) a los sueños.

¿Cuántas cosas oyeron aquellas orejas batientes que, en ocasiones, parecían arder con el calor de su conocimiento? Si hubiera podido hablar, ¿me habría advertido contra la traición y las explanadoras? En un país dominado por las multitudes gemelas de los ruidos y los olores, hubiéramos podido formar un equipo perfecto; pero mi hijo pequeño rechazaba la palabra, y no obedecía los dictados de mi nariz.

Arré baap —exclama Padma—. ¡Cuenta lo que ocurrió, señor! ¿Qué hay de tan sorprendente en que un bebé no dé conversación?

Y otra vez las grietas dentro de mí: No puedo. —Tienes que hacerlo. —Si.

Abril de 1976 me encontró viviendo todavía en la colonia o gueto de los magos; mi hijo Aadam estaba aún en poder de una lenta tuberculosis que parecía no responder a ninguna forma de tratamiento. Yo estaba lleno de presentimientos (y pensamientos de huida); pero si algún hombre fue la razón para que me quedara en el gueto, ese hombre fue Singh Retratos.

Padma: Saleem compartió su suerte con los magos de Delhi, en parte por un sentido de oportunidad… una creencia autoflagelante en la rectitud de su tardío descenso a la pobreza (me llevé, de casa de mi tío, no más de dos camisas, blancas, dos pares de pantalones, también blancos, una camiseta, decorada con guitarras rosas, y zapatos, un par, negros); en parte, vine por lealtad, al haber quedado ligado por lazos de gratitud a mi salvadora, la-bruja-Parvati; pero me quedé —cuando, como joven letrado, hubiera podido ser, por lo menos, empleado de banco o maestro de escritura y lectura en alguna escuela nocturna— porque, toda mi vida, consciente o inconscientemente, he buscado padres. Ahmed Sinai, Hanif Aziz, Sharpsticker Sahib, el General Zulfikar han sido utilizados todos en ausencia de William Methwold; Singh Retratos fue el último de ese noble linaje. Y quizá, en mi doble pasión por padres y por salvar-al-país, exageré a Singh Retratos; existe la horrible posibilidad de que lo deformara (y de que lo haya deformado otra vez en estas páginas) convirtiéndolo en una ficción soñada de mi propia imaginación… desde luego es cierto que, siempre que le preguntaba: —¿Cuándo nos guiarás, Retratosji… cuándo llegará el gran día? —él, moviendo los pies torpemente, contestaba—: Quítate esas cosas de la cabeza, capitán; yo soy un pobre hombre del Rajastán, y también El Hombre Más Encantador del Mundo; no hagas de mí otra cosa. —Pero yo, insistiéndole—: Hay un precedente… hubo un Mian Abdullah, el Colibrí… —a lo que Retratos—: Capitán, tienes algunas ideas disparatadas.

Durante los primeros meses de la Emergencia, Singh Retratos permaneció sumido en un melancólico silencio, reminiscente (¡una vez más!) del gran mutismo de la Reverenda Madre (que había goteado también en mi hijo…), y había descuidado el instruir a su público en las carreteras y las callejas de las ciudades Vieja y Nueva, como, hasta entonces, había insistido en hacer; pero aunque —Éste es un tiempo para el silencio, capitán— yo seguía convencido de que, un día, una aurora del milenio al final de la medianoche, de algún modo, a la cabeza de un gran jooloos o procesión de los desheredados, quizá tocando la flauta y adornado con serpientes mortales, sería Singh Retratos quien nos llevaría hacia la luz… pero quizá no fue nunca más que un encantador de serpientes; no niego la posibilidad. Sólo digo que, a mí, mi último padre, alto demacrado barbudo, con el pelo echado hacia atrás y anudado en la nuca me parecía un auténtico avatar de Mian Abdullah; pero quizá todo era una ilusión, nacida de mis intentos de ligarlo a los hilos de mi historia por un esfuerzo de voluntad pura. Ha habido ilusiones en mi vida; no creáis que no tengo conciencia de ello. Estamos llegando, sin embargo, a un tiempo situado más allá de las ilusiones; al no tener opción, tengo que poner por fin por escrito, en negro y blanco, el clímax que he estado evitando toda la noche.

Trozos de recuerdos: no es así como debe escribirse un clímax. Un clímax debe ascender hacia su cumbre del Himalaya; pero a mí sólo me quedan jirones, y tengo que avanzar a sacudidas hacia mi crisis como un títere con los hilos rotos. Esto no es lo que había proyectado; pero quizá la historia que uno termina no es nunca la que había comenzado. (Una vez, en una habitación azul, Ahmed Sinai improvisó finales para cuentos de hadas cuyas conclusiones originales había olvidado hacía tiempo; el Mono de Latón y yo oímos, con el paso de los años, toda clase de versiones diferentes del viaje de Simbad y de las aventuras de Hatim Tai… si comenzara yo de nuevo, ¿terminaría también en un lugar diferente?) Está bien: tengo que contentarme con jirones y trozos: como escribí hace siglos, el truco está en llenar los huecos, guiado por las pocas claves que se dan. La mayor parte de lo que importa en nuestras vidas ocurre en nuestra ausencia; yo tengo que guiarme por el recuerdo de un expediente visto-una-vez con iniciales significativas; y por los otros, los restantes vidrios rotos del pasado, que persisten en las saqueadas criptas de mi memoria como botellas rotas en una playa… Como trozos de recuerdos, las hojas de periódico solían rodar por la colina de los magos en el viento silencioso de la medianoche.

Periódicos llevados por el viento visitaron mi choza para informarme de que mi tío, Mustapha Aziz, había sido víctima de asesinos desconocidos; yo me olvidé de derramar una lágrima. Pero hay otras informaciones; y, con ellas, tengo que construir la realidad.

En una hoja de papel (que olía a nabos), leí que la Primera Ministra de la India no iba a ninguna parte sin su astrólogo personal. En ese fragmento, percibí algo más que bocanadas de nabos; misteriosamente, mi nariz reconoció, una vez más, el olor del peligro personal. Lo que tengo que deducir de ese aroma de advertencia: los adivinos me profetizaron; ¿no es posible que, al final, los adivinos fueran mi perdición? ¿No pudo la Viuda, obsesionada con las estrellas, conocer por sus astrólogos el potencial secreto de todos los niños nacidos en aquella lejana hora de la medianoche? ¿Y fue por eso por lo que se pidió a un funcionario civil, experto en genealogías, que averiguase… y por lo que él me miró por la mañana de una forma tan extraña? Sí, ya lo veis, ¡los trozos comienzan a encajar! Padma, ¿no resulta claro? Indira es la India y la India es Indira… pero ¿no es posible que ella leyera la carta de su propio padre a un hijo de la medianoche, en la que se le negaba a ella su papel central, ahora convertido en consigna; en la que el papel de espejo-de-la-nación se me daba a mí? ¿Lo veis? ¿Lo veis?… y hay más, hay otra prueba todavía más clara, porque aquí hay otro recorte de The Times of India, en el que la propia agencia de noticias de la Viuda, Samachar, cita unas palabras suyas en que habla de su «determinación de combatir la profunda y extensa conspiración que ha ido creciendo». Os lo aseguro: ¡no se refería al Janata Morcha! No, la Emergencia tuvo una parte negra además de una blanca, y éste es el secreto que ha estado oculto demasiado tiempo bajo la máscara de aquellos días sofocados: el más auténtico, el más profundo motivo de la declaración del Estado de Emergencia fue el aplastamiento, la pulverización, el irreversible desbaratamiento de los hijos de la medianoche. (Cuya Conferencia, desde luego, se había dispersado años antes; pero la mera posibilidad de nuestra reunificación era bastante para provocar la alerta roja.)

Los astrólogos —no tengo la menor duda— hicieron sonar la alarma; en una carpeta negra con el rótulo M.C.C. se reunieron nombres de los archivos existentes; pero hubo más que eso. Hubo también traiciones y confesiones; hubo rodillas y una nariz… una nariz, y también rodillas.

Recortes, jirones, fragmentos: me parece que, inmediatamente antes de despertar con el olor del peligro en mis narices, soñé que estaba durmiendo. Me despertaba, del más desconcertante de los sueños, y encontraba a un extraño en mi choza: un tipo de aspecto poético, con un pelo lacio que le asomaba por encima de las orejas (pero que le clareaba mucho en la nuca). Sí: durante mi último sueño antes de-lo-que-hay-que-describir, me visitó la sombra de Nadir Khan, que miraba perplejo una escupidera de plata, incrustada de lapislázuli, y me preguntaba absurdamente: «¿Has robado esto…? Porque, de otro modo, debes de ser… ¿es posible…? ¿el chico de mi Mumtaz?» Y cuando yo se lo confirmé: «Sí, ni más ni menos, soy yo…», el espectro-soñado de Nadir-Qasim me hizo una advertencia: «Escóndete. Todavía hay tiempo. Escóndete ahora que puedes.»

Nadir, que se escondió bajo la alfombra de mi abuelo, vino para aconsejarme que hiciera lo propio; pero demasiado tarde, demasiado tarde, porque entonces me desperté del todo, y olí el perfume del peligro resonando como trompetas en mi nariz… temeroso, sin saber por qué, me puse de pie; y ¿es imaginación mía, o abrió Aadam Sinai sus ojos azules para mirar seriamente los míos? ¿Estaban también llenos de alarma los ojos de mi hijo? ¿Habían oído unas orejas de soplillo lo que había olfateado una nariz? ¿Se comunicaron padre e hijo sin palabras en aquel instante antes de que todo empezara? Tengo que dejar los signos de interrogación flotando, sin respuesta; pero lo que es cierto es que Parvati, mi Laylah Sinai, se despertó también y me preguntó: —¿Qué pasa, señor? ¿Qué es lo que te preocupa…? —Y yo, sin saber muy bien la razón—: Escóndete; quédate aquí y no salgas.

Entonces salí yo.

Debía de ser por la mañana, aunque la penumbra de la medianoche interminable flotaba sobre el gueto como una niebla… a la lóbrega luz de la Emergencia, vi a niños que jugaban a siete-tejas, y a Singh Retratos, con su paraguas plegado bajo la axila izquierda, orinando contra los muros de la Mezquita del Viernes, un diminuto ilusionista calvo se ejercitaba en atravesarle el cuello con cuchillos a su aprendiz de diez años, y un prestidigitador había encontrado ya público, y estaba persuadiendo a grandes pelotas de lana para que salieran de los sobacos de extraños; mientras, en otro rincón del gueto, Chand Sahib, el músico, practicaba la trompeta, colocándose en el cuello la antigua boquilla de un instrumento abollado, y tocándola simplemente mediante el juego de los músculos de su garganta… allí, por allá, andaban las tres trillizas contorsionistas, llevando en equilibrio sobre la cabeza surahis de agua al volver a su choza desde la única fuente de la colonia… en pocas palabras, todo parecía tranquilo. Comencé a reñirme a mí mismo por mis sueños y alarmas nasales; pero entonces comenzó.

Las furgonetas y las explanadoras llegaron primero, retumbando por la carretera principal; se detuvieron frente al gueto de los magos. Un altavoz comenzó a pregonar: «Programa de embellecimiento ciudadano… operación autorizada del Comité Central Juvenil de Sanjay… prepárense instantáneamente para su evacuación a un nuevo emplazamiento… este barrio es una ofensa pública, y no se puede seguir tolerando… todos deberán obedecer las órdenes sin protesta.» Y mientras el altavoz atronaba, unas figuras descendían de las furgonetas: se levantó apresuradamente una tienda de colores brillantes, y aparecieron catres de tijera y equipo quirúrgico… y entonces salió de las furgonetas un torrente de señoritas bien vestidas, de alta cuna y educación extranjera, y luego un segundo río de jóvenes igualmente bien vestidos: voluntarios, voluntarios de las Juventudes de Sanjay, haciendo su contribución a la sociedad… pero entonces comprendí que no, que no eran voluntarios, porque todos los hombres tenían el mismo pelo rizado y los mismos labios-como-vulva-de-mujer, y las elegantes señoritas eran también todas idénticas, y sus rasgos correspondían exactamente a los de la Menaka de Sanjay, a la que los recortes de periódico habían descrito como una «belleza larguirucha» y que en otro tiempo fue modelo de camisones para una compañía de colchones… de pie en el caos del programa de eliminación de aquel barrio miserable, pude comprobar una vez más que la dinastía gobernante de la India había aprendido a reproducirse a sí misma; pero entonces no había tiempo de pensar, los innumerables labios-de-vulva y bellezas-larguiruchas se estaban apoderando de magos y viejos mendigos, estaban arrastrando a la gente hacia las furgonetas, y ahora un rumor se extendía por la colonia de los magos: «¡Están haciendo nasbandi… están realizando esterilizaciones!» Y otro grito: «¡Salvad a vuestras mujeres y vuestros hijos!»… Y comienza un tumulto, los niños que hace un momento jugaban a siete-tejas les tiran piedras a los elegantes invasores, y ahí está Singh Retratos congregando a los magos a su alrededor, agitando un furioso paraguas, que en otro tiempo sembró la armonía pero ahora se ha transmutado en arma, en una aleteante lanza quijotesca, y los magos se han convertido en un ejército defensor, aparecen mágicamente cócteles Molotov, que son arrojados, se sacan ladrillos de bolsas de prestidigitadores, el aire está lleno de gritos y misiles y los elegantes labios-de-vulva y las bellezas-larguiruchas se retiran ante la violenta furia de los ilusionistas; y allá va Singh Retratos, dirigiendo el asalto a una tienda de vasectomía… Parvati o Laylah, desobedeciendo órdenes, está a mi lado ahora, diciendo: —Dios santo, qué están… —y en ese momento se desencadena un nuevo y más formidable asalto sobre el barrio: se envían soldados contra magos, mujeres y niños.

En otro tiempo, prestidigitadores tahúres titiriteros e hipnotizadores marcharon triunfalmente junto a un ejército conquistador; pero todo eso se ha olvidado ahora, y las armas rusas apuntan a los habitantes del gueto. ¿Qué probabilidades tienen los brujos comunistas frente a los fusiles socialistas? Ellos, nosotros, corren corremos ahora, hacia todos lados, Parvati y yo somos separados cuando los soldados cargan, yo pierdo de vista a Singh Retratos hay culatas de fusil que pegan golpean, veo a una de las trillizas contorsionistas caer bajo la furia de las armas, arrastran a la gente del pelo hacia las bostezantes furgonetas que esperan; y yo también corro, demasiado tarde, mirando por encima del hombro, tropezando con latas de Dalda cajones vacíos y las bolsas abandonadas de los aterrorizados ilusionistas, y por encima del hombro, a través de la lóbrega noche de la Emergencia, veo que todo esto ha sido una pantalla de humo, una cuestión secundaria, porque, como un rayo a través de la confusión del tumulto, llega una figura mítica, una encarnación del destino y de la destrucción: el Mayor Shiva se ha unido a la refriega, y me busca sólo a mí. Detrás de mí, mientras corro, vienen, bombeando, las rodillas de mi perdición…

… Me viene a la mente la imagen de una casucha: ¡mi hijo! Y no sólo mi hijo: ¡una escupidera de plata, incrustada de lapislázuli! En alguna parte, en la confusión del gueto, un niño se ha quedado solo… en alguna parte un talismán, tanto tiempo guardado, ha sido abandonado. La Mezquita del Viernes me mira impasible mientras me desvío me agacho corro entre las chozas inclinadas, mientras los pies me llevan hacia el hijo de orejas de soplillo y la escupidera… pero ¿qué probabilidades tenía contra aquellas rodillas? Las rodillas del héroe de guerra se van acercando mientras huyo, las articulaciones de mi némesis retumban hacia mí, y él da un salto, las piernas del héroe de guerra vuelan por el aire, cerrándose como mandíbulas alrededor de mi cuello, las rodillas expulsan el aire de mi garganta, caigo retorciéndome pero las rodillas se mantienen firmes, y ahora una voz —¡una voz de traición felonía odio!— me dice, mientras las rodillas reposan sobre mi pecho y me mantienen clavado en el espeso polvo del barrio: —Bueno, muchachito rico: nos encontramos otra vez. Salaam. —Yo farfullé algo; Shiva sonrió.

¡Oh botones brillantes del uniforme de un traidor! Centelleando lanzando destellos como la plata… ¿por qué lo hizo? ¿Por qué él, que en otro tiempo había mandado bandidos anarquistas por todos los barrios miserables de Bombay, se convirtió en caudillo de la tiranía? ¿Por qué traicionó un hijo de la medianoche a los hijos de la medianoche, llevándome a mi destino? ¿Por amor a la violencia, y el brillo legitimador de los botones de los uniformes? ¿Por su antigua antipatía hacia mí? O bien —y esto lo encuentro sumamente plausible— a cambio de la inmunidad a las penas impuestas al resto de nosotros… sí, eso debía de ser; ¡oh héroe de guerra que negaba los derechos de nacimiento! ¡Oh rival vendido-por-un-plato-de-lentejas!… Pero no, tengo que cortar todo esto, y contar la historia tan simplemente como pueda: mientras las tropas perseguían detenían arrastraban a los magos en su gueto, el Mayor Shiva me dedicó su atención. También yo fui brutalmente empujado hacia una furgoneta; mientras las explanadoras avanzaban hacia el barrio, una puerta se cerró de golpe… en la oscuridad grité: —¡Mi hijo…! Y Parvati, ¿dónde está ella, mi Laylah…? ¡Singh Retratos! ¡Sálvame, Retratosji! —Pero allí estaban las explanadoras y nadie me oyó gritar.

La-bruja-Parvati, al casarse conmigo, fue víctima de la maldición de la muerte violenta que se cierne sobre mi gente… No sé si Shiva, después de haberme encerrado en una furgoneta ciega y oscura, fue a buscarla, o si se la dejó a las explanadoras… porque ahora las máquinas de destrucción estaban en su elemento, y las pequeñas casuchas de la ciudad de chabolas se deslizaban resbalaban locamente ante la fuerza de los irresistibles bichos, las chozas se partían como ramas, los paquetitos de papel de los titiriteros y los cestos mágicos de los ilusionistas eran reducidos a pulpa; la ciudad estaba siendo embellecida, y si hubo algunos muertos, si una muchacha de ojos como platos y un pucherito de pesar en los labios cayó bajo los monstruos que avanzaban, bueno, qué pasa, se estaba eliminando algo ofensivo del rostro de la antigua capital… y se dice que, en las ansias de la muerte del gueto de los magos, un gigante barbudo rodeado de serpientes (pero esto puede ser exageración) corría —¡A TODA MECHA!— por los escombros, corría como un loco ante las explanadoras que avanzaban, agarrando en su mano el mango de un paraguas irreparablemente destrozado, buscando buscando, como si su vida dependiera de esa búsqueda.

Al terminar ese día, el barrio miserable que se arracimaba a la sombra de la Mezquita del Viernes había desaparecido de la faz de la tierra; pero no cogieron a todos los magos; no todos ellos fueron llevados al campo de alambradas llamado Khichripur, ciudad-del-batiburrillo, en la orilla más lejana del río Jamuna; jamás cogieron a Singh Retratos, y se dice que, al día siguiente al del arrasamiento del gueto de los magos, se informó de que había un nuevo barrio miserable en el corazón de la ciudad, muy cerca de la estación de ferrocarril de Nueva Delhi. Se llevaron apresuradamente explanadoras al lugar de las supuestas casuchas; no encontraron nada. Después de eso, la existencia del barrio ambulante de los ilusionistas escapados se convirtió en un hecho conocido de todos los habitantes de la ciudad, pero los demoledores nunca lo encontraron. Se informó de que estaba en Mehrauli; pero cuando los vasectomistas y los soldados fueron allí, encontraron el Qutb Minar sin mancillar por las casuchas de la pobreza. Los confidentes dijeron que había aparecido en los jardines de Jantar Mantar, el observatorio mogol de Jai Singh; pero las máquinas de la destrucción, al precipitarse al lugar, no encontraron más que loros y esferas solares. Sólo después de terminar la Emergencia se detuvo el barrio ambulante; pero eso debe esperar para más tarde, porque es hora de hablar, por fin, de mi cautividad en el Albergue de la Viuda en Benarés.

En otro tiempo, Resham Bibi se lamentó: «¡Ai-oaio!»… y tenía razón; yo traje la destrucción al gueto de mis salvadores; el Mayor Shiva, actuando sin duda por instrucciones explícitas de la Viuda, vino a la colonia para apoderarse de mí; mientras tanto, el hijo de la Viuda se encargó de que sus programas de embellecimiento ciudadano y vasectomía realizaran una maniobra de diversión. Sí, naturalmente que todo fue planeado así; y (si se me permite decirlo) de una forma sumamente eficiente. Lo que se logró durante el tumulto de los magos: nada menos que la hazaña de capturar inadvertidamente a la única persona en el mundo que tenía la clave de la situación de cada uno de los hijos de la medianoche… porque, ¿no había sintonizado yo, noche tras noche, con todos y cada uno de ellos? ¿No llevaba, para siempre, sus nombres direcciones rostros en mi mente? Responderé a esta pregunta: los llevaba. Y me capturaron.

Sí, naturalmente que todo fue planeado así. La-bruja-Parvati me lo había contado todo sobre mi rival; ¿es verosímil que no le hubiera hablado a él de mí? Responderé también a esa pregunta: no es verosímil en absoluto. De modo que nuestro héroe de guerra sabía dónde se escondía, en la capital, la persona que sus amos buscaban con más ahínco (ni siquiera mi tío Mustapha sabía a donde fui cuando lo dejé; ¡pero Shiva lo sabía!)… y, una vez que se convirtió en traidor, sobornado, no tengo duda alguna, por toda clase de cosas, desde promesas de ascensos hasta garantías de seguridad personal, le fue fácil entregarme en manos de su dueña, la Señora, la Viuda del cabello abigarrado.

Shiva y Saleem, vencedor y víctima; comprended nuestra rivalidad y obtendréis la comprensión de la era en que vivís. (Lo contrario de esta afirmación es también cierto.)

Perdí otra cosa aquel día, además de mi libertad: las explanadoras se tragaron mi escupidera de plata. Privado del último objeto que me conectaba a mi pasado más tangible e históricamente verificable, fui llevado a Benarés para hacer frente a las consecuencias de mi vida interior, recibida de la medianoche.

Sí, allí fue donde ocurrió, en el palacio de las viudas a orillas del Ganges, en la más antigua ciudad contemporánea del mundo, que era ya vieja cuando Buda era joven, Kasi Benarés Varanasi, Ciudad de la Luz Divina, morada del Libro Profético, el horóscopo de los horóscopos, en el que están ya registradas todas las vidas, pasadas presentes futuras. La diosa Ganga fluyó hacia la tierra a través del cabello de Shiva… Benarés, el santuario del dios-Shiva, fue adonde me llevó el héroe-Shiva para afrontar mi destino. En la morada de los horóscopos, llegué al momento profetizado en una azotea por Ramram Seth: «¡los soldados lo juzgarán… los tiranos lo freirán!» había cantado el adivino; bueno, no hubo un juicio formal —las rodillas de Shiva me apretaron el cuello, y eso fue todo— pero sí que olí, un día de invierno, los olores de algo que se freía en una sartén de hierro…

Seguid el río, pasando por delante del ghat Scindia, en el que jóvenes gimnastas, con taparrabos blancos, hacen flexiones con un brazo, por delante del ghat de Manikarnika, el lugar de los funerales, en el que puede comprarse fuego sagrado a los guardianes del fuego, por delante de los cuerpos flotantes de perros y vacas… desgraciados para los que nadie compró fuego, por delante de brahmines bajo sombrillas de paja en el ghat de Dasashwamedh, vestidos de azafrán, repartiendo bendiciones… y ahora se hace audible, un sonido extraño, como el ladrido de podencos distantes… seguid seguid seguid el sonido, y cobrará forma, comprenderéis que son unos lamentos poderosos, incesantes, que salen de las ventanas cegadas de un palacio de la ribera: ¡el Albergue de las Viudas! Hace mucho tiempo, fue la residencia de un maharajá; pero la India es hoy un país moderno, y esos lugares han sido expropiados por el Estado. El palacio es ahora un hogar para mujeres desconsoladas; comprendiendo que su verdadera vida terminó con la muerte de sus maridos, pero sin poder buscar ya la liberación del sati, vienen a la ciudad santa para pasar sus días inútiles en medio de sinceras ululaciones. En el palacio de las viudas vive una tribu de mujeres con el pecho irremediablemente magullado por la fuerza de sus golpes continuos, con el cabello arrancado sin remedio y con las voces despedazadas por sus expresiones constantes y agudas de pesar. Es un edificio inmenso, en el que un laberinto de habitaciones diminutas de los pisos superiores es sustituido abajo por grandes salas de lamentación; y sí, allí fue donde ocurrió, la Viuda me chupó hasta el corazón privado de su terrible imperio, me encerraron en una diminuta habitación superior y las mujeres desconsoladas me llevaban la comida de la prisión. Pero también tenía otros visitantes: el héroe de guerra invitó a dos de sus colegas a ir con él, con fines de conversación. En otras palabras: se me animó a hablar. Por una pareja mal armonizada, el uno gordo y el otro delgado, a los que llamé Abbott-y-Costello porque nunca consiguieron hacerme reír.

Aquí dejo constancia de un piadoso vacío en mi memoria. Nada puede inducirme a recordar las técnicas de conversación de aquella pareja uniformada y sin humor; ¡no hay chutney ni encurtido capaz de abrir las puertas tras las que he encerrado a aquellos días! No, lo he olvidado, no puedo decir no diré cómo me hicieron descubrir el pastel… pero no puedo eludir el vergonzoso fondo del asunto, que es que, a pesar de las pocasbromas y del talante en general poco comprensivo de mi inquisidor bicéfalo, hablé sin la más mínima duda. E hice más que hablar: bajo el influjo de sus —olvidadas— presiones innominables, fui en extremo locuaz. Lo que salió, entre gimoteos, de mis labios (y no saldrá ahora): nombres direcciones descripciones físicas. Sí, se lo dije todo, nombré a los quinientos setenta y ocho (porque Parvati, me informaron cortésmente, había muerto y Shiva se había pasado al enemigo, y el número quinientos ochenta y uno estaba llevando el peso de la conversación…)… obligado a ser traidor por la traición de otro, traicioné a los hijos de la medianoche. Yo, el Fundador de la Conferencia, presidí su fin, mientras Abbott-y-Costello, sin sonreír, intercalaban de cuando en cuando: —¡Ajá! ¡Muy bien! ¡No sabíamos nada de ella! —o bien—: Está usted cooperando mucho; ¡a ese tipo no lo conocíamos!

Esas cosas ocurren. Las estadísticas pueden ayudar a situar mi detención en un contexto; aunque hay considerable desacuerdo sobre el número de presos «políticos» durante la Emergencia, o treinta mil o un cuarto de millón de personas perdieron sin duda alguna su libertad. La Viuda dijo: «Es sólo un pequeño porcentaje de la población de la India.» Durante una Emergencia ocurren toda clase de cosas: los trenes llegan a su hora, los acaparadores del mercado negro se asustan y pagan sus impuestos, hasta el tiempo atmosférico es metido en vereda, y se obtienen abundantes cosechas; hay, lo repito, un lado blanco y uno negro. Pero, en el lado negro, yo estaba encadenado a una barra en una habitación diminuta, sobre un colchón de paja que era el único mobiliario que se me permitía, compartiendo mi cuenco diario de arroz con las cucarachas y las hormigas. Y en cuanto a los hijos de la medianoche —aquella temible conspiración que había que frustrar a toda costa… aquella banda de forajidos sanguinarios ante la que la Primera Ministra, dominada por la astrología, temblaba de terror… aquellos monstruos de la independencia, grotescamente aberrantes, con los que un Estado-nación moderno no podía malgastar tiempo ni compasión—, con sus veintinueve años ahora, mes más mes menos, fueron llevados al Albergue de las Viudas, los acorralaron entre abril y diciembre, y sus susurros comenzaron a llenar los muros. Los muros de mi celda (delgados como el papel, de enlucido desconchado, desnudos) comenzaron a susurrar, en un oído malo y uno bueno, las consecuencias de mis vergonzosas confesiones. Un preso de nariz de pepino, festoneado de barras y grilletes de hierro que hacían imposibles diversas funciones naturales —andar, utilizar el orinal, acurrucarse, dormir— yacía hecho un ovillo contra el desconchado enlucido y susurraba a la pared.

Fue el final; Saleem dio rienda suelta a su pesar. Toda mi vida, y durante la mayor parte de estas reminiscencias, he tratado de tener a mis penas bajo siete llaves, para evitar que mancharan mis frases con sus fluideces saladas y sensibleras; pero se acabó. No me dieron razón alguna (hasta que la Mano de la Viuda…) para mi encarcelamiento: pero ¿a quién, de los treinta mil o del cuarto de millón, se le dijo el cómo y el por qué? ¿A quién había que decírselo? En las paredes, oía las voces enmudecidas de los hijos de la medianoche; sin necesidad de más notas de pie de página, yo gimoteaba contra el enlucido desconchado.

Lo que Saleem le susurró a la pared entre abril y diciembre de 1976:

… Queridos Hijos. ¿Cómo puedo decirlo? ¿Qué es lo que hay que decir? Mi culpa mi avergüenza. Aunque las excusas son posibles: no se me podía echar la culpa de Shiva. Y están encerrando a toda clase de gentes, de forma que ¿por qué no nosotros? Y la culpa es un asunto complejo, porque, ¿no somos todos, cada uno de nosotros responsable en cierto sentido de… no tenemos los gobernantes que nos merecemos? Pero no daré esas excusas. Yo lo hice, yo. Queridos hijos: y mi Parvati ha muerto. Y mi Jamila, desaparecida. Y todo el mundo. El desaparecer parece ser otra de esas características que se repiten a lo largo de mi historia: Nadir Khan desapareció de un inframundo, dejando una nota; Aadam Aziz desapareció también, antes de que mi abuela se levantara para dar de comer a los gansos; ¿y dónde está Mary Pereira? Yo, en un cesto, desaparecí; pero Laylah o Parvati se eclipsaron sin ayuda de encantamientos. Y ahora estamos aquí, desaparecidos-de-la-faz-de-la-tierra. La maldición de las desapariciones, queridos hijos, se ha filtrado evidentemente en vosotros. No, en lo que se refiere a la cuestión de la culpa, me niego en redondo a adoptar el punto de vista más amplio ¡estamos demasiado cerca de lo-que-está-pasando, la perspectiva es imposible, más adelante, quizá, los analistas dirán el cómo y el porqué, aducirán tendencias económicas y evoluciones políticas subyacentes, pero ahora mismo estamos demasiado cerca de la pantalla, y la película se nos descompone en puntos, sólo los juicios subjetivos son posibles. Subjetivamente, pues, bajo la cabeza avergonzado. Queridos hijos: perdonadme. No, no espero que me perdonéis.

La política, hijos: en el mejor de los casos, un asunto malo y sucio. Hubiéramos debido evitarla, no hubiera debido soñar nunca con la finalidad, estoy llegando a la conclusión de que la intimidad, las pequeñas vidas individuales de los hombres, son preferibles a toda esa inflada actividad macrocósmica. Pero demasiado tarde. No se puede hacer nada. Hay que soportar lo que no se puede remediar.

Ésa es una buena pregunta, hijos: ¿qué es lo que hay que soportar? ¿Por qué nos amontonan aquí así, uno a uno, por qué nos cuelgan del cuello barras y grilletes? Y confinamientos más extraños (si hay que creer a un muro que susurra): quien-tiene-el-don-de-levitación ha sido atado por los tobillos a argollas puestas en el suelo, y un hombre-lobo se ve forzado a llevar bozal; quien-puede-huir-a-través-de-los-espejos tiene que beber el agua por un agujero de una lata tapada, a fin de que no pueda desvanecerse por la superficie reflectante del líquido; y aquella-cuya-mirada-mata tiene la cabeza metida en un saco, y las fascinantes bellezas de Baud están igualmente ensacadas. Uno de nosotros puede comer metales; tiene la cabeza sujeta con una abrazadera, que sólo se suelta a la hora de la comida… ¿qué nos preparan? Algo malo, hijos. Todavía no sé qué es, pero se está acercando. Hijos: también nosotros tenemos que prepararnos.

Transmitid el mensaje: algunos de nosotros se han escapado. Huelo ausencias a través de los muros. ¡Buenas noticias, hijos! No pueden cogernos a todos. Soumitra, el-que-viaja-en-el-tiempo, por ejemplo —¡Oh necedad juvenil! ¡Qué estúpidos fuimos, al no creer en él!— no está aquí; vagando, quizá, por alguna época más feliz de su vida, ha escapado para siempre a quienes lo buscaban. No, no lo envidio; aunque también yo, a veces, quisiera escaparme hacia atrás, quizá a la época en que, como niña del ojo universal, hice una triunfal gira de bebé por los palacios de William Methwold… ¡Oh nostalgia insidiosa de épocas de mayores posibilidades, antes de que la Historia, como una calle situada tras la Oficina General de Correos de Delhi, se estrechara hasta este punto final…! pero ahora estamos aquí; esa retrospección socava los ánimos; ¡alegraos, simplemente, de que algunos de nosotros estén libres!

Y algunos de nosotros están muertos. Me lo dijeron de Parvati. A través de cuyos rasgos, hasta el final, se veía el rostro espectral y en ruinas de. No, ya no somos quinientos ochenta y uno. Tiritando en el frío de diciembre, ¿cuántos de nosotros nos sentamos emparedados y esperando? Se lo pregunto a mi nariz; me responde, cuatrocientos veinte, el número de la superchería y el fraude. Cuatrocientos veinte, apresados por viudas; y hay otro más, que se pavonea con sus botas por todo el Albergue —¡huelo su hedor acercándose alejándose!, ¡el rastro de la traición!— el Mayor Shiva, héroe de guerra, Shiva-el-de-las-rodillas, vigila nuestro cautiverio. ¿Se contentarán con cuatrocientos veinte? Hijos: no sé cuánto tiempo esperarán.

… No, os estáis riendo de mí, basta, no os burléis. ¿Por qué de dónde cómo diablos ese buen humor, esa afabilidad en los susurros que os pasáis? No, tenéis que condenarme, enseguida y sin apelación… no me torturéis con vuestros alegres saludos a medida que, uno por uno, os encierran en celdas; ¿qué clase de momento o de lugar son éstos para salaams, namaskars, cómo-estás…? Hijos, ¿no lo entendéis? pueden hacernos cualquier cosa, cualquier cosa… no, ¿cómo podéis decir eso, qué queréis decir con eso de qué-nos-pueden-hacer? Dejadme que os lo diga, amigos, las barras de acero hacen daño si se ponen en los tobillos; las culatas de los fusiles dejan magulladuras en las frentes. ¿Qué nos pueden hacer? Alambres con corriente eléctrica en el ano, hijos; y no es ésa la única posibilidad, también está el ser-colgado-de-los-pies, ¡y una vela —¡ah, el resplandor dulce y romántico de las velas!— es muy poco agradable cuando se aplica, encendida, a la piel! Basta ya, dejad toda esa amistad, ¿no tenéis miedo? ¿No tenéis ganas de darme patadas pisarme pisotearme hasta hacerme pedazos? ¿Por qué esas reminiscencias constantemente susurradas, esa nostalgia de viejas disputas, de la guerra de las ideas y las cosas, por qué me echáis en cara vuestra calma, vuestra normalidad, vuestra facultad de elevaros-por-encima-de-las-crisis? Francamente, estoy desconcertado, hijos: ¿cómo podéis, a los veintinueve años, estar ahí susurrando coquetamente unos con otros en vuestras celdas? ¡Maldita sea, esto no es una reunión social!

Hijos, hijos, lo siento. Admito abiertamente que últimamente no he sido yo mismo. He sido un buda, un fantasma encestado, y un supuesto salvador de la nación… Saleem ha estado precipitándose por callejones sin salida, ha tenido problemas considerables con la realidad, desde que una escupidera le cayó como un cachode… compadecedme: hasta he perdido mi escupidera. Pero otra vez voy por mal camino, no quería compasión, iba a deciros que quizá comprendo… era yo, y no vosotros, quien no entendía lo que pasaba. Increíble, hijos: nosotros, que no podíamos hablar cinco minutos sin estar en desacuerdo: nosotros que, de niños, discutíamos nos peleábamos nos dividíamos desconfiábamos nos separábamos, ¡estamos de pronto juntos, unidos, como un solo hombre! ¡Oh ironía maravillosa: la Viuda, al traernos aquí, para deshacernos, nos ha reunido de hecho! ¡Oh paranoia autosatisfecha de los tiranos… porque qué pueden hacernos, ahora que estamos todos del mismo lado, no hay rivalidades de idiomas, no hay prejuicios raciales: después de todo, ahora tenemos veintinueve años, no debiera llamaros hijos…! Sí, aquí está el optimismo, como una enfermedad: un día ella tendrá que dejarnos salir y entonces, ya veréis, quizá debiéramos formar, no sé, un nuevo partido político, sí, el Partido de la Medianoche, ¿qué pueden los políticos contra personas que pueden multiplicar los peces y transformar en oro los metales bajos? Hijos, algo está naciendo aquí, en esta hora oscura de nuestro cautiverio: dejad que las Viudas lo hagan lo peor que puedan; ¡la unidad es invencible! ¡Hijos: hemos ganado!

Demasiado doloroso. El optimismo, creciendo como una rosa en un montón de estiércol: me duele recordarlo. Basta: me olvidaré de lo demás. —¡No!— No, muy bien, recordaré… ¿Qué es peor que barras grilletes velas-contra-la-piel? ¿Qué es lo que puede más que el arrancar las uñas y el hambre? Revelaré la broma mejor, más delicada de la Viuda: en lugar de torturarnos, nos daba esperanzas. Lo que significa que ella tenía algo, no, más que algo: ¡lo mejor de todo!… que llevarse. Y ahora, muy pronto ya, describiré cómo se lo llevó.

Ectomía (del griego, supongo): cortar algo. A lo que la ciencia médica añade una serie de prefijos: apendicectomía amigdalectomía mastectomía tubectomía vasectomía testectomía histerectomía. A Saleem le gustaría dar otro elemento más, gratis de balde y de bóbilis bóbilis, a ese catálogo de extirpaciones; se trata, sin embargo, de un término que en realidad pertenece a la Historia, aunque la ciencia médica esté, estuviera complicada.

Esperectomía: el vaciamiento de toda esperanza.

El día de Año Nuevo, tuve una visita. Chirrido de puerta, susurro de gasas costosas. El dibujo: verde y negro. Sus gafas, verdes, sus zapatos más negros que negros… En los artículos de prensa se ha llamado a esta mujer «una muchacha encantadora de anchas caderas ondulantes… dirigió una boutique de joyería antes de ocuparse de la labor social… durante la Emergencia fue, semioficialmente, la encargada de la esterilización». Pero yo tengo para ella mi propio nombre: era la Mano de la Viuda. Que uno por uno y los niños mmff desgarrando desgarrando las pelotitas caen… negro-verdosamente, penetró majestuosa en mi celda. Hijos: comienza. Preparaos, hijos. Unidos resistimos. Dejad que la Mano de la Viuda haga el trabajo de la Viuda pero luego, luego… pensad en entonces. El ahora no deja que se piense en él… y ella, suave, razonablemente: —Básicamente, comprende, es sólo una cuestión de Dios.

(¿Escucháis, hijos? Pasad el mensaje.)

—El pueblo de la India —explicó la Mano de la Viuda—, adora a nuestra Señora como a un dios. Los indios sólo son capaces de adorar a un dios.

Pero yo fui educado en Bombay, donde Shiva Vishnu Ganesh Ahuramazda Alá y muchísimos otros tenían sus feligreses… —¿Y qué hay del panteón —aduje—, de los trescientos treinta millones de dioses sólo del hinduismo? ¿Y el Islam, y los bodhisattvas…? —Y ahora la respuesta—: ¡Oh sí! ¡Dios santo, millones de dioses, tiene razón! Pero todos son manifestaciones del mismo OM. Usted es musulmán: ¿sabe lo que es el OM? Muy bien. Para las masas, nuestra Señora es una manifestación del OM.

Hay cuatrocientos veinte de nosotros; un simple 0,00007% de los seiscientos millones de habitantes de la India. Estadísticamente insignificantes; aunque se nos considerase como porcentaje de los treinta (o doscientos cincuenta) mil detenidos, ¡sólo formábamos un simple 1,4 (o un 0,168) %! Pero lo que aprendí de la Mano de la Viuda es que nada temen los aspirantes a dios tanto como a las otras deidades potenciales; y por eso, por eso y sólo por eso, es por lo que nosotros, los hijos mágicos de la medianoche, éramos odiados temidos destruidos por la Viuda, que no sólo era Primera Ministra en su aspecto más terrible, poseedora del shakti de los dioses, una divinidad multimembre con una raya en medio y un cabello esquizofrénico… Y así fue cómo supe cuál era mi sentido en el palacio en ruinas de las mujeres de pecho magullado.

¿Quién soy yo? ¿Quiénes éramos nosotros? Éramos somos seremos los dioses que nunca tuvisteis. Pero también algo distinto; y para explicarlo, tengo que contar, por fin, la parte difícil.

Todo de un tirón entonces porque, de otro modo, nunca saldrá, os contaré que, el día de Año Nuevo de 1977 una muchacha encantadora de caderas ondulantes me dijo que sí, que se contentarían con cuatrocientos veinte, habían comprobado que ciento treinta y nueve habían muerto, sólo un puñado habían escapado, de forma que comenzarían ahora, ris ras, habría anestesia y cuenta-hasta-diez, los números irían uno dos tres, y yo, susurrando al muro, Dejadlos dejadlos, mientras vivamos y estemos unidos ¿quién podrá oponerse a nosotros…? ¿Y quién nos llevó, uno a uno, a la cámara del sótano donde, porque no somos salvajes, señor, habían instalado aparatos de aire acondicionado, y una mesa con una lámpara colgante, y médicos enfermeras verde y negro, sus batas eran verdes sus ojos eran negros… quién, con rodillas nudosas e irresistibles, me acompañó a la cámara de mi perdición? Pero ya lo sabéis, lo podéis adivinar, sólo hay un héroe de guerra en esta historia, incapaz de discutir con el veneno de sus rodillas, yo fui a donde me ordenó… y entonces estuve allí, y una muchacha encantadora de grandes caderas ondulantes me dijo: —Después de todo, no se puede quejar, ¿no negará que en otro tiempo quiso sentar plaza de Profeta? —porque lo sabía todo, Padma, todo todo, me pusieron en la mesa y la máscara bajó sobre mi rostro y la cuenta-hasta-diez y los números golpeando siete ocho nueve…

Diez.

Y «Dios santo, todavía está consciente, sea bueno, siga hasta veinte…»… Dieciocho diecinueve veinte.

Eran buenos médicos: no dejaban nada a la suerte. No eran para nosotros las vasectomías y trompectomías simples realizadas en las mesas pululantes; porque había una probabilidad, sólo una probabilidad de que esas operaciones pudieran invertirse… se realizaban ectomías, pero irreversibles; se eliminaban los testículos de sus bolsas, y los úteros desaparecían para siempre.

Testectomizados e histerectomizadas, a los hijos de la medianoche se les negaba la posibilidad de reproducirse… pero eso era sólo un efecto secundario, porque eran médicos auténticamente excepcionales, y nos quitaron algo más que eso: también la esperanza fue extirpada, y no sé cómo lo hicieron, porque los números habían marchado sobre mí, estaba fuera de cuenta, y todo lo que puedo decir es que, al cabo de dieciocho días en que se realizaron las pasmosas operaciones a una tasa media de 23,33 diarias, no sólo nos faltaban bolitas y bolsas interiores, sino también otras cosas: a este respecto, salí mejor librado que la mayoría, porque el drenaje superior me había robado mi telepatía recibida de la medianoche. No tenía nada que perder, la sensibilidad de una nariz no puede vaciarse… pero en cuanto al resto de ellos, para todos los que habían llegado al palacio de las viudas gimoteantes con sus dones mágicos intactos, el despertar de la anestesia fue realmente cruel, y en susurros, a través del muro, vino la historia de su ruina, el grito atormentado de los hijos que habían perdido su magia: nos la había cortado, encantadoramente, con sus anchas caderas ondulantes, había ideado la operación de nuestra aniquilación, y ahora no éramos nada, quiénes éramos, un simple 0,00007%, ahora no podían multiplicarse los peces ni transmutarse los metales; desaparecidas para siempre las posibilidades del vuelo y la licantropía y las originalmente-mil-y-una promesas maravillosas de una noche sobrenatural.

Vaciado por abajo: no era una operación reversible.

¿Quiénes éramos nosotros? Promesas rotas; hechas para ser rotas.

Y ahora tengo que hablaros del olor.

Sí, tenéis que saberlo todo por muy exagerado que sea, por muy melodramático-como-una-peliculilla-de-Bombay, tenéis que dejar que penetre, ¡tenéis que verlo! Lo que Saleem olió en la noche del 18 de enero de 1977: algo que se freía en una sartén de hierro, unos algos blandos inmencionables condimentados con cúrcuma coriandro comino y alholva… los vapores acres e ineludibles de lo-que-habían-extirpado, cociéndose sobre un fuego suave, lento.

Cuando cuatrocientos veinte sufrieron ectomías, una Diosa vengadora hizo que ciertas partes ectomizadas se preparasen en curry con cebollas y pimientos verdes, y se dieran como comida a los perros callejeros de Benarés. (Se realizaron cuatrocientas veintiuna ectomías: porque uno de nosotros, al que llamábamos Narada o Markandaya, tenía la facultad de cambiar de sexo; a él, o a ella, hubo que operarlo operarla dos veces.)

No, no puedo probarlo, nada de ello. Las pruebas se convirtieron en humo: algunas se dieron como comida a los perros; y más tarde, el 20 de marzo, los archivos fueron quemados por una madre de cabello abigarrado y por su amado hijo.

Pero Padma sabe lo que yo no puedo hacer ya; Padma, que una vez, en su cólera, exclamó: —¿Pero para qué me sirves , Santo Dios, como amante? —Esa parte al menos puede verificarse: en la chabola de Singh Retratos, me maldije a mí mismo con la mentira de la impotencia; no puedo decir que no me lo advirtieran, porque él me dijo: «Podría ocurrir cualquier cosa, capitán.» Y ocurrió.

A veces me siento como si tuviera mil años: o (porque, ni siquiera ahora, puedo descuidar la forma), para ser exactos, mil y uno.

La Mano de la Viuda tenía caderas ondulantes y en otro tiempo fue propietaria de una boutique de joyería. Yo comencé entre joyas: en Cachemira, en 1915, hubo rubíes y diamantes. Mis bisabuelos tenían una tienda de piedras preciosas. La forma —¡una vez más, la repetición y el molde!—, no hay escapatoria de ella.

En las paredes, los susurros sin esperanzas de los aturdidos cuatrocientos diecinueve; mientras que el cuatrocientos veinte se desfoga —sólo por una vez, un momento de ampulosidad es admisible— con la siguiente pregunta malhumorada… a voz en cuello grito: —¿Y qué pasó con él? ¿Con el Mayor Shiva, el traidor? ¿No os importa? —Y la respuesta, de la encantadora-de-caderas-ondulantes—: El Mayor se ha sometido a una vasectomía voluntaria.

Y ahora, en su celda sin vista, Saleem comienza a reírse, de buena gana, sin contenerse: no, no me reía cruelmente de mi archirrival, ni estaba traduciendo cínicamente la palabra «voluntaria» por otra; no, estaba recordando las historias que me contaron Parvati o Laylah, los cuentos legendarios de los flirteos del héroe de guerra, de las legiones de bastardos que hinchaban las barrigas no ectomizadas de grandes damas y de putas; me reía porque Shiva, destructor de los hijos de la medianoche, había desempeñado también el otro papel escondido en su nombre, la función del Shiva-lingam, de Shiva-el-procreador, de forma que, en aquel mismo momento, en los boudoirs y las chabolas de la nación, una nueva generación de niños, engendrados por el más oscuro de los hijos de la medianoche, estaba siendo educada para el futuro. Toda Viuda se las arregla para olvidarse de algo importante.

A finales de marzo de 1977, fui inesperadamente liberado del palacio de las viudas aulladoras, y me quedé parpadeando como una lechuza a la luz del sol, sin saber cómo qué por qué. Después, cuando había recordado cómo formular preguntas, descubrí que el 18 de enero (el día mismo del ris-rás, y de las sustancias fritas en la sartén: ¿qué otra prueba querríais de que nosotros, los cuatrocientos veinte, éramos lo que más temía la Viuda?), la Primera Ministra, para asombro de todos, había convocado unas elecciones generales. (Pero ahora que sabéis de nosotros, quizá os sea más fácil comprender su exceso de confianza.) Pero ese día yo no sabía nada de su aplastante derrota ni de los archivos quemados; sólo más tarde supe que las esperanzas en jirones de la nación habían sido confiadas al cuidado de un viejo chocho que comía pistachos y anacardos y se bebía a diario un vaso de «sus propias aguas». Los bebedores de orina habían llegado al poder. El Partido Janata, con uno de sus líderes atrapado en un riñón artificial, no me pareció (cuando oí hablar de ello) la representación de una nueva aurora; pero quizá había conseguido curarme por fin de la enfermedad del optimismo… tal vez otros, con la enfermedad todavía en la sangre, sentían de otra manera. En cualquier caso, he tenido —había tenido, aquel día de marzo— suficiente, más que suficiente en materia de política.

Cuatrocientos veinte estaban parpadeando a la luz del sol y en el tumulto de las callejas de Benarés; cuatrocientos veinte se miraban mutuamente a los ojos y veían en los ojos del otro el recuerdo de su castración, y entonces, incapaces de soportar la vista, musitaron despedidas y se dispersaron, por última vez, en la intimidad salutífera de las multitudes.

¿Y qué pasó con Shiva? El nuevo régimen arrestó al Mayor Shiva; pero él no permaneció mucho tiempo en esa situación, porque se le permitió recibir una visita: Roshanara Shetty sobornó coqueteó se coló en su celda, la misma Roshanara que había vertido veneno en sus oídos en el hipódromo de Mahalaxmi y que, desde entonces, se había vuelto loca con un hijo bastardo que se negaba a hablar y no hacía nada que no quisiera hacer. La mujer del magnate del acero sacó de su bolso la enorme pistola alemana propiedad de su esposo, y le disparó al héroe de guerra al corazón. La muerte, como suele decirse, fue instantánea.

El Mayor murió sin saber que en otro tiempo, en una clínica particular de color azafrán-y-verde, en medio del caos mitológico de una noche inolvidable, una mujer diminuta y enloquecida cambió unos rótulos de bebé, negándole lo que por nacimiento le correspondía, que era aquel mundo de lo alto del altozano, envuelto en un capullo de dinero, y ropas blancas almidonadas y cosas cosas cosas… un mundo que le hubiera encantado poseer.

¿Y Saleem? No conectado ya con la Historia, vaciado por-arriba-y-por-abajo, volví a la capital, consciente de que una era, que comenzó aquella medianoche lejana, había llegado a una especie de final. Cómo viajé: aguardé al otro lado del andén en la estación de Benares o Varanasi con nada más que un billete de andén en la mano, y salté al estribo de un compartimiento de primera clase cuando el tren correo arrancó, en dirección oeste. Y ahora, por fin, supe lo que era agarrarse desesperadamente, mientras partículas de hollín polvo cenizas os llenaban los ojos, y gritar: —¡Ohé, maharaj! ¡Abre! ¡Déjame entrar, gran señor, maharaj! —Mientras, dentro, una voz pronunciaba palabras familiares—: Que no abra nadie por ningún concepto. Sólo son tunantes que quieren viajar sin pagar, eso es todo.

En Delhi: Saleem hace preguntas. ¿Habéis visto dónde? ¿Sabéis si los magos? ¿Conocéis a Singh Retratos? Un cartero en cuyos ojos se desvanece el recuerdo de los encantadores de serpientes señala al norte. Y más tarde, un paan-wallah de lengua negra me manda por donde he venido. Luego, por fin, la pista deja de serpentear; unos artistas callejeros me ponen en el rastro. Un hombre Dillidekho con un titilimundi, un domador de mangostas-y-cobras que lleva un sombrero de papel como un barquito de niño, una chica de una taquilla de cine que conserva la nostalgia de su juventud como aprendiz de bruja… como pescadores, señalan con el dedo. Al oeste oeste oeste, hasta que Saleem llega a la cochera de autobuses de los arrabales occidentales de la ciudad. Hambriento sediento debilitado enfermo, saltando débilmente para esquivar los autobuses que entran y salen retumbando en el depósito —autobuses alegremente pintados, con inscripciones en el capó como ¡Si Dios quiere! y otros lemas, por ejemplo ¡Gracias a Dios! en su parte trasera— llega a una confusión de tiendas de campaña desgarradas que se arraciman bajo un puente de ferrocarril de hormigón, y ve, a la sombra del hormigón, a un gigante encantador de serpientes que esboza una enorme sonrisa de dientes podridos, y en sus brazos, con una camiseta decorada con guitarras rosas, a un chico de unos veintiún meses, cuyas orejas son las orejas de los elefantes, cuyos ojos son grandes como platos y cuyo rostro está tan serio como una tumba.