BAJO LA ALFOMBRA

Ése fue el fin de la epidemia de optimismo. Por la mañana, una mujer de la limpieza entró en las oficinas de la Asamblea del Islam Libre y encontró al Colibrí, reducido al silencio, en el suelo, rodeado de huellas de zarpas y de jirones de sus asesinos. Dio un alarido; pero luego, cuando las autoridades vinieron y se marcharon, se le dijo que limpiara la habitación. Después de eliminar innumerables pelos de perro, aplastar incontables pulgas y extraer de la alfombra los restos de un ojo de cristal hecho pedazos, protestó ante el inspector de servicios de la universidad, en el sentido de que, si iban a pasar esas cosas, se merecía un pequeño aumento de salario. Posiblemente fue la última víctima del microbio del optimismo, pero en su caso la enfermedad no duró mucho, porque el inspector era un hombre duro y la puso de patitas en la calle.

No se identificó nunca a los asesinos, ni se supo quiénes los pagaron. El Mayor Zulfikar, ayudante de campo del Brigadier Dodson, llamó a mi abuelo al recinto universitario para que extendiera el certificado de defunción de su amigo. El Mayor Zulfikar prometió hacer una visita al doctor Aziz para atar algunos cabos sueltos; mi abuelo se sonó la nariz y se fue. En el maidan, las tiendas se venían abajo como esperanzas pinchadas; la Asamblea no se celebraría nunca más. La Rani de Cooch Naheen se metió en cama. Después de haberse pasado la vida sin hacer caso de sus enfermedades, dejó que la reclamaran y permaneció inmóvil durante años, viendo cómo ella misma iba tomando el color de las sábanas. Entretanto, en la vieja casa de Cornwallis Road, los días estaban llenos de madres potenciales y de posibles padres. Ya ves, Padma: lo vas a saber ahora.

Utilizando mi nariz (porque, aunque ha perdido las facultades que le permitieron, tan recientemente, hacer historia, ha adquirido otros dones compensatorios), volviéndola hacia dentro, he estado husmeando la atmósfera de la casa de mi abuelo en los días que siguieron a la muerte de la esperanza zumbadora de la India; y, flotando hacia mí a través de los años, me llega una curiosa mezcla de olores, llena de inquietud, el olorcillo de cosas ocultas se mezcla con los olores de una historia de amor que florece y con el acre hedor de la curiosidad y la fortaleza de mi abuela… Mientras la Liga Musulmana se alegraba, en secreto desde luego, de la caída de su adversario, se podía ver a mi abuelo (mi nariz lo localiza), sentado todas las mañanas en lo que llamaba su «caja de truenos», con lágrimas en los ojos. Pero no son lágrimas de pesar; Aadam Aziz, sencillamente, ha tenido que pagar por su indianización, y padece un estreñimiento feroz. Tétricamente, contempla el artilugio para enemas que cuelga de la pared del retrete.

¿Por qué he violado la intimidad de mi abuelo? ¿Por qué, cuando podía haber descrito cómo, después de la muerte de Mian Abdullah, Aadam se sumergió en su trabajo, dedicándose a cuidar a los enfermos de las chabolas que había junto a las vías del ferrocarril —salvándolos de los curanderos que les inyectaban agua con pimentón y creían que las arañas fritas podían curar la ceguera—, mientras seguía cumpliendo sus obligaciones de médico de la universidad; cuando podía haberme extendido sobre el gran amor que había empezado a crecer entre mi abuelo y su segunda hija, Mumtaz, cuya piel oscura se interponía entre ella y el afecto de su madre, pero cuyos dones de bondad, afecto y fragilidad le granjeaban el amor de su padre, cuyos tormentos interiores reclamaban aquella forma de ternura incondicional; por qué, cuando podría haber decidido describir el picor, ahora constante, de su nariz, prefiero revolcarme en excrementos? Porque ahí era donde estaba Aadam Aziz, la tarde siguiente a haber firmado un certificado de defunción, cuando de pronto una voz —blanda, cobarde, avergonzada, la voz de un poeta sin rimas— le habló desde las profundidades de una gran cesta de ropa sucia, grande y vieja, que había en un rincón del cuarto, dándole un susto tan grande que resultó laxativo, y no hubo necesidad de descolgar de la percha el artilugio para enemas. Rashid, el chico de la rickshaw, había dejado entrar a Nadir Khan en el cuarto de la caja de truenos por la entrada de las limpiadoras, y Nadir se había refugiado en la cesta de la colada. Mientras el asombrado esfínter de mi abuelo se relajaba, a los oídos de éste llegó una demanda de asilo, una demanda sofocada por sábanas, ropa interior sucia, camisas viejas y la turbación del que hablaba. Y así fue como Aadam Aziz decidió esconder a Nadir Khan.

Ahora me llega el perfume de una pelea, porque la Reverenda Madre Naseem piensa en sus hijas: Alia, de veintiún años, la negra Mumtaz, que tiene diecinueve, y la bonita y frívola Emerald, que no ha cumplido aún los quince pero tiene una mirada en los ojos más antigua que nada que tengan sus hermanas. En la ciudad, lo mismo entre los tiradores de escupidera que entre los rickshaw-wallahs, entre los que empujan carritos con carteles de cine que entre los estudiantes de la universidad, las tres hermanas son conocidas por las «Teen Batti», las tres luces radiantes… y ¿cómo podría permitir la Reverenda Madre que un extraño viviera bajo el mismo techo que la seriedad de Alia, la piel negra y luminosa de Mumtaz y los ojos de Emerald…? —Estás loco, esposo; esa muerte te ha dañado el cerebro —Aziz, sin embargo, con decisión—: Se quedará con nosotros. —En los sótanos… porque la ocultación ha sido siempre una consideración arquitectónica decisiva en la India, de modo que la casa de Aziz tiene amplias cámaras subterráneas a las que sólo se puede llegar por trampas en el suelo, cubiertas por alfombras y esteras… Nadir Khan oye el apagado rumor de la pelea y teme por su suerte. Dios santo (huelo los pensamientos de ese poeta de manos pegajosas), el mundo está perdiendo el juicio… ¿somos hombres en este país? ¿Somos bestias? Y, si tengo que irme, ¿cuándo vendrán a buscarme los cuchillos…? Y por su mente cruzan imágenes de abanicos de plumas de pavo real y de la luna nueva vista a través del cristal y transformada en una hoja apuñaladora, teñida de rojo… Arriba, la Reverenda Madre dice—: La casa está llena de chicas jóvenes solteras, comosellame; ¿es así como respetas a tus hijas? —Y, ahora, el aroma de alguien que pierde los estribos; la gran furia destructora de Aadam Aziz se desata y, en lugar de observar que Nadir Khan estará bajo tierra, barrido bajo la alfombra, donde difícilmente podrá deshonrar hijas; en lugar de dar lo que es debido al sentido de la propiedad del poco verboso bardo, un sentido tan desarrollado que él ni soñaría en hacer insinuaciones indecorosas sin ruborizarse hasta dormido; en lugar de seguir esos caminos razonables, mi abuelo brama—: ¡Calla, mujer! Ese hombre necesita nuestra protección; se quedará. —Después de lo cual, un perfume implacable, una densa nube de determinación se posa sobre mi abuela, que dice—: Muy bien. Me dices, comosellame, que me calle. Pues desde ahora, comosellame, mis labios no pronunciarán palabra. —Y Aziz, gruñendo—: Maldita sea, mujer, ¡podrías ahorrarnos tus absurdos juramentos!

Pero los labios de la Reverenda Madre quedaron sellados y el silencio se instaló. El olor del silencio, como un huevo de ganso podrido, me llena las narices; dominando cualquier otra cosa, posee la Tierra… Mientras Nadir Khan se escondía en su submundo en penumbra, su anfitriona se escondió también tras un ensordecedor muro de silencio. Al principio, mi abuelo tanteó ese muro, buscando fisuras; no las encontró. Finalmente renunció, esperando que las frases de ella volvieran a ofrecer vislumbres de su personalidad, lo mismo que en otro tiempo había codiciado los breves fragmentos de su cuerpo vistos a través de una sábana perforada; y el silencio llenó la casa, de pared a pared, desde el suelo hasta el techo, de forma que las moscas parecieron renunciar a su bordoneo y los mosquitos se abstuvieron de zumbar antes de picar; el silencio acallaba el siseo de los gansos en el patio. Las niñas hablaron al principio en susurros y luego se quedaron calladas; mientras tanto, en el trigal, Rashid, el chico de la rickshaw, lanzaba su silencioso «grito de odio» y observaba su propio voto de silencio, que había hecho por los cabellos de su madre.

A esa ciénaga de mutismo llegó una tarde un hombre pequeño cuya cabeza era tan plana como el bonete que la cubría; cuyas piernas estaban tan curvadas como los juncos en el viento; cuya nariz rozaba casi su barbilla, curvada hacia arriba; y cuya voz, como consecuencia, era delgada y cortante… tenía que serlo para colarse por la estrecha abertura que había entre su aparato respiratorio y sus mandíbulas… un hombre cuya miopía lo obligaba a tomarse la vida paso a paso, lo que le granjeó una reputación de minuciosidad y pesadez, y lo hizo agradable a sus superiores al permitirles sentirse bien servidos sin sentirse amenazados; un hombre cuyo uniforme almidonado y planchado atufaba a blanco de España y rectitud, y en torno al cual, a pesar de su aspecto de personaje de teatro de marionetas, flotaba el aroma inconfundible del éxito: el Mayor Zulfikar, un hombre con futuro, vino de visita, como había prometido, para atar algunos cabos sueltos. El asesinato de Abdullah y la sospechosa desaparición de Nadir Khan le rondaban por la cabeza y, como sabía que Aadam Aziz había sido infectado por el microbio del optimismo, confundió el silencio de la casa con la quietud del luto, y no se quedó mucho tiempo. (En el sótano, Nadir se acurrucaba entre cucarachas.) Apaciblemente sentado en el salón con los cinco hijos, con el sombrero y el bastón al lado sobre la radiogramola Telefunken y las imágenes de tamaño natural de los jóvenes Azizes mirándolo desde las paredes, el Mayor Zulfikar se enamoró. Era miope, pero no ciego, y en la mirada inverosímilmente adulta de la joven Emerald, la más radiante de «las tres luces radiantes», vio que ella había comprendido su futuro y que le había perdonado, por ese futuro, su apariencia; y, antes de marcharse, había decidido casarse con ella tras un intervalo decente. («¿Con ella?», adivina Padma. «¿Esa tunanta es tu madre?» Pero hay otras madres-en-potencia, otros futuros padres, flotando de aquí para allá en el silencio.)

En aquel tiempo cenagoso sin palabras, la vida sentimental de la seria Alia, la mayor, se estaba desarrollando también; y la Reverenda Madre, encerrada en su despensa y su cocina, precintada tras sus propios labios, no podía —a causa de su voto— expresar su desconfianza hacia el joven comerciante en hule y skai que venía a visitar a su hija. (Aadam Aziz había insistido siempre en que se permitiera a sus hijas tener amigos.) Ahmed Sinai —«¡Ajá!», aúlla Padma reconociéndolo, triunfante— había conocido a Alia en la universidad, y parecía suficientemente inteligente para aquella muchacha leída, lista, en cuyo rostro la nariz de mi abuelo había adquirido un aire de pesada sabiduría; pero a Naseem Aziz le preocupaba, porque él se había divorciado a los veinte años. («Todo el mundo puede equivocarse», le dijo Aadam, y aquello casi inició una pelea, porque ella creyó por un momento que había algo excesivamente personal en el tono de su voz. Pero entonces Aadam añadió: «Sólo hay que dejar que ese divorcio se olvide uno o dos años; y entonces daremos a esta casa su primera boda, con una gran marquee en el jardín, y cantantes y dulces y todo eso.» Lo que, a pesar de todo, fue una idea que atrajo a Naseem.) Ahora, deambulando por los amurallados jardines del silencio, Ahmed Sinai y Alia se comunicaban sin hablar; pero, aunque todo el mundo esperaba que él pidiese su mano, el silencio parecía habérsele contagiado también, y la pregunta quedó sin formular. El rostro de Alia adquirió en esa época una pesadez, una cualidad pesimista en la papada que jamás perdería por completo. («Vamos», me riñe Padma, «ésa no es forma de describir a tu respetada madreji».)

Una cosa más: Alia había heredado la tendencia de su madre a engordar. Con el paso de los años, se expandiría hacia los lados.

¿Y Mumtaz, que había salido del vientre de su madre negra como la medianoche? Mumtaz no fue nunca brillante; ni tan bella como Emerald; pero era buena, y sumisa, y solitaria. Pasaba más tiempo con su padre que ninguna de sus hermanas, fortificándolo contra el mal humor, que exageraba ahora el constante picor de su nariz; y se encargó de atender a las necesidades de Nadir Khan, bajando diariamente a su inframundo con bandejas de comida y escobas, y vaciando incluso la caja de truenos personal de él, para que ni siquiera un limpiador de letrinas pudiera adivinar su presencia. Cuando ella descendía, él bajaba los ojos; y, en aquella casa muda, no cambiaban palabra.

¿Qué decían los tiradores de escupidera de Naseem Aziz? «Escucha los sueños de sus hijas, sólo para saber lo que traman.» Sí, no hay otra explicación, se sabe que en este país nuestro ocurren cosas extrañas, basta coger cualquier periódico y leer los chismes locales que cuentan milagros ocurridos en este pueblo o aquél… la Reverenda Madre comenzó a soñar los sueños de sus hijas. (Padma lo acepta sin parpadear; pero lo que otros se tragarían con tan poco esfuerzo como un laddoo, Padma podría rechazarlo con la misma facilidad. Todo público tiene sus idiosincrasias en lo que a credulidad se refiere.) Así pues: dormida en su cama por la noche, la Reverenda Madre visitó los sueños de Emerald, y encontró otro sueño dentro de ellos… la fantasía personal del Mayor Zulfikar de tener una gran casa moderna con un baño junto a la cama. Ése era el cenit de las ambiciones del Mayor; y, de esa forma, la Reverenda Madre descubrió, no sólo que su hija había estado viendo a su Zulfy en secreto, en lugares donde se podía hablar, sino también que las ambiciones de Emerald eran mayores que las de su hombre. Y (¿por qué no?) en los sueños de Aadam Aziz vio a su marido subiendo lúgubremente a una montaña en Cachemira, con un agujero en el estómago del tamaño de un puño, y adivinó que él estaba dejando de quererla, y previó también la muerte de él; por eso, años más tarde, cuando se la contaron, sólo dijo: «Después de todo, lo sabía.»

… No pasará mucho tiempo, pensó la Reverenda Madre, sin que Emerald le hable al Mayor de nuestro huésped del sótano; y entonces podré hablar otra vez. Pero entonces, una noche, penetró en los sueños de su hija Mumtaz, la negrita a la que nunca había podido querer a causa de su piel de pescadera del sur de la India, y comprendió que los problemas no acabarían entonces; porque Mumtaz Aziz —como su admirador de debajo de las alfombras— se estaba enamorando también.

No había pruebas. El invadir sueños —o la sabiduría de una madre, o la intuición de una mujer, llamadlo como queráis— no es algo que pueda alegarse ante un tribunal, y la Reverenda Madre sabía que era muy grave acusar a una hija de andarse con tapujos bajo el techo paterno. Además de lo cual, algo acerado había penetrado en la Reverenda Madre; y resolvió no hacer nada, mantener intacto su silencio, y dejar que Aadam Aziz descubriera lo mucho que sus ideas modernas estaban estropeando a sus hijos… que se diera cuenta por sí mismo, después de haberse pasado la vida diciéndole a ella que se callara con sus anticuadas ideas de decencia. —Una mujer amargada —dice Padma; y yo estoy de acuerdo.

—¿Y qué? —pregunta Padma—. ¿Era cierto?

Sí; en cierto modo: cierto.

—¿Había tapas y pujos? ¿En los sótanos? ¿Sin una carabina siquiera?

Hay que tener en cuenta las circunstancias… atenuantes donde las haya. Hay cosas que parecen permisibles bajo tierra y que parecerían absurdas o incluso malas a la clara luz del día.

—¿Pero ese poeta gordo lo hacía con la pobre negrita? ¿Lo hacía?

Él llevaba allí abajo mucho tiempo también… el suficiente para empezar a hablar con las cucarachas voladoras y tener miedo de que un día alguien le dijera que se fuese y soñar con hojas de media luna y perros aulladores y no hacer más que desear que el Colibrí estuviera vivo para que le dijera lo que tenía que hacer, y para descubrir que no se puede escribir poemas bajo tierra; y entonces llega esa chica con comida y no le importa limpiar tus orinales y bajas los ojos pero ves un tobillo que parece resplandecer lleno de gracia, un tobillo negro como el negro de las noches del subsuelo…

—Nunca hubiera creído que fuera capaz —la voz de Padma suena admirativa—. ¡Ese inútil viejo y gordo!

Y, con el tiempo, en esa casa en que todos, hasta el fugitivo que se esconde en el sótano de sus enemigos sin rostro, tienen la lengua secamente pegada al paladar, donde hasta los hijos de la casa tienen que ir al trigal con el chico de la rickshaw para contarse chistes de putas y comparar la longitud de sus miembros y susurrar furtivamente sus sueños de ser directores de cine (el sueño de Hanif, que horroriza a su madre invasora-de-sueños, porque cree que el cine es una derivación del negocio de los burdeles), donde la vida se ha trasmutado en algo grotesco por la irrupción en ella de la Historia, con el tiempo, en la lobreguez del inframundo, él no puede contenerse, y ve cómo se le van los ojos hacia arriba, subiendo por las delicadas sandalias y el holgado pijama y más allá de la floja kurta y por encima de la dupatta, el vestido de la modestia, hasta que sus ojos encuentran unos ojos, y entonces.

—¿Y entonces? Vamos, baba, ¿qué pasa entonces?

Tímidamente ella le sonríe.

—¿Qué?

Y, después de eso, hay sonrisas en el inframundo, y algo ha comenzado.

—Bueno, ¿y qué? ¿No me irás a decir que eso es todo?

Eso es todo: hasta el día en que Nadir Khan pidió ver a mi abuelo —sus frases apenas se oían en medio de la niebla de silencio— y le pidió la mano de su hija.

—Pobre chica —deduce Padma—, las chicas cachemiras son normalmente rubias como la nieve de las montañas, pero ella resultó negra. Bueno, bueno, su piel le habría impedido encontrar un buen partido, probablemente; y ese Nadir no tiene nada de tonto. Ahora tendrán que dejar que se quede, y alimentarlo, y darle cobijo, y lo único que tendrá que hacer es quedarse escondido como una lombriz gorda bajo el suelo. Sí, quizá no sea tan tonto.

Mi abuelo trató de persuadir a Nadir Khan, por todos los medios, de que ya no estaba en peligro; los asesinos habían muerto y Mian Abdullah había sido su verdadero objetivo; pero Nadir Khan seguía soñando con los cuchillos que cantaban y le rogaba: «Todavía no, doctor Sahib; por favor, deme algún tiempo más.» De forma que, una noche, a finales del verano de 1943 —las lluvias habían brillado por su ausencia otra vez—, mi abuelo, con una voz que sonaba distante y misteriosa en aquella casa en que se decían tan pocas palabras, reunió a sus hijos en el salón donde colgaban los retratos. Cuando entraron, descubrieron que su madre no estaba porque había preferido permanecer encerrada en su habitación con su telaraña de silencio; pero estaban presentes un abogado y (a pesar de su resistencia, Aziz había accedido a los deseos de Mumtaz) un mullah, los dos proporcionados por la doliente Rani de Cooch Naheen, y los dos «absolutamente discretos». Y su hermana Mumtaz estaba allí con sus galas de novia, y junto a ella, en una silla colocada delante de la radiogramola, estaba la figura de pelo lacio, obesa y avergonzada de Nadir Khan. Y así fue cómo la primera boda de la casa fue una boda en la que no hubo tiendas, ni cantantes, ni dulces y sólo un mínimo de invitados; y, cuando terminaron las ceremonias y Nadir Khan levantó el velo de su esposa —dándole a Aziz un sobresalto, haciéndolo joven por un momento y devolviéndolo a Cachemira, cuando se sentaba en un estrado mientras la gente le iba dejando rupias en el regazo— mi abuelo les hizo jurar a todos que no revelarían la presencia en el sótano de su nuevo cuñado. Emerald, a regañadientes, lo prometió la última.

Después de eso, Aadam Aziz hizo que sus hijos lo ayudaran a bajar por la trampilla del suelo del salón toda clase de accesorios: cortinajes y cojines y lámparas y una cama grande y cómoda. Y, finalmente, Nadir y Mumtaz se metieron en la cripta; se cerró la trampa y se puso en su sitio la alfombra, y Nadir Khan, que amaba a su esposa tan delicadamente como ningún hombre la amó jamás, se la llevó a su inframundo.

Mumtaz Aziz comenzó a llevar una doble vida. De día era una chica soltera, que vivía castamente con sus padres, estudiaba mediocremente en la universidad y cultivaba las dotes de diligencia, nobleza y paciencia que la distinguirían durante toda su vida, hasta el momento (incluido) en que fue asaltada por las cestas de colada parlantes de su pasado y aplastada como una tortita de arroz; pero de noche, bajando por una trampilla, penetraba en una apartada cámara nupcial, iluminada por lámparas, que su secreto marido había empezado a llamar su Taj Mahal, porque Taj Bibi era el nombre que la gente había dado a otra Mumtaz anterior: Mumtaz Mahal, la esposa del Emperador Shah Jehan, cuyo nombre significaba «rey del mundo». Cuando ella murió, él le construyó ese mausoleo que ha quedado inmortalizado en postales y cajas de bombones y cuyos pasillos exteriores apestan a orina y cuyas paredes están cubiertas de pintadas y cuyos ecos son puestos a prueba por los guías, en beneficio de los visitantes, aunque hay letreros en tres idiomas que ruegan silencio. Como el Shah Jehan y su Mumtaz, Nadir y su dama oscura yacían juntos, acompañados por incrustaciones de lapislázuli, porque la Rani de Cooch Naheen, postrada en cama y agonizante, les había enviado, como regalo de boda, una escupidera de plata maravillosamente cincelada, incrustada de lapislázuli y cubierta de piedras preciosas. En su confortable retiro alumbrado por lámparas, marido y mujer jugaban al viejo juego de los hombres.

Mumtaz le hacía a Nadir los paans, pero a ella no le agradaba su gusto. Ella, en cambio escupía chorros de nibu-pani. Los surtidores de él eran rojos y los de ella de color de lima. Fue la época más feliz de su vida. Y más adelante dijo, después de un largo período de silencio: «Hubiéramos acabado por tener hijos; sólo que entonces no podía ser, eso es todo.» Mumtaz Aziz quiso a los niños toda su vida.

Entretanto, la Reverenda Madre se movía perezosamente a través de los meses, presa de un silencio que se había hecho tan absoluto que hasta los criados recibían sus instrucciones en el lenguaje de los signos, y una vez Daoud, el cocinero, estaba mirándola fijamente, tratando de comprender sus señas somnolientamente frenéticas y, como consecuencia, no miró al cacharro de salsa hirviente, que se le cayó en un pie, friéndoselo como si fuera un huevo de cinco dedos; abrió la boca para gritar pero no salió sonido alguno, y después de aquello se quedó convencido de que la vieja arpía tenía poderes de bruja, y se asustó demasiado para dejar su servicio. Se quedó hasta que murió, renqueando por el patio y siendo atacado por los gansos.

No fueron años fáciles. La sequía trajo el racionamiento, y con la proliferación de días sin carne y días sin arroz resultaba difícil alimentar una boca suplementaria y escondida. La Reverenda Madre se vio obligada a escarbar profundamente en su despensa, lo que espesaba su rabia como el calor una salsa. Empezaron a crecerle pelos en los lunares de la cara. Mumtaz se dio cuenta con preocupación de que su madre se iba hinchando, de mes en mes. Las palabras no pronunciadas que tenía dentro la inflaban… Mumtaz tuvo la impresión de que la piel de su madre se estiraba peligrosamente.

Y el doctor Aziz se pasaba el día fuera de casa, lejos de aquel silencio aislante, de forma que Mumtaz, que se pasaba las noches bajo tierra, veía muy poco en aquellos tiempos al padre que amaba; y Emerald cumplió su promesa y no le dijo nada al Mayor del secreto de la familia, pero, a la inversa, tampoco le dijo nada a la familia de su relación con él, lo que consideró justo; y en el trigal, a Mustapha y Hanif y Rashid, el chico de la rickshaw, les entró la apatía de los tiempos; y finalmente la casa de Cornwallis Road llegó a la deriva hasta el 9 de agosto de 1945, en que las cosas cambiaron.

La historia familiar, desde luego, tiene sus propias reglas dietéticas. Se supone que hay que tragar y digerir sólo las partes permitidas, las porciones halal del pasado, despojadas de su rojez, de su sangre. Desgraciadamente, eso hace las historias menos jugosas; por ello, estoy a punto de convertirme en el primero y único miembro de mi familia que desprecia las reglas del halal. Sin dejar que una sola gota de sangre escape del cuerpo de mi narración, llego a la parte que no puede mencionarse; y, sin arredrarme, sigo adelante.

¿Qué ocurrió en agosto de 1945? La Rani de Cooch Naheen murió, pero no es eso lo que me interesa, aunque cuando se fue se había vuelto tan sabanalmente pálida que era difícil distinguirla de las ropas de su cama; una vez cumplida su función, al legar a mi historia una escupidera de plata, tuvo la delicadeza de salir de escena rápidamente… también en 1945, los monzones no faltaron a la cita. En la jungla de Birmania, Orde Wingate y sus chindits, así como el ejército de Subhas Chandra Bose, que luchaba del lado japonés, fueron empapados por las lluvias que volvían. Los manifestantes satyagraha de Jullundur, tendidos no violentamente en las vías del tren, se vieron remojados hasta la medula. Las grietas de la tierra tanto tiempo reseca comenzaron a cerrarse; había toallas remetidas en las puertas y ventanas de la casa de Cornwallis Road, y había que retorcerlas y volver a colocarlas constantemente. Los mosquitos brotaban en los charcos de agua que había a cada lado de las carreteras. Y el sótano —el Taj Mahal de Mumtaz— se hizo cada vez más húmedo, hasta que, finalmente, ella cayó enferma. Durante unos días no se lo dijo a nadie pero, cuando los ojos se le ribetearon de rojo y empezó a temblar de fiebre, Nadir, temiendo una pulmonía, le suplicó que fuera a su padre para que la tratase. Ella pasó muchas semanas en su cama de soltera otra vez, y Aadam Aziz se sentaba a su cabecera, poniéndole paños frescos en la frente mientras ella temblaba. El 6 de agosto la enfermedad hizo crisis. En la mañana del 9, Mumtaz estaba suficientemente bien para tomar algo de alimento sólido.

Y entonces mi padre cogió un viejo maletín de cuero con la palabra HEIDELBERG pirograbada en su base, porque había decidido que, como ella estaba muy agotada, sería mejor que le hiciera un reconocimiento médico detenido. Mientras abría el maletín, su hija empezó a llorar.

(Y así estamos. Padma: ha llegado el momento.)

Diez minutos más tarde, la larga temporada de silencio acabó para siempre cuando mi abuelo salió rugiendo del cuarto de la enferma. Vociferó llamando a su esposa, a sus hijas, a sus hijos. Tenía buenos pulmones y el ruido llegó hasta Nadir Khan en el sótano. No le debió de ser difícil adivinar a qué se debía el alboroto.

La familia se congregó en el salón en torno a la radiogramola, debajo de las fotografías eternas. Aziz llevó a Mumtaz a la habitación y la dejó en un sofá. Tenía una expresión terrible en el rostro. ¿Podéis imaginaros cómo debían de estar sus narices por dentro? Porque tenía que soltar una bomba: su hija, después de dos años de matrimonio, era todavía virgen.

Habían pasado tres años desde que la Reverenda Madre habló por última vez. —Hija, ¿es cierto eso? —El silencio, que había colgado por los rincones de la casa como una telaraña desgarrada, se disipó por fin; pero Mumtaz se limitó a asentir: sí. Cierto.

Entonces habló. Dijo que amaba a su esposo y que la otra cosa terminaría por llegar. Él era un hombre bueno y, cuando pudieran tener hijos, seguro que podría hacer la cosa. Dijo que un matrimonio no debía depender de la cosa, eso era lo que ella había pensado, y por eso no había querido mencionarlo, y que su padre no hacía bien al decírselo a gritos a todo el mundo, como había hecho. Hubiera dicho más cosas; pero entonces la Reverenda Madre estalló.

Tres años de palabras salieron de ella a borbotones (aunque su cuerpo, dilatado por la exigencia de almacenarlas, no se redujo). Mi abuelo permaneció muy quieto junto a la Telefunken, mientras la tormenta descargaba sobre él. ¿De quién había sido la idea? ¿De quién el estúpido plan disparatado, comosellame, de admitir en la casa a aquel cobarde que no era siquiera un hombre? ¿De que se quedara aquí, comosellame, libre como un pájaro, con alimento y cobijo durante tres años, qué te importaban los días sin carne, comosellame, qué sabías tú del costo del arroz? ¿Quién era el inútil, comosellame, sí, el inútil de pelo blanco que había permitido aquel matrimonio inicuo? ¿Quién había metido a su hija en la, comosellame, cama de aquel bergante? ¿Quién tenía la cabeza llena de toda clase de puñeteras cosas, incomprensibles y estúpidas, comosellame, quién tenía el cerebro tan reblandecido por estrafalarias ideas extranjeras que era capaz de inducir a su hija a un matrimonio tan antinatural? ¿Quién se había pasado la vida ofendiendo a Dios, comosellame, y sobre qué cabeza caía ahora el castigo? ¿Quién había traído la desgracia sobre la casa…? estuvo metiéndose con mi abuelo durante una hora y diecinueve minutos y, para cuando acabó, las nubes se habían quedado sin agua y la casa estaba llena de charcos. Y, antes de que la Reverenda Madre terminase, su hija menor Emerald hizo algo muy extraño.

Las manos de Emerald se alzaron a ambos lados de su cara, cerradas en puños, pero con los índices extendidos. Los índices penetraron en sus orejas y parecieron levantar a Emerald de su silla, hasta que se puso a correr, con los dedos taponándole los oídos, a correr —¡A TODA MECHA!— sin su dupatta, por las calles, atravesando los charcos de agua, pasando por delante de la parada de rickshaws, de la tienda de paan donde los viejos acababan de salir, cautelosamente, al aire fresco, limpio, de-después-de-la-lluvia, y su velocidad asombró a los golfillos, que estaban a punto de tomar la salida, esperando para comenzar su juego de esquivar los chorros de betel, porque nadie estaba acostumbrado a ver a una señorita, y mucho menos a una de las Teen Batti, corriendo sola y enloquecida por las calles empapadas de lluvia, con los dedos en los oídos y sin dupatta por los hombros. Hoy en día, las ciudades están llenas de señoritas sin dupatta, modernas y a la moda; pero entonces los viejos chasquearon la lengua apesadumbrados, porque una mujer sin dupatta era una mujer sin honor y ¿por qué había decidido Emerald Bibi dejarse el honor en casa? Los viejos estaban desconcertados, pero Emerald lo sabía. Había visto, clara y frescamente en el aire de después de la lluvia, que la fuente de los problemas de su familia era aquel gordito cobarde (sí, Padma) que vivía bajo tierra. Si pudiera deshacerse de él, todo el mundo volvería a ser feliz… Emerald corrió sin detenerse hasta el distrito del Acantonamiento. El Cantt, donde estaba estacionado el ejército; ¡donde estaría el Mayor Zulfikar! Quebrantando su juramento, mi tía llegó a la oficina del Mayor.

Zulfikar es un nombre famoso entre los musulmanes. Era el nombre de la espada de dos puntas que llevaba Alí, el sobrino del profeta Mahoma. Un arma como el mundo no había conocido jamás.

Ah, sí: algo más estaba sucediendo ese día en el mundo. Estaban dejando caer sobre gentes amarillas en el Japón un arma como el mundo no había conocido jamás. Sin embargo, en Agra, Emerald utilizó su propia arma secreta. Era un arma patizamba, pequeña, de cabeza plana; la nariz casi le tropezaba con la barbilla; soñaba con una gran casa moderna y un baño con fontanería empotrada, al lado mismo de la cama.

El Mayor Zulfikar no había estado nunca absolutamente seguro de si creía o no que Nadir Khan había tenido algo que ver con el asesinato del Colibrí; pero estaba impaciente por tener la oportunidad de averiguarlo. Cuando Emerald le habló del Taj subterráneo de Agra, se excitó tanto que se le olvidó enfurecerse, y acudió precipitadamente a Cornwallis Road con un contingente de quince hombres. Llegaron al salón con Emerald a la cabeza. Mi tía: la traición de rostro bello, sin dupatta y con un amplio pijama rosa. Aziz se limitó a mirar en silencio mientras los soldados enrollaban la alfombra del salón y abrían la gran trampa, en tanto que mi abuela trataba de consolar a Mumtaz. —Una mujer tiene que casarse con un hombre —dijo—. ¡No con un ratón, comosellame! No es ninguna vergüenza dejar a ese, comosellame, gusano. —Pero su hija siguió llorando.

¡Nadir se había ausentado de su inframundo! Advertido por el primer rugido de Aziz, agobiado por una vergüenza que lo inundaba con más facilidad que las lluvias del monzón, se esfumó. Una trampa se abría a uno de los retretes… sí, el mismo, por qué no, en el que habló al doctor Aziz desde el refugio de una cesta de colada. Una «caja de truenos» de madera —un «trono»— yacía a un lado, y un orinal de esmalte, vacío, había rodado por la estera de bonote. El retrete tenía una puerta exterior que daba a la hondonada que había junto al trigal; la puerta estaba abierta. Había estado cerrada por fuera, pero sólo con un candado de fabricación india, de modo que había sido fácil de forzar… y en el retiro del Taj Mahal, suavemente alumbrado por las lámparas, una escupidera reluciente y una nota, dirigida a Mumtaz y firmada por su esposo, con tres palabras, seis sílabas y tres signos de exclamación:

Talaaq! Talaaq! Talaaq!

El inglés carece de los sonidos atronadores del urdu y, de todas formas, sabéis lo que significa. Me divorcio de ti. Me divorcio de ti. Me divorcio de ti.

Nadir Khan había hecho lo decoroso.

¡Qué impresionante fue la rabia del Mayor Zulfy cuando vio que el pájaro había volado! Todo lo veía de un solo color: rojo. ¡Qué cólera, plenamente comparable con la furia de mi abuelo, aunque ésta se expresara en gestos insignificantes! El Mayor Zulfy, al principio, dio saltos de un lado a otro con ataques de furia impotente; finalmente se dominó; y se precipitó a través del cuarto de baño, pasando por delante del trono, a lo largo del trigal, y cruzando la puerta exterior. No había ni rastro de ningún poeta en fuga, regordete, de cabello largo y sin rimas. Vista a la izquierda: nada. A la derecha: cero. El enfurecido Zulfy se decidió, y se lanzó por delante de la fila de rickshaws ciclistas. Los viejos estaban jugando al tiro-a-la-escupidera, y la escupidera estaba en la calle. Los golfillos esquivaban los torrentes de jugo de betel. El Mayor Zulfy corría, cada vez másmásmás. Entre los viejos y su blanco, pero le faltaba la habilidad de los golfillos. Qué momento más infortunado: un chorro fuerte y bajo de fluido rojo le acertó de lleno en la entrepierna. Una mancha como una mano agarrada a la ingle de su uniforme de campaña; estrujado; detenido en su avance. El Mayor Zulfy se paró, con una cólera bíblica. Todavía resultó más infortunado, porque un segundo jugador, suponiendo que aquel soldado loco seguiría corriendo, había soltado un segundo chorro. Otra mano roja estrechó la primera, completando el día del Mayor Zulfy… lentamente, con deliberación, Zulfy se dirigió a la escupidera y le dio una patada, volcándola en el polvo. Saltó sobre ella —¡una vez! ¡dos! ¡otra más!— aplastándola y negándose a mostrar que se había hecho polvo el pie. Entonces, con cierta dignidad, se fue cojeando, volviendo al coche estacionado frente a la casa de mi abuelo. Los viejos recuperaron su brutalmente tratado receptáculo y comenzaron a darle golpes para devolverle la forma.

—Ahora que me voy a casar —le dijo Emerald a Mumtaz—, sería una grosería por tu parte que no intentaras siquiera divertirte. Y deberías darme consejos y todo eso. —En ese momento, Mumtaz, aunque le sonrió a su hermana menor, pensó que Emerald tenía mucha caradura al decirlo; y, quizá involuntariamente, aumentó la presión del lápiz con que estaba dibujando un arabesco de henna en las plantas de los pies de su hermana—. ¡Eh! —protestó Emerald—. ¡No te sulfures! Sólo pensaba que deberíamos tratar de ser amigas.

Las relaciones entre las hermanas habían sido un tanto tirantes desde la desaparición de Nadir Khan; y a Mumtaz no le había gustado que el Mayor Zulfikar (que había decidido no acusar a mi abuelo de encubrir a un hombre buscado y lo había arreglado todo con el Brigadier Dodson) pidiera, y recibiera, autorización para casarse con Emerald. «Es un chantaje», pensaba. «Y además, ¿qué pasa con Alia? La mayor no debe casarse la última, y hay que ver lo paciente que ha sido con su comerciante.» Pero no dijo nada, sonriendo con la sonrisa de sus antepasados, y dedicó su don de diligencia a los preparativos de la boda y se avino a tratar de divertirse; mientras tanto Alia seguía esperando a Ahmed Sinai. («Ya puede esperar sentada», adivina Padma: y acierta.)

Enero de 1946. Marquees, dulces, invitados, canciones, novia que se desmaya, novio en-posición-de-firmes: una hermosa boda… en la que el comerciante en skai, Ahmed Sinai, se encontró profundamente sumergido en una conversación con la recientemente divorciada Mumtaz. —¿Le gustan los niños…? qué coincidencia, a mí también… —¿Y no tuvo ninguno, pobrecita? Bueno, en realidad, mi esposa no podía… —Oh, no; qué triste para usted; ¡y ella debía de tener muy mal genio! —… De mil pares de puñetas… oh, perdone. Me dejé llevar por el impulso. —No tiene importancia; olvídelo. ¿Y rompía platos y todo eso? —¿Que si rompía? ¡En un mes estábamos comiendo en periódicos! —No, santo cielo, ¡qué exageraciones me cuenta! —No serviría de nada, es usted demasiado lista para mí. Pero de todos modos rompía platos. —Pobre, pobre hombre. —No… usted. Pobre, pobre de usted. —Y pensaban: «Qué chico más encantador, con Alia parecía siempre tan aburrido…» Y «… Esta chica, nunca la había mirado, pero por Dios que…» Y «… Se nota que le gustan los niños; y por eso yo sería capaz de…» Y «… Bueno, la piel no tiene ninguna importancia…» Pudo verse que, cuando llegó el momento de cantar, Mumtaz estaba de humor para participar en todas las canciones; en cambio Alia guardó silencio. Había quedado más magullada aún que su padre en Jallianwala Bagh; y no se le veía ni una señal.

—De modo, hermanita triste, que te divertiste por fin.

En junio de aquel año, Mumtaz se volvió a casar. Su hermana —siguiendo el ejemplo de su madre— no volvió a hablarle hasta que, poco antes de que las dos murieran, vio la oportunidad de vengarse. Aadam Aziz y la Reverenda Madre intentaron persuadir a Alia, sin éxito, de que son cosas que pasan, de que era mejor descubrirlo ahora que luego, y de que Mumtaz había resultado muy lastimada y necesitaba un hombre que la ayudara a recuperarse… Además, Alia tenía talento, y se repondría.

—Sí, pero —dijo Alia— nadie se casa con un diccionario.

—Cámbiate de nombre —le dijo Ahmed Sinai a mi madre—. Ha llegado el momento de empezar de nuevo. Manda al diablo a Mumtaz y su Nadir Khan, te buscaré un nombre nuevo. Amina. Amina Sinai: ¿te gustaría?

—Lo que tú digas, esposo —dijo mi madre.

«Después de todo», escribió en su diario Alia, la niña juiciosa, «¿quién quiere meterse en esos jaleos matrimoniales? Yo, desde luego, no; jamás; de ningún modo».

Mian Abdullah fue una salida en falso para un montón de personas optimistas; su ayudante (cuyo nombre no podía pronunciarse en casa de mi padre) fue la metedura de pata de mi madre. Pero aquéllos fueron los años de la sequía; muchas cosechas sembradas en aquella época acabaron en nada.

—¿Y qué le pasó al gordito? —pregunta Padma, malhumorada—. ¿No me irás a decir que no lo vas a contar?