EN LOS SUNDARBANS
Lo confesaré: no había última y escurridiza presa que nos empujase hacia el sur sur sur. Ante todos mis lectores, quisiera admitirlo a pecho descubierto: aunque Ayooba Shaheed Farooq eran incapaces de distinguir entre perseguir a y huir de, el buda sabía lo que se hacía. Aun cuando me doy perfecta cuenta de que estoy proporcionando a cualesquiera comentaristas futuros o críticos de pluma venenosa (a los que les digo: en dos ocasiones he estado expuesto antes al veneno de serpiente; en ambas he resultado más fuerte que los venenos) más municiones todavía —con mi admisión-de-culpabilidad, revelación-de-bajeza-moral prueba-de-cobardía— tengo que decir que él, el buda, incapaz finalmente de seguir cumpliendo sumisamente su obligación, puso pies en polvorosa y huyó. Infectado por los gusanos comedores-de-almas del pesimismo futilidad vergüenza, desertó al anonimato sin Historia de las selvas tropicales, arrastrando consigo a tres niños. Lo que confío en inmortalizar tanto en encurtidos como con palabras: ese estado de ánimo en que no se podían negar las consecuencias de la aceptación, en que una dosis excesiva de realidad dio origen a un deseo miasmático de huir a la seguridad de los sueños… Pero la jungla, como todos los refugios, era totalmente distinta —a un tiempo más y menos— de lo que había esperado.
—Me alegro —dice mi Padma—, estoy contenta de que te escaparas. —Pero insisto: no fui yo. Él. Él, el buda. El cual, hasta la serpiente, seguiría siendo un no-Saleem; el que, a pesar de huir de, seguía estando separado de su pasado; aunque agarrase, con mano de lapa, cierta escupidera de plata.
La jungla se cerró tras ellos como una tumba, y después de horas de un remar cada vez más fatigado pero también más frenético a través de canales de agua salada incomprensiblemente laberínticos, dominados por árboles como arcos de catedral, Ayooba Shaheed Farooq estaban perdidos sin esperanza; se volvían una y otra vez al buda, que les indicaba: —Por allí —y luego—: Por allí abajo —pero aunque remaban febrilmente, haciendo caso omiso de la fatiga, parecía como si la posibilidad de dejar jamás aquel lugar retrocediera ante ellos como la linterna de un fantasma; hasta que, finalmente, se volvieron contra su rastreador, supuestamente infalible, y quizá vieron una lucecita de vergüenza o de alivio ardiendo en sus ojos habitualmente de azul lechoso; y entonces Farook susurró, en el verdor sepulcral de la selva—: No lo sabes. Estás diciendo cualquier cosa. —El buda permaneció silencioso, pero en su silencio leyeron su destino, y ahora que estaba convencido de que la jungla se los había tragado como se engulle un sapo a un mosquito, ahora que estaba seguro de que nunca volvería a ver el sol, Ayooba Baloch, el-tanque-Ayooba en persona, se derrumbó totalmente y lloró como un monzón. El incongruente espectáculo de aquella figura descomunal de pelo a cepillo lloriqueando como un bebé sirvió para que Farooq y Shaheed perdieran el juicio; de forma que Farooq casi volcó la embarcación al atacar al buda, quien soportó mansamente todos los puñetazos que le llovieron en pecho hombros brazos, hasta que Shaheed tiró de Farooq, por razones de seguridad. Ayooba Baloch lloró sin interrupción durante tres horas o días o semanas enteros, hasta que empezó la lluvia, haciendo innecesarias sus lágrimas, y Shaheed Dar se oyó decir a sí mismo—: Mira lo que has hecho, tú, con tus llantos —demostrando que estaban empezando ya a sucumbir a la lógica de la jungla, y que aquello era sólo el comienzo porque, cuando el misterio del anochecer se combinó con la irrealidad de los árboles, los Sundarbans comenzaron a crecer bajo la lluvia.
Al principio estaban tan ocupados achicando la embarcación que no se dieron cuenta; además, el nivel del agua subía, lo que pudo confundirlos, pero con las últimas luces no se pudo dudar de que la jungla estaba aumentando de tamaño, poder y ferocidad; se podía ver a las enormes raíces de apoyo de los inmensos y antiguos mangles serpenteando sedientamente en el crepúsculo, chupando la lluvia y haciéndose más gruesas que trompas de elefante, mientras los propios mangles se hacían tan altos que, como dijo luego Shaheed Dar, los pájaros de su copa debían de estar en condiciones de cantarle a Dios. Las hojas de las alturas de las grandes nipas comenzaron a extenderse como inmensas manos verdes ahuecadas, hinchándose en el aguacero nocturno hasta que la selva entera pareció tener un techo de hojas; y entonces comenzaron a caer frutos de nipa, que eran mayores que ningún coco del mundo y adquirían velocidad de forma alarmante al caer desde alturas de vértigo para explotar como bombas contra el agua. El agua de lluvia llenaba su embarcación; sólo tenían para achicar sus gorras verdes y blandas y una vieja lata de ghee; y cuando cayó la noche y los frutos de nipa los bombardearon desde el aire, Shaheed Dar dijo: —No podemos hacer otra cosa… tenemos que desembarcar —pero sus pensamientos estaban llenos de su sueño de la granada y le pasó por la mente que podía ser aquí donde se realizase, aunque los frutos fueran diferentes.
Mientras Ayooba permanecía sentado, con un amilanamiento de ojos enrojecidos, y Farooq parecía destruido por la desintegración de su héroe; mientras el buda seguía silencioso y bajaba la cabeza, Shaheed era el único capaz de pensar, porque aunque estaba empapado y agotado y la jungla nocturna chillaba a su alrededor, la cabeza se le despejaba parcialmente cuando pensaba en la granada de su muerte; de forma que fue Shaheed quien nos, les, ordenó que remáramos, remaran, con nuestra, su, embarcación que se hundía hasta la playa.
Un fruto de nipa erró el bote por pulgada y media, causando tal turbulencia en el agua que zozobraron; lucharon por llegar a tierra en la oscuridad, sosteniendo fusiles telas impermeables lata de ghee sobre sus cabezas, remolcaron la embarcación tras ellos y, dejando de preocuparse de las nipas que bombardeaban y los mangles que serpenteaban, cayeron dentro de su empapada embarcación y se durmieron.
Cuando despertaron, remojados-estremecidos a pesar del calor, la lluvia se había convertido en una espesa llovizna. Vieron que tenían el cuerpo cubierto de sanguijuelas de tres pulgadas que eran casi totalmente incoloras por la falta de luz del sol directa, pero que ahora se habían vuelto de un rojo vivo porque estaban llenas de sangre, y que, una a una, explotaban en los cuerpos de los cuatro seres humanos, al ser demasiado ansiosas para dejar de chupar cuando estaban llenas. La sangre les corría por las piernas cayendo al suelo de la selva; la jungla la chupó, y supo a qué sabían.
Cuando los frutos de nipa que caían se estrellaban contra el suelo de la jungla, también ellos exudaban un líquido del color de la sangre, una leche roja que se cubría inmediatamente de millones de insectos, incluidas moscas gigantes tan transparentes como las sanguijuelas. También las moscas se enrojecían a medida que se llenaban de la leche del fruto… durante toda la noche, al parecer, los Sundarbans habían seguido creciendo. Los más altos de todos eran los sundris, que daban su nombre a la jungla; árboles suficientemente altos para excluir hasta la esperanza más débil de sol. Nosotros, ellos cuatro, salimos, salieron del bote; y sólo cuando pusieron pie en un suelo duro desnudo que pululaba de escorpiones pálidos rosados y en una masa hirviente de lombrices de color pardo, recordaron su hambre y su sed. El agua de la lluvia caía a raudales de las hojas a su alrededor, y volvieron la boca hacia el techo de la jungla y bebieron; pero quizá porque el agua les llegaba por las hojas de sundri y las ramas de mangle y las frondas de nipa, adquiría en su recorrido algo de la locura de la jungla, de forma que, mientras bebían, se hundían más y más profundamente en la esclavitud de aquel mundo verde plomizo en donde los pájaros tenían voz de madera crujiente y todas las serpientes eran ciegas. En el estado mental turbio y miasmático provocado por la jungla, prepararon su primera comida, una combinación de frutos de nipa y lombrices machacadas, que les infligió una diarrea tan violenta que tuvieron que examinar sus excrementos por miedo a que se les hubieran salido los intestinos con la porquería.
Farooq dijo: —Vamos a morir. —Pero Shaheed estaba dominado por un poderoso deseo de supervivencia; porque, habiéndose recuperado de las dudas de la noche, se había convencido de que no era así como se suponía que habría de desaparecer.
Perdidos en la selva tropical, y conscientes de que la disminución del monzón era sólo un respiro momentáneo, Shaheed decidió que no tenía sentido tratar de encontrar una salida cuando, en cualquier momento, el monzón, volviendo, podía hundir su inadecuada embarcación; siguiendo sus instrucciones, construyeron un refugio con impermeables y hojas de palma; Shaheed dijo—: Si nos limitamos a la fruta, podemos sobrevivir. —Todos habían olvidado hacía tiempo la finalidad de su viaje; la persecución, que había comenzado muy lejos en el mundo real, adquiría a la luz alterada de los Sundarbans una calidad de fantasía absurda que les permitió desecharla de una vez para siempre.
Y así fue como Ayooba Shaheed Farooq y el buda se rindieron a los terribles fantasmas de la selva soñada. Pasaron los días, disolviéndose unos en otros ante la fuerza de la lluvia que volvía, y a pesar de escalofríos fiebres diarrea siguieron vivos, mejorando su refugio al derribar las ramas bajas de los sundris y mangles, bebiendo la leche roja de los frutos de nipa, adquiriendo las técnicas de supervivencia, como la facultad de estrangular serpientes y de arrojar palos afilados con tanta puntería que atravesaban aves multicolores por la molleja. Pero una noche Ayooba se despertó en la oscuridad y encontró la figura traslúcida de un campesino con un agujero de bala en el corazón y una guadaña en la mano, que lo miraba lúgubremente, y mientras luchaba por salir de la embarcación (que habían remolcado, poniéndola a cubierto en su primitivo refugio), el campesino soltó un líquido incoloro, que le salió del agujero del corazón cayendo en el brazo con que Ayooba manejaba el fusil. A la mañana siguiente, el brazo derecho de Ayooba no quería moverse; le colgaba rígidamente al costado, como si estuviera escayolado. Aunque Farooq Rashid le ofreció su ayuda y su comprensión, no sirvió de nada; el brazo siguió inmóvil en el fluido invisible del fantasma.
Después de esa primera aparición, cayeron en un estado mental en que hubieran creído a la selva capaz de cualquier cosa; cada noche les enviaba nuevos castigos, los ojos acusadores de las viudas de los hombres a los que habían seguido y capturado, los gritos y el parloteo de mono de los niños a los que su labor había dejado sin padres… y en esa primera época, la época del castigo, hasta el impasible buda de voz urbanizada tuvo que confesar que también él había empezado a despertarse por la noche, encontrándose con que la selva se cerraba a su alrededor como un tornillo, de forma que no podía respirar.
Cuando los hubo castigado bastante —cuando todos ellos eran sombras temblorosas de las personas que en otro tiempo fueron— la jungla les permitió el lujo de doble filo de la nostalgia. Una noche Ayooba, que estaba volviendo a la infancia más aprisa que ninguno de ellos, y había empezado a chuparse su único pulgar móvil, vio a su madre que lo miraba, ofreciéndole los delicados dulces a base de arroz de su amor; pero en el momento mismo en que él extendió la mano para coger los laddoos, ella se escabulló, y él vio cómo trepaba a un sundri gigante y se quedaba columpiándose por la cola de una alta rama: un blanco y espectral mono con el rostro de su madre visitaba a Ayooba noche tras noche, de modo que, al cabo de cierto tiempo, tuvo que recordar de ella algo más que sus dulces: cómo le gustaba sentarse entre las cajas de su dote, como si también ella fuera simplemente una especie de cosa, simplemente uno de los regalos que su padre le dio a su marido; en el corazón de los Sundarbans, Ayooba Baloch comprendió a su madre por primera vez, y dejó de chuparse el pulgar. También Farooq Rashid tuvo una visión. En el crepúsculo, un día, creyó ver a su hermano corriendo locamente por la selva, y se convenció de que su padre había muerto. Recordó un día olvidado en que su padre, campesino, les dijo a él y a su hermano de pies ligeros que el terrateniente del lugar, que prestaba dinero al 300 por ciento, había accedido a comprarle el alma a cambio del último préstamo. «Cuando muera», le dijo el viejo Rashid al hermano de Farooq, «abre la boca y mi espíritu volará a tu interior; y entonces ¡corre corre corre, porque el zamindar te perseguirá!». Farooq, que había empezado también un alarmante proceso regresivo, encontró al saber la muerte de su padre y la huida de su hermano la fuerza necesaria para renunciar a los hábitos infantiles que la jungla había re-creado en un principio en él; dejó de llorar cuando tenía hambre y de preguntar Por qué. También a Shaheed Dar lo visitaba un mono con el rostro de un ascendiente; pero todo lo que veía era a un padre que lo había exhortado a ganarse su nombre. Esto, sin embargo, lo ayudó también a restablecer en él el sentido de la responsabilidad que la necesidad de limitarse-a-seguir-órdenes de la guerra había socavado; de forma que pareció como si la jungla mágica, después de haberlos atormentado con sus fechorías, los llevara de la mano hacia una nueva edad adulta. Y revoloteando por la selva nocturna iban los espectros de sus esperanzas; a éstos, sin embargo, no los podían ver claramente, ni agarrar.
Al buda, sin embargo, no se le concedió al principio la nostalgia. Se había aficionado a sentarse con las piernas cruzadas bajo un sundri; sus ojos y su mente parecían vacíos, y por la noche no se despertaba ya. Pero finalmente la selva encontró un camino para entrar en él; una tarde, cuando la lluvia azotaba los árboles y hervía en ellos como vapor, Ayooba Shaheed Farooq vieron al buda sentado bajo su árbol, mientras una serpiente ciega y traslúcida le mordía, inyectándole su veneno en el talón. Shaheed Dar aplastó la cabeza de la serpiente con un palo; el buda, que era insensible de pies a cabeza, no pareció haberse dado cuenta. Tenía los ojos cerrados. Después de aquello, los jóvenes soldados esperaron que el perro-humano muriese; pero yo era más fuerte que el veneno de serpiente. Durante dos días estuvo tieso como un árbol, y con los ojos bizcos, de modo que veía el mundo como en un espejo, con el lado derecho a la izquierda; finalmente se relajó, y la mirada de lechosa abstracción desapareció de sus ojos. Fui reincorporado al pasado, precipitado en la unidad por el veneno de serpiente, y éste empezó a fluir de los labios del buda. Cuando sus ojos volvieron a ser normales, las palabras le salían tan abundantemente que parecían un aspecto del monzón. Los soldados-niños escuchaban, hechizados, las historias que salían de su boca, comenzando por un nacimiento a medianoche, y siguiendo inconteniblemente, porque lo estaba recuperando todo, todas ellas, todas las historias perdidas, toda la miríada de complejos procesos que se necesitan para hacer un hombre. Boquiabiertos, incapaces de apartarse, los soldados-niños bebían la vida de él como si fuera agua contaminada por las hojas, mientras les hablaba de primos que mojaban la cama, pimenteros revolucionarios, de la voz perfecta de su hermana… Ayooba Shaheed Farooq hubieran dado (hace mucho tiempo) cualquier cosa por saber que aquellos rumores eran ciertos; pero en los Sundarbans ni siquiera lanzaban una exclamación.
Y apresurándose: hacia un amor tardíamente florecido, y Jamila en una alcoba en medio de un rayo de luz. Ahora Shaheed murmuró: —Por eso es por lo que, cuando él confesó, ella no pudo soportar después estar cerca… —Pero el buda continúa, y resulta evidente que lucha por recordar algo especial, algo que se niega a volver, que obstinadamente lo esquiva, de forma que llega al final sin encontrarlo, y se queda con el ceño fruncido e insatisfecho incluso después de haber contado una guerra santa, y revelado lo que cayó del cielo.
Hubo un silencio; y entonces Farooq Rashid dijo: —¡Tantas cosas, yaar, dentro de una persona; tantas cosas malas, no es de extrañar que tuviera la boca cerrada!
Ya ves, Padma: he contado antes esta historia. ¿Pero qué era lo que se negaba a volver? ¿Qué era lo que, a pesar del veneno liberador de una serpiente incolora, no brotaba de mis labios? Padma: el buda había olvidado su nombre. (Para ser exactos: su primer nombre.)
Y todavía seguía lloviendo. El nivel del agua crecía a diario, hasta que resultó evidente que tendrían que adentrarse más en la jungla, en busca de suelo más alto. La lluvia era demasiado fuerte para poder utilizar la embarcación; de forma que, siguiendo aún las instrucciones de Shaheed, Ayooba Farooq y el buda la remolcaron más lejos de la orilla invasora, rodearon con una amarra el tronco de un sundri y cubrieron la embarcación con hojas; después de lo cual, no teniendo elección, se adentraron cada vez más en la densa incertidumbre de la jungla.
Ahora, una vez más, los Sundarbans cambiaron de naturaleza; una vez más, Ayooba Shaheed Farooq se encontraron con los oídos llenos de los lamentos de familias de cuyo seno habían arrancado lo que en otro tiempo, hacía siglos, habían llamado «elementos indeseables»; se precipitaron como locos a la jungla para escapar a las voces acusadoras y cargadas de dolor de sus víctimas; y por la noche los monos fantasmales se congregaban en los árboles y cantaban la letra de «Nuestra Bengala Dorada»: «… Oh Madre, soy pobre, pero lo poco que tengo lo pongo a tus pies. Y enloquece de dicha mi corazón.» Incapaces de escapar a la tortura insoportable de las voces incesantes, incapaces de soportar un momento más el peso de la vergüenza, que ahora había aumentado grandemente por el sentido de la responsabilidad que habían aprendido en la jungla, los tres jóvenes soldados fueron inducidos, por fin, a tomar medidas desesperadas. Shaheed Dar se agachó y cogió dos puñados de barro de la jungla empapada de lluvia; en las ansias de aquella espantosa alucinación, se metió el traicionero barro de las selvas tropicales en los oídos. Y después de él, Ayooba Baloch y Farooq Rashid se taponaron también los oídos con barro. Sólo el buda dejó de taponárselos (uno bueno, otro ya malo); como si sólo él estuviera dispuesto a soportar el castigo de la jungla, como si inclinara la cabeza ante la inevitabilidad de su culpa… El barro de la selva sonada, que sin duda contenía también la traslucidez oculta de los insectos de la jungla y la magia de las cagadas de aves de vivo naranja, infectó los oídos de los tres jóvenes soldados dejándolos a todos sordos como postes; de forma que, aunque se ahorraron las acusaciones monótonas de la jungla, se veían obligados ahora a conversar con una forma rudimentaria de lenguaje de signos. Sin embargo, parecían preferir su sordez enferma a los desagradables secretos que las hojas de los sundris les habían susurrado al oído.
Por fin, las voces cesaron, aunque ahora sólo el buda (con su único oído bueno) las podía oír; por fin, cuando los cuatro errantes viajeros estaban acercándose al momento del pánico, la jungla los llevó a través de una cortina de barbas arbóreas y les mostró una vista tan encantadora que se les puso un nudo en la garganta. Hasta el buda pareció apretar más fuerte su escupidera. Con un solo oído bueno entre los cuatro, avanzaron hacia un claro lleno de las suaves melodías de las aves canoras, en cuyo centro se alzaba un monumental templo hindú, tallado en siglos olvidados en un solo e inmenso risco rocoso; sus paredes bailaban con frisos de hombres y mujeres, representados acoplándose en posturas de insuperable atletismo y, a veces, de un absurdo sumamente cómico. El cuarteto se movió hacia aquel milagro con pasos incrédulos. Dentro encontraron, por fin, algún respiro del interminable monzón, y también la estatua imponente de una diosa negra y bailarina, a la que los jóvenes soldados del Pakistán no podían identificar; pero el buda sabía que era Kali, fértil y espantosa, con restos de pintura dorada en los dientes. Los cuatro viajeros se echaron a sus pies y cayeron en un sueño libre de lluvias que terminó en lo que podía ser la medianoche, al despertarse simultáneamente y encontrarse siendo objeto de las sonrisas de cuatro muchachas jóvenes de una belleza que desafiaba las palabras. Shaheed, que recordó las cuatro huríes que lo aguardaban en el jardín alcanforado, creyó al principio que había muerto durante la noche; pero las huríes parecían muy reales, y tenían los saris, bajo los cuales no llevaban absolutamente nada, rotos y manchados por la jungla. Ahora, mientras ocho ojos miraban fijamente a otros ocho, los saris fueron deshechos y colocados, plegados cuidadosamente, en el suelo; después de lo cual las hijas desnudas e idénticas de la selva vinieron a ellos, ocho brazos se entrelazaron con otros ocho, ocho piernas se unieron a ocho más; bajo la estatua de la Kali multimembre, los viajeros se abandonaron a unas caricias que parecían muy reales, a besos y mordiscos amorosos que eran suaves y dolorosos, a arañazos que dejaban marcas, y comprendieron que aquello aquello aquello era lo que habían ansiado sin saberlo, que, habiendo pasado por las regresiones infantiles y los pesares de niño de sus primeros días en la jungla, habiendo sobrevivido a la aparición del recuerdo y de la responsabilidad y a los dolores mayores de las acusaciones renovadas, estaban dejando atrás la infancia para siempre, y entonces, olvidando las razones y las consecuencias y la sordera, olvidándolo todo, se entregaron a las cuatro bellezas idénticas, sin un solo pensamiento en sus cabezas.
Después de aquella noche, fueron incapaces de alejarse del templo, salvo para proveerse de alimento, y cada noche las suaves mujeres de sus sueños más satisfechos volvían en silencio, sin hablar nunca, siempre pulcras y ordenadas con sus saris, y llevando invariablemente al cuarteto perdido a una cumbre de placer increíblemente unitaria. Ninguno de ellos supo cuánto duró ese período, porque en los Sundarbans el tiempo obedecía a leyes desconocidas, pero por fin llegó el día en que se miraron unos a otros y se dieron cuenta de que se estaban volviendo transparentes, de que se podía ver a través de sus cuerpos, no claramente todavía, sino de forma nebulosa, como cuando se mira a través del jugo de mango. En su alarma, comprendieron que aquélla era la última y peor de las jugarretas de la jungla, que, al darles lo que su corazón deseaba, los estaba engañando para que agotasen sus sueños, de forma que, a medida que su vida sonada rezumaba de ellos, se volvían huecos y traslúcidos como el cristal. El buda comprendió ahora que la falta de color de los insectos y sanguijuelas y serpientes podía deberse más a los estragos causados en sus imaginaciones insectiles, sanguijoleras y serpentinas que a la ausencia de luz del sol… despiertos, como si fuera la primera vez, por el choque de la traslucidez, miraron al templo con nuevos ojos, viendo las grandes grietas abiertas en la roca maciza, comprendiendo que enormes fragmentos podían soltarse y caer sobre ellos en cualquier momento; y entonces, en un rincón lóbrego del santuario abandonado, vieron los restos de lo que podían haber sido cuatro pequeñas fogatas —viejas cenizas, marcas de tizne en la piedra— o quizá cuatro piras funerarias; y, en el centro de cada una de las cuatro, un montón pequeño, ennegrecido y consumido por el fuego, de huesos sin triturar.
Cómo dejó el buda los Sundarbans: la selva de ilusiones desencadenó contra ellos, cuando huyeron del templo hacia la embarcación, su última y más aterradora triquiñuela; apenas habían llegado a la embarcación cuando vino hacia ellos, al principio un ruido sordo en la lejanía, luego un bramido capaz de penetrar hasta en los oídos ensordecidos por el barro, habían soltado el bote y saltado frenéticamente dentro cuando llegó la ola, y entonces estuvieron a merced de las aguas, que podían haberlos aplastado sin esfuerzo contra los sundris o los mangles o las nipas pero, en lugar de ello, la oleada ciclónica los llevó por turbulentos canales pardos mientras la selva de su tormento pasaba borrosamente ante ellos como un gran muro verde, parecía como si la jungla, habiéndose cansado de sus juguetes, los expulsara sin ceremonias de su territorio; flotando, impulsados hacia adelante y siempre hacia adelante por la fuerza inimaginable de la ola, se balancearon lastimosamente entre ramas caídas y pieles desechadas de serpientes de agua, hasta que finalmente se vieron lanzados de la embarcación cuando la ola, al menguar, la estrelló contra un tocón, y quedaron en un arrozal inundado cuando la ola retrocedió, con el agua hasta la cintura pero vivos, nacidos del corazón de la jungla de los sueños, a la que habían huido esperando encontrar paz y donde encontraron a un tiempo menos y más, y otra vez de vuelta en el mundo de los ejércitos y las fechas.
Cuando salieron de la jungla era el mes de octubre de 1971. Y tengo que admitir (pero, en mi opinión, ese hecho sólo refuerza mi asombro ante la brujería capaz de alterar el tiempo de la selva) que no hubo maremoto registrado ese mes, aunque, más de un año antes, las inundaciones habían devastado realmente la región.
A raíz de los Sundarbans, mi antigua vida me esperaba para reclamarme. Hubiera debido saberlo: no se puede huir de las relaciones pasadas. Lo que fuiste será siempre lo que eres.
Durante siete meses, en el transcurso del año 1971, tres soldados con su rastreador desaparecieron de la faz de la tierra. En octubre, sin embargo, cuando terminaron las lluvias y las unidades guerrilleras del Mukti Bahini comenzaron a aterrorizar a los puestos militares avanzados pakistaníes; cuando los francotiradores del Mukti Bahini elegían por igual soldados y pequeños funcionarios, nuestro cuarteto surgió de la invisibilidad y, no teniendo muchas opciones, trató de unirse al cuerpo principal de las fuerzas de ocupación del Ala Occidental. Más tarde, cuando le preguntaban, el buda explicaba siempre su desaparición con ayuda de una historia amañada de haberse perdido en la jungla entre árboles cuyas raíces lo agarraban a uno como serpientes. Quizá fue una suerte para él que nunca fuera interrogado formalmente por los oficiales del Ejército al que pertenecía. Ayooba Baloch, Farooq Rashid y Shaheed Dar tampoco fueron sometidos a esos interrogatorios; pero en su caso fue porque no vivieron lo suficiente para que se les hicieran preguntas.
… En una aldea totalmente desierta de cabañas con techo de paja y muros de adobe recubiertos de estiércol —en una comunidad abandonada de la que habían huido hasta las gallinas— Ayooba Shaheed Farooq lloraban su suerte. Habiendo quedado sordos por el barro venenoso de la selva tropical, incapacidad que había comenzado a trastornarlos mucho ahora que las voces provocadoras de la jungla no flotaban ya en el aire, se lamentaban con sus diversos lamentos, hablando todos a la vez y sin oír ninguno al otro; el buda, sin embargo, tenía que escucharlos a todos: a Ayooba, que estaba de pie, mirando a un rincón, dentro de una habitación desnuda, con el pelo enredado en una tela de araña y gritando: —Mis oídos, mis oídos, como abejas que zumbaran dentro, —a Farooq que, irritado, vociferaba—: ¿De quién es la culpa, después de todo? —¿Quién era el de la nariz que podía olfatear cualquier cosa de mierda? —¿Quién decía Por ahí, y por ahí? —¿Y quién, quién se lo creerá? —¿Todo eso de las junglas y los templos y las serpientes transparentes? —¡Qué historia, por Alá, buda, tendríamos que fusilarte aquí-y-ahora! —Mientras Shaheed, suavemente—: Tengo hambre. —Lanzados una vez más al mundo real, estaban olvidando las lecciones de la jungla, y Ayooba—: ¡Mi brazo! ¡Por Alá, tú, mi brazo seco! ¡El líquido espectral que goteaba…! —Y Shaheed—: Desertores, dirán: ¡con las manos vacías, sin prisioneros, después de tantos meses…! Por Alá, quizá un consejo de guerra, ¿qué crees tú, buda? —Y Farooq—: Cabrón, ¡mira lo que has hecho con nosotros! ¡Dios santo, es el colmo, nuestros uniformes! ¡Mira nuestros uniformes, buda: harapos-y-pingajos como los de un chiquillo pordiosero! Piensa en lo que el Brigadier… y ese Najmuddin… juro por mi madre que yo no… ¡No soy un cobarde! ¡No! —Y Shaheed, que está matando hormigas y lamiéndoselas de la palma de la mano—: ¿Cómo vamos a reincorporarnos de todas formas? ¿Quién sabe dónde están ni si están? ¿Y no hemos visto y oído cómo el Mukti Bahini… ¡zai! ¡zai! ¡disparan desde sus escondrijos, y estás muerto! ¡Muerto como una hormiga! —Pero Farooq está hablando también—: ¡Y no es sólo los uniformes, tú, el pelo! ¿Es esto un corte de pelo militar? ¿Así, tan largo, cayéndonos por las orejas como gusanos? ¿Este pelo de mujer? Por Alá que nos matarán muy muertos… contra la pared y ¡zai! ¡zai…! ¡ya veréis si lo hacen o no! —Pero ahora el-tanque-Ayooba se está calmando; Ayooba se coge la cara con las manos; Ayooba se dice suavemente a sí mismo—: Ay tú, ay tú. Yo vine a combatir contra esos malditos hindúes vegetarianos, tú. Y esto es algo muy diferente, tú. Algo muy malo.
Es algún momento de noviembre; se han estado abriendo camino lentamente, hacia el norte norte norte, dejando atrás periódicos revoloteantes de caracteres con extrañas florituras, a través de campos vacíos y asentamientos abandonados, pasando a veces junto a alguna bruja con un hatillo en un palo al hombro, o un grupo de chicos de ocho años con un hambre taimada en los ojos y la amenaza de cuchillos en sus bolsillos, oyendo cómo el Mukti Bahini se mueve invisiblemente por la tierra humeante, cómo llegan zumbando las balas, como abejas-salidas-de-ninguna-parte… y ahora se ha llegado a un punto de ruptura, y Farooq: —Si no hubiera sido por ti, buda… ¡Por Alá, eres un monstruo con los ojos azules de un extranjero, Dios santo, yaar, cómo apestas!
Todos apestamos: Shaheed, que aplasta (con un tacón torcido) un escorpión en el suelo sucio de la cabaña abandonada; Farooq, que busca absurdamente un cuchillo para cortarse el pelo; Ayooba, que apoya la cabeza en un rincón de la cabaña mientras una araña le corre por la coronilla; y también el buda: el buda, que apesta que clama al cielo, agarra con la mano derecha una escupidera de plata deslustrada y trata de recordar su nombre. Y sólo puede conjurar apodos: Mocoso, Cara Manchada, Calvorota, Huelecacas, Cachito-de-Luna.
… Estaba sentado con las piernas cruzadas en medio de la tempestad de lamentos del miedo de sus compañeros, obligándose a recordar; pero no, no quería venir. Y por fin el buda, tirando la escupidera contra el suelo de tierra, exclamó, dirigiéndose a unos oídos sordos como una tapia —¡No… NO es… JUSTO!
En medio de los escombros de la guerra, descubría lo-justo-y-lo-injusto. La injusticia olía como las cebollas; la intensidad de su perfume hizo que se me saltaran las lágrimas. Dominado por el amargo aroma de la injusticia, recordé cómo la Cantante Jamila se había inclinado sobre una cama de hospital —¿de quién? ¿Cómo se llamaba?— cómo las chatarras-y-estrellas militares estaban también presentes —cómo mi hermana (¡no, no mi hermana!) cómo ella— cómo ella había dicho: «Hermano, tengo que irme, para cantar al servicio del país; el Ejército se ocupará de ti… por mí, se ocupará de ti también.» Llevaba velo; detrás del brocado blanco-y-plata olí su sonrisa de traidora; a través del suave tejido del velo me plantó en la frente el beso de su venganza; y entonces ella, que siempre tramó venganzas horribles para los que quiso más, me dejó confiado a los tiernos cuidados de las estrellas-y-chatarras… y después de la traición de Jamila recordé el ostracismo que sufrí mucho tiempo antes a manos de Evie Burns; y los exilios, y las trampas de las excursiones; y toda la inmensa montaña de acontecimientos irracionales que atormentaron mi vida; y ahora, lamenté mi nariz de pepino, cara manchada, piernas torcidas, sienes abombadas, tonsura de monje, dedo perdido, oído malo, e insensibilizadora y descalabrante escupidera; ahora lloraba copiosamente, pero mi nombre se me seguía escapando, y repetía… —No es justo; no es justo; ¡NO ES JUSTO! Y, sorprendentemente, el-tanque-Ayooba se apartó de su rincón; Ayooba, recordando quizá su propia depresión nerviosa en los Sundarbans, se acurrucó ante mí y me pasó su único brazo bueno por el hombro. Yo acepté su consuelo; lloré en su camisa; pero entonces hubo una abeja, que venía zumbando hacia nosotros; mientras él estaba acurrucado, de espaldas a la ventana sin cristal de la cabaña, algo llegó gimiendo por el aire recalentado; mientras decía: «Bueno, buda… vamos, buda… ¡bueno, bueno!» y mientras otras abejas, las abejas de la sordera, le zumbaban en los oídos, algo le picó en el cuello. Él hizo en lo profundo de su garganta un ruido como de algo que estallara, y se me cayó encima. La bala del francotirador que mató a Ayooba Baloch me hubiera atravesado la cabeza, de no haber sido por él. Con su muerte, me salvó la vida.
Olvidando humillaciones anteriores; dejando de lado lo-justo-y-lo-injusto y el hay-que-soportar-lo-que-no-se-puede-remediar, salí arrastrándome de debajo del cadáver de el-tanque-Ayooba, mientras Farooq: —¡Ay Dios ay Dios ay! —y Shaheed—: ¡Por Alá, ni siquiera sé si mi fusil…! —Y Farooq, otra vez—: ¡Ay Dios ay! ¡Ay Dios, quién sabe dónde estará el cabrón…! —Pero Shaheed, como los soldados en las películas, está aplastado contra la pared, junto a la ventana. En esas posiciones: yo en el suelo, Farooq agachado en un rincón, Shaheed apretado contra el enlucido de estiércol: aguardamos, impotentemente, para ver qué pasaba.
No hubo otro disparo; quizá el francotirador, sin conocer la importancia de la fuerza escondida tras la cabaña de paredes de barro, se había limitado a disparar y huir. Los tres permanecimos dentro de la cabaña una noche y un día, hasta que el cuerpo de Ayooba Baloch comenzó a exigir atención. Antes de marcharnos, encontramos piquetas, y lo enterramos… Y luego, cuando llegó efectivamente el Ejército indio, no había ningún Ayooba Baloch que los recibiera con sus teorías de la superioridad de la carne sobre las verduras; ningún Ayooba que entrase en acción, aullando: «Ka-dang! Ka-blam! Ka-pow!!»
Quizá fuera una suerte.
… Y en algún momento de diciembre los tres, montados en bicicletas robadas, llegamos a un campo desde el que se podía ver la ciudad de Dacca contra el horizonte; un campo en el que crecían cultivos tan extraños, de un aroma tan nauseabundo, que fuimos incapaces de permanecer en nuestras bicicletas. Desmontando antes de caernos, penetramos en el horrible campo.
Había un campesino que rebuscaba por allí, silbando mientras trabajaba, con un enorme saco de arpillera a la espalda. Los blancos nudillos de la mano con que agarraba el saco revelaban su estado de ánimo decidido; el silbido, que era penetrante pero afinado, mostraba que conservaba el humor. El silbido recorría el campo, rebotando en cascos caídos, resonando huecamente en los cañones de fusiles cegados por el barro, hundiéndose sin dejar rastro en las botas caídas de las extrañas, extrañas plantas, cuyo olor, como el olor de la injusticia, era capaz de llenar de lágrimas los ojos del buda. Las plantas estaban muertas, atacadas por alguna plaga desconocida… y la mayoría de ellas, pero no todas, llevaban uniformes del Ejército del Pakistán Occidental. Aparte del silbido, los únicos ruidos que se oían eran los sonidos de los objetos que caían en el saco de tesoros del campesino: cinturones de cuero, relojes, empastes de oro, monturas de gafas, tarteras, cantimploras, botas. El campesino los vio y vino corriendo hacia ellos, sonriendo para congraciarse, hablando rápidamente con una voz zalamera que sólo el buda tenía que oír. Farooq y Shaheed miraban vidriosamente al campo mientras el campesino empezó sus explicaciones.
—¡Mucho tiroteo! ¡Zaii! ¡Zaiii! —Hizo una pistola con la mano derecha. Hablaba un hindi malo, afectado—: ¡Oigan señores; ¡La India ha llegado, señores míos! ¡Oigan sí! Oigan sí… —Y, por todo el campo, las plantas rezumaban, alimentando con medula de huesos la tierra mientras él—: No disparar, señores míos. Oigan no. Tengo noticias… ¡oigan, qué noticias! ¡Llega la India! Jessore ha caído, señores míos; en uno-cuatro días, Dacca también, ¿sí-no? —El buda escuchaba; los ojos del buda miraban, más allá del campesino, al campo—. ¡Qué cosas, señor mío! ¡La India! Tienen un poderoso soldado, puede matar a seis personas a la vez, romper los cuellos jrikk-jrikk entre sus rodillas, ¿señores míos? Rodillas… ¿es las palabras? —Se golpeó las suyas—. Yo ver, señores míos. Con estos ojos, ¡oigan sí! Lucha con no fusiles, con no espadas. Con rodillas, y seis cuellos hacer jrikk, jrikk. Oigan por Dios. —Shaheed estaba vomitando en el campo. Farooq Rashid había caminado hasta el extremo más lejano y estaba de pie, mirando un bosquecillo de mangos—. ¡En una-dos semanas la guerra terminar, señores míos! Todo el mundo volver. Ahora todos irse, pero yo no, señores míos. Los soldados vinieron buscando Bahini y mataron muchos muchos, también hijo mío. Oigan sí, señores, oigan sí de verdad. —Los ojos del buda se habían nublado y apagado. Podía oír en la lejanía las explosiones de la artillería pesada. Columnas de humo se elevaban en el cielo incoloro de diciembre. Las extrañas plantas permanecían quietas, imperturbadas por la brisa…—. Yo quedarme, señores míos. Aquí conozco nombres de pájaros y plantas. Oigan sí. Soy Deshmukh de nombre; vendedor de baratijas como oficio. Vendo muchas muy bonitas cosas. ¿Quieren? Medicina para estreñimiento, de mil puñetas, oigan sí. Yo tengo. ¿Quieren reloj, que reluce en la oscuridad? También tengo. Y libro oigan sí, y cosa para bromas, de verdad. Antes ser famoso en Dacca. Oigan sí, muy de verdad. No disparar.
El vendedor de caprichos seguía parloteando, ofreciendo a la venta un artículo tras otro, como un cinturón mágico que permitía a quien lo llevase hablar hindi. —Lo llevo ahora, señor mío, hablar más bien que puñeta, ¿sí no? Muchos soldados de la India comprar, hablan tantas lenguas diferentes, ¡el cinturón ser don del cielo! —y entonces vio lo que el buda tenía en la mano—. ¡Oiga señor! ¡Cosa absolutamente magistral! ¿De plata? ¿De piedra preciosa? Usted dar; yo dar radio, cámara, ¡casi funcionando, señor mío! Trato más bueno que puñeta, mi amigo. Por una escupidera sólo, mejor que la puñeta. Oiga sí. Oiga sí, señor mío, la vida tiene que seguir; el comercio tiene que seguir, señor mío, ¿no verdad?
—Dime más cosas —dijo el buda— sobre el soldado de las rodillas.
Pero ahora, una vez más, zumba una abeja; a lo lejos, en el extremo más distante del campo, alguien cae de rodillas; la frente de alguien toca el suelo como si rezara; y en el campo, una de las plantas, que estaba suficientemente viva para disparar, se queda también muy quieta. Shaheed Dar grita un nombre:
—¡Farooq! ¡Farooq, tú!
Pero Farooq rehúsa contestar.
Más adelante, cuando el buda le recordaba la guerra a su tío Mustapha, contó cómo había atravesado dando traspiés el campo de la medula que goteaba, hacia su compañero caído; y cómo, mucho antes de que llegara al cadáver en oración de Farooq, se vio detenido de improviso por el mayor secreto del campo.
Había una pequeña pirámide en el centro del campo. Las hormigas se arrastraban por ella, pero no era un hormiguero. La pirámide tenía seis pies y tres cabezas y, entremedio, una zona revuelta compuesta por pedazos de torsos, trozos de uniformes, tramos de intestinos y atisbos de huesos destrozados. La pirámide estaba aún viva. Una de las tres cabezas tenía un ojo izquierdo tuerto, herencia de una pelea infantil. Otra tenía el pelo aplastado con una espesa capa de aceite. La tercera era la más extraña: tenía profundos huecos donde hubieran debido estar las sienes, huecos que hubieran podido ser hechos por los fórceps de un ginecólogo apretados con demasiada fuerza al nacer… fue la tercera cabeza la que le habló al buda:
—Hola, tú —dijo—. ¿Qué diablos haces aquí?
Shaheed Dar vio la pirámide de soldados enemigos conversando al parecer con el buda; Shaheed, acometido de pronto por una energía irracional, se lanzó sobre mí y me tiró al suelo, con un: —¿Quién eres tú…? ¿Un espía? ¿Un traidor? ¿Qué…? ¿Por qué te conocen…? —Mientras Deshmukh, el vendedor de baratijas, aleteaba lastimosamente a nuestro alrededor—: ¡Oigan señores! Bastante combatir ha habido ya. Sean normales, señores míos. Se lo ruego. Oigan por Dios.
Aunque Shaheed hubiera podido oírme, no habría podido decirle entonces lo que luego me convencí era la verdad: que la finalidad de toda la guerra había sido volver a unirme con mi antigua vida, devolverme a mis viejos amigos. Sam Manekshaw marchaba sobre Dacca, para encontrarse con su viejo amigo el Tigre; y los modos de conexión persistían porque, en el campo de la medula chorreante oí hablar de las hazañas de unas rodillas, y fui saludado por una pirámide de cabezas en la agonía, y en Dacca iba a encontrar a la-bruja-Parvati.
Cuando Shaheed se calmó y se me quitó de encima, la pirámide no era ya capaz de hablar. Más adelante en la tarde, reanudamos nuestro viaje hacia la capital. Deshmukh, el vendedor de baratijas, venía detrás gritando alegremente: —¡Oigan señores! ¡Oigan mis pobres señores! ¿Quién sabe cuándo morir un hombre? ¿Quién sabe, señores míos, por qué?