SAM Y EL TIGRE

A veces, tienen que moverse las montañas para que los viejos camaradas puedan reunirse. El 15 de diciembre de 1971, en la capital del Estado recientemente liberado de Bengala, el Tigre Niazi se rindió a su viejo compinche Sam Manekshaw; mientras yo, a mi vez, me rendía a los abrazos de una chica de ojos como platos, una cola de caballo como una soga negra y brillante, y unos labios que no habían tenido tiempo de adquirir lo que se convertiría en su característico morrito. Esas reuniones no se lograron fácilmente; y como gesto de respeto hacia todos los que las hicieron posibles, me detendré brevemente en mi narrativa para exponer los cómos y los porqués.

Dejadme, pues, ser totalmente explícito: si Yahya Khan y Z.A. Bhutto no se hubieran confabulado en la cuestión del golpe del 25 de marzo, no me habrían llevado en avión a Dacca, en traje de paisano; ni tampoco, con toda probabilidad, hubiera estado el General Tigre Niazi en la ciudad aquel mes de diciembre. Para seguir: la intervención india en la disputa de Bangladesh fue también resultado de la interacción de grandes fuerzas. Quizá, si diez millones de personas no hubieran atravesado las fronteras hacia la India, obligando al Gobierno de Delhi a gastarse 200.000.000 de dólares mensuales en campos para refugiados —¡toda la guerra de 1965, cuya secreta finalidad fue la aniquilación de mi familia, les había costado sólo 70.000.000 de dólares!— los soldados indios, mandados por el General Sam, no hubieran atravesado nunca las fronteras en dirección opuesta. Pero la India vino también por otras razones: como sabría yo por los magos comunistas que vivían a la sombra de la Mezquita del Viernes de Delhi, al sarkar de Delhi le preocupaba mucho la influencia cada vez menor de la Liga Awami de Mujib y la creciente popularidad del revolucionario Mukti Bahini; Sam y el Tigre se reunieron en Dacca para impedir que el Bahini ocupase el poder. De forma que, de no haber sido por el Mukti Bahini, la-bruja-Parvati hubiera podido no acompañar nunca a las tropas indias en su campaña de «liberación»… Pero ni siquiera eso es una explicación completa. Una tercera razón para la intervención india fue el miedo a que los disturbios de Bangladesh se extendieran, si no se contenían rápidamente, más allá de las fronteras a la Bengala Occidental; de forma que Sam y el Tigre, y también Parvati y yo, debemos nuestra reunión, al menos parcialmente, a los elementos más turbulentos de la política de la Bengala Occidental: la derrota del Tigre fue sólo el comienzo de una campaña contra la Izquierda en Calcuta y sus alrededores.

En cualquier caso, la India llegó; y la velocidad de su llegada —porque, en sólo tres semanas, el Pakistán había perdido la mitad de su marina, una tercera parte de su ejército, una cuarta parte de su aviación, y finalmente, cuando el Tigre se rindió, más de la mitad de su población— hay que agradecérsela una vez más al Mukti Bahini; porque, quizá ingenuamente, sin comprender que el avance indio era tanto una maniobra táctica contra ellos como una batalla contra las fuerzas ocupantes del Ala Occidental, el Bahini comunicó al General Manekshaw los movimientos de tropas pakistaníes, los puntos fuertes y flacos del Tigre; y hay que agradecérsela también al señor Chu En-Lai, que rehusó (a pesar de las súplicas de Bhutto) prestar al Pakistán ayuda material en la guerra. Privado de las armas chinas, el Pakistán luchó con fusiles americanos, tanques y aviones americanos; el Presidente de Estados Unidos, el único en el mundo entero, estaba decidido a «inclinarse» en favor del Pakistán. Mientras Henry A. Kissinger defendía la causa de Yahya Khan, el propio Yahya estaba organizando en secreto las famosas visitas oficiales a China del Presidente… había, por lo tanto, grandes fuerzas que trabajaban en contra de mi reunión con Parvati y de la de Sam con el Tigre; pero, a pesar del inclinado Presidente, todo se acabó en tres cortas semanas.

El 14 de diciembre por la noche, Shaheed Dar y el buda rodearon la periferia de la sitiada ciudad de Dacca; pero la nariz del buda (no lo habréis olvidado) era capaz de olfatear más que la mayoría. Siguiendo su nariz, que podía oler la seguridad y el peligro, encontraron un camino a través de las líneas indias, y penetraron en la ciudad protegidos por la noche. Mientras avanzaban cautelosamente por calles en las que no había nadie salvo algunos mendigos hambrientos, el Tigre juraba combatir hasta el último hombre; pero al día siguiente, en cambio, se rindió. Lo que no se sabe: si ese último hombre se sintió agradecido al verse perdonado o se irritó al perder su ocasión de entrar en el jardín alcanforado.

Y así volví a aquella ciudad en la que, en aquellas últimas horas antes de las reuniones, Shaheed y yo vimos muchas cosas que no eran ciertas, que no eran posibles, porque nuestros muchachos no se hubieran no hubieran podido comportarse tan mal; vimos hombres con gafas, de cabezas como huevos, fusilados en calles laterales, vimos matar a centenares a los intelectuales de la ciudad, pero no era verdad porque no podía ser verdad, el Tigre era un tipo decente, después de todo, y nuestros jawans valían por diez babus, avanzamos a través de las alucinaciones inverosímiles de la noche, escondiéndonos en los portales mientras los incendios surgían como flores, recordándome la forma en que el Mono de Latón solía prender fuego a los zapatos para llamar un poco la atención, había gargantas abiertas a las que se enterraba en tumbas sin marcar, y Shaheed comenzó su: —No, buda… qué cosas. Por Alá, no doy crédito a mis ojos… no, no es cierto, cómo podría… buda, dime, ¿qué me pasa en los ojos? —Y por fin habló el buda, sabiendo que Shaheed no podía oírle—: Oh, Shaheed —dijo, revelando la profundidad de sus melindres—, una persona tiene que elegir a veces entre lo que quiere ver y lo que no quiere ver; aparta la vista, aparta la vista ahora de ahí. —Pero Shaheed estaba mirando un maidan en el que estaban pasando a la bayoneta a unas médicas antes de violarlas, y violándolas otra vez antes de fusilarlas. Sobre ellos y detrás de ellos, el frío minarete blanco de una mezquita contemplaba desde arriba la escena.

Como si hablase consigo mismo, el buda dijo: —Ha llegado el momento de pensar en salvar la piel; Dios sabe por qué hemos vuelto. —El buda entró en el umbral de una casa desierta, un esqueleto roto y desconchado de edificio que en otro tiempo había albergado un salón de té, un taller de reparación de bicicletas, una casa de putas y un diminuto rellano en el que debía de sentarse en otro tiempo un notario público, porque había un pupitre bajo en el que había dejado un par de medias gafas, allí estaban los sellos y matasellos abandonados que le habían permitido en otro tiempo ser algo más que un viejo donnadie… los sellos y matasellos que lo habían hecho el árbitro de lo que era cierto y no lo era. El notario público estaba ausente, de modo que no pude pedirle que diera fe de lo que estaba sucediendo, no pude prestar declaración bajo juramento; pero, caída en la estera que había detrás del pupitre, había una prenda de vestir flotante y suelta como una chilaba, y sin más trámites me quité el uniforme, incluida la insignia de perra de las unidades CUTIA, y me convertí en algo anónimo, un desertor, en una ciudad cuyo idioma no sabía hablar.

Shaheed Dar, sin embargo, seguía en la calle; en las primeras luces de la mañana miraba cómo los soldados se escabullían de lo-que-no-habían-hecho; y entonces llegó la granada. Yo, el buda, estaba todavía dentro de la casa vacía; pero a Shaheed no lo protegían las paredes.

Quién podría decir por qué cómo por quién; pero la granada fue lanzada sin lugar a dudas. En el último instante de su vida no bisecada, Shaheed se vio acometido por un impulso irresistible de mirar hacia arriba… más tarde, en la percha del almuédano, le dijo al buda: —Era tan raro, por Alá… la granada… en mi cabeza, tal como suena, mayor y más brillante que nunca… ya sabes, buda, como una bombilla… por Alá, ¡qué podía hacer, yo miraba…! —Y sí, allí estaba, flotando sobre su cabeza, la granada de sus sueños, flotando exactamente sobre su cabeza, cayendo cayendo, explotando a la altura de su cintura, arrancándole las piernas y llevándoselas a alguna otra parte de la ciudad.

Cuando llegué a su lado, Shaheed estaba consciente, a pesar de la bisección, y señaló hacia arriba: —Llévame allí, buda, lo quiero lo quiero —de forma que llevé lo que ahora era sólo medio muchacho (y, por consiguiente, razonablemente ligero), subiendo por la estrecha escalera de caracol, a las alturas de aquel frío minarete blanco, en donde Shaheed se puso a farfullar cosas sobre bombillas, mientras las hormigas rojas y las hormigas negras luchaban por una cucaracha muerta, batallando en los surcos de palustre del suelo de cemento toscamente acabado. Allí abajo, en medio de casas chamuscadas, cristales rotos y neblina causada por el humo, comenzaban a surgir personas como hormigas, preparándose para la paz; las hormigas, sin embargo, hicieron caso omiso de los que parecían hormigas, y siguieron luchando. Y el buda: permaneció quieto, mirando lechosamente hacia abajo y a su alrededor, después de haberse situado entre la parte superior de Shaheed y el único mueble del nido de águilas, una mesa baja en la que había un gramófono conectado con un altavoz. El buda, protegiendo a su partido compañero de la vista decepcionante de aquel muecín mecánico, cuya llamada a la oración estaría siempre rayada en los mismos sitios, extrajo de los pliegues de su túnica sin forma un objeto centelleante: y dirigió su mirada lechosa a la escupidera de plata. Perdido en su contemplación, se vio sorprendido cuando comenzaron los gritos; y miró hacia abajo y vio una cucaracha abandonada. (La sangre había estado fluyendo por los surcos de palustre; las hormigas, siguiendo esa huella viscosa y oscura, habían llegado a la fuente del goteo, y Shaheed expresaba su furia al convertirse en víctima, no de una guerra sino de dos.)

Al acudir en su ayuda, bailando con los pies sobre las hormigas, el buda tropezó con el codo en un conmutador; el sistema de altavoces se puso en funcionamiento, y la población no olvidaría luego nunca cómo una mezquita había aullado la terrible agonía de la guerra.

Después de unos momentos, silencio. La cabeza de Shaheed se desplomó hacia adelante. Y el buda, temiendo ser descubierto, guardó la escupidera y bajó a la ciudad cuando llegaba el ejército indio; dejando a Shaheed, a quien ya no le importaba, que ayudase al banquete de pacificación de las hormigas, fui por las calles de las primeras horas de la mañana a dar la bienvenida al General Sam.

En el minarete, yo había mirado lechosamente a la escupidera; pero la mente del buda no había estado vacía. Contenía tres palabras, que la mitad superior de Shaheed había repetido también, hasta que las hormigas: las tres mismas palabras que en otra ocasión, apestando a cebollas, lo habían hecho llorar en el hombro de Ayooba Baloch… hasta que la abeja, zumbando… «No es justo», pensaba el buda, y luego, como un niño, una y otra vez: «No es justo», y otra vez, y otra.

Shaheed, cumpliendo el mayor deseo de su padre, se había ganado finalmente el nombre; pero el buda seguía sin poder recordar el suyo.

Cómo recuperó el buda su nombre: Una vez, hace mucho tiempo, en otro día de la independencia, el mundo había sido azafrán y verde. Aquella mañana, los colores eran verde, rojo y oro. Y en las ciudades, gritos de «Jai Bangla!». Y voces de mujeres que cantaban «Nuestra Bengala Dorada», enloqueciendo sus corazones de dicha… en el centro de la ciudad, sobre el podio de su derrota, el General Tigre Niazi aguardaba al General Manekshaw. (Datos biográficos: Sam era parsi. Procedía de Bombay. A los bombayenses les esperaban aquel día horas felices.) Y, en medio del verde y el rojo y el oro, el buda, con su vestimenta anónima y sin forma, era zarandeado por las multitudes; y entonces llegó la India. La India, con Sam a la cabeza.

¿Fue idea del General Sam? ¿O incluso de Indira…? Evitando esas preguntas estériles, dejo constancia sólo de que el avance indio sobre Dacca fue mucho más que un simple desfile militar; como corresponde a un triunfo, estuvo enguirnaldado de atracciones secundarias. Un transporte especial de la Indian Air Force había volado a Dacca, llevando a ciento uno de los mejores animadores y prestidigitadores que la India podía ofrecer. Llegaron del famoso gueto de los magos de Delhi, muchos de ellos vestidos para la ocasión con los evocadores uniformes del fauj indio, de forma que muchos daccaníes tuvieron la impresión de que la victoria de la India había sido inevitable desde el principio, porque hasta sus jawans uniformados eran hechiceros de la máxima categoría. Los prestidigitadores y otros artistas marchaban junto a los soldados, divirtiendo a las multitudes; había acróbatas que formaban pirámides humanas en carritos ambulantes tirados por bueyes blancos; había extraordinarias contorsionistas que podían tragarse sus propias piernas hasta las rodillas; había malabaristas que actuaban al margen de las leyes de la gravedad, de forma que podían arrancar oohs y aahs a la encantada muchedumbre haciendo juegos malabares con granadas de juguete y manteniendo cuatrocientas veinte en el aire a la vez; había prestidigitadores capaces de sacar la reina de chiriyas (el monarca de pájaros, la emperatriz de tréboles) de las orejas de las mujeres; estaba el gran bailarín Anarkali, cuyo nombre significaba «capullo de granada», que daba saltos contorsiones piruetas sobre un carro tirado por un burro mientras una gigantesca joya de plata tintineaba colgada de la aleta derecha de su nariz; estaba el Maestro Vikram, el sitarista, cuya sitar era capaz de reflejar, y acentuar, las más ligeras emociones del corazón de su público, de forma que una vez (se decía) tocó ante un público de tan mal genio, y aumentó tanto su mal humor, que si su tocador de tabla no le hubiera hecho interrumpir la raga a la mitad, el poder de su música hubiera hecho que todos se acuchillasen entre sí e hicieran trizas la sala… hoy, la música del Maestro Vikram elevaba la buena voluntad de celebración del pueblo hasta un tono febril; digamos que enloquecía sus corazones de dicha.

Y estaba el propio Singh Retratos, un gigante de siete pies que pesaba doscientas cuarenta libras y era conocido por El Hombre Más Encantador del Mundo, por su insuperable habilidad como encantador de serpientes. Ni siquiera los legendarios Tubriwallahs de Bengala lo superaban en facultades; caminaba a grandes zancadas en medio de las muchedumbres que chillaban felices, envuelto de pies a cabeza en cobras, mambas y kraits mortales, todas con sus bolsas de veneno intactas… Singh Retratos, que sería el último de la serie de hombres dispuestos a convertirse en mis padres… e inmediatamente detrás venía la-bruja-Parvati.

La-bruja-Parvati divertía a las multitudes con ayuda de un gran cesto de mimbre provisto de tapa; alegres voluntarios penetraban en el cesto, y Parvati los hacía desaparecer tan completamente que no podían volver hasta que ella quería; Parvati, a quien la medianoche había dado los dones de la verdadera hechicería, los había puesto al servicio de su humilde oficio de ilusionista; de forma que le preguntaban: «¿Pero cómo lo haces?» Y «Vamos, señorita guapa, díganos el truco, ¿por qué no?»… Parvati, sonriente radiante haciendo rodar su cesto mágico, vino hacia mí con las tropas de liberación.

El Ejército indio entró desfilando en la ciudad, sus héroes detrás de los magos; entre ellos, como supe luego, iba el coloso de la guerra, el Mayor de cara de rata y rodillas letales… pero ahora había aún más ilusionistas, porque los prestidigitadores supervivientes de la ciudad salieron de sus escondites y comenzaron una competición maravillosa, intentando superar todas y cada una de las cosas que los magos visitantes podían ofrecer, y el dolor de la ciudad se vio lavado y mitigado por la gran alegría que brotaba de su magia. Entonces la-bruja-Parvati me vio, y me devolvió mi nombre.

—¡Saleem! Mi buen Saleem, tú eres Saleem Sinai, ¿eres tú, Saleem?

El buda da un respingo, como un títere. Los ojos de la multitud lo miran fijamente. Parvati se abre paso hacia él. —¡Oye, tienes que ser tú! —Lo coge del codo. Unos ojos como platos buscan los de azul lechoso—. ¡Dios santo, esa nariz, no quiero ser grosera, pero claro que sí! ¡Mira, soy yo, Parvati! ¡Oh Saleem, no seas tonto ahora, ven ven…!

—Eso es —dice el buda—. Saleem: ése era.

—¡Dios santo, qué emoción! —exclama ella—. Arré baap, Saleem, te acuerdas… los Hijos, yaar. ¡No lo puedo creer! ¿Y por qué estás tan serio cuando yo tengo ganas de romperte de un abrazo? Durante tantos años te he visto sólo aquí dentro —y se da un golpecito en la frente—, y ahora estás ahí poniendo esa cara de pez. ¡Eh, Saleem! Vamos, salúdame por lo menos.

El 15 de diciembre de 1971, el Tigre Niazi se rindió a Sam Manekshaw; el Tigre y noventa y tres mil soldados pakistaníes se convirtieron en prisioneros de guerra. Yo, entretanto, me convertí en cautivo voluntario de los magos indios, porque Parvati me arrastró a la procesión con un: —Ahora que te he encontrado no te voy a dejar marchar.

Aquella noche, Sam y el Tigre bebieron chota pegs recordando sus viejos tiempos en el Ejército británico. —Te lo aseguro, Tigre —dijo Sam Manekshaw—, te has portado muy decentemente al rendirte. —Y el Tigre—: Sam, tú has hecho una guerra de mil diablos. —Una nube insignificante cruza el rostro del General—: Oye, chaval: se oyen tantas espantosas y puñeteras mentiras. Matanzas, chico, enterramientos en masa, unidades especiales llamadas CUTIA o no sé qué puñetas, organizadas para erradicar la oposición… ¿no hay nada de cierto en ello, supongo? —Y el Tigre—: ¿Unidad Canina de Actividades de Rastreo e Inteligencia? Jamás he oído hablar de ella. Te han debido de engañar, chico. Hay algunos wallahs de la inteligencia en ambos lados más malos que la puñeta. No, es ridículo, más ridículo que la leche, perdona que te lo diga. —Eso pensaba yo —dice el General Sam—: Te lo aseguro, ¡es cojonudo verte otra vez, Tigre, viejo diablo! —Y el Tigre—: Ya han pasado años, ¿eh, Sam? Demasiado tiempo.

… Mientras los viejos amigos cantan el «Auld Lang Syne» en las residencias de oficiales, yo me evado de Bangladesh, de mis años pakistaníes. —Te sacaré de aquí —me dice Parvati después de explicárselo—. ¿Quieres que sea secreto secreto?

Yo asiento: —Secreto secreto.

En otras partes de la ciudad, noventa y tres mil soldados se preparaban para ser transportados a campos de prisioneros; pero la-bruja-Parvati me hizo trepar al cesto de mimbre de tapa ajustada. Sam Manekshaw tuvo que poner a su viejo amigo el Tigre una guardia de protección; pero la-bruja-Parvati me aseguró: —De esa forma nunca te cogerán.

Detrás de los cuarteles del ejército, donde los magos aguardaban ser llevados otra vez a Delhi, Singh Retratos, El Hombre Más Encantador del Mundo, se quedó vigilando cuando, aquella noche, me metí en el cesto de la invisibilidad. Anduvimos por allí sin darle importancia, fumando biris, esperando a que no hubiera soldados a la vista, mientras Singh Retratos me hablaba de su nombre. Hacía veinte años, un fotógrafo de la Eastman-Kodak le hizo un retrato… que, envuelto en sonrisas y serpientes, apareció luego en la mitad de los anuncios y exposiciones de la Kodak en la India; desde entonces, el encantador de serpientes adoptó su apodo actual. —¿Qué te parece, capitán? —bramó amistosamente—. Un nombre estupendo, ¿verdad? Capitán, ¡qué puedo hacer, ni siquiera recuerdo el nombre que solía tener, el de antes, el nombre que me dieron mi madre-padre! Completamente estúpido, ¿eh, capitán? —Pero Singh Retratos no tenía nada de estúpido; y había en él muchas otras cosas además de su encanto. De pronto, su voz perdió su buen humor despreocupado y soñoliento; y me susurró—: ¡Ahora! ¡Ahora, capitán, ek dum, a paso ligero! —Parvati le arrebató la tapa al cesto; yo me zambullí de cabeza en aquel cesto críptico. La tapa, al volver, obstruyó la última luz del día.

Singh Retratos susurró: —¡Muy bien, capitán… cojonudo! —Y Parvati se inclinó, acercándose a mí; debía de tener los labios contra la parte exterior del cesto. Lo que susurró la-bruja-Parvati a través del mimbre:

—¡Eh tú, Saleem: imagínate! Tú y yo, señor… ¡hijos de la medianoche, yaar! Casi nada, ¿eh?

Casi nada… Saleem, envuelto en la oscuridad del mimbre, recordó medianoches de años atrás, de una infancia que libraba combates con la finalidad y el sentido; abrumado de nostalgia, yo seguía sin comprender qué era ese casi nada. Entonces Parvati susurró otras palabras y, dentro del cesto de la invisibilidad, yo, Saleem Sinai, entero y con mi anónima vestimenta suelta, me evaporé instantáneamente.

—¿Evaporado? ¿Cómo evaporado, qué quiere decir evaporado? —La cabeza de Padma se levanta de golpe; los ojos de Padma me miran fijamente, desconcertados. Yo, encogiéndome de hombros, me limito a reiterar—: Evaporado, tal como suena. Desaparecido. Desmaterializado. Como un djinn: puf, y ya está.

—De modo que —me apremia Padma—, ¿era una bruja de verdad-de veras?

De verdad-de veras. Yo estaba en el cesto, pero no estaba también en el cesto; Singh Retratos lo levantó con una mano y lo arrojó a la parte trasera de un camión del Ejército que los llevó a él y Parvati y a otros noventa y nueve al avión que esperaba en el aeródromo militar; yo fui lanzado con el cesto, pero no fui también lanzado. Más adelante, Singh Retratos dijo: «No, capitán, no podía notar tu peso»; ni yo podía sentir ningún golpazo porrazo trompazo. Ciento un artistas habían llegado, en un transporte de la Indian Air Force, de la capital de la India; ciento dos personas volvieron, aunque una de ellas estaba y no estaba allí a la vez. Sí, los conjuros mágicos pueden tener éxito a veces. Pero también fracasar: mi padre, Ahmed Sinai, nunca tuvo éxito al maldecir a Sherri, la perra mestiza.

Sin pasaporte ni autorización, volví, embozado en la invisibilidad, al país de mi nacimiento; creedlo, no lo creáis, pero hasta un escéptico tendrá que ofrecer otra explicación de mi presencia aquí. ¿No vagaba el Califa Harún al-Rashid (en una colección anterior de historias fabulosas), no visto invisible anónimo, embozado por las calles de Bagdad? Lo que Harún consiguió en las calles de Bagdad, la-bruja-Parvati me lo hizo posible, mientras volábamos por los pasillos aéreos del subcontinente. Lo hizo, yo era invisible; bas. Basta.

Recuerdos de la invisibilidad: en el cesto, aprendí lo que era, lo que será, estar muerto. ¡Había adquirido las características de los fantasmas! Presente, pero insustancial; real, pero sin ser ni peso… Descubrí, en el cesto, cómo ven los fantasmas el mundo. Borrosa vaga pálidamente… estaba a mi alrededor, pero sólo apenas; yo flotaba en una esfera de ausencia en cuyos bordes, como pálidos reflejos, se podían ver los espectros del mimbre. Los muertos mueren, y son gradualmente olvidados, el tiempo hace su labor curadora, y se van desvaneciendo… pero en el cesto de Parvati aprendí que lo contrario es igualmente cierto; que también los fantasmas comienzan a olvidar; que los muertos pierden el recuerdo de los vivos, y por fin, cuando se separan de sus vidas, se desvanecen… que el morir, en pocas palabras, continúa largo tiempo después de la muerte. Más tarde, Parvati me dijo: —No quería decírtelo… pero no se debe mantener a nadie invisible tanto tiempo… fue peligroso, pero ¿qué otra cosa se podía hacer?

En poder de la hechicería de Parvati, sentí que mi asidero en el mundo se me escapaba —¡y qué fácil, qué apacible sería no volver nunca!— y que yo flotaba en ese ninguna parte brumoso, arrastrado más lejos más lejos, como una espora de semilla soplada por la brisa… en pocas palabras, estuve en peligro mortal.

A lo que me agarraba en aquel tiempo-y-espacio fantasmales: a una escupidera de plata. Que, transformada como yo mismo por las palabras susurradas por Parvati, era sin embargo un recordatorio del exterior… agarrado a la plata finamente cincelada, que relucía hasta en aquella oscuridad sin nombre, sobreviví. A pesar de un entumecimiento de-pies-a-cabeza, me salvé, quizá, por los destellos de mi precioso souvenir.

No… se debió a más cosas que a la escupidera: porque, como todos sabemos ya, a nuestro héroe lo afecta mucho el estar encerrado en espacios limitados. Se le producen transformaciones en la oscuridad cerrada. Como simple embrión en el secreto de un vientre (que no era el de su madre), ¿no se convirtió en la encarnación del nuevo mito del 15 de agosto, en el hijo del tictac… no surgió como el Mubarak, el Niño Bendito? En un exiguo lavabo, ¿no se cambiaron etiquetas con nombres? Solo en una cesta de colada con un cordón en un agujero de la nariz, ¿no echó una ojeada a un Mango Negro y sorbió con demasiada fuerza, transformándose a sí mismo y a su pepino superior en una especie de radio de aficionado sobrenatural? Acorralado por médicos, enfermeras y mascarillas de anestesia, ¿no sucumbió ante los números y, habiendo sufrido un drenaje superior, pasó a una segunda fase, la del filósofo nasal y (luego) rastreador supremo? Aplastado, en una pequeña cabaña abandonada, bajo el cuerpo de Ayooba Baloch, ¿no aprendió el significado de lo-justo-y-lo-injusto? Bueno, pues… atrapado en el peligro oculto del cesto de la invisibilidad, me salvé, no sólo por los centelleos de la escupidera, sino también por otra transformación: en garras de aquella espantosa soledad incorpórea, cuyo olor era el olor de los cementerios, descubrí la cólera.

Algo se estaba desvaneciendo en Saleem y algo estaba naciendo. Desvaneciéndose: un viejo orgullo por instantáneas de bebé y carta de Nehru enmarcada; una antigua determinación de adoptar, voluntariamente, un papel histórico profetizado; y también una disposición para hacer concesiones, para comprender que padres y extraños pudieran despreciarlo o exiliarlo legítimamente por su fealdad; los dedos mutilados y las tonsuras de monje dejaron de parecer excusas suficientes para la forma en que él, yo, había sido tratado. El objeto de mi ira era, en realidad, todo lo que, hasta entonces, había aceptado ciegamente: el deseo de mis padres de que los reembolsara de su inversión en mí haciéndome grande; el genio-como-un-chal; los propios modos de conexión me inspiraban una furia ciega, acometedora. ¿Por qué yo? ¿Por qué, como consecuencia de accidentes de nacimiento profecía etcétera, tenía que ser responsable de los disturbios por el idioma y del después-de-Nehru-quién, de las revoluciones de pimenteros y de las bombas que aniquilaron mi familia? ¿Por qué tenía que aceptar yo, Saleem Mocoso, Huelecacas, Cara de Mapa, Cachito-de-Luna, la culpa de lo-que-no-hicieron las tropas pakistaníes en Dacca…? ¿Por qué, yo sólo entre más-de-quinientos-millones, tenía que soportar el peso de la Historia?

Lo que había comenzado mi descubrimiento de la injusticia (que olía a cebolla) lo terminó mi rabia invisible. La furia me permitió sobrevivir a las suaves tentaciones de sirena de la invisibilidad; la cólera me decidió, después de ser librado de mi desvanecimiento a la sombra de la Mezquita del Viernes, a comenzar, desde aquel momento, a elegir mi propio e impredestinado futuro. Y allí, en el silencio de aquel aislamiento que atufaba a cementerio, oí la voz lejana de la virginal Mary Pereira, que cantaba:

Todo lo que quieras ser, lo serás,

Podrás ser todo lo que quieras ser.

Esta noche, mientras recuerdo mi rabia, permanezco totalmente tranquilo; la Viuda me vació de cólera como de todo lo demás. Recordando mi rebelión encestada contra la inevitabilidad, hasta me permito una sonrisa forzada y comprensiva. —Los chicos —murmuro tolerantemente a través de los años al Saleem-de-veinticuatro-años—, serán siempre los chicos. —En el Albergue de la Viuda me enseñaron duramente, de-una-vez-para-siempre, la lección de que No Hay Escapatoria; ahora, encorvado sobre el papel en un charco de luz angular, no deseo ya ser nada salvo lo que soy. ¿Quién qué soy? Mi respuesta: soy la suma total de todo lo que ocurrió antes que yo, de todo lo que he sido visto hecho, de todo lo-que-me-han-hecho. Soy todo el que todo lo que cuyo ser-en-el-mundo me afectó fue afectado por mí. Soy todo lo que sucede cuando me he ido que no hubiera sucedido si no hubiera venido. Y tampoco soy especialmente excepcional al respecto; cada «yo», cada uno de los hoy-seis-cientos-millones-y-pico de nosotros, contiene una multitud similar. Lo repito por última vez: para entenderme, tendréis que tragaros un mundo.

Aunque ahora, a medida que el brotar de lo-que-tenía-dentro-de-mí se acerca a su fin; a medida que las grietas se ensanchan dentro —puedo oír y sentir su rasgar desgarrar crujir— empiezo a volverme más delgado, casi traslúcido, no queda mucho de mí, y pronto no habrá nada en absoluto. Seiscientos millones de motas de polvo, y todas transparentes, invisibles como el cristal…

Pero entonces estaba enfurecido. Hiperactividad glandular en un ánfora de mimbre: mis glándulas eccrinas y apocrinas producían sudor y hedor, como si estuviera tratando de despojarme de mi destino por los poros; y, para hacer justicia a mi ira, tengo que dejar constancia de que logró un éxito instantáneo… de que, cuando caí dando tumbos del cesto de la invisibilidad a la sombra de la mezquita, había sido rescatado por mi rebelión de la abstracción de la insensibilidad; cuando salí a trompicones a la porquería del gueto de los magos, con mi escupidera de plata en la mano, comprendí que, una vez más, había empezado a sentir.

Algunas aflicciones, al menos, pueden vencerse.