DECLARACIÓN PÚBLICA

Siguió un enero ilusionista, una época tan tranquila en la superficie que parecía que 1947 no hubiera comenzado siquiera. (Mientras que, naturalmente, la realidad es que…) En la que la Misión del Gabinete —el viejo Pethick-Lawrence, el inteligente Cripps, el militarote A. V. Alexander— vieron cómo fracasaba su plan para la transmisión de poderes. (Sin embargo, naturalmente, sólo faltaban seis meses para que…) En la que el virrey, Wavell, comprendió que estaba acabado, liquidado o, por utilizar nuestra expresiva expresión, funtoosh. (Lo que naturalmente, sólo aceleró en realidad las cosas, porque dio entrada al último de los virreyes, que…) En la que el señor Attlee parecía demasiado ocupado decidiendo el futuro de Birmania con el señor Aung Sam. (Mientras que, naturalmente, estaba dando instrucciones al último virrey, antes de anunciar su nombramiento; el último-futuro-virrey tenía audiencia con el Rey y estaba recibiendo plenos poderes; de forma que pronto, muy pronto…) En la que la Asamblea Constituyente se levantó, autoaplazándose, sin haberse puesto de acuerdo sobre una Constitución. (Pero, naturalmente, en realidad el Conde Mountbatten, el último virrey, estaría con nosotros cualquier día, con su tictac inexorable, su espada de soldado capaz de cortar subcontinentes en tres y una esposa que comía en secreto pechugas de pollo tras la puerta atrancada del cuarto de baño.) Y, en medio de esa tranquilidad de espejo, a través de la cual era imposible ver como trituraban las grandes maquinarias, mi madre, la flamante Amina Sinai, que parecía también tranquila e inalterada aunque bajo su piel estaban ocurriendo grandes cosas, se despertó una mañana con la cabeza zumbando de insomnio y la lengua cubierta de una espesa capa de sueño sin dormir, y se encontró diciendo en voz alta, sin quererlo en absoluto: ¿Qué hace el sol ahí, por Alá? Ha salido por donde no debe.

… Tengo que interrumpirme. No pensaba hacerlo hoy, porque Padma ha empezado a irritarse siempre que mi narración se hace poco natural, siempre que, como un titiritero incompetente, muestro las manos con que sujeto los hilos; pero, sencillamente, tengo que hacer constar mi protesta. De modo que, irrumpiendo en un capítulo que, por una feliz casualidad, he titulado «Declaración pública», lanzo (en los términos más duros posibles) la siguiente alerta médica general: «Cierto doctor N. Q. Baligga», ¡quiero proclamar… desde las azoteas! ¡Por los megáfonos de los minaretes…! «es un matasanos. Habría que encerrarlo, eliminarlo, defenestrarlo. O algo peor: hacerle tragar su propia medicina, producirle furúnculos leprosos mediante alguna píldora mal recetada. El muy imbécil», deseo subrayar, «¡es incapaz de ver lo que tiene delante de las narices!».

Después de haberme desahogado, tengo que dejar que mi madre se siga preocupando un minuto más por la curiosa conducta del sol, para explicar que nuestra Padma, alarmada por mis referencias a estarme agrietando, se confió furtivamente a ese Baligga —¡a ese hechicero! ¡a ese wallah de medicina verde!— y, como consecuencia, el muy charlatán, al que no me dignaré glorificar con una descripción, vino a visitarme. Yo, con toda inocencia y por amor a Padma, le dejé que me reconociera. Hubiera debido temerme lo peor; porque fue lo peor lo que hizo. Creedlo si podéis: ¡el muy embaucador me dijo que yo estaba entero! «No veo ninguna grieta», salmodió lúgubremente, distinguiéndose del Nelson de Copenhague en que no tenía ningún ojo sano: ¡su ceguera no era la elección de un genio testarudo sino la inevitable maldición de su locura! Ciegamente, impugnó mi estado mental, arrojó dudas sobre mi veracidad como testigo y Diossabequemás: «No veo ninguna grieta.»

Al final fue Padma la que lo ahuyentó. —No se preocupe, doctor Sahib —le dijo—, lo cuidaremos nosotras mismas. —Vi en su cara una especie de oscura aceptación de su propia culpa… Mutis de Baligga para no volver más a estas páginas. Pero ¡cielo santo! ¿Es que la profesión médica —la vocación de Aadam Aziz— ha caído tan bajo? ¿Hasta esa cloaca de los Baliggas? Al final, si esto sigue así, todo el mundo se las arreglará sin médicos… lo que me lleva otra vez a la razón de que Amina Sinai se despertase una mañana con el sol en los labios.

—¡Ha salido por donde no debe! —gritó accidentalmente; y luego, a través del zumbido en extinción del sueño de su mala noche, comprendió que, en ese mes de ilusiones, había sido víctima de un engaño, porque lo único que había pasado era que se había despertado en Delhi, en casa de su nuevo esposo, que daba por oriente hacia el sol; de forma que la verdad del caso era que el sol estaba donde debía y era la posición de ella la que había cambiado… pero incluso después de haber comprendido esa idea elemental y haberla almacenado con los muchos errores parecidos que había cometido desde que estaba allí (porque su confusión en lo relativo al sol se había producido regularmente, como si su mente se negase a aceptar la alteración de sus circunstancias, la nueva posición, sobre el suelo, de su cama), algo de su influjo embarullador se le quedó, impidiéndole sentirse totalmente a sus anchas.

—Al final, todo el mundo puede arreglárselas sin padres —le dijo el doctor Aziz al despedirse; y la Reverenda Madre añadió—: Otro huérfano en la familia, comosellame, pero no importa, también Mahoma era huérfano; y una cosa se puede decir a favor de tu Ahmed Sinai, comosellame: por lo menos es medio cachemiro. —Entonces, con sus propias manos, el doctor Aziz metió un baúl verde de lata en el compartimiento de ferrocarril donde Ahmed Sinai aguardaba a su esposa—. La dote no es ni pequeña ni enorme, para como están las cosas —dijo mi abuelo—. No somos crorepatis, comprendes. Pero os hemos dado lo suficiente; Amina te dará más. —Dentro del verde baúl de lata: samovares de plata, saris de brocado, monedas de oro regaladas al doctor Aziz por pacientes agradecidos, un museo en el que los objetos expuestos representaban enfermedades vencidas y vidas salvadas. Y entonces Aadam Aziz levantó a su hija (con sus propios brazos), y la puso, después de la dote, en manos de aquel hombre que la había rebautizado y reinventado, convirtiéndose así, en cierto modo, en su padre además de en su esposo… y anduvo (con sus propios pies) por el andén mientras el tren empezaba a moverse. Como un corredor de relevos al terminar su etapa, se quedó enguirnaldado de humo y vendedores de historietas y de la confusión de los abanicos de plumas de pavo real y los tentempiés calientes y todo el letárgico barullo de los maleteros acurrucados y los animales de yeso en carritos, mientras el tren cogía velocidad y se dirigía a la capital, acelerando en la siguiente etapa de la carrera. En el compartimiento, la nueva Amina Sinai se sentaba (como nueva) con los pies sobre el baúl de lata verde, que era una pulgada demasiado alto para caber bajo el asiento. Con las sandalias apoyadas en el cerrado museo de los éxitos de su padre, entró aceleradamente en su nueva vida, dejando atrás a Aadam Aziz para que se dedicara a tratar de fusionar los conocimientos del Occidente con la medicina hakimi, un intento que lo agotaría gradualmente, convenciéndolo de que la hegemonía de la superstición, el abracadabra y todas las cosas mágicas no se quebraría jamás en la India, porque los hakims se negaban a cooperar; y, a medida que se hizo viejo y el mundo se volvió menos real, comenzó a dudar de sus propias creencias, de forma que, para cuando vio al Dios en el que nunca había podido creer ni descreer, probablemente lo estaba esperando ya.

Cuando el tren salió de la estación, Ahmed Sinai se puso en pie de un salto y corrió el cerrojo de la puerta del compartimiento y bajó las cortinillas, con gran asombro de Amina; pero entonces, de repente, se oyeron golpes fuera y manos que movían pomos de puertas y voces que decían: «¡Déjanos entrar, maharaj! Maharajin, estás ahí, pídele a tu esposo que nos abra.» Y siempre, en todos los trenes de esta historia, hubo esas voces y puños que golpeaban y suplicaban; en el Correo de la Frontera hacia Bombay y en todos los expresos de los años; y era siempre aterrador, hasta que finalmente fui yo uno de los de fuera, desesperadamente agarrado y suplicando: «¡Eh, maharaj! Déjame entrar, gran señor.»

—Tunantes que viajan sin pagar —dijo Ahmed Sinai, pero eran algo más que eso. Eran una profecía. Pronto habría otras.

… Y ahora el sol estaba donde no debía. Ella, mi madre, estaba echada en la cama y se sentía inquieta; pero también excitada por lo que había ocurrido dentro de ella y que, de momento, era un secreto. A su lado, Ahmed Sinai roncaba generosamente. No conocía el insomnio; jamás, a pesar de las complicaciones que le habían hecho traerse una bolsa gris llena de dinero y esconderla bajo la cama cuando creía que Amina no miraba. Mi padre dormía profundamente, envuelto en la calmante envoltura del mayor don de mi madre, que resultó valer muchísimo más que el contenido del verde baúl de lata: Amina Sinai le dio a Ahmed el don de su diligencia inagotable.

Nadie se esforzó nunca tanto como Amina. Oscura de piel, ardiente de ojos, mi madre era por naturaleza la persona más meticulosa del mundo. Diligentemente, ponía flores en los pasillos y las habitaciones de la casa de la Vieja Delhi; elegía las alfombras con infinito cuidado. Podía pasarse veinticinco minutos preocupándose de la posición de una silla. Cuando terminó de arreglar su hogar, añadiendo diminutos toques aquí, haciendo alteraciones mínimas allá, Ahmed Sinai encontró su vivienda de huérfano transformada en algo amable y encantador. Amina se levantaba antes que él, y su diligencia la impulsaba a quitar el polvo a todo, incluso a las persianas chick de caña (hasta que él accedió a emplear un hamal con ese fin); pero lo que Ahmed nunca supo es que los talentos de su esposa se aplicaban con la mayor devoción, con la mayor decisión, no a los aspectos externos de sus vidas sino al propio Ahmed Sinai.

¿Por qué se había casado con él…? Para consolarse, para tener hijos. Pero, al principio, el insomnio que le recubría el cerebro se interpuso entre ella y su primer objetivo; y los hijos no llegan siempre enseguida. De forma que Amina se encontró soñando con un insoñable rostro de poeta y despertándose con un nombre impronunciable en los labios. Me preguntaréis: ¿y qué hizo? Y yo os responderé: apretó los dientes y se esforzó por enmendarse. Esto es lo que se dijo a sí misma: «Boba más que boba y desagradecida, ¿no sabes quién es ahora tu marido? ¿No sabes lo que un marido se merece?» Para evitar estériles controversias sobre las respuestas correctas a esas preguntas, permítaseme decir que, en opinión de mi madre, un marido merecía una lealtad incondicional y un amor total y sin reservas. Pero había una dificultad: Amina, con la mente obstruida por Nadir Khan y el insomnio, descubrió que no podía proporcionar a Ahmed Sinai, de forma natural, esas cosas. Y por ello, poniendo a contribución su don de diligencia, comenzó a entrenarse para amarlo. Para ello, lo dividió, mentalmente, en cada una de sus partes componentes, tanto físicas como de conducta, compartimentándolo en labios y tics verbales y prejuicios y gustos… en pocas palabras, quedó bajo el embrujo de la sábana perforada de sus propios padres, porque resolvió enamorarse de su marido pedazo a pedazo.

Cada día elegía un fragmento de Ahmed Sinai, y concentraba todo su ser en él hasta que le resultaba totalmente familiar; hasta que sentía que el cariño crecía en ella convirtiéndose en afecto y, finalmente, en amor. De esa forma, llegó a adorar su voz superpotente y la forma en que le atacaba los tímpanos haciéndola temblar; y su peculiaridad de estar siempre de buen humor hasta después de afeitarse… después de lo cual, cada mañana, sus modales se hacían severos, bruscos, serios y distantes; y sus ojos encapuchados de buitre, que ocultaban lo que ella estaba segura era su bondad interior tras una mirada fríamente ambigua; y la forma en que su labio inferior sobresalía más que el superior; y su pequeña estatura, que lo indujo a prohibirle a ella llevar tacones… «Dios santo», se decía a sí misma, «¡parece haber un millón de cosas diferentes que amar en un hombre!». Pero no se desanimaba. «Después de todo», razonaba en privado, «¿quién conoce nunca de verdad a otro ser humano?», y seguía aprendiendo a amar y admirar el apetito de él por las cosas fritas, su talento para citar poesía persa, el surco de cólera que había entre sus cejas… «A este paso», pensaba, «siempre habrá en él algo nuevo que amar: de modo que nuestro matrimonio no podrá ponerse rancio». De esa forma, diligentemente, mi madre se acostumbró a la vida en la ciudad vieja. El baúl de lata permaneció sin abrir en un viejo almirah.

Y Ahmed, sin saberlo ni sospecharlo, se encontró con que él y su vida eran trabajados por su esposa hasta que, poco a poco, llegó a parecerse —y a vivir en un lugar que se parecía— a un hombre que no había conocido, y a una habitación subterránea que jamás había visto. Bajo el influjo de una magia esmerada tan oscura que, probablemente, Amina no tenía conciencia de estar realizándola, Ahmed Sinai vio que su propio cabello se despoblaba y que lo que le quedaba se le volvía lacio y grasiento; descubrió que estaba dispuesto a dejárselo crecer hasta que empezó a asomarle por las orejas. Además, su estómago comenzó a expandirse, hasta que se convirtió en el vientre blando y fofo en el que con tanta frecuencia sería yo mimado y que ninguno de nosotros, por lo menos conscientemente, comparaba con la gordura de Nadir Khan. Zohra, una prima distante, le dijo con coquetería: —Tienes que ponerte a dieta, primoji, ¡o no llegaremos para darte un beso! —Pero no sirvió de nada… y, poco a poco, la pequeña Amina edificó en la Vieja Delhi un mundo de almohadones blandos y cortinajes en las ventanas que dejaban pasar la menor luz posible… forró las persianas chick de tela negra; y todas esas transformaciones minuciosas la ayudaron en su hercúlea tarea: la de aceptar, pedazo a pedazo, que tenía que amar a otro hombre. (Pero siguió siendo propensa a las prohibidas imágenes soñadas de… y siempre la atrajeron los hombres de estómago blando y pelo largo y lacio.)

No era posible ver la ciudad nueva desde la vieja. En la ciudad nueva, una raza de conquistadores rosados había edificado palacios de piedra rosa; pero las casas de las estrechas callejuelas de la ciudad vieja se inclinaban, se empujaban, se mezclaban, se tapaban unas a otras la vista de los rosáceos edificios del poder. Y, de todos modos, nadie miraba nunca en aquella dirección. En las muhallas o barrios que se arracimaban en torno a Chandni Chowk, la gente se contentaba con mirar en su interior los patios aislados de sus vidas; con bajar las persianas chick de sus ventanas y miradores. En las estrechas callejuelas, jóvenes haraganes se cogían de la mano y se daban el brazo y se besaban al encontrarse, y se quedaban en círculos de caderas descoyuntadas mirando hacia su interior. No había nada verde y las vacas se mantenían alejadas, sabiendo que allí no eran sagradas. Los timbres de las bicicletas sonaban constantemente. Y, por encima de su cacofonía, se oían los gritos de los vendedores de fruta ambulantes: ¡Venid, grandes señores-Oh, no hay dátiles mejores-Oh!

A todo lo cual se añadía, en aquella mañana de enero en que mi madre y mi padre estaban ocultándose mutuamente secretos, el nervioso estrépito de las pisadas del señor Mustapha Kemal y el señor S. P. Butt; y también el insistente redoble del tambor dugdug de Lifafa Das.

Cuando se oyeron por vez primera las estrepitosas pisadas en los callejones de la muhalla, Lifafa Das y su titilimundi y su tambor estaban todavía a cierta distancia. Unos pies estrepitosos bajaron de un taxi y se precipitaron por las estrechas callejuelas; entretanto, en la casa de la esquina, mi madre estaba en la cocina revolviendo un khichri para el desayuno mientras oía sin querer la conversación de mi padre con Zohra, su lejana prima. Los pies resonaron por delante de los vendedores de fruta y de los vagos cogidos de la mano; mi madre oyó sin querer: «… Recién casados, no puedo evitar venir, ¡es tan mono, te lo juro!» Mientras los pies se acercaban, mi padre se sonrojó realmente. En aquellos días estaba en la temporada alta de su atractivo; su labio inferior no sobresalía verdaderamente tanto, la arruga que tenía entre las cejas era todavía débil… y Amina, mientras revolvía su khichri, oyó chillar a Zohra: «¡Oh mira, rosa! ¡Pero es que tú eres tan rubio, primoji…!» Y a ella le dejaba oír All-India Radio en la mesa, lo que a Amina no le permitía; Lata Mangeshkar estaba cantando una canción sollozante, «Tal como yo, ¿no-crees-tú?» y Zohra continuó: «Tendremos unos niños rosados encantadores, harán una pareja perfecta, ¿no, primoji, unas parejitas blancas?» Y el estrépito de los pies y el remover de la sartén y mientras: «Qué horror ser negro, primoji, despertarse cada mañana y ver cómo te mira, ¡encontrarte en el espejo la prueba de tu inferioridad! Claro que lo saben; hasta los negritos saben que lo blanco es más bonito, ¿no-crees-tú-que-sí?» Los pies muy cerca ahora y Amina que entra en el comedor pisando fuerte, con el cacharro en la mano, concentrándose mucho y conteniéndose, mientras piensa por qué habrá tenido que venir hoy cuando tengo noticias que darle, y además tendré que pedirle dinero delante de ella. A Ahmed Sinai le gustaba que le pidieran dinero amablemente, que se lo sacaran con caricias y dulces palabras hasta que la servilleta empezaba a levantársele en el regazo mientras algo se le movía dentro del pijama; y a ella no le importaba, con su diligencia aprendió a amar eso también, y cuando necesitaba dinero había caricias y «Janum, vida mía, por favor…» y «… Sólo un poco para que pueda prepararte una buena comida y pagar las facturas…» y «Eres tan generoso, dame lo que tú quieras, sé que será bastante»… las técnicas de los mendigos callejeros, y tendría que hacerlo delante de aquella de los ojos de plato y la voz con risitas tontas y la cháchara ruidosa sobre los negritos. Los pies casi en la puerta y Amina en el comedor con el khichri caliente dispuesto, tan cerca de la estúpida cabeza de Zohra, y entonces Zohra que va y grita: «¡Oh, mejorando lo presente, claro!», por si acaso, sin estar segura de si la han oído o no, y: «¡Oh, Ahmed, primoji, eres verdaderamente muy malo al pensar que me refería a nuestra encantadora Amina, que en realidad no es tan negra sino sólo como una mujer blanca a la sombra!» Entretanto, Amina, con el cacharro en la mano, contempla aquella bonita cabeza y piensa ¿Lo hago o no lo hago? y, ¿Me atrevo no me atrevo? Y se calma con un: «Es un gran día para mí; y, por lo menos, ha planteado el tema de los niños; de modo que ahora me será fácil…» Pero es demasiado tarde, los gemidos de Lata en la radio han ahogado el sonido de la campanilla de la puerta, de forma que no han oído cómo el viejo Musa, el criado, iba a abrir la puerta; Lata ha oscurecido el sonido de los pies ansiosos que suben las escaleras con estrépito; pero de pronto están aquí, los pies del señor Mustapha Kemal y el señor S. P. Butt, que se detienen con un último arrastre.

—¡Los muy bribones han perpetrado un desafuero! —el señor Kemal, que es el hombre más delgado que Amina Sinai ha visto nunca, inicia con su curiosa fraseología arcaica (derivada de su afición a los litigios, como consecuencia de la cual se ha contagiado de las cadencias de los tribunales), una especie de reacción en cadena de pánico ridículo, a la que el pequeño, chillón e invertebrado S. P. Butt, que tiene algo de loco que le baila como un mono en los ojos, contribuye considerablemente, pronunciando estas tres palabras—: ¡Sí, los incendiarios! —Y entonces Zohra, con un extraño reflejo, estrecha la radio contra su seno, sofocando a Lata entre sus pechos, y grita—: Dios mío, Dios mío, ¿qué incendiarios, dónde? ¿En esta casa? ¡Dios mío, ya siento el calor! —Amina se ha quedado paralizada, khichrien-mano, mirando asombrada a los dos hombres en traje de calle, mientras su marido, lanzado ya el secreto a los cuatro vientos, se pone en pie, afeitado pero todavía-no-trajeado, y pregunta—: ¿El almacén?

Almacén, gudam, depósito, llamadlo como queráis; pero apenas había formulado Ahmed Sinai su pregunta cuando el silencio cayó en el cuarto, salvo, desde luego, por el hecho de que la voz de Lata Mangeshkar seguía saliendo del escote de Zohra; porque los tres hombres compartían un gran edificio de ésos, situado en un complejo industrial en las afueras de la ciudad. «Que no sea el almacén, no lo quiera Dios», rezó en silencio Amina, porque el negocio de hule y skai iba muy bien —por mediación del Mayor Zulfikar, que era ahora ayudante del Cuartel General del Ejército en Delhi, Ahmed Sinai había conseguido un contrato para suministrar chaquetas de skai y manteles impermeables al propio Ejército— y en ese almacén había almacenadas grandes existencias del material del que dependían sus vidas. —Pero ¿quién sería capaz de hacer una cosa así? —gimió Zohra en armonía con sus pechos cantores—. ¿Qué clase de locos andan sueltos hoy por el mundo? —… y así fue como Amina oyó, por primera vez, el nombre que su esposo le había ocultado y que, en aquellos tiempos, llenaba de terror muchos corazones—. Es el Ravana —dijo S. P. Butt… pero Ravana es el nombre de un demonio de muchas cabezas; entonces, ¿había demonios por ahí?—. ¿Qué sandeces son ésas? —Amina, que hablaba con el odio de su padre hacia las supersticiones, exigía una respuesta; y el señor Kemal se la dio—: Es el nombre de un atajo de cobardes, señora; una banda de sinvergüenzas incendiarios. Vivimos tiempos revueltos; tiempos revueltos.

En el almacén: rollos y rollos de skai; y los productos con que comercia el señor Kemal, arroz té lentejas… los acapara por todo el país en enormes cantidades, como forma de protección contra ese monstruo rapaz de muchas cabezas y muchas bocas que es el pueblo, el cual, si se le dejara hacer su antojo, haría bajar tanto los precios en las épocas de abundancia que los empresarios temerosos de Dios se morirían de hambre mientras el monstruo engordaba… «Economía significa escasez», aduce el señor Kemal, «por consiguiente, mis acaparamientos no sólo mantienen los precios a un nivel decoroso sino que apuntalan la estructura misma de la economía»… Y luego, en el almacén, están las reservas del señor Butt, metidas en cajas de cartón con las palabras MARCA AAG. No hace falta que os diga que aag significa fuego. S. P. Butt era fabricante de fósforos.

—Nuestras informaciones —dice el señor Kemal— revelan sólo el hecho de que hay un incendio en el complejo. No especifican de qué almacén se trata.

—Pero, ¿por qué iba a ser el nuestro? —pregunta Ahmed Sinai—. ¿Por qué, si todavía tenemos tiempo para pagar?

—¿Pagar? —le interrumpe Amina—. ¿Pagar a quién? ¿Pagar qué? Esposo, janum, vida mía, ¿qué pasa aquí? —… Pero— Tenemos que irnos —dice S. P. Butt, y Ahmed Sinai se va, con su arrugado pijama de dormir y todo, sale apresuradamente de casa con pies estrepitosos, acompañado del flaco y del invertebrado, y dejando atrás su khichri sin comer, unas mujeres de ojos muy abiertos, una Lata sofocada y, suspendido en el aire, el nombre del Ravana… «una cuadrilla que-no-tiene-idea-buena, señora; ¡todos ellos sanguinarios y rufianes sin escrúpulos!»

Y las últimas palabras trémulas de S. P. Butt: —Imbéciles pirómanos hindúes, Begum Sahiba. Pero ¿qué podemos hacer los musulmanes?

¿Qué se sabe de la cuadrilla del Ravana? Que se las daba de movimiento fanático antimusulmán, lo que, en aquellos días anteriores a los disturbios de la Partición, en aquellos días en que se podía dejar impunemente cabezas de cerdo en los patios de las mezquitas del viernes, no era nada insólito. Que enviaba hombres, en plena noche, para pintar consignas en las paredes de las ciudades viejas y nuevas: ¡PARTICIÓN SIGNIFICA PERDICIÓN! ¡LOS MUSULMANES SON LOS JUDÍOS DE ASIA! y cosas así. Y que incendiaba fábricas, tiendas y almacenes propiedad de musulmanes. Pero había más, y esto no se sabe por lo común: tras su fachada de odio racial, la pandilla del Ravana era una empresa comercial brillantemente concebida. Llamadas telefónicas anónimas, cartas escritas con palabras recortadas de periódicos a los hombres de negocios musulmanes, a los que se daba a elegir entre pagar una suma de dinero, sólo-por-una-vez, y ver incendiado su universo. De forma interesante, la pandilla demostró tener su ética. No había segundas peticiones. Y no se andaban con chiquitas: si no había sacos grises llenos de dinero contante, el fuego lamía los escaparates fábricas almacenes. La mayoría pagaba, prefiriendo eso a la arriesgada posibilidad de confiar en la policía. La policía, en 1947, no era algo en que pudieran confiar los musulmanes. Y se dice (aunque no puedo asegurarlo) que, cuando llegaban las cartas chantajeadoras, contenían una lista de «clientes satisfechos» que habían pagado y conservado su negocio. La pandilla del Ravana —como todos los profesionales— daba referencias.

Dos hombres en traje de calle y uno en pijama corrían por los estrechos callejones de la muhalla musulmana hacia el taxi que esperaba en Chandni Chowk. Atraían miradas de curiosidad: no sólo por la variedad de su atuendo sino porque trataban de no correr. «No deis señales de pánico», decía el señor Kemal. «Dad una sensación de tranquilidad.» Pero los pies se les seguían descontrolando y aceleraban. A sacudidas, con pequeñas arrancadas veloces seguidas de unos cuantos pasos mal disciplinados a un ritmo normal, dejaron la muhalla; y, en su camino, pasaron por delante de un joven con una caja titilimundi de metal negro, sobre ruedas, un hombre que sostenía un tambor dugdug: Lifafa Das, en camino hacia el escenario del importante anuncio que da nombre a este episodio. Lifafa Das hacía sonar su tambor y gritaba: —Venid ver todo, venid ver todo, ¡venid ver! ¡Venid ver Delhi, venid ver India, venid ver! ¡Venid ver, venid ver!

Pero Ahmed Sinai tenía otras cosas que mirar.

Los niños de la muhalla tenían sus propios nombres para la mayoría de los habitantes de la localidad. Un grupo de tres vecinos era conocido por «los gallos de pelea», porque se componía de un propietario sindhi y de uno bengalí, cuyas casas estaban separadas por una de las pocas viviendas hindúes de la muhalla. El sindhi y el bengalí tenían muy poco en común: no hablaban el mismo idioma ni cocinaban los mismos alimentos; pero los dos eran musulmanes y los dos detestaban al hindú interpuesto. Tiraban basura a su casa desde sus terrazas. Le lanzaban insultos multilingües desde sus ventanas. Arrojaban piltrafas de carne ante su puerta… mientras él, a su vez, pagaba a golfillos para que les tirasen piedras a las ventanas, piedras envueltas en mensajes: «Ya veréis», decían esos mensajes, «Ya os llegará la vez»… los niños de la muhalla no llamaban a mi padre por su verdadero nombre. Para ellos era «el hombre que no es capaz de seguir a sus propias narices».

Ahmed Sinai poseía un sentido de la orientación tan inadecuado que, abandonado a sus propios medios, era capaz de perderse incluso en los tortuosos callejones de su propio barrio. Muchas veces, los árabes de las callejuelas se lo habían tropezado mientras vagaba desesperadamente, y les había ofrecido una moneda chavanni de cuatro anna para que lo acompañaran a casa. Lo digo porque creo que la capacidad de mi padre para equivocarse de camino no sólo lo afligió toda su vida, fue también la causa de su atracción por Amina Sinai (ya que, gracias a Nadir Khan, ella había demostrado que era también capaz de tomar senderos equivocados); y, lo que es más, su incapacidad para seguir a sus propias narices goteó hasta mí, oscureciendo hasta cierto punto la herencia nasal que recibí de otros lugares y haciéndome, año tras año, incapaz de olfatear mi propio camino verdadero… Pero basta por ahora, porque les he dado a los tres hombres de negocios tiempo suficiente para llegar al complejo industrial. Sólo añadiré que (en mi opinión, como consecuencia directa de su falta de sentido de la orientación) mi padre era un hombre sobre el que, hasta en sus momentos de triunfo, flotaba el hedor del fracaso futuro, el olor de un camino equivocado que estaba ahí mismo, a la vuelta de la esquina, un aroma que no podían eliminar sus frecuentes baños. El señor Kemal, que lo olía, le decía en privado a S. P. Butt: «Estos tipos cachemiros, chico: sabido es que no se lavan.» Esta calumnia relaciona a mi padre con el barquero Tai… con el Tai poseído por la furia autodestructora que lo hizo renunciar a la limpieza.

En el complejo industrial, los vigilantes nocturnos dormían apaciblemente en medio del ruido de los coches de bomberos. ¿Por qué? ¿Cómo? Porque habían hecho un trato con la chusma del Ravana y, cuando les llegaba el soplo de la inminente llegada de la pandilla, tomaban pócimas para dormir y apartaban sus charpoys de los edificios del complejo. De esa forma, la pandilla evitaba la violencia y los vigilantes nocturnos aumentaban sus exiguos salarios. Era un acuerdo amistoso y no carente de inteligencia.

Entre vigilantes nocturnos dormidos, el señor Kemal, mi padre y S. P. Butt miraron cómo las bicicletas incineradas se elevaban al cielo en espesas nubes negras. Butt padre Kemal permanecieron junto a los coches de bomberos, mientras el alivio los inundaba, porque era el almacén de la Arjuna Indiabike el que ardía… La marca de fábrica Arjuna, tomada de un héroe de la mitología hindú, no había podido disimular el hecho de que la compañía era propiedad de un musulmán. Inundados de alivio padre Kemal Butt respiraban un aire lleno de bicicletas incendiadas, tosiendo y farfullando mientras los humos de las ruedas incineradas, los fantasmas vaporizados de cadenas timbres carteras manillares, los cuadros transustanciados de las bicicletas indias Arjuna entraban y salían de sus pulmones. Alguien había clavado una máscara de cartón basto a un poste de telégrafos, delante del almacén en llamas —una máscara de muchas caras—, una máscara diabólica de rostros gruñones con gruesos labios torcidos y narices rojas y brillantes. Los rostros del monstruo policéfalo, Ravana, el rey de los demonios, que miraban coléricamente los cuerpos de los vigilantes nocturnos, tan profundamente dormidos que nadie, ni los bomberos, ni Kemal, ni Butt, ni mi padre, tenía valor para molestarlos; mientras tanto, las cenizas de los pedales y de las cámaras caían sobre ellos desde el cielo.

—Un negocio feo —dijo el señor Kemal. No era compasión. Estaba criticando a los propietarios de la Arjuna Indiabike Company.

Mirad: la nube del desastre (que es también un alivio) se levanta y se espesa como una pelota en el cielo descolorido de la mañana. Ved cómo se abre paso hacia el oeste, hasta el corazón de la ciudad vieja; ¡cómo señala, santo dios, como un dedo, cómo señala a la muhalla musulmana que hay junto a Chandni Chowk…! En la que ahora, Lifafa Das está pregonando su mercancía en el callejón mismo de los Sinais.

—¡Venid ver todo, ver el mundo entero, venid ver!

Casi ha llegado el momento de la declaración pública. No puedo negar que estoy excitado: he estado esperando demasiado tiempo en el segundo plano de mi propia historia, y aunque todavía falta un poco para que pueda hacerme cargo de ella, no está mal echarle una ojeada. Por eso, con un sentimiento de gran expectación, sigo la dirección que señala el dedo del cielo y contemplo el barrio de mis padres, las bicicletas, los vendedores callejeros que ofrecen garbanzos tostados en cucuruchos de papel, los vagos de la calle, de cadera dislocada y manos enlazadas, los pedazos volantes de papel y los pequeños y arracimados remolinos de moscas en torno a los puestos de dulces… todo ello en escorzo a causa de mi posición a-vista-de-pájaro. Y hay niños, enjambres de ellos también, atraídos a la calle por el redoble mágico del tambor dugdug de Lifafa Das y por su voz. —¡Dunya dekho! —¡Ved el mundo entero! Niños sin pantalones, niñas sin chaquetillas, y otros chicos pequeños, más elegantes, con sus trajes blancos escolares y los pantalones sujetos por cinturones elásticos de hebilla de serpiente en forma de S, niños gordos de dedos regordetes; todos ellos acudiendo en tropel a la caja negra sobre ruedas, incluida esa chica determinada, una chica con una sola ceja continua, larga y poblada, que le sombrea ambos ojos, la hija de ocho años de ese mismo sindhi descortés que, incluso ahora, iza la bandera del, todavía ficticio, Pakistán en su tejado; que, incluso ahora, lanza insultos contra su vecino, mientras su hija se precipita en la calle con su chavanni en la mano, su expresión de reina enana y el asesinato acechando tras sus labios. ¿Cómo se llama? No lo sé; pero conozco esas cejas.

Lifafa Das: que, por una casualidad desafortunada, ha montado su titilimundi negro contra una pared en la que alguien ha pintarrajeado una esvástica (en aquellos tiempos se veían por todas partes; el partido extremista R.S.S.S.[2] las ponía por todas las paredes; no la esvástica nazi, que estaba dibujada al revés, sino el antiguo símbolo hindú del poder. Svasti significa en sánscrito bueno)… ese Lifafa Das cuya llegada ha estado anunciando a bombo y platillo era un tipo joven que era invisible hasta que sonreía, y entonces se volvía hermoso, o hasta que tocaba el tambor, con lo que resultaba irresistible para los niños. Los hombres del dugdug: por toda la India, gritan «Dilli dekho», «¡venid ver Delhi!» Pero esto era Delhi, y Lifafa Das había cambiado su grito en consecuencia. «¡Ved el mundo entero, venid ver todo!» Aquella fórmula hiperbólica comenzó, después de cierto tiempo, a atacarle la cabeza; cada vez había más postales en su titilimundi mientras intentaba, desesperadamente, dar lo que prometía, meterlo todo en su caja. (De pronto me acuerdo del pintor amigo de Nadir Khan: ¿será una enfermedad india, ese deseo de meter en una cápsula la realidad entera? Lo que es peor: ¿me habré contagiado yo también?)

Dentro del titilimundi de Lifafa Das había fotos del Taj Mahal, y del templo de Meenakshi, y del sagrado Ganges; pero, además de esas vistas famosas, el hombre del titilimundi había sentido el irresistible deseo de incluir imágenes más contemporáneas: Stafford Crips saliendo de la residencia de Nehru; intocables siendo tocados; personas cultivadas durmiendo en gran número en las vías del tren; una foto publicitaria de una actriz europea con un montón de fruta en la cabeza… Lifafa la llamaba Carmen Verandah; hasta una fotografía de periódico, montada sobre cartón, de un incendio en el complejo industrial. Lifafa Das no creía que fuera conveniente proteger a su público de los aspectos no-siempre-agradables de los tiempos… y a menudo, cuando llegaba a esos callejones, tanto los mayores como los niños venían a ver lo que había de nuevo dentro de su caja sobre ruedas, y entre sus clientes más asiduos se encontraba Begum Amina Sinai.

Sin embargo, hoy hay algo de histerismo en el aire, algo quebradizo y amenazador se ha instalado en la muhalla mientras la nube de bicicletas indias cremadas flota sobre ella… y ahora se suelta de la traílla, cuando esa chica con su única ceja continua grita, con una voz que cecea con una inocencia que no posee: —¡Yo zola! Quitaroz de ahí… ¡dejazme ver! ¡Dejazme! —Porque hay ya ojos en los agujeros de la caja, hay ya niños absortos en la secuencia de las postales, y Lifafa Das dice, sin interrumpir su trabajo: sigue dando vueltas al mando que hace que las postales se muevan dentro de la caja—: Un minuto, bibi; a todos les llega la vez; sólo hay que esperar. —A lo que la monocejijunta reina enana responde—: ¡No! ¡No! ¡Yo zola! —Lifafa deja de sonreír… se vuelve invisible… se encoge de hombros. Una furia desenfrenada aparece en el rostro de la reina enana. Y entonces surge el insulto; un dardo mortal le tiembla en los labios—. Tienez mucha caradura, al venir a ezta muhalla! Zé quién erez: mi padre zabe quién erez: ¡todo el mundo zabe que erez hindú!

Lifafa Das sigue silencioso, manipulando los mandos de su caja; pero ahora la valkiria monocejijunta de cola de caballo canta, señalando con sus dedos regordetes, y los muchachos de trajes blancos escolares y hebillas de serpiente se le unen: —¡Hindú! ¡Hindú! ¡Hindú! —Y hay persianas chick que suben; y desde su ventana el padre de la chica se asoma y participa también, lanzando insultos contra el nuevo objetivo, y el bengalí interviene en bengalí… —¡Forzador de tu madre! ¡Violador de nuestras hijas! —… y recordad que los periódicos han estado hablando de ultrajes a niños musulmanes, así que, de repente, una voz da un alarido… una voz de mujer, quizá, incluso, la de la tonta Zohra—: ¡Violador! ¡Arré por Dios que han encontrado al badmaash! ¡Ahí está! —Y ahora la locura de la nube como un dedo acusador y toda la realidad inconexa de los tiempos se apoderan de la muhalla, y resuenan gritos en todas las ventanas, y los colegiales empiezan a cantar—: ¡Violador! ¡Viola-dor! ¡Viola-viola-viola-dor! —sin saber en realidad lo que dicen; los niños se han ido alejando de Lifafa Das, y él también se ha puesto en movimiento, arrastrando su caja con ruedas, tratando de escapar, pero ahora lo rodean voces llenas de sangre, y los vagos de la calle avanzan hacia él, hay hombres que bajan de sus bicicletas, una maceta vuela por los aires y se estrella en la pared a su lado; tiene la espalda contra un portal cuando un tipo con un mechón de pelo aceitoso le hace una mueca amable diciéndole: —¿De modo que es usted, caballero? ¿El Caballero Hindú que deshonra a nuestras hijas? ¿El caballero idólatra follador de su hermana? —Y Lifafa Das—: No, por amor de… —sonriendo como un imbécil… y entonces la puerta que tiene a sus espaldas se abre y él cae hacia atrás, aterrizando en un pasillo fresco y oscuro junto a mi madre Amina Sinai.

Ella se había pasado la mañana sola con Zohra y sus risitas y los ecos del nombre del Ravana, sin saber lo que estaba ocurriendo allí, en el complejo industrial, dejando que su mente se ocupase de la forma en que el mundo entero parecía estar volviéndose loco; y cuando comenzó el griterío y Zohra —antes de que pudiera detenerla— se unió a él, algo se endureció dentro de ella, cierta comprensión de que era la hija de su padre, cierto recuerdo fantasma de Nadir Khan escondiéndose en el trigal de los cuchillos de media luna, cierta irritación en sus conductos nasales, y bajó las escaleras para prestar auxilio, aunque Zohra le chillara: —¿Qué haces, hermanaji?, esa bestia rabiosa, por Dios, no lo dejes entrar, ¿has perdido el seso?… —Mi madre abrió la puerta y Lifafa Das cayó dentro.

Retrátala esa mañana, una sombra oscura entre el populacho y su presa, con el vientre reventando con su secreto invisible y no revelado: —Wah, wah —aplaudió a la multitud—. ¡Qué héroes sois! ¡Auténticos héroes, os lo juro, sin duda alguna! ¡Sólo cincuenta contra este monstruo horrible! Por Alá, que los ojos se me llenan de orgullo.

… Y Zohra: —¡Ven aquí, hermanaji! —Y el mechón aceitoso—: ¿Por qué defiendes a ese goonda, Begum Sahiba? Eso no está bien. —Y Amina—: Conozco a ese hombre. Es un tipo honrado. Marchaos, fuera, ¿es que no tenéis nada que hacer? ¿Queréis hacer pedazos a un hombre en una muhalla musulmana? Vamos, marchaos. —Pero el populacho ya no está sorprendido y avanza otra vez… y ahora. Ahora viene.

Escuchad —gritó mi madre—, escuchadme bien. Estoy esperando un hijo. Soy una madre que va a tener un hijo, y voy a proteger a este hombre. Así que venga, si queréis matar, matad también a una madre y demostrad al mundo quiénes sois.

Así fue cómo mi llegada —la venida de Saleem Sinai— fue anunciada a las masas populares reunidas antes de que mi padre supiera nada de ella. Al parecer, desde el momento de mi concepción he sido del dominio público.

Pero aunque mi madre tenía razón al hacer su declaración pública, se equivocaba también. Ésta es la razón: el niño que llevaba en su seno no fue luego su hijo.

Mi madre vino a Delhi; se esforzó diligentemente en amar a su esposo; no pudo, a causa de Zohra y del khichri y de los pies estrepitosos, darle a su esposo la noticia; oyó gritos; hizo una declaración pública. Y dio resultado. Mi anunciación salvó una vida.

Cuando la multitud se dispersó, el viejo Musa, el criado, bajó a la calle y rescató el titilimundi de Lifafa Das mientras Amina le daba al joven, con su hermosa sonrisa, un vaso tras otro de agua fresca de lima. Al parecer, la experiencia no sólo había dejado a Lifafa Das sin líquido sino también sin dulzura, porque echaba cuatro cucharadas de azúcar puro en cada vaso, mientras Zohra se encogía, totalmente aterrorizada, en un sofá. Y, finalmente, Lifafa Das (rehidratado por el agua de lima y endulzado por el azúcar) dijo: —Begum Sahiba, eres una gran señora. Si me lo permites, bendeciré tu casa; y también a tu niño que va a nacer. Pero además —por favor, permítemelo— quiero hacer otra cosa por ti.

—Gracias —dijo mi madre—, pero no tienes que hacer nada.

Pero él siguió (con la dulzura del azúcar recubriéndole la lengua). —Mi primo, Shri Ramram Seth, es un gran vidente, Begum Sahiba. Quiromántico, astrólogo, adivino. Si vas a verlo te revelará el futuro de tu hijo.

Los augures me profetizaron… En enero de 1947, a mi madre Amina Sinai le ofrecieron como regalo una profecía a cambio del regalo de una vida. Y a pesar del «Es una locura que vayas con ése, Amina, hermana, ni se te ocurra, en estos tiempos hay que tener cuidado» de Zohra; a pesar del recuerdo del escepticismo de su padre y de la forma en que él había pellizcado la oreja de un maulvi entre su pulgar y su índice, el ofrecimiento conmovió a mi madre en un punto que respondió Sí. Atrapada en el asombro ilógico de su maternidad recién estrenada de la que acababa apenas de estar segura: —Sí —dijo—, Lifafa Das, espérame dentro de unos días en la puerta grande del Fuerte Rojo. Y entonces me llevarás a tu primo.

—El tiempo se me hará largo —juntó las palmas; y se fue.

Zohra estaba tan aturdida que, cuando Ahmed Sinai volvió a casa, sólo pudo sacudir la cabeza y decir: —Recién casados; locos como lechuzas; ¡tengo que dejaros solos!

Musa, el viejo criado, mantuvo también la boca cerrada. Siempre se mantuvo en segundo plano en nuestras vidas, excepto en dos ocasiones… una, cuando nos dejó; y otra, cuando volvió para destruir nuestro mundo accidentalmente.