METHWOLD
Los pescadores llegaron primero. Antes del tictac de Mountbatten, antes de los monstruos y de las declaraciones públicas, cuando los matrimonios en las clases bajas eran aún impensables y las escupideras desconocidas; antes del mercurocromo, mucho antes de las luchadoras que sostenían sábanas perforadas; y más y más atrás, más allá de Dalhousie y Elphinstone, antes de que la East India Company construyera su fuerte, antes del primer William Methwold; en la aurora de los tiempos, cuando Bombay era una isla de forma de pesa gimnástica que se adelgazaba en su centro para convertirse en una estrecha playa deslumbrante, allende la cual podía verse el más hermoso y mayor puerto natural de Asia, cuando Mazagaon y Worli, Matunga y Mahim, Salsette y Colaba eran también islas… en pocas palabras, antes de la recuperación de tierras, antes de que los tetrápodos y pilotes hundidos convirtieran las Siete Islas en una larga península, como una mano extendida y codiciosa que llegara por el oeste hasta el mar Arábigo; en ese mundo primitivo anterior a las torres de reloj, los pescadores —llamados kolis— navegaban en dhows árabes que desplegaban sus velas rojas contra el sol poniente. Cogían japuta y cangrejos, e hicieron de todos nosotros aficionados al pescado. (O de casi todos. Padma ha sucumbido a sus hechicerías de piscina, pero en nuestra casa estábamos infectados por la extrañeza de la sangre cachemira, por la reserva helada del cielo de Cachemira, y seguimos siendo carnívoros hasta el último hombre.)
Había también cocos y arroz. Y, sobre todo ello, la benigna influencia presidencial de la diosa Mumbadevi, cuyo nombre —Mumbadevi, Membabai, Mumbai— se convirtió quizá en el de la ciudad. Pero sin embargo, los portugueses llamaron al lugar Bom Bahia por su puerto, y no por la diosa del pueblo de la japuta… los portugueses fueron los primeros invasores, que utilizaron el puerto para guarecer sus barcos mercantes y sus buques de guerra; pero, sin embargo, un día de 1633, un funcionario de East India Company llamado Methwold tuvo una visión. Esa visión —el sueño de un Bombay británico, fortificado, que defendiera el occidente de la India contra todos los que llegaran— era una idea con tanta fuerza que puso el tiempo en movimiento. La Historia se agitó; Methwold murió; y, en 1660, Carlos II de Inglaterra se desposó con Catalina, de la portuguesa casa de Braganza… la misma Catalina que, durante toda su vida, actuaría de comparsa de Nell, la vendedora de naranjas. Pero tuvo ese consuelo: que fue su dote matrimonial la que puso Bombay en manos británicas, quizá en un baúl de lata verde, y acercó un paso más a la realidad la visión de Methwold. Después de aquello, no pasó mucho tiempo hasta el 21 de septiembre de 1668, en que la compañía puso por fin sus manos en la isla… y allá fueron, con su Fuerte y su recuperación de tierras, y en un abrir y cerrar de ojos había allí una ciudad, Bombay, de la que decía la vieja canción:
Prima in Indis,
Puerta de la India,
Estrella de Oriente
Con el rostro hacia Occidente.
¡Nuestro Bombay, Padma! Era muy diferente entonces, no había salas de fiestas ni fábricas de encurtidos ni hoteles Oberoi-Sheraton ni estudios de cine; pero la ciudad creció a velocidad vertiginosa, adquiriendo una catedral y una estatua ecuestre del rey-guerrero mahratta Sivaji, la cual (creíamos) revivía por la noche y galopaba pavorosamente por las calles de la ciudad… ¡por toda Marine Drive! ¡Sobre las arenas de Chowpatty! ¡Por delante de las grandes mansiones de Malabar Hill, doblando Kemp’s Corner, atolondradamente a lo largo del mar hasta Scandal Point! Y, sí, por qué no, más y más lejos, bajando por mi misma Warden Road, pasando junto a las piscinas con segregación racial de Breach Candy, hasta llegar al enorme templo de Mahalaxmi y el viejo Willingdon Club… Durante toda mi infancia, siempre que venían malos tiempos a Bombay, algún insomne caminante nocturno diría que había visto a la estatua en movimiento, los desastres, en la ciudad de mi juventud, bailaban a la música oculta de los cascos grises de piedra de un caballo.
¿Y dónde están ahora aquellos primeros habitantes? A los cocos es a los que mejor les ha ido. Los cocos son todavía decapitados diariamente en la playa de Chowpatty; mientras que en la playa de Juhu, bajo la mirada lánguida de las estrellas de cine del hotel Sun’n’Sand, los chiquillos siguen trepando a los cocoteros y bajando el barbudo fruto. Los cocos tienen hasta su propio festival, el Día del Coco, que se celebraba unos días antes de mi nacimiento sincrónico. Podéis estar tranquilos en lo que a los cocos se refiere. El arroz no ha tenido tanta suerte; los arrozales yacen ahora bajo el hormigón; las casas de apartamentos se alzan donde, en otros tiempos, el arroz se arremolinaba a la vista del mar. Pero todavía, en la ciudad, somos grandes comedores de arroz. El arroz patna, el arroz basmati, cachemiro llegan a la metrópoli diariamente; de esa forma, el arroz original, el ur-arroz, ha dejado su huella en todos nosotros, y no puede decirse que haya muerto en vano. En cuanto a Mumbadevi… no es tan popular en estos tiempos, al haber sido reemplazada por el Ganesh de cabeza de elefante en el afecto del pueblo. El calendario de festivales revela su decadencia: Ganesh —«Ganpati Baba»— tiene su día de Ganesh Chaturthi en el que «sacan» enormes procesiones que se dirigen a Chowpatty llevando imágenes de yeso del dios, que arrojan al mar. El día de Ganesh es una ceremonia para hacer llover, hace posible el monzón, y se celebraba también en los días anteriores a mi llegada al final de la cuenta atrás del tictac… pero, ¿dónde está el día de Mumbadevi? No figura en el calendario. ¿Dónde están las plegarias del pueblo de la japuta, las devociones de los cazadores de cangrejos…? De todos los primeros habitantes, a los pescadores koli es a los que peor les ha ido. Apretujados ahora en una diminuta aldea, en el pulgar de la península de forma de mano, hay que reconocer que han dado su nombre a un distrito: Colaba. Pero seguid Colaba Causeway hasta el final —dejando atrás las tiendas de ropas baratas y los restaurantes iraníes y los apartamentos de segunda clase para maestros, periodistas y empleados—, y los encontraréis atrapados entre la base naval y el mar. Y a veces las mujeres koli, con las manos apestando a tripas de japuta y carne de cangrejo, se abren paso a codazos arrogantemente hasta la cabeza de la cola de un autobús de Colaba, con sus saris carmesí (o púrpura) descaradamente recogidos entre las piernas, y un destello punzante de viejas derrotas y desahucios en sus ojos saltones y un tanto de pez. Un fuerte, y después una ciudad, les quitaron sutierra. Los martinetes de pilotes les robaron (y los tetrápodos les robarían) pedazos de su mar. Pero todavía hay dhows árabes, cada atardecer, que despliegan sus velas contra el crepúsculo… en agosto de 1947, los británicos, después de haber puesto fin al dominio de las redes de pescar, los cocos, el arroz y Mumbadevi, estaban a punto de marcharse también; ningún dominio es eterno.
Y el 19 de junio, dos semanas después de haber llegado en el Correo de la Frontera, mis padres hicieron un curioso trato con uno de esos ingleses que se iban. Se llamaba William Methwold.
La carretera de la Hacienda de Methwold (ahora estamos entrando en mi reino, llegando al corazón de mi infancia; se me ha hecho un pequeño nudo en la garganta) se aparta de Warden Road entre una parada de autobús y una pequeña hilera de tiendas. La tienda de juguetes de Chimalker; el Paraíso del Lector; la joyería de Chimanbhoy Fatbhoy; y, sobre todo, ¡Bombelli’s, confiteros, con su pastel Marqués y Una Yarda de Bombones! Nombres que habría que invocar; pero no hay tiempo ahora. Pasando por delante del botones de cartón que saluda en la lavandería Band Box, la carretera nos lleva a casa. En aquellos tiempos, ni siquiera se había pensado aún en el rascacielos rosa de las mujeres de Narlikar (¡espantosa réplica del mástil de la radio de Srinagar!); la carretera subía un pequeño altozano, no mayor que un edificio de dos pisos; torcía para dar frente al mar, para mirar allí abajo al Breach Candy Swimming Club, en donde gentes rosadas podían bañarse en una piscina que tenía la forma de la India británica sin temor a rozarse con pieles negras; y allí, noblemente ordenados en torno a una glorieta, estaban los palacios de William Methwold, en los que colgaban carteles que —gracias a mí— volverían a aparecer muchos años más tarde, carteles con dos palabras; sólo dos, pero que hicieron entrar a mis inconscientes padres en el peculiar juego de Methwold: SE VENDE.
La Hacienda de Methwold: cuatro casas idénticas construidas en un estilo apropiado para sus residentes originales (¡casas de conquistadores! mansiones romanas; hogares de tres pisos para dioses, sobre un Olimpo de dos pisos, ¡un Kailash canijo!)… mansiones grandes, duraderas, con tejados rojos de dos aguas y torreones en cada esquina, torres blancas como el marfil con remates de tejas rojas (¡torres apropiadas para encerrar en ellas princesas!)… casas con miradores, con habitaciones para la servidumbre a las que se llegaba por escaleras de caracol de hierro escondidas en la parte trasera… casas a las que su propietario, William Methwold, había dado, majestuosamente, el nombre de palacios europeos: Versailles Villa, Buckingham Villa, Escorial Villa y Sans Souci. Las buganvillas trepaban por ellas; los peces de colores nadaban en pálidos estanques azules; los cactus crecían en jardines de rocas; diminutas plantas no-me-toques se apretujaban bajo los tamarindos; en los prados había mariposas y rosas y sillas de mimbre. Y ese día de mediados de junio el señor Methwold vendió sus palacios vacíos por una cantidad ridículamente exigua… pero con condiciones. De forma que ahora, sin más ceremonias, os lo presento, completo con su raya en mitad del pelo… un titán de seis pies, este Methwold, con la cara del color rosa de las rosas y de la eterna juventud. Tenía una cabeza de pelo espeso y negro untado de brillantina, con raya en medio. Volveremos a hablar de esa raya en medio, cuya precisión de baqueta hacía a Methwold irresistible para las mujeres, que se sentían incapaces de no querer despeinarlo… El pelo de Methwold, con su raya en medio, tiene mucho que ver con mis comienzos. Era una de esas rayas de pelo a lo largo de las cuales se mueven la Historia y la sexualidad. Como equilibristas. (Pero, a pesar de todo, ni siquiera yo, que nunca lo vi, que nunca puse los ojos en sus lánguidos dientes brillantes ni en su cabello devastadoramente peinado, puedo guardarle ningún rencor.)
¿Y su nariz? ¿Qué aspecto tenía? ¿Prominente? Sí, debía de serlo, como legado de una patricia abuela francesa —¡de Bergerac!— cuya sangre corría aguamarinamente por las venas de él, oscureciendo su encanto cortesano con algo más cruel, con cierto matiz dulce y asesino de ajenjo.
La Hacienda de Methwold se vendió con dos condiciones: que las casas se comprarían en su totalidad con absolutamente todo lo que había en ellas, y los nuevos propietarios conservaran todo lo que contenían; y que el traspaso en sí no se realizaría hasta la medianoche del 15 de agosto.
—¿Todo? —preguntó Amina Sinai—. ¿No puedo tirar ni una cuchara? Por Alá, esa pantalla… ¿No me puedo deshacer ni de un peine?
—Con toda la pesca —dijo Methwold—. Ésas son mis condiciones. Un capricho, señor Sinai… ¿permitirá que un colonialista que se va juegue un poco? No nos queda mucho que hacer a los británicos, salvo jugar.
—Escúchame bien, escucha, Amina —dice Ahmed más tarde—. ¿Quieres quedarte para siempre en esta habitación de hotel? Es un precio fantástico; fantástico, sin lugar a dudas. ¿Y qué puede hacer él una vez formalizada la escritura? Entonces podrás tirar todas las pantallas que quieras. Faltan menos de dos meses…
—¿Tomarán el cóctel en el jardín? —dice Methwold—. A las seis todas las tardes. La hora del cóctel. No ha cambiado en veinte años.
—Pero, Dios santo, la pintura… y los armarios están llenos de ropa, janum… tendremos que vivir a base de maletas, ¡no hay ningún sitio donde colgar un traje!
—Un mal negocio, señor Sinai —Methwold sorbe su scotch entre cactus y rosas—. Nunca he visto nada igual. Cientos de años de gobierno decente, y entonces, de pronto, a la calle. Reconocerá que no éramos tan malos: les hicimos carreteras. Escuelas, trenes, un sistema parlamentario, todo cosas que valen la pena. El Taj Mahal se estaba cayendo a pedazos hasta que un inglés se molestó en ocuparse de él. Y ahora, de pronto, la independencia. Setenta días para largarse. Por mi parte, estoy totalmente en contra, pero ¿qué se puede hacer?
—… Y mira las manchas de las alfombras, janum; ¿tendremos que vivir dos meses como esos británicos? ¿Has visto los cuartos de baño? No hay agua junto al retrete. ¡Nunca quise creerlo, Dios santo, pero es verdad, se limpian el trasero sólo con papel…!
—Dígame, señor Methwold —la voz de Ahmed Sinai ha cambiado, en presencia de un inglés se ha convertido en una horrible imitación del moroso acento de Oxford—, ¿por qué insiste en ese plazo? El mejor negocio, después de todo, es una venta rápida. Liquide el asunto.
—… ¡Y retratos de inglesas por todas partes, baba! ¡No tengo sitio para colgar de la pared el retrato de mi padre…!
—Al parecer, señor Sinai —el señor Methwold llena otra vez los vasos mientras el sol se hunde hacia el mar Arábigo, tras la piscina del Breach Candy—, bajo ese severo exterior inglés acecha una mente con una pasión muy india por la alegoría.
—Y tanta bebida, janum… eso no es bueno.
—No estoy seguro… señor Methwold, ah… de lo que quiere decir exactamente con…
—… Bueno, ya sabe: en cierto modo, yo también estoy transmitiendo poderes. Tengo el prurito de ha cerlo al mismo tiempo que el Raj. Como le decía: un juego. Sígame la corriente, ¿lo hará, Sinai? Después de todo: el precio, como ha reconocido, no está nada mal.
—¿Se le habrán reblandecido los sesos, janum? ¿Qué crees: será seguro hacer tratos con él si está chiflado?
—Escúchame, mujer —dice Ahmed Sinai—, ya esta bien. El señor Methwold es un hombre excelente; una persona educada; un hombre de honor; no dejaré que su nombre… Y, además, los otros compradores no arman tanto jaleo, estoy seguro… En cualquier caso, le he dicho que sí, de manera que no hay más que hablar.
—Una galleta —dice el señor Methwold, ofreciéndole un plato—. Vamos, señor S., por favor. Sí, es un asunto curioso. Nunca he visto nada parecido. Mis antiguos inquilinos —viejos veteranos de la India todos ellos—, se largaron de repente. Un espectáculo lamentable. Perdieron su afición a la India. De la noche a la mañana. Dejando desconcertado a un hombre sencillo como yo. Fue como si se lavaran las manos… no quisieron llevarse ni un palillo. «Ahí te quedas», me dijeron. Empezaremos de nuevo en casa. No les faltaba el dinero a ninguno, compréndalo, pero de todos modos. Extraño. Me dejaron con el niño en brazos. Y entonces se me ocurrió la idea.
—… Sí, decide tú, decide —dice Amina fogosamente—, yo estoy aquí como si fuera un bulto con un niño y ¿qué me importa a mí? Tengo que vivir en casa de un extraño, con este niño que crece, ¿y qué…? Ay, qué cosas me haces hacer…
—No llores —dice ahora Ahmed, aleteando por la habitación del hotel—, es una buena casa. Sabes que la casa te gusta. Y dos meses… menos de dos… ¿qué pasa, te da pataditas? Déjame tocar… ¿Dónde? ¿Aquí?
—Ahí —dice Amina, limpiándose la nariz—. Qué patadón más bueno.
—Mi idea —explica el señor Methwold, mirando con fijeza al sol poniente— es escenificar mi propia transferencia de bienes. Dejarlo todo atrás, ¿comprende? Elegir a personas apropiadas —¡como usted, señor Sinai!— y entregárselo absolutamente intacto: en buen estado de funcionamiento. Mire a su alrededor: todo está en buenas condiciones, ¿no cree? En perfecto estado de revista, solíamos decir. O, como dicen ustedes en indostaní: Sabkuch ticktock hai. Todo perfecto.
—Las casas las está comprando gente muy simpática —Ahmed le ofrece a Amina su pañuelo—, unos nuevos vecinos muy simpáticos… ese señor Homi Catrack de Versailles Villa, un tipo parsi, pero propietario de caballos de carreras. Produce películas y todo eso. Y los Ibrahims de Sans Souci. Nussie Ibrahim va a tener también un niño, de forma que podréis haceros amigas… y el viejo Ibrahim, con sus inmensas granjas de sisal en África. De buena familia.
—… Y después, ¿podré hacer lo que quiera con la casa…?
—Sí, después, naturalmente, se habrá ido…
—… Todo está excelentemente hecho —dice William Methwold—. ¿Sabía usted que un antepasado mío fue el tipo que tuvo la idea de construir toda esta ciudad? Una especie de Raffles de Bombay. Como descendiente suyo, en esta importante coyuntura, me siento obligado, no sé, a desempeñar mi papel. Sí, estupendamente… ¿cuándo se mudarán? No tienen más que decírmelo y me trasladaré al Taj Hotel. ¿Mañana? Estupendo. Sabkuch ticktock hai.
Ésas fueron las gentes entre las que pasé mi infancia: el señor Homi Catrack, magnate del cine y propietario de caballos de carreras, con Toxy, su hija idiota, a la que había que encerrar con su niñera, Bi-Appah, la mujer más temible que he conocido jamás; y también los Ibrahims de Sans Souci, el viejo Ibrahim Ibrahim, con su barbita de chivo y su sisal, sus hijos Ismail e Ishaq, y Nussie, la mujer diminuta, nerviosa y desventurada de Ismail, a la que siempre llamamos la-pata-Nussie, por sus andares contoneantes, y en cuyo vientre crecía mi amigo Sonny, incluso ahora, acercándose cada vez más a su desgracia con un par de fórceps ginecológicos… Escorial Villa estaba dividida en apartamentos. En la planta baja vivían los Dubashes, él, un físico que se convertiría en una lumbrera en la base de investigaciones nucleares de Trombay, ella, un arcano bajo cuya inexpresividad se ocultaba un auténtico fanatismo religioso… pero lo dejaré estar, diciendo sólo que eran los padres de Cyrus (que no sería concebido hasta unos meses después), mi primer mentor, que hacía papeles de chica en las comedias del colegio y al que llamaban Cyrus-el-grande. Encima de ellos vivía el amigo de mi padre, el doctor Narlikar, que había comprado un piso aquí también… era tan negro como mi madre; tenía la facultad de ponerse incandescente siempre que se animaba o se excitaba; odiaba a los niños, aunque nos trajo al mundo; y, cuando murió, dejó suelta en la ciudad a aquella tribu de mujeres que no sabían hacer nada pero en cuyo camino no podía alzarse ningún obstáculo. Y finalmente, en el piso superior, vivían el Comandante Sabarmati y Lila… Sabarmati era uno de los que volaban más alto en la Marina, y su mujer tenía gustos costosos; él no acababa de creerse la suerte que había tenido al conseguir para ella una vivienda tan barata. Tenían dos hijos, de dieciocho y cuatro meses, que crecerían volviéndose lentos y ruidosos y siendo apodados Raja-de-Ojo y Brillantina; y no sabían (¿cómo iban a saberlo?) que yo destruiría sus vidas… Elegidas por William Methwold, esas personas que formarían el centro de mi mundo se mudaron a la Hacienda y toleraron los curiosos caprichos del inglés… porque el precio, después de todo, estaba muy bien.
… Faltan treinta días para la transmisión de poderes y Lila Sabarmati está al teléfono: —¿Cómo puedes soportarlo, Nussie? ¡En todas las habitaciones hay periquitos parlantes, y en los almirahs he encontrado vestidos apolillados y sostenes usados! —… Y Nussie le dice a Amina—: Peces de colores, por Alá, no puedo soportar a esos bichos, pero Methwold sahib viene a darles de comer personalmente… y hay tarros medio vacíos de Bovril que dice que no puedo tirar… es demencial, Amina, hermana, ¿qué estamos haciendo aquí? —… Y el viejo Ibrahim se niega a hacer funcionar el ventilador del techo de su alcoba, refunfuñando—: Ese trasto se caerá… me rebanará la cabeza cualquier noche… ¿cuánto tiempo puede aguantar en el techo algo tan pesado? —y Homi Catrack, que es un tanto asceta, se ve obligado a dormir en un gran colchón blando, padece dolores de espalda y falta de sueño y los oscuros círculos de la endogamia que hay en torno a sus ojos se van rodeando de espirales de insomnio, y su criado le dice—: No me extraña que los sahibs extranjeros se hayan ido todos, deben de estar deseando dormir un poco. —Pero todos se obstinan; y hay ventajas además de problemas. Escuchad a Lila Sabarmati («Ésa… es demasiado bella para ser buena», decía mi madre)—… ¡Una pianola, Amina, hermana! ¡Y funciona! ¡Me paso el día sentada, tocando Dios sabe qué! «Amé unas manos pálidas junto al Shalimar»… es divertidísimo, increíble, ¡sólo tienes que darle a los pedales! —… Y Ahmed Sinai encuentra un mueble-bar en Buckingham Villa (que era la casa del propio Methwold antes de ser la nuestra); está descubriendo las delicias del buen whisky escocés y exclama—: ¿Y qué? El señor Methwold es un poco excéntrico, eso es todo: ¿no podemos seguirle la corriente? Con nuestra antigua civilización, ¿no podemos ser tan civilizados como él…? —Y vacía su vaso de un trago. Ventajas y desventajas—: Todos esos perros que cuidar, Nussie, hermana —se lamenta Lila Sabarmati—. Aborrezco los perros, por completo. Y mi gatita choochie, chuchita mía, te lo juro, ¡está totalmente aterrorizada…! —Y el doctor Narlikar, rojo de resentimiento—: ¡Sobre mi cama! ¡Retratos de niños, Sinai, hermano! Te lo aseguro: ¡gordos! ¡Rosados! ¡Tres! ¿Se puede aguantar?—… Pero ahora faltan veinte días, las cosas se van calmando, los nítidos contornos de las cosas se van borrando, de forma que ninguno de ellos se ha dado cuenta de lo que está ocurriendo: la Hacienda, la Hacienda de Methwold, los está haciendo cambiar. Todas las tardes, a las seis, están fuera, en sus jardines, celebrando la hora del cóctel, y cuando William Methwold viene de visita pasan sin esfuerzo a sus acentos de Oxford de imitación; y están aprendiendo cosas sobre ventiladores de techo y cocinas de gas y la dieta apropiada para los periquitos, y Methwold, que vigila su transformación, masculla para sí. Escuchadlo atentamente: ¿qué dice? Sí, eso es—: Sabkuch ticktock hai —masculla William Methwold. Todo va bien.
Cuando la edición de Bombay del Times of India, buscando un ángulo seductor y de interés humano para las próximas fiestas de la Independencia, anunció que concedería un premio a toda madre de Bombay que consiguiera dar a luz un niño en el preciso instante del nacimiento de la nueva nación, Amina Sinai, que acababa de despertarse de un misterioso sueño de papel matamoscas, se quedó pegada al periódico. El periódico fue metido bajo las narices de Ahmed Sinai; y el dedo de Amina, pinchando triunfalmente la página, puntuó la absoluta certidumbre de su voz.
—¿Lo ves, janum? —anunció Amina—. Ésa seré yo.
Ante los ojos de ambos surgió una visión de grandes titulares que decían: «Una actitud encantadora del bebé Sinai… ¡El hijo de esta Hora Gloriosa!»… una visión de fotos de niño de tamaño gigante primera página máxima calidad; pero Ahmed empezó a discutir: —Piensa en las probabilidades que hay en contra, Begum —hasta que ella se puso en la boca una mordaza de obstinación y reiteró—: No hay pero que perorar; seré yo sin duda alguna; lo sé totalmente seguro. No me preguntes cómo.
Y aunque Ahmed le repitió la profecía de su mujer a William Methwold, como una broma de hora del cóctel, Amina siguió impertérrita, incluso cuando Methwold se rió: —La intuición femenina… ¡algo espléndido, señora S.! Pero la verdad es que no puede esperar que creamos… —Incluso ante la presión de la mirada irritada de su vecina la-pata-Nussie, que estaba también embarazada y había leído igualmente el Times of India, Amina se mantuvo en sus trece, porque la predicción de Ramram se le había metido muy adentro.
A decir verdad, a medida que el embarazo de Amina avanzaba, ella vio que las palabras del adivino pesaban cada vez más sobre sus espaldas, su cabeza, su bombo cada vez más hinchado, de forma que, como se encontró atrapada en una red de preocupaciones, pensando que podía dar a luz un niño de dos cabezas, escapó en cierto modo a la magia sutil de la Hacienda de Methwold, sin contagiarse por las horas del cóctel, los periquitos, las pianolas y los acentos ingleses… Al principio, pues, hubo algo de equívoco en su certeza de que ganaría el premio del Times, porque se convenció de que, si se cumplía esa parte de los pronósticos del adivino, ello demostraría que el resto sería igualmente exacto, cualquiera que fuese su significado. De modo que no fue con un tono de orgullo y expectación no adulterados con el que dijo mi madre: —No tiene nada que ver con la intuición, señor Methwold. Es un hecho garantizado.
Y para sí misma añadió: —Y esto también es un hecho: será un niño. Pero habrá que cuidarlo mucho, porque sino…
Me parece que, corriendo profundamente por las venas de mi madre, quizá más profundamente de lo que ella sabía, las ideas sobrenaturales de Naseem Aziz habían comenzado a influir en sus pensamientos y en su conducta… aquellas ideas que convencieron a la Reverenda Madre de que los aeroplanos eran inventos del diablo, y de que las cámaras fotográficas podían robarte el alma, y de que los fantasmas eran una parte de la realidad tan evidente como el Paraíso, y de que era un gran pecado pellizcar orejas santificadas con el pulgar y el índice susurraban ahora en la oscura cabeza de su hija. «Aunque estemos en medio de toda esta basura inglesa», estaba empezando a pensar mi madre, «esto sigue siendo la India, y gente como Ramram Seth sabe lo que sabe». De esa forma, el escepticismo de su amado padre fue sustituido por la credulidad de mi abuela; y, al mismo tiempo, la chispa aventurera que Amina había heredado del doctor Aziz fue apagada por otro peso, igualmente pesado.
Para cuando llegaron las lluvias a finales de junio, el feto estaba totalmente formado en sus entrañas. Las rodillas y las narices estaban allí; y ocupaban ya su puesto tantas cabezas como habría luego. Lo que (al principio) no había sido mayor que un punto se había convertido en una coma, una palabra, una oración, un párrafo, un capítulo; ahora estaba rompiendo en evoluciones más complejas, convirtiéndose, se podría decir, en un libro —quizá en una enciclopedia— incluso en todo un lenguaje… lo que quiere decir que el bulto que había en el centro de mi madre se hizo tan grande y se volvió tan pesado que, cuando Warden Road, al pie de nuestro al tozano de dos pisos, se inundó de agua de lluvia amarilla y sucia, y los autobuses encallados comenzaron a oxidarse y los niños se bañaban en aquella carretera líquida y los periódicos se hundían pesadamente bajo la superficie, Amina se encontró en una habitación circular de la torre del primer piso, sin poderse mover apenas bajo el peso de su bombo de plomo.
Una lluvia interminable. El agua se filtraba por las ventanas, en las que tulipanes de vidrios de colores bailaban en paneles emplomados. Las toallas, remetidas en los marcos de las ventanas, se empapaban hasta volverse pesadas, saturadas, inútiles. El mar: gris y pesado y extendiéndose hasta reunirse con las nubes de lluvia en un horizonte estrechado. La lluvia tamborileaba en los oídos de mi madre, aumentando la confusión del adivino y la credulidad materna y la presencia perturbadora de las posesiones de extraños, y haciéndola imaginar toda clase de cosas raras. Atrapada bajo aquel hijo que crecía, Amina se imaginaba a sí misma como un asesino convicto de la época de los mogoles, en que la muerte por aplastamiento bajo una piedra había sido castigo corriente… y en los años que vendrían, siempre que recordaba esa época que fue el final de la época anterior a convertirse en madre, esa época en la que el tictac de los calendarios de la cuenta atrás empujaba a todos hacia el 15 de agosto, decía: —No sé nada de todo eso. Para mí, fue como si el tiempo se hubiera detenido por completo. El bebé de mi estómago detuvo los relojes. Estoy segura de ello. No os riáis. ¿Os acordáis de la torre del reloj que hay al final de la colina? Os lo aseguro, después de aquel monzón no volvió a funcionar.
… Y Musa, el viejo criado de mi padre, que había acompañado al matrimonio a Bombay, se fue a decírselo a los otros criados, en las cocinas de los palacios de tejas rojas, en las habitaciones de la servidumbre de la parte trasera de Versailles y El Escorial y Sans Souci: —Va a ser un auténtico bebé de diez rupias; ¡sí señor! ¡Una japuta gigante, ya veréis! —Los criados estaban encantados; porque un nacimiento es una buena cosa y un niño bien grande es lo mejor de todo…
… Y Amina, cuyo vientre había detenido los relojes, estaba inmovilizada en una habitación de la torre, diciéndole a su marido: —Pon ahí la mano y tócalo… ahí, ¿lo notas…? un chico tan grande y tan fuerte; nuestro cachito-de-luna.
Hasta que las lluvias no cesaron, y Amina se puso tan pesada que dos criados tenían que llevarla en la sillita de la reina, Wee Willie Winkie no volvió a cantar en la glorieta que había entre las cuatro casas; y sólo entonces comprendió Amina que no tenía uno, sino dos serios rivales (dos que ella supiera) para el premio del Times of India, y que, con profecía o sin ella, iba a ser un final muy reñido.
—Wee Willie Winkie me llamo; ¡mi estómago es mi único amo!
Ex prestidigitadores y titilimunderos y cantantes… incluso antes de nacer yo, el molde estaba ya hecho. Los artistas orquestarían mi vida.
—¡Espero que estén cómo-dos!… ¿O quizá como-tres? ¡Era-un-chiste, señoras y señoros, a ver si se ríen!
Altomorenohermoso, un payaso con un acordeón, estaba de pie en la glorieta. En los jardines de Buckingham Villa, el dedo gordo del pie de mi padre paseaba (con sus nueve colegas) a un lado y por debajo de la raya en medio de William Methwold… ensandaliado, bulboso, un dedo ignorante de su próxima perdición. Y Wee Willie Winkie (cuyo verdadero nombre no supe nunca) contaba chistes y cantaba. Desde un mirador del primer piso, Amina miraba y escuchaba; y desde el mirador vecino, sentía el alfilerazo de la envidiosa mirada competidora de la-pata-Nussie.
… Mientras tanto yo, en mi mesa, siento el aguijón de la impaciencia de Padma. (En ocasiones me gustaría tener un público más perspicaz, alguien que comprendiera la necesidad del ritmo, la medida, la introducción sutil de acordes menores que luego crecerán, se hincharán, se apoderarán de la melodía; que supiera, por ejemplo, que, aunque el peso del bebé y los monzones han silenciado el reloj de la torre del reloj de la Hacienda, el ritmo sostenido del tictac de Mountbatten sigue ahí, suave pero inexorable, y que sólo es cuestión de tiempo el que llene nuestros oídos con su música metronómica y redoblante.) Padma dice: —No quiero saber nada de ese Winkie ahora; ¡llevo días y noches esperando y sigues sin haber nacido! —Pero yo le aconsejo paciencia; cada cosa en su sitio, le exhorto a mi loto del estiércol, porque también Winkie tiene su finalidad y su sitio, ahora está metiéndose con las señoras embarazadas de los miradores, y deja de cantar para decir—: ¿Han oído hablar del premio, señoras? Yo también. A mi Vanita le llegará pronto la hora, pronto muy pronto; ¡a lo mejor es su retrato y no el de ustedes el que aparece en los diarios!—… y Amina frunce el entrecejo, y Methwold sonríe (¿con sonrisa forzada? ¿Por qué?) bajo su raya en medio, y el labio de mi padre sobresale juiciosamente mientras su dedo gordo pasea y él dice—: Ese tipo es un descarado; se pasa. —Pero ahora, Methwold, con lo que se parece mucho al desconcierto —¡incluso a la culpabilidad!— reconviene a Ahmed Sinai—: Tonterías, chico. Es la tradición del bufón, ya sabe. Con permiso para provocar e importunar. Una importante válvula de seguridad social. —Y mi padre, encogiéndose de hombros—: Hum. —Pero es un sujeto listo, este Winkie, porque ahora está echando aceite en las aguas, al decir—: Un nacimiento es una cosa muy buena; ¡dos nacimientos son dos muy buenas! Adiós muy buenas, señoras, era un chiste, ¿lo cogen? —Y hay un cambio de tono cuando introduce una idea dramática, un pensamiento irresistible, decisivo—: Señoras, caballeros, ¿cómo pueden sentirse cómodos aquí, en medio del largo pasado del señor Methwold sahib? Se lo aseguro: debe de ser raro; irreal; pero se trata de un lugar nuevo, señoras, señores, y ningún lugar nuevo es real hasta que ha presenciado un nacimiento. Ese primer nacimiento los hará sentirse en casa. —Después de eso, una canción—: Daisy, Daisy… —Y el señor Methwold se le une, pero sigue habiendo algo oscuro que mancha su frente…
… Y ésta es la razón; sí, es la culpa, porque nuestro Winkie puede ser listo y divertido, pero no es lo suficientemente listo, y ha llegado el momento de revelar el primer secreto de la raya en medio de William Methwold, porque es un secreto que ha goteado, manchándole la cara; un día, mucho antes del tictac y de las ventas absolutas, el señor Methwold invitó a Winkie y a su Vanita a que cantaran para él, en privado, en lo que es ahora el salón principal de mis padres; y al cabo de un rato dijo: «Mira, Wee Willie, hazme un favor, hombre: necesito lo de esta receta, unos dolores de cabeza horribles, llévatela a Kemp’s Corner y que el farmacéutico te dé las pastillas, los criados están todos resfriados.» Winkie, que era un pobre hombre, dijo Sí sahib enseguida sahib y se fue; y entonces Vanita se quedó sola con la raya en medio, sintiendo cómo tiraba de sus dedos de una forma imposible de resistir y, mientras Methwold permanecía inmóvil en su silla de mimbre, con su traje de verano de color crema y una rosa en la solapa, ella se encontró acercándose a él, con los dedos extendidos, sintió cómo sus dedos le tocaban el pelo; encontró la raya en medio; y comenzó a deshacerla.
De forma que ahora, nueve meses más tarde, Wee Willie Winkie hizo una broma sobre el inminente bebé de su esposa y una mancha apareció en la frente de un inglés.
—¿Y qué? —dice Padma—. ¿Qué me importan ese Winkie y su mujer, de los que ni siquiera me has hablado?
Hay gente que no está nunca contenta; pero Padma lo estará pronto.
Y ahora está a punto de quedarse aún más frustrada; porque, apartándome en una larga espiral ascendente de los acontecimientos de la Hacienda de Methwold —de los peces de colores y los perros y los concursos de niños y las rayas en medio, de los dedos gordos de pie y de los tejados de dos aguas—, vuelo a través de la ciudad, que está fresca y limpia después de las lluvias; dejando a Ahmed y a Amina con las canciones de Wee Willie Winkie, muevo las alas hacia el distrito del Fuerte Viejo, dejando atrás la fuente de Flora, y llego a un gran edificio lleno de una luz pomposa y difusa y del perfume de oscilantes incensarios… porque aquí, en la catedral de Santo Tomás, la señorita Mary Pereira está enterándose de cuál es el color de Dios.
—Azul —dijo seriamente el joven sacerdote—. Todas las pruebas existentes, hija mía, indican que Nuestro Señor Jesucristo era del más bello tono cristalino de un pálido azul celeste.
La mujercita que se encontraba tras la ventana con rejilla de madera del confesionario se quedó callada un momento. Un silencio inquieto, meditabundo. Y luego: —Pero ¿cómo es posible, padre? La gente no es azul. ¡No hay nadie azul en todo el ancho mundo!
El desconcierto de la mujercita es igualado por la perplejidad del sacerdote… porque no es así como se supone que debiera reaccionar ella. El obispo había dicho: «Hay problemas con los conversos recientes… cuando preguntan por el color casi siempre lo son… es importante tender puentes, hijo mío. Recuérdalo», y dijo así el obispo: «Dios es amor; y a Krishna, el dios hindú del amor, se le representa siempre con la piel azul. Diles que azul; será una especie de puente entre las dos confesiones; con amabilidad se consigue todo, me sigues; y además el azul es un color neutral, evita los problemas habituales del color, lo libra a uno del blanco y el negro: sí, en resumidas cuentas, estoy seguro de que es el color que hay que elegir.» Hasta los obispos pueden equivocarse, piensa el joven padre, pero entretanto está en un buen apuro, porque la mujercita, evidentemente, se está poniendo nerviosa, y ha empezado a lanzar su severa reprimenda a través de la reja de madera:— ¿Qué clase de respuesta es ésa, padre, azul? ¿Cómo voy a creerme una cosa así? Debería escribir al Santo Padre Papa de Roma y estoy segura de que le rectificaría; ¡pero no hace falta ser Papa para saber que los hombres no son azules! —El joven padre cierra los ojos; respira profundamente; contraataca—. Hay gente que se tiñe la piel de azul —balbucea—. Los pictos, los nómadas árabes azules; si contaras con los beneficios de la educación, hija mía, verías que… —Pero ahora un violento resoplido resuena en el confesionario—. ¿Cómo, padre? ¿Vas a comparar a Nuestro Señor con los salvajes de la jungla? ¡Ay Dios, tengo que taparme los oídos de vergüenza! —… Y luego viene más, mucho más, mientras el joven padre, al que el estómago se las está haciendo pasar moradas, tiene de pronto la inspiración de que hay algo más importante escondido tras ese asunto del azul, y le hace la pregunta; con lo que la diatriba deja paso a las lágrimas, y el joven padre dice presa del pánico—: Vamos, vamos, ¿no creerás que el Divino Resplandor de Nuestro Señor es sólo cuestión de pigmentación? —… Y una voz, a través del torrente de agua salada—: Sí, padre, no es usted tan malo después de todo; yo le dije eso precisamente, exactamente eso, solamente, pero él soltó muchas palabrotas y no quiso escucharme… —De manera que ahí está, él ha entrado en la historia, y ahora todo sale a trompicones, y la señorita Mary Pereira, diminuta virginal aturdida, hace una confesión que nos da una clave esencial sobre sus motivos cuando, la noche de mi nacimiento, hizo la última y más importante contribución a toda la historia de la India del siglo XX desde la época del porrazo en la nariz de mi abuelo hasta la época de mi edad adulta.
La confesión de Mary Pereira: como toda María, ella tenía su José. Joseph D’Costa, un enfermero de la clínica de la Pedder Road, llamada Clínica Privada del doctor Narlikar («¡Andá!», Padma ve por fin la relación), donde ella trabajaba como comadrona. Las cosas fueron muy bien al principio; él la invitaba a tomar té o lassi o falooda y le decía cosas bonitas. Tenía unos ojos como perforadoras, duros y llenos de ratatat, pero hablaba suavemente y bien. Mary, diminuta, regordeta, virginal, se había deleitado con sus atenciones; pero ahora todo había cambiado.
—De pronto de pronto se pasa el tiempo husmeando el aire. De una forma extraña, con la nariz levantada. Yo le pregunto: «¿Te has enfriado o qué, Joe?» Pero él dice que no; no, dice, está husmeando el viento del norte. Pero yo le digo, Joe, en Bombay el viento viene del mar, del oeste, Joe… —Con voz frágil, Mary Pereira describe la ulterior furia de Joseph D’Costa, que le dijo—: Tú no sabes nada, Mary, el aire viene ahora del norte, y está lleno de muertes. Esta independencia es sólo para los ricos; a los pobres los hace matarse entre sí como moscas. En el Punjab, en Bengala. Disturbios disturbios, pobres contra pobres. Lo trae el viento.
Y Mary: —Estás disparatando, Joe, ¿por qué te preocupas de esas cosas tan malas? Podemos vivir tranquilamente en paz, ¿no?
—No te preocupes, tú no sabes nada de nada.
—Pero, Joseph, aunque sea cierto lo de las matanzas, se trata sólo de hindúes y musulmanes; ¿por qué mezclar en su lucha a las buenas gentes cristianas? Ésos llevan matándose desde siempre jamás.
—No me vengas con tu Cristo. ¿No puedes meterte en la cabeza que ésa es la religión de los blancos? Deja los dioses blancos para los blancos. Ahora mismo nuestro pueblo está muriendo. Tenemos que defendernos; decirle a la gente contra quién tiene que luchar en lugar de luchar entre sí, ¿comprendes?
Y Mary: —Por eso le pregunté lo del color, padre… y se lo dije a Joseph, se lo dije y se lo dije, el pelear es malo, deja esas ideas insensatas; pero entonces él deja de hablarme, y empieza a ir por ahí con tipos peligrosos, y empieza a haber rumores sobre él, padre, de que, al parecer, está tirando ladrillos contra los coches grandes, y quemando botellas también, se está volviendo loco, padre, dicen que ayuda a incendiar autobuses y volar tranvías, y no sé qué más. Qué puedo hacer, padre, se lo cuento todo a mi hermana. Mi hermana Alice, realmente una buena chica, padre. Le dije: «Ese Joe vive cerca de un matadero, quizá sea el olor que se le ha metido en las narices y lo ha dejado hecho un lío.» De forma que Alice fue a buscarlo: «Le hablaré en tu nombre», me dice; pero entonces, Dios santo, lo que está ocurriendo en el mundo… Se lo digo de veras, padre… Oh, baba… —Y los torrentes ahogan sus palabras, los secretos le rezuman saladamente de los ojos, porque Alice volvió y dijo que, en su opinión, la culpa la tenía Mary, por sermonear a Joseph hasta que él se hartaba, en lugar de apoyarlo en su causa patriótica para despertar al pueblo. Alice era más joven que Mary; y más bonita; y después de aquello hubo más rumores, cuentos sobre Alice-y-Joseph, y Mary no podía más.
—Ésa —dijo Mary—, ¿qué sabe ella de toda esa política-política? Sólo para echarle las zarpas a mi Joseph repetirá cualquier sandez que él diga, como un mynah estúpido. Se lo juro, padre…
—Cuidado, hija. Estás próxima a la blasfemia…
—No, padre, se lo juro por Dios, sería capaz de hacer cualquier cosa para recuperar a ese hombre. Sí: a pesar de… no importa que… ¡ai-o-ai-uuu!
El agua salada lava el suelo del confesionario… y ahora, ¿se presenta un nuevo dilema al joven padre? A pesar de los dolores de su estómago trastornado, ¿está sopesando en balanzas invisibles la santidad del confesionario y el peligro que supone para la sociedad civilizada un hombre como Joseph D’Costa? ¿Le preguntará realmente a Mary la dirección de Joseph, para revelarla luego…? En pocas palabras, ¿se portaría ese joven padre, abrumado por el obispo y agitado por su estómago, de una forma semejante, o no semejante, a la de Montgomery Clift en Yo confieso? (Viendo la película hace algunos años en el cine New Empire, no pude decidirlo)… Pero no; una vez más, debo sofocar mis sospechas sin fundamento. Lo que le ocurrió a Joseph le habría ocurrido probablemente de todas formas. Y, con toda probabilidad, la única relación del padre con mi historia es que fue el primer extraño que supo del virulento odio de Joseph D’Costa hacia los ricos, y del desesperado dolor de Mary Pereira.
Mañana me daré un baño y me afeitaré; me pondré una kurta flamante, reluciente y almidonada, y un pijama a juego. Llevaré zapatillas con espejitos, curvadas hacia arriba en los dedos, me habré cepillado el pelo con esmero (aunque no con raya en medio), tendré los dientes centelleantes… en una sola frase: tendré mi mejor aspecto. (Un «gracias a Dios» procedente de la enfurruñada Padma.)
Mañana, por fin, terminarán las historias que (al no haber estado presente en su nacimiento) tengo que sacar de los huecos revoloteantes de mi mente; porque la música metronómica del calendario cuenta atrás de Mountbatten no se puede ya pasar por alto. En la Hacienda de Methwold, el viejo Musa sigue haciendo tictac como una bomba de relojería; pero no se le puede oír, porque ahora está creciendo otro sonido, ensordecedor, insistente; el sonido de los segundos que pasan, el de una medianoche inevitable que se aproxima.