DE CÓMO SALEEM ALCANZÓ LA PUREZA
Lo que espera ser narrado: el retorno del tictac. Pero ahora el tiempo corre hacia un final, no hacia un nacimiento; y hay también un cansancio que hay que mencionar, una fatiga general tan profunda que el final, cuando llegue, será la única solución, porque los seres humanos, como las naciones y los personajes de ficción, pueden quedarse simplemente sin vapor, y entonces no se puede hacer nada más que acabar con ellos.
De cómo cayó un fragmento de la luna y Saleem alcanzó la pureza… el reloj deja oír ahora su tictac; y como todas las cuentas atrás requieren un cero, dejadme decir que el final llegó el 22 de septiembre de 1965; y que el instante exacto de la llegada-al-cero fue, inevitablemente, la medianoche. Aunque el viejo reloj del abuelo de casa de mi tía Alia, que andaba bien pero siempre daba las campanadas con dos minutos de retraso, no tuvo ocasión de sonar.
Mi abuela Naseem Aziz llegó al Pakistán a mediados de 1964, dejando atrás una India en la que la muerte de Nehru había producido una encarnizada lucha por el poder. Morarji Desai, Ministro de Hacienda, y Jagijvan Ram, el más poderoso de los intocables, se unieron en su decisión de impedir el establecimiento de una dinastía Nehru; de forma que se negó a Indira Gandhi la jefatura. El nuevo Primer Ministro fue Lal Bahadur Shastri, otro miembro de aquella generación de políticos que parecían haber sido encurtidos para la inmortalidad; en el caso de Shastri, sin embargo, sólo era maya, ilusión. Tanto Nehru como Shastri han demostrado plenamente su mortalidad; pero todavía quedan muchos de los otros, que agarran el Tiempo con sus dedos momificados y se niegan a dejar que se mueva… en el Pakistán, sin embargo, los relojes hacían tic y tac.
La Reverenda Madre no aprobaba evidentemente la carrera de mi hermana, que tenía demasiado gusto a estrellato cinematográfico. —Mi familia, comosellame —le dijo suspirando a Pia mumani—, es menos controlable todavía que el precio de la gasolina. —En secreto, sin embargo, quizá se sentía impresionada, porque respetaba el poder y la posición y Jamila era ahora tan importante como para ser bien recibida en las casas más poderosas y mejor situadas del país… mi abuela se estableció en Rawalpindi; sin embargo, mostrando una rara independencia, decidió no vivir en la casa del General Zulfikar. Ella y mi tía Pia se trasladaron a un modesto bungalow de la parte vieja de la ciudad; y, reuniendo sus ahorros, compraron la concesión de la estación de gasolina tanto-tiempo-soñada.
Naseem no hablaba nunca de Aadam Aziz, ni tampoco se apesadumbraba por él; era casi como si se sintiera aliviada de que mi quejumbroso abuelo, que en su juventud había despreciado al movimiento pakistaní y que, con toda probabilidad, culpaba a la Liga Musulmana de la muerte de su amigo Mian Abdullah, le hubiese permitido, con su muerte, ir sola al País de los Puros. Volviendo el rostro al pasado, la Reverenda Madre se concentró en la gasolina y el petróleo. La estación estaba en un sitio excelente, cerca de la importante carretera nacional de Rawalpindi-Lahore; iba muy bien. Pia y Naseem se turnaban para pasarse el día en la cabina de cristal del gerente, mientras sus empleados llenaban los depósitos de los automóviles, y de los camiones del Ejército. Resultaron ser una combinación mágica. Pia atraía a los clientes con el resplandor de una belleza que se negaba obstinadamente a desaparecer; en tanto que la Reverenda Madre, a la que el luto había transformado en una mujer más interesada en las vidas ajenas que en la propia, se dedicó a invitar a los clientes de la gasolinera a tomar una taza de rosado té cachemiro en su cabina de cristal; ellos aceptaban un tanto inquietos, pero cuando se daban cuenta de que la anciana señora no tenía la intención de aburrirlos con interminables reminiscencias, se relajaban, se les aflojaba el cuello de la camisa y la lengua, y la Reverenda Madre podía bañarse en el bendito olvido de las vidas de otras gentes. La gasolinera se hizo rápidamente famosa en aquellos lugares, los conductores empezaron a desviarse de su camino para utilizarla —con frecuencia en dos días consecutivos, a fin de poder regalarse la vista con mi divina tía y de contarle sus penas a mi abuela, eternamente paciente, que había desarrollado las propiedades absorbentes de una esponja, y aguardaba siempre a que los clientes hubieran terminado por completo antes de exprimir de sus propios labios unas gotas de consejos simples y sólidos… mientras sus coches repostaban gasolina y eran abrillantados por los empleados de la gasolinera, mi abuela repostaba y abrillantaba sus vidas. Se sentaba en su confesionario de cristal y resolvía los problemas del mundo; su propia familia, sin embargo, parecía haber perdido importancia a sus ojos.
Bigotuda, matriarcal, orgullosa: Naseem Aziz había encontrado su propia forma de hacer frente a la tragedia; pero al encontrarla se había convertido en la primera víctima de aquel espíritu de fatiga indiferente que hacía el fin la única solución posible. (Tic, tac)… Sin embargo, en la superficie, parecía no tener la más mínima intención de seguir a su marido al jardín alcanforado que se reserva a los justos; parecía tener más en común con los dirigentes matusalénicos de su abandonada India. Se hizo, con alarmante rapidez, cada vez más ancha; hasta que hubo que llamar a constructores para que ampliasen su cabina acristalada. —Háganla grande —les dijo, con un raro destello de humor—. Quizá esté todavía ahí dentro de un siglo, comosellame, y Alá sabe lo gorda que entonces seré; no quiero estar molestándolos cada diez-veinte años.
Pia Aziz, sin embargo, no estaba contenta con su «bomba-rebomba». Comenzó una serie de relaciones con coroneles jugadores de críquet jugadores de polo diplomáticos, que eran fáciles de ocultar a la Reverenda Madre, la cual había perdido el interés por lo que hacía cualquiera, salvo los extraños; pero que eran en cambio la comidilla de lo que, después de todo, era una pequeña ciudad. Mi tía Emerald reprendió a Pia; ella replicó: —¿Quieres que esté aullando y tirándome del pelo eternamente? Todavía soy joven; los jóvenes tienen que moverse un poco por ahí. —Emerald, con los labios apretados—: Pero sé un poco respetable… el nombre de la familia… —Y Pia sacudió la cabeza—. Sé respetable tú, hermana —dijo—. Yo quiero ser un ser vivo.
Pero me parece que había algo hueco en la autoafirmación de Pia: que también ella notaba que su personalidad se iba vaciando con los años; que sus febriles galanteos eran un último intento desesperado de comportarse «en su papel»… de la forma en que se suponía que una mujer como ella tenía que comportarse. No ponía el alma en ello; de algún modo, por dentro, también ella estaba aguardando un final… En mi familia hemos sido siempre vulnerables a las cosas caídas del cielo, desde que Ahmed Sinai fue abofeteado por una mano dejada caer por un buitre; y los rayos llovidos del cielo sólo estaban a un año de distancia.
Después de la noticia de la muerte de mi abuelo y de la llegada de la Reverenda Madre al Pakistán, comencé a soñar reiteradamente con Cachemira; aunque nunca había caminado por Shalimar-bagh, lo hacía de noche; navegué en shikaras y subí a la colina de Sankara Acharya como lo había hecho mi abuelo; vi raíces de loto y montañas como fauces coléricas. También eso puede considerarse como un aspecto del despego que llegó a afectarnos a todos (salvo a Jamila, que tenía un Dios y un país para ayudarla a continuar)… un recordatorio de la separación de mi familia tanto de la India como del Pakistán. En Rawalpindi, mi abuela bebía té rosado de Cachemira; en Karachi, su nieto se bañaba en las aguas de un lago que no había visto jamás. No pasaría mucho tiempo sin que el sueño de Cachemira se desbordase, llenando las mentes del resto de la población del Pakistán; la conexión-con-la-Historia se negaba a abandonarme, y me encontré con que mi sueño se convertía, en 1965, en propiedad pública de la nación y en un factor de importancia fundamental en el final que se aproximaba, cuando toda clase de cosas cayeron del cielo y yo me vi purificado por fin.
Saleem no podía caer más bajo: podía oler, en mí mismo, el hedor de pozo negro de mis iniquidades. Había venido al País de los Puros, y buscaba la compañía de las putas… cuando hubiera debido forjarme una vida nueva y recta, había alumbrado en cambio un amor imposible de mencionar (e imposible de satisfacer). Poseído por las primeras manifestaciones del gran fatalismo que me abrumaría, recorría las calles de la ciudad sobre mi Lambretta; Jamila y yo nos evitábamos tanto como podíamos, incapaces, por primera vez en nuestra vida, de decirnos una palabra.
La pureza —¡el más alto de los ideales…! ¡la virtud angélica que daba su nombre al Pakistán y que goteaba de cada nota de las canciones de mi hermana!— parecía muy lejana; ¿cómo hubiera podido saber yo que la Historia —que tiene poder para perdonar a los pecadores— estaba en aquellos momentos en su cuenta atrás hacia un momento en que yo podría, de golpe, quedar limpio de pies a cabeza?
Entretanto, otras fuerzas actuaban; Alia Aziz había empezado a tomarse su horrible venganza de solterona.
Días de Guru Mandir: olores de paan, olores de cocina, los lánguidos olores de la sombra del minarete, el largo dedo indicador de la mezquita: mientras el odio de mi tía Alia hacia el hombre que la había abandonado y hacia la hermana que se había casado con él se convertía en algo tangible, visible, y se sentaba en la alfombra de su salón como una gigantesca salamanquesa, apestando a vomitona; pero al parecer era yo el único que lo olía, porque el arte de Alia para disimular había aumentado tan rápidamente como la pilosidad de su barbilla y su habilidad con los emplastos con que, cada noche, se arrancaba la barba de raíz.
La contribución de mi tía Alia al destino de las naciones —por medio de su escuela y de su colegio— no debe ser menospreciada. Al haber dejado que sus frustraciones de solterona se filtrasen al programa de estudios, los ladrillos y también los estudiantes de sus establecimientos docentes gemelos, había educado a una tribu de niños y jóvenes que se sentían poseídos de su antiguo espíritu de venganza, sin saber muy bien por qué. ¡Oh aridez omnipresente de las tías solteras! Agriaba la pintura de su casa; a sus muebles les salían bultos por el áspero relleno de su amargura; en las costuras de las cortinas había cosidas represiones de solterona. Como en otro tiempo, hacía mucho, en una ropita de bebé. La amargura salía por las fisuras del suelo.
Lo que complacía a mi tía Alia: cocinar. Lo que había convertido, durante la locura solitaria de los años, en una forma de arte: el impregnar su comida de sentimientos. Quién la superaba en sus conquistas en ese campo: mi vieja ayah, Mary Pereira. Por quién han sido superadas, hoy, ambas cocineras: por Saleem Sinai, encurtidor jefe de la fábrica de encurtidos Braganza… no obstante, mientras vivimos en su mansión de Guru Mandir, ella nos alimentó con los birianis de la disensión y con los nargisi koftas de la discordia; y, poco a poco, hasta las armonías del amor otoñal de mis padres comenzaron a sonar desafinado.
Pero hay que decir también cosas buenas de mi tía. En política, hablaba a voces contra el gobierno-de-los-mandamases-militares; si no hubiera tenido un general por cuñado, es posible que le hubieran quitado la escuela y el colegio. No me dejéis que la muestre sólo a través del cristal oscuro de mi desaliento particular: ella había dado conferencias en la Unión Soviética y Estados Unidos. Además, su comida sabía bien. (A pesar de su contenido oculto.)
Pero el aire y la comida de aquella casa ensombrecida por la mezquita comenzaron a cobrarse sus víctimas… Saleem, bajo la influencia doblemente perturbadora de su espantoso amor y de la comida de Alia, comenzó a ruborizarse como una remolacha cada vez que su hermana aparecía en sus pensamientos; en tanto que Jamila, acometida por un deseo inconsciente de aire puro y de comida no condimentada con sentimientos oscuros, comenzó a pasar cada vez menos tiempo allí, viajando en cambio de un lado a otro por el país (aunque nunca al Ala Oriental), para dar sus conciertos. En las ocasiones, cada vez más raras, en que hermano y hermana se encontraban en la misma habitación, daban un salto, sobresaltados, a media pulgada del suelo, y luego, al aterrizar, miraban furiosamente al sitio en que habían saltado, como si de pronto se hubiera vuelto tan caliente como un horno de pan. En otras ocasiones, también, se permitían una conducta cuyo significado hubiera sido transparentemente obvio, si no hubiera sido por el hecho de que cada uno de los ocupantes de la casa tenía otras cosas en la cabeza: Jamila, por ejemplo, empezó a conservar el velo oro-y-blanco de sus viajes dentro de casa, hasta que estaba segura de que su hermano había salido, aunque se marease de calor; en tanto que Saleem —que seguía, como un esclavo, yendo a buscar el pan con levadura al convento de Santa Ignacia— evitaba darle las barras él mismo; a veces le pedía a su venenosa tía que actuase de intermediaria. Alia lo miró divertida y le preguntó: —¿Qué te pasa a ti, muchacho… has cogido alguna enfermedad contagiosa? —Saleem se ruborizó furiosamente, temiendo que su tía hubiese adivinado sus entrevistas con mujeres pagadas; y quizá fuera verdad, pero ella iba tras peces más gordos.
… Él desarrolló también cierta tendencia a caer en largos silencios cavilosos, que interrumpía soltando de pronto palabras sin sentido: «¡No!» o «¡Sin embargo!», o incluso exclamaciones más crípticas, como «¡Pum!» o «¡Whaam!» Palabras absurdas en medio de turbios silencios: como si Saleem estuviera sosteniendo un diálogo interior de tal intensidad que fragmentos de él, o de su dolor, hirvieran de cuando en cuando, rebosando de la superficie de sus labios. Esa discordia interior era empeorada indudablemente por los curries de la preocupación que se veía obligado a comer; y al final, cuando Amina se vio reducida a hablar con invisibles cestos de colada y Ahmed, en medio de la desolación de su apoplejía, no era capaz más que de babeos y balbuceos, mientras yo miraba en silencio coléricamente desde mi propio retiro particular, mi tía debe de haberse sentido muy satisfecha de la eficacia de su venganza contra el clan de los Sinais; a menos que también ella se sintiera vacía por la realización de un deseo tanto tiempo alimentado; en cuyo caso también ella se habría quedado sin posibilidades, y habría resonancias huecas en sus pisadas cuando recorría majestuosamente el manicomio de su casa con la barbilla cubierta de emplastos de pelos, mientras su sobrina saltaba sobre pedazos de suelo súbitamente ardientes y su sobrino gritaba «¡Ya!», sin venir a cuento, y a su antiguo galán se le caía la saliva por la barbilla y Amina saludaba a los fantasmas que resurgían del pasado: «De modo que eres tú otra vez; bueno, ¿por qué no? Nada parece desaparecer jamás.»
Tic, tac… En enero de 1965, mi madre Amina Sinai descubrió que estaba embarazada otra vez, después de un lapso de diecisiete años. Cuando estuvo segura, le comunicó la buena noticia a su hermana mayor Alia, dándole a mi tía la oportunidad de perfeccionar su venganza. Lo que Alia le dijo a mi madre no se sabe; lo que mezcló en su comida debe seguir siendo objeto de conjeturas; pero los efectos en Amina fueron devastadores. Se vio atormentada por sueños de un niño monstruoso con una coliflor en lugar de cerebro; fue acosada por los fantasmas de Ramram Seth, y la vieja profecía de un niño de dos cabezas comenzó a volverla completamente loca otra vez. Mi madre tenía cuarenta y dos años; y los miedos (tanto naturales como inducidos por Alia) de tener un hijo a esa edad empañaron la brillante aureola que había flotado a su alrededor desde que llevó a su marido, con sus cuidados, a un amoroso otoño; bajo la influencia de los kormas de la venganza de mi tía —condimentados tanto con presagios como con cardamomos— mi madre tuvo miedo de su hijo. A medida que pasaban los meses, sus cuarenta y dos años comenzaron a cobrarse un terrible peaje; el peso de sus cuatro decenios crecía diariamente, aplastándola bajo su propia edad. En el segundo mes, se le puso el cabello blanco. Para el tercer mes, el rostro se le había marchitado como un mango podrido. En el cuarto mes era ya una mujer vieja, arrugada y gruesa, atormentada otra vez por las verrugas y con la inevitabilidad del vello brotándole por toda la cara; parecía envuelta una vez más en una niebla de vergüenza, como si el niño fuera un escándalo en una señora de su evidente antigüedad. A medida que el hijo de aquellos días confusos crecía dentro de ella, el contraste entre su juventud y la edad de mi madre aumentó; fue entonces cuando se derrumbó en una vieja silla de mimbre y recibió visitas de los espectros del pasado. La desintegración de mi madre fue horrorosa por su brusquedad; Ahmed Sinai, observándola con impotencia, se encontró él mismo desconcertado, acobardado, a la deriva.
Incluso ahora, me es difícil escribir sobre aquellos días del fin de las posibilidades, en que mi padre vio que la fábrica de toallas se le desmoronaba entre las manos. Los efectos de la brujería culinaria de Alia (que actuaba tanto a través del estómago de él, cuando comía, como de sus ojos, cuando miraba a su esposa) eran ahora más que evidentes: se volvió descuidado en la dirección de la fábrica e irritable con sus operarios.
Para resumir la ruina de las toallas marca Amina: Ahmed Sinai comenzó a tratar a sus trabajadores tan autoritariamente como en otro tiempo, en Bombay, había maltratado a sus criados, y trató de inculcar, tanto a los maestros tejedores como a los ayudantes de empaquetador, las verdades eternas de las relaciones amo-criado. Como consecuencia, sus operarios se le marcharon en manadas, explicándole, por ejemplo: «No soy su limpiador de letrinas, sahib; soy un tejedor especializado de categoría primera» y rehusando, en general, mostrar la debida gratitud por la munificencia de él al haberlos contratado. Presa de la obtusa cólera de los almuerzos que mi tía le empaquetaba, dejó que se le fueran todos, y contrató a una cuadrilla de desagradables gandules, que le robaban bobinas de algodón y piezas de maquinaria pero estaban dispuestos a hacerle zalemas siempre que se lo pedía; y el porcentaje de toallas defectuosas subió vertiginosa y alarmantemente, se incumplieron contratos, y los nuevos pedidos descendieron también de forma alarmante. Ahmed Sinai comenzó a traer a casa montañas —¡Himalayas!— de toallas de desecho, porque el almacén de la fábrica estaba lleno hasta rebosar del producto de calidad inferior a la normal de su mala administración; empezó a beber otra vez y, para el verano de aquel año, la casa de Guru Mandir estaba inundada de las viejas obscenidades de su batalla contra los djinns, y nosotros teníamos que escurrirnos de lado para poder pasar por delante de los Everests y Nanga-Parbats de felpa mal hecha que llenaban los pasillos y el vestíbulo.
Nos habíamos confiado al regazo de la ira, largo tiempo recocida, de mi gorda tía; con la única excepción de Jamila, que fue la menos afectada a causa de sus largas ausencias, todos acabamos total y auténticamente destrozados. Fue una época dolorosa y desconcertante, en la que el amor de mis padres se desintegró bajo el peso combinado de su nuevo hijo y de los antiguos agravios de mi tía; y, gradualmente, la confusión y la ruina rezumaron por las ventanas de la casa y se apoderaron de los corazones y las mentes de la nación, de forma que la guerra, cuando vino, lo hizo envuelta en la misma entontecedora neblina de irrealidad en que habíamos empezado a vivir.
Mi padre se encaminaba firmemente hacia la apoplejía; pero, antes de que la bomba estallara en su cerebro, se encendió otra mecha: en abril de 1965, oímos hablar de los extraños incidentes del Rann de Kutch.
Mientras nos debatíamos como moscas en las telarañas de la venganza de mi tía, el molino de la Historia seguía moliendo. La reputación del Presidente Ayub declinaba: los rumores de irregularidades en las elecciones de 1964 zumbaban, negándose a ser aplastados de un manotazo. Estaba también la cuestión del hijo del Presidente: Gauhar Ayub, cuyas enigmáticas Gandhara Industries lo convirtieron en un «multimulti» de la noche a la mañana. ¡Oh interminable secuencia de inicuos hijos-de-grandes! Gauhar, con sus fanfarronadas y sus discursos rimbombantes; y luego, en la India, Sanjay Gandhi y su Maruti Car Company y su Juventud del Congreso; y, el más reciente de todos, Kanti Lal Desai… los hijos de los grandes destruyen a sus padres. Pero también yo tengo un hijo; Aadam Sinai, haciendo caso omiso de los precedentes, invertirá esa tendencia. Los hijos pueden ser mejores que sus padres, como pueden ser peores… en abril de 1965, sin embargo, el aire zumbaba con la falibilidad de los hijos. ¿Y de quién era hijo el que escaló los muros de la Casa del Presidente el 1.º de abril… qué padre desconocido engendró al tipo hediondo que corrió hacia el Presidente y le descargó una pistola en el estómago? Algunos padres permanecen piadosamente desconocidos para la Historia; en cualquier caso, el asesino fracasó, porque su pistola, milagrosamente, se encasquilló. Al hijo de ese alguien se lo llevó la policía para que le arrancaran los dientes uno a uno, para que le prendieran fuego a las uñas; sin duda le apagaron colillas encendidas en la punta del pene, de modo que no sería mucho consuelo para ese anónimo aspirante a asesino saber que, simplemente, fue arrastrado por una corriente de la Historia en la que se observó con frecuencia que los hijos (altos y bajos) se comportaban excepcionalmente mal. (No: no me excluyo a mí mismo.)
Divorcio entre las noticias y la realidad: los periódicos citaban a economistas extranjeros —EL PAKISTÁN, MODELO PARA LAS NACIONES JÓVENES— mientras los campesinos (de los que no se hablaba) maldecían la llamada «revolución verde», afirmando que la mayoría de los pozos de agua recientemente perforados eran inútiles, estaban envenenados y, de todas formas, se habían abierto en lugares equivocados; mientras los editoriales elogiaban la probidad de los dirigentes de la nación, los rumores, espesos como moscas, hablaban de cuentas en bancos suizos y de los nuevos coches americanos del hijo del Presidente. El Dawn (La Aurora) de Karachi hablaba de otra aurora —¿BUENAS RELACIONES INDO-PAK A LA VUELTA DE LA ESQUINA?— pero, en el Rann de Kutch, otro hijo inadecuado estaba descubriendo algo muy distinto.
En las ciudades, espejismos y mentiras; en el norte, en las altas montañas, los chinos construían carreteras y proyectaban explosiones nucleares; pero ya es hora de volver de lo general a lo particular; o, para ser más exacto, al hijo del General, mi primo, el enurético Zafar Zulkifar. El cual se convirtió, entre abril y julio, en el arquetipo de los muchos hijos decepcionantes del país; la Historia, obrando por su mediación, apuntaba también con su dedo a Gauhar, al futuro-Sanjay y al Kanti-Lal-que-habría-de-venir; y, naturalmente, a mí.
De modo que… mi primo Zafar. Con el que tenía mucho en común en aquella época… mi corazón estaba lleno de un amor prohibido; sus pantalones, a pesar de todos sus esfuerzos, se llenaban continuamente de algo bastante más tangible, pero igualmente prohibido. Yo soñaba con amantes míticos, tanto felices como malhadados: el Shah Jehan y Mumtaz Mahal, pero también Montescos-y-Capuletos; él soñaba con su prometida kifí, cuya incapacidad para alcanzar la pubertad, incluso después de su decimosexto cumpleaños, debía de hacerla parecer, en sus pensamientos, la fantasía de un futuro inalcanzable… en abril de 1965, Zafar fue enviado de maniobras a la zona del Rann de Kutch bajo control pakistaní.
Crueldad del continente hacia los de vejiga floja: Zafar, aunque Teniente, era el hazmerreír de la base militar de Abbottabad. Se decía que le habían dado órdenes de llevar una prenda interior de goma, como un globo, en torno a los genitales, a fin de que el glorioso uniforme del Ejército pak no fuera profanado; simples jawans, al pasar, fingían soplar con los carrillos, como si estuvieran hinchando un globo. (Todo esto se hizo público más tarde, en la declaración que hizo él, en medio de un mar de lágrimas, después de ser detenido por asesinato.) Es posible que la misión de Zafar en el Rann del Kutch fuese ideada por un discreto superior, que sólo trataba de sacarlo de la línea de fuego del humor de Abbottabad… La incontinencia condenó a Zafar Zulkifar a un crimen tan nefando como el mío. Yo amaba a mi hermana; mientras que él… pero dejadme que cuente la historia al derecho.
Desde la Partición, el Rann había sido «territorio controvertido», aunque, en la práctica, ninguno de los dos bandos había puesto mucho entusiasmo en la controversia. En las colinas situadas a lo largo del paralelo 23, la frontera oficiosa, el Gobierno del Pakistán había construido una línea de puestos fronterizos, cada uno de ellos con su solitaria guarnición de seis hombres y un faro. Varios de esos puestos fueron ocupados el 9 de abril de 1965 por tropas del Ejército indio; una fuerza pakistaní, incluido mi primo Zafar, que estaba en la zona de maniobras, entabló un combate de ochenta y dos días para restablecer la frontera. La guerra del Rann duró hasta el 1.º de julio. Hasta ahí se trata de hechos; pero todo lo demás está escondido bajo el aire doblemente brumoso de la irrealidad y la simulación que afectaban a todos los tejemanejes de aquellos días, y especialmente a todos los acontecimientos en el fantasmagórico Rann… de forma que la historia que voy a contar, que es sustancialmente la que contó mi primo Zafar, tiene tantas probabilidades de ser cierta como cualquier otra; es decir, como cualquier otra salvo la que nos contaron oficialmente.
… Cuando los jóvenes soldados pakistaníes penetraron en el pantanoso terreno del Rann, un sudor frío y pegajoso cubrió sus frentes, y se sintieron desconcertados por la verdosa calidad de fondo marino de la luz; se contaron historias que los asustaron más todavía, leyendas de cosas horribles que ocurrían en esa zona anfibia, de bestias marinas demoníacas de ojos encendidos, de mujeres-peces que permanecían echadas con sus cabezas de pez bajo el agua, respirando, mientras sus mitades inferiores humanas, perfectamente formadas y desnudas, reposaban en la playa, tentando a los incautos a realizar fatales actos sexuales, porque sabido es que nadie puede amar a una mujer-pez y vivir… de forma que, para cuando llegaron a los puestos fronterizos y fueron a la guerra, eran una chusma asustada de chicos de diecisiete años, y sin duda hubieran sido aniquilados, a no ser porque los indios de enfrente habían estado expuestos al aire verde del Rann por más tiempo aún que ellos; de forma que, en aquel mundo de hechiceros, se libró una guerra demencial en la que cada bando creía ver apariciones de diablos que luchaban junto a sus enemigos; pero al final las tropas indias cedieron; muchos de los soldados se derrumbaron hechos un mar de lágrimas y sollozaron, Gracias a Dios que ha terminado; hablaron de grandes cosas gelatinosas que se deslizaban en torno a los puestos fronterizos de noche, y de los espíritus que-flotaban-en-el-aire de ahogados con guirnaldas de algas y conchas en el ombligo.
Lo que dijeron los soldados indios, al alcance del oído de mi primo: «En cualquier caso, en esos puestos fronterizos no había nadie; vimos que estaban vacíos y entramos.»
El misterio de los puestos fronterizos abandonados no pareció al principio un rompecabezas a los jóvenes soldados pakistaníes, a los que se dijo que los ocupasen hasta que enviasen otros guardias fronterizos; mi primo el Teniente Zafar se encontró con que su vejiga y sus intestinos se vaciaban con histérica frecuencia durante las siete noches que pasó ocupando uno de los puestos con sólo cinco jawans por compañía. Durante noches llenas de alaridos de brujas y resbaladizos deslizamientos sin nombre en la oscuridad, los seis jovenzuelos quedaron reducidos a un estado tan abyecto que nadie se reía ya de mi primo: todos estaban demasiado ocupados mojando sus propios pantalones. Uno de los jawans susurró aterrorizado durante el horror espectral de su penúltima noche: —Muchachos, aunque tuviera que quedarme aquí para seguir con vida, ¡me iría de una maldita vez!
En un estado de total derrumbamiento gelatinoso, los soldados sudaban en el Rann; y entonces, la última noche, sus peores temores se confirmaron, y vieron a un ejército fantasma que salía de la oscuridad y venía hacia ellos; estaban en el puesto fronterizo más próximo a la costa y, a la luz verdosa de la luna, pudieron ver las velas de barcos espectrales, de dhows fantasmas; y un ejército de fantasmas se acercó, implacablemente, a pesar de los gritos de los soldados, espectros con el pecho cubierto de musgo y extrañas camillas amortajadas llenas hasta arriba de cosas nunca vistas; y cuando el ejército fantasma entró por la puerta, mi primo Zafar cayó a sus pies comenzando a farfullar horriblemente.
El primer fantasma que entró en el puesto avanzado tenía varios dientes ausentes y un cuchillo curvo metido en el cinturón; cuando vio a los soldados en la cabaña, sus ojos relampaguearon con una furia bermeja. —¡Por el amor de Dios! —dijo el fantasma en jefe—. ¿Qué hacéis aquí, cabrones? ¿Es que no os han pagado bien?
No eran fantasmas sino contrabandistas. Los seis jóvenes soldados se encontraron en absurdas posturas de terror abyecto y, aunque trataron de redimirse, su vergüenza fue tragadoramente completa… y ahora llegamos a lo que importa. ¿En nombre de quién actuaban los contrabandistas? ¿Qué nombre pronunciaron los labios del contrabandista en jefe, haciendo que los ojos de mi primo se abrieran de horror? ¿Qué fortuna, levantada originalmente sobre la desgracia de las familias hindúes en fuga en 1947, se veía ahora aumentada por aquellos convoyes de primavera-y-verano a través del Rann no guardado y desde allí hasta las ciudades del Pakistán? ¿Qué General de cara de polichinela, con una voz tan fina como una hoja de navaja, mandaba las tropas fantasmas?… Pero me concentraré en los hechos. En julio de 1965, mi primo Zafar volvió de permiso a la casa de su padre en Rawalpindi; y una mañana comenzó a andar lentamente hacia la alcoba de su padre, llevando sobre sus hombros no sólo el recuerdo de las mil humillaciones y golpes de su infancia; no sólo la vergüenza de su enuresis de siempre; sino también la conciencia de que su propio padre había sido el responsable de lo-que-ocurrió-en-el Rann, cuando Zafar Zulfikar se vio reducido a una cosa que farfullaba en el suelo. Mi primo encontró a su padre en el baño situado junto a la cama, y le cortó el cuello con un cuchillo de contrabandista, largo y curvo.
Escondida tras las informaciones de los periódicos —COBARDE INVASIÓN INDIA RECHAZADA POR NUESTROS VALEROSOS MUCHACHOS— la verdad sobre el General Zulfikar se convirtió en una cosa incierta, fantasmal; el soborno de los guardias fronterizos se convirtió, en los diarios, en SOLDADOS INOCENTES ASESINADOS POR FAUJ INDIOS; y ¿quién podía difundir la historia de las vastas actividades contrabandísticas de mi tío? ¿Qué general, qué político no poseía las radios de transistores de la ilegalidad de mi tío, los aparatos de aire acondicionado y los relojes importados de sus pecados? El General Zulfikar murió; mi primo Zafar fue a la cárcel y se ahorró casarse con una princesa kifí que se negaba obstinadamente a menstruar, precisamente para ahorrarse el casamiento con él; y los incidentes del Rann del Kutch se convirtieron en la yesca, por decirlo así, de un incendio mayor que estalló en agosto, el incendio del final en el que Saleem alcanzó por fin, y a su pesar, la esquiva pureza.
En cuanto a mi tía Emerald: se le dio permiso para emigrar; había empezado a hacer preparativos para hacerlo, y tenía la intención de marcharse a Suffolk, en Inglaterra, donde viviría en casa del antiguo comandante de su marido el Brigadier Dodson, que, en su chochez, había empezado a pasarse la vida en compañía de otros antiguos veteranos de la India, viendo viejas películas del Delhi Durbar y la llegada de Jorge V a la Puerta de la India… ella esperaba con ansia el vacío olvido de la nostalgia y del invierno inglés, cuando llegó la guerra y resolvió todos nuestros problemas.
El primer día de la «falsa paz» que duraría sólo treinta y siete días, Ahmed Sinai tuvo su ataque de apoplejía. Lo dejó paralizado hasta los pies, del lado izquierdo, y lo devolvió a los babeos y balbuceos de su infancia; también él pronunciaba palabras sin sentido, mostrando una preferencia marcada por los nombres de niño travieso para los excrementos. Balbuceando con risitas «¡Caca!» y «¡Pipi!», mi padre llegó al fin de su agitada carrera, habiendo perdido una vez más, la última, su camino y también su batalla con los djinns. Permanecía sentado, entontecido y cacareante, en medio de las toallas defectuosas de su vida; en medio de toallas defectuosas, mi madre, aplastada por el peso de su monstruoso embarazo, inclinaba la cabeza gravemente mientras la visitaban la pianola de Lila Sabarmati, o el fantasma de su hermano Hanif, o dos manos que bailaban, mariposas-en-torno-a-la-llama, dando vueltas y más vueltas en torno a sus propias manos… el Comandante Sabarmati venía a verla con su curiosa porra en la mano, y la-pata-Nussie susurraba: «¡Es el fin, Amina hermana! ¡El fin del mundo!» en los debilitados oídos de mi madre… y ahora, después de haberme abierto paso a través de la enferma realidad de mis años pakistaníes, habiendo luchado por comprender un poco lo que parecía (a través de la bruma de la venganza de mi tía Alia) una serie terrible y oculta de represalias por haber arrancado nuestras raíces de Bombay, he llegado al punto en que debo hablaros de finales.
Permitidme decir esto inequívocamente: tengo la firme convicción de que la escondida finalidad de la guerra indo-pakistaní de 1965 fue, ni más ni menos, eliminar a mi inconsciente familia de la faz de la tierra. A fin de entender la historia reciente de nuestro tiempo, sólo hace falta examinar el plan de bombardeos de aquella guerra con ojos analíticos y sin prejuicios.
Hasta los finales tienen principios; todo hay que contarlo por su orden. (Al fin y al cabo, tengo a Padma, que aplasta todos mis intentos de empezar la casa por el tejado.) Para el 8 de agosto de 1965, la historia de mi familia había llegado por su propio paso a un estado en el que lo-que-se-logró-mediante-los-bombardeos constituyó un alivio piadoso. No: dejadme utilizar esa palabra importante: si queríamos purificarnos, algo de la escala de lo que siguió era probablemente necesario.
Alia Aziz, saciada con su terrible venganza; mi tía Emerald, viuda y en espera del exilio; la vacía lascivia de mi tía Pia y el retiro acristalado de mi abuela Naseem Aziz; mi primo Zafar, con su princesa eternamente prepúber y su futuro de colchones mojados en celdas de prisión; la retirada a la infancia de mi padre y el envejecimiento obsesivo y acelerado de la embarazada Amina Sinai… todas esas circunstancias terribles se curarían como resultado de la adopción, por el Gobierno, de mi sueño de visitar Cachemira. Entretanto, las negativas de pedernal de mi hermana a dar alas a mi amor me habían empujado a un estado de ánimo fatalista; dominado por mi nueva despreocupación por mi futuro, le dije al Tio Zaf que estaba dispuesto a casarme con cualquiera de las Zafias que me eligiera. (Al hacerlo, las condené a todas; todo el que intenta contraer lazos con nuestra familia termina compartiendo nuestro destino.)
Estoy tratando de dejar de ser oscuro. Es importante concentrarse en hechos simples y sólidos. Pero ¿qué hechos? Una semana antes de mi décimo octavo cumpleaños, el 8 de agosto, ¿atravesaron soldados pakistaníes vestidos de paisano la línea del alto el fuego en Cachemira y se infiltraron en el sector indio, o no lo hicieron? En Delhi, el Primer Ministro Shastri anunció «una infiltración en masa… para derribar el Estado»; pero ahí está Zulfikar Ali Bhutto, Ministro de Relaciones Exteriores del Pakistán, con su respuesta: «Negamos categóricamente toda participación en el levantamiento de la población autóctona de Cachemira contra la tiranía.»
Si ocurrió, ¿cuáles fueron los motivos? Una vez más, hay una erupción de posibles explicaciones; la continua indignación provocada por el Rann de Kutch; el deseo de resolver, de-una-vez-para-siempre, la vieja cuestión de ¿quién-debe-tener-el-Valle-Perfecto…? O una que no llegó a los periódicos: las presiones de las dificultades políticas internas del Pakistán: el gobierno de Ayub se tambaleaba, y una guerra obra milagros en tales ocasiones. ¿Esta razón, aquélla o la otra? Para simplificar las cosas, presento dos propias: la guerra se produjo porque soñé con Cachemira metiéndola en las fantasías de nuestros gobernantes; además, yo seguía siendo impuro, y la guerra iba a separarme de mis pecados.
¡Jehad, Padma! ¡La Guerra Santa!
Pero ¿quién atacó? ¿Quién se defendió? En mi décimo octavo cumpleaños, la realidad sufrió otra terrible derrota. Desde las murallas del Fuerte Rojo de Delhi, un primer ministro indio (no el mismo que me escribió una antigua carta) me envió esta felicitación de cumpleaños: «¡Prometemos que se responderá a la fuerza con la fuerza, y que no se permitirá que triunfe la agresión!» Mientras tanto, los jeeps provistos de megáfonos me saludaban en Guru Mandir, tranquilizándome: «¡Los agresores indios serán totalmente derrotados! ¡Somos una raza de guerreros! ¡Un pathan, un musulmán punjabí vale por diez de esos babus-en-armas!»
La Cantante Jamila fue llamada al norte, para dar serenatas a nuestros jawans que-valían-por-diez. Un criado pinta de apagón nuestras ventanas; por la noche, mi padre, con la estupidez de su segunda infancia, abre esas ventanas y enciende las luces. Ladrillos y piedras entran volando por las aberturas: regalos por mi décimo octavo cumpleaños. Y los acontecimientos se hacen cada vez más confusos: el 30 de agosto, ¿cruzaron las tropas indias la línea del alto el fuego cerca de Uri «para perseguir a los invasores pakistaníes»… o para iniciar un ataque? Cuando, el 1.º de septiembre, nuestros soldados diez-veces-mejores atravesaron la línea en Chhamb, ¿eran agresores o no lo eran?
Algunas certidumbres: que la voz de la Cantante Jamila acompañó cantando a las tropas pakistaníes a su muerte; y que los muecines, desde su minaretes —sí, incluso en Clayton Road— nos prometieron que todo el que muriera en la batalla iría derecho al jardín alcanforado. La filosofía mujahid de Syed Ahmad Bairlwi gobernaba las ondas; se nos invitaba a hacer «más sacrificios que nunca».
Y en la radio, ¡qué destrucciones, qué mutilaciones! En los cinco primeros días de la guerra, la Voz del Pakistán anunció la destrucción de más aeronaves de las que la India había tenido nunca; en ocho días, All-India Radio aniquiló al Ejército pakistaní hasta el último hombre, y a bastantes hombres más. Totalmente aturdido por la doble locura de la guerra y de mi vida privada, comencé a pensar pensamientos desesperados.
Grandes sacrificios: ¿por ejemplo, en la batalla de Lahore…? El 6 de septiembre, tropas indias atravesaron la frontera de Wagah, ampliando así enormemente el frente de la guerra, que no se limitó ya a Cachemira; y ¿se produjeron o no grandes sacrificios? ¿Era cierto que la ciudad estaba prácticamente indefensa, porque el Ejército y las Fuerzas Aéreas pak estaban todos en el sector de Cachemira? La Voz del Pakistán dijo: ¡Oh día memorable! ¡Oh lección indiscutible de la fatalidad de un retraso! Los indios, confiados en tomar la ciudad, se detuvieron para desayunar. La All-India Radio anunció la caída de Lahore; entretanto, una aeronave privada localizó a los desayunantes invasores. Mientras la B.B.C. recogía la noticia de la A.I.R., se movilizó a la milicia de Lahore. ¡Escuchad la Voz del Pakistán!: ancianos, muchachos, abuelas airadas lucharon contra el Ejército indio; ¡combatieron en todos los puentes, con todas las armas disponibles! Hombres lisiados se llenaban los bolsillos de granadas, les quitaban el pasador y se arrojaban bajo los tanques indios que avanzaban; ¡ancianas desdentadas les sacaban las tripas a los babus indios con horcas de labranza! Murieron hasta el último hombre y el último niño, ¡pero salvaron la ciudad, conteniendo a los indios hasta que llegó el apoyo aéreo! ¡Mártires, Padma! ¡Héroes, en ruta hacia el jardín perfumado! ¡Donde se dará a los hombres cuatro bellas huríes, no tocadas por hombre ni djinn; y a las mujeres cuatro hombres igualmente viriles! ¿Qué bendición de tu Señor rechazarías? ¡Qué gran cosa es una guerra santa, en la que, con sacrificio supremo, el hombre puede expiar todas sus maldades! No es de extrañar que se defendiera Lahore; ¿qué podían esperar los indios? Sólo la reencarnación… quizá como cucarachas, o escorpiones, o wallahs de medicina verde… realmente no se puede comparar.
Pero, ¿se defendieron o no se defendieron? ¿Fue así como ocurrió? ¿O era la All-India Radio —gran batalla de tanques, enormes pérdidas pak, 450 tanques destruidos— la que decía la verdad?
Nada era real; nada era seguro. El Tío Zaf vino de visita a la casa de Clayton Road, y no tenía dientes en la boca. (Durante la guerra contra China de la India, cuando nuestras lealtades eran diferentes, mi madre había dado ajorcas de oro y pendientes de piedras para la campaña «Ornamentos para Armamentos»; pero ¿qué era eso comparado con el sacrificio de toda una boca llena de oro?) —¡La nación —me dijo confusamente a través de sus encías sin dientes— no puede, puñeta, carecer de fondos por la vanidad de un hombre! —… Pero ¿los dio o no los dio? Esos dientes, ¿fueron realmente sacrificados en nombre de la guerra santa, o reposaban en su casa en un armario?— Me temo —dijo el Tío Zaf encisivamente— que tendrás que esperar para recibir esa dote especial que te prometí. —… ¿Nacionalismo o mezquindad? Sus encías desnudas, ¿eran prueba suprema de patriotismo, o una astuta jugada para no tener que llenar de oro la boca de una Zafia?
Y ¿hubo paracaidistas o no? «… se han lanzado en todas las ciudades importantes», anunció la Voz del Pakistán. «Todas las personas capaces deben velar con armas; disparen sin preguntar después del toque de queda del crepúsculo.» Sin embargo en la India: «A pesar de la provocación de los ataques aéreos pakistaníes», pretendía la radio, «¡no hemos respondido!» ¿A quién creer? ¿Realizaron realmente los cazabombarderos pakistaníes el «audaz ataque» que cogió a una tercera parte de las Fuerzas Aéreas indias indefensamente posadas en el cemento? ¿Lo realizaron o no lo realizaron? Y aquellos bailes nocturnos en el cielo, Mirages y Mistères pakistaníes contra los menos románticamente llamados MIG indios: ¿lucharon realmente los espejismos y misterios islámicos contra los invasores hindúes, o fue todo ello una especie de asombrosa ilusión? ¿Cayeron bombas? ¿Fueron ciertas las explosiones? ¿Se podría afirmar siquiera que se produjo alguna muerte?
¿Y Saleem? ¿Qué hizo en la guerra?
Esto: en espera de ser llamado a filas, fue a buscar las bombas amigas, destructoras, adormecedoras, portadoras del Paraíso.
El terrible fatalismo que se había apoderado de mí últimamente había adoptado una forma aún más terrible; ahogado por la desintegración de la familia, de los dos países a que había pertenecido, de todo lo que podía llamarse sensatamente real, perdido en la tristeza de mi amor sucio y no correspondido, busqué el olvido en… Estoy haciendo que suene demasiado noble; no hay que utilizar frases rimbombantes. Sin adornos pues: andaba por las calles nocturnas de la ciudad, buscando la muerte.
¿Quién murió en la guerra santa? ¿Quién, mientras yo, con kurta y pijama de un blanco resplandeciente iba por las calles en toque de queda a lomos de mi Lambretta, encontró lo que yo buscaba? ¿Quién, hecho mártir por la guerra, fue derecho al jardín perfumado? Estudiad la caída de las bombas; aprended los secretos de los disparos de fusil.
La noche del 22 de septiembre, hubo ataques aéreos a todas las ciudades pakistaníes. (Aunque la All-India Radio…) Las aeronaves, reales y ficticias, dejaron caer bombas auténticas o míticas. Por consiguiente, es un hecho o la invención de una imaginación enferma el que, de las tres únicas bombas que cayeron en Rawalpindi y explotaron, la primera aterrizó en el bungalow en donde mi abuela Naseem Aziz y mi tía Pia se escondían bajo una mesa; la segunda destrozó un ala de la cárcel de la ciudad, ahorrando a mi primo Zafar una vida de cautiverio; y la tercera destruyó una mansión oscura, rodeada de un muro con centinelas; los centinelas estaban en sus puestos, pero no pudieron impedir que Emerald Zulfikar fuera transportada a un lugar más distante que Suffolk. Aquella noche estaban de visita en su casa el Nawab de Kif y su hija, tercamente inmadura; la cual se ahorró también la necesidad de convertirse en mujer adulta. En Karachi, tres bombas bastaron igualmente. Los aviones indios, reacios a volar bajo, bombardearon desde gran altura; la inmensa mayoría de sus proyectiles cayeron sin hacer daño en el mar. Una bomba, sin embargo, aniquiló al Mayor (Retirado) Alauddin Latif y a sus siete Zafias, liberándome así para siempre de mi promesa; y hubo otras dos bombas finales. Mientras tanto, en el frente, Mutasim el Hermoso salió de su tienda para ir a los servicios; un ruido como de mosquito zumbó (o no zumbó) hacia él, que murió con la vejiga llena, por el impacto de la bala de un francotirador.
Y todavía tengo que hablaros de las dos últimas bombas.
¿Quién sobrevivió? La Cantante Jamila, a la que las bombas no pudieron encontrar; en la India, la familia de mi tío Mustapha, por la que no podían molestarse las bombas; pero Zohra, la olvidada pariente lejana de mi padre y su marido se habían trasladado a Amritsar, y una bomba los localizó también.
Y hay dos-bombas-más de las que hay que hablar.
… Mientras tanto yo, ignorante de la íntima conexión entre la guerra y yo mismo, andaba tontamente en busca de bombas; circulaba después del toque de queda, pero las balas de los «vigilantes» no encontraron su blanco… y sábanas de llamas se alzaban de un bungalow de Rawalpindi, sábanas perforadas en cuyo centro flotaba un misterioso agujero oscuro, que creció para convertirse en la imagen de humo de una mujer ancha y vieja con lunares en las mejillas… así, uno a uno, la guerra eliminó del mundo a los miembros de mi familia vacía y sin esperanzas.
Pero ahora la cuenta atrás había terminado.
Y por fin volví con mi Lambretta a casa, de forma que estaba en la glorieta de Guru Mandir con el rugido de los aviones sobre mi cabeza, espejismos y misterios, mientras mi padre, con la idiotez de su apoplejía, encendía luces y abría ventanas, a pesar de que un oficial de la Defensa Civil acababa de visitarnos para asegurarse de que el apagón fuera completo; y, cuando Amina Sinai estaba diciéndole al espectro de un viejo cesto de colada: «Ahora vete… ya me has hartado», yo pasaba a toda velocidad con mi scooter por delante de los jeeps de la Defensa Civil, desde los que me saludaron puños coléricos; y, antes de que los ladrillos y piedras pudieran apagar las luces de la casa de mi tía Alia, llegó el gemido, y hubiera debido saber que no hacía falta buscar en otro sitio la muerte, pero yo estaba todavía en la calle, en la sombra de medianoche de la mezquita, cuando vino, cayendo en picado hacia las ventanas iluminadas por la idiotez de mi padre, la muerte gimiendo como perros callejeros, transformándose en mampostería que caía y sábanas de llamas y una onda de tanta fuerza que me derribó dando vueltas de mi Lambretta, mientras dentro de la casa de la gran amargura de mi tía, mi padre madre tía y hermano o hermana nonato al que sólo faltaba una semana para iniciar la vida, todos ellos todos más aplastados que tortas de arroz, la casa que se derrumbaba sobre sus cabezas como un molde de hacer barquillos, mientras allí en Korangi Road una última bomba, destinada a la refinería de petróleo, cayó en cambio en una residencia de pisos en desnivel y estilo americano, que un cordón umbilical no había conseguido terminar del todo; pero en Guru Mandir acabaron muchas historias, la historia de Amina y su antiguo marido del inframundo y su diligencia y declaraciones públicas y su hijo-que-no-era-su-hijo y su suerte con los caballos y las verrugas y las manos que bailaban en el Pioneer Café y su última derrota por su hermana, y de Ahmed, que siempre perdía el camino y tenía el labio inferior protuberante y la barriga fofa y se puso blanco en una congelación y sucumbió ante la abstracción y reventó perros en la calle y se enamoró demasiado tarde y murió a causa de su vulnerabilidad a lo-que-cae-del-cielo; más planos que tortitas ahora, y a su alrededor la casa explotando derrumbándose, un instante de destrucción de tal vehemencia que cosas que habían estado profundamente enterradas en olvidados baúles de lata volaron por los aires mientras otras cosas personas recuerdos quedaban enterrados bajo los escombros sin esperanza de salvación; los dedos de la explosión llegando hondo muy hondo hasta el fondo de un almirah y abriendo un baúl de lata verde, la mano prensora de la explosión lanzando el contenido del cofre por los aires, y ahora algo que estaba escondido invisible durante muchos años da vueltas en la noche como un pedazo giratorio de luna, algo que refleja la luz de la luna y cae ahora cae mientras yo me levanto mareado después de la explosión, algo que baja retorciéndose girando dando volteretas, plateado como la luz de luna, una escupidera de plata maravillosamente labrada, incrustada de lapislázuli, el pasado que cae a plomo hacia mí como una mano dejada caer por un buitre, para convertirse en lo-que-purifica-y-me libera, porque ahora mientras miro allí hay una sensación en la parte de atrás de mi cabeza y después de eso sólo de un momento diminuto pero infinito de absoluta claridad mientras caigo hacia adelante para postrarme ante la pira funeraria de mis padres, un instante minúsculo pero sin fin de conocimiento, antes de verme despojado de pasado presente recuerdos tiempo vergüenza y amor, una explosión fugaz pero también intemporal en la que inclino la cabeza sí acepto sí la necesidad del golpe, y entonces estoy vacío y libre porque todos los Saleems salen a raudales de mí, desde el bebé que aparecía en fotos infantiles de primera página y tamaño gigante hasta el muchacho de dieciocho años con su sucio obsceno amor, salen a raudales la vergüenza y la culpabilidad y el deseo-de-agradar y la necesidad-de-ser-amado y la decisión-de-encontrar-un-papel-histórico y el crecer demasiado-deprisa, estoy libre de Mocoso y Cara Manchada y Calvorota y Huelecacas y Cara de Mapa y de cestos de colada y Evie Burns y marchas por el idioma, liberado del Chico de Kolynos y de los pechos de Pia mumani y de Alfa-y-Omega, absuelto de los múltiples asesinatos de Homi Catrack y Hanif y Aadam Aziz y el Primer Ministro Jawaharlal Nehru, me he deshecho de putas de quinientos años y de confesiones de amor en la quietud de la noche, estoy libre ahora, fuera de cuidado, aplastado contra el cemento, devuelto a la inocencia y la pureza por un trozo de luna que cae dando volteretas, limpiado como un escritorio de madera, descalabrado (tal como lo profetizaron) por la escupidera de plata de mi madre.
El 23 de septiembre por la mañana, las Naciones Unidas anunciaron el fin de las hostilidades entre la India y el Pakistán. La India había ocupado menos de 500 millas cuadradas de suelo pakistaní; el Pakistán había conquistado sólo 340 millas cuadradas de su sueño cachemiro. Se dijo que el alto el fuego se había producido porque ambos bandos se habían quedado sin municiones, más o menos simultáneamente; de esa forma, las exigencias de la diplomacia internacional y las manipulaciones, políticamente motivadas, de los proveedores de armas, impidieron la aniquilación al por mayor de mi familia. Algunos de nosotros sobrevivimos, porque nadie vendió a nuestros aspirantes a asesinos las bombas balas aviones necesarios para completar nuestra destrucción.
Seis años más tarde, sin embargo, hubo otra guerra.