LA CANTANTE JAMILA
Resultó ser un sentido tan agudo como para ser capaz de distinguir el pegajoso vaho de hipocresía tras la sonrisa de bienvenida con que Alia, mi tía solterona, nos saludó en los muelles de Karachi. Irremediablemente amargada por la defección de mi padre, muchos años antes, a los brazos de su hermana, mi directora tía había adquirido la corpulencia patosa de unos celos no apagados; los gruesos pelos oscuros del resentimiento le brotaban por la mayoría de los poros de la piel. Y quizá consiguió engañar a mis padres y a Jamila con sus brazos abiertos, su anadeante carrerita hacia nosotros, su grito de «¡Ahmed bhai, por fin! ¡Más vale tarde que nunca!», y sus ofertas de hospitalidad —inevitablemente aceptadas— al estilo arácnido; pero yo, que me había pasado una gran parte de mi infancia llevando los amargos mitones y los agrios gorritos con pompón de su envidia, que, sin saberlo, me había contagiado de fracaso por las cositas de niño de aspecto inocente que ella había tejido con su odio, y que, además, podía recordar claramente lo que era estar dominado por el deseo de venganza, yo, Saleem-el-drenado, podía oler los olores de venganza que segregaban las glándulas de Alia. Sin embargo, no podía protestar; nos vimos arrastrados a su Datsun vengativo y llevados por Bunder Road hasta su casa de Guru Mandir… como moscas, sólo que más tontas, porque celebrábamos nuestra cautividad.
… ¡Pero qué sentido del olfato era el mío! La mayoría de nosotros estamos condicionados, a partir de la cuna, para reconocer el espectro más limitado posible de fragancias; yo, sin embargo, había sido incapaz de oler nada toda mi vida y, en consecuencia, ignoraba todos los tabúes olfatorios. Como resultado, tenía tendencia a no fingir inocencia cuando alguien soltaba una ventosidad… lo que me produjo ciertos conflictos parentales; más importante, sin embargo, era mi libertad nasal para inhalar mucho más que los perfumes de origen puramente físico con los que el resto de la raza humana ha decidido contentarse. Así, desde los primeros días de mi adolescencia pakistaní, comencé a aprender los aromas secretos del mundo, el perfume embriagador pero rápidamente disipado del amor nuevo, y también la acritud profunda y de mayor duración del odio. (No pasó mucho tiempo desde mi llegada al «País de los Puros» sin que descubriera en mí mismo la impureza máxima del amor a mi hermana; y los rescoldos de mi tía me llenaron las narices desde el principio.) Una nariz puede daros conocimiento, pero no poder-sobre-los-acontecimientos; mi invasión del Pakistán, armado sólo (si es ésa la palabra apropiada) con una nueva manifestación de mi herencia nasal, me dio la facultad de olfatear-la-verdad, de oler lo-que-había-en-el-aire, de seguir pistas; pero no el único poder que necesita un invasor: la fortaleza para vencer a sus enemigos.
No lo negaré: nunca perdoné a Karachi que no fuera Bombay. Situada entre el desierto y tristes riachuelos salinos cuyas orillas estaban cubiertas de atrofiados mangles, mi nueva ciudad parecía poseer una fealdad que eclipsaba incluso a la mía; al haber crecido demasiado deprisa —su población se había cuadruplicado desde 1947—, había adquirido la hinchazón deforme de un enano gigante. En mi decimosexto cumpleaños, me regalaron una scooter Lambretta; recorriendo las calles de la ciudad en mi vehículo sin ventanas, respiraba la desesperación fatalista de los habitantes de los barrios miserables y la postura defensiva, pagada de sí misma, de los ricos; fui absorbido por las estelas de olores de la miseria y también del fanatismo, atraído por un largo pasillo subterráneo en cuyo final estaba la puerta de Tai Bibi, la puta más vieja del mundo… pero estoy perdiendo el control de mí mismo. En el corazón de Karachi estaba la casa de Alia Aziz, un edificio grande y viejo de Clayton Road (ella debía de haber vagado por él durante años, como un fantasma sin nadie a quien atormentar), un lugar de sombras y pintura amarillenta, sobre el que caía cada tarde la larga sombra acusadora del minarete de la mezquita local. Incluso cuando, años más tarde en el gueto de los magos, viví a la sombra de otra mezquita, una sombra que fue, al menos durante cierto tiempo, una penumbra protectora y no amenazante, no perdí nunca mi opinión, nacida en Karachi, sobre las sombras de las mezquitas, en las que, según me parecía, podía olfatear el olor estrecho, envolvente y acusador de mi tía. Que esperó su momento; pero cuya venganza, cuando vino, fue aplastante.
Era, en aquellos días, una ciudad de espejismos; tallada en el desierto, no había conseguido destruir totalmente el poder de ese desierto. Los oasis brillaban en la superficie alquitranada de Elphinstone Street, se veía relucir caravaneras entre las casuchas que rodeaban el puente negro, el Kala Pul. En aquella ciudad sin lluvias (cuyo único factor común con la ciudad de mi nacimiento era que también ella había iniciado su vida como aldea de pescadores), el desierto escondido conservaba sus antiguos poderes de traficante en apariciones, con el resultado de que los karachitas tenían sólo la concepción más escurridiza posible de la realidad y, por consiguiente, estaban dispuestos a recurrir a sus dirigentes para que les dijeran lo que era real y lo que no lo era. Acosados por dunas de arena imaginarias y por los fantasmas de antiguos reyes, y también por el conocimiento de que el nombre de la fe sobre la que se asentaba la ciudad significaba «sumisión», mis nuevos conciudadanos exudaban los olores totalmente hervidos de la conformidad, lo que era deprimente para una nariz que había olido —al final de todo y por brevemente que fuera— el inconformismo lleno de especias de Bombay.
Poco después de nuestra llegada —y quizá oprimido por aquella atmósfera ensombrecida de la mezquita de la casa de Clayton Road— mi padre resolvió construirnos una nueva casa. Compró una parcela de tierra en la más elegante de las «sociedades», las nuevas zonas de urbanización; y, en mi decimosexto cumpleaños, Saleem adquirió algo más que una Lambretta… aprendí a conocer los poderes ocultos de los cordones umbilicales.
¿Qué era lo que, metido en salmuera, estuvo durante dieciséis años en el almirah de mi padre, esperando sólo ese día? ¿Qué lo que, flotando como una serpiente de agua en un viejo tarro de encurtidos, nos acompañó en nuestro viaje por mar y terminó sepultado en la tierra dura y yerma de Karachi? ¿Qué era lo que en otro tiempo había alimentado la vida en un vientre… qué era lo que infundía ahora a la tierra una vida milagrosa, haciendo nacer un moderno bungalow de distintos niveles y estilo americano? Evitando esas preguntas crípticas, explicaré que, en mi decimosexto cumpleaños, mi familia (incluida tita Alia) se congregó en nuestra parcela de tierra de Korangi Road; observado por los ojos de un equipo de trabajadores y por la barba de un mullah, Ahmed le dio a Saleem una piqueta; yo la clavé inauguralmente en el suelo. —Un nuevo comienzo —dijo Amina—, Inshallah, todos seremos ahora personas nuevas. —Espoleado por aquel deseo noble e inalcanzable, un obrero ensanchó rápidamente el agujero; y entonces se sacó un tarro de encurtidos. Se vertió la salmuera en la tierra sedienta; y lo-que-quedó-dentro recibió las bendiciones del mullah. Después de lo cual, un cordón umbilical —¿era el mío? ¿O el de Shiva?— fue introducido en la tierra; y, enseguida, una casa comenzó a crecer. Hubo dulces y bebidas gaseosas; el mullah, exhibiendo un apetito notable, consumió treinta y nueve laddoos; y Ahmed Sinai no se lamentó ni una sola vez del gasto. El espíritu del cordón enterrado inspiraba a los trabajadores; pero, aunque los cimientos se excavaron muy profundos, no impidieron que la casa se derrumbase antes de que llegáramos siquiera a habitarla.
Lo que supongo sobre los cordones umbilicales: aunque poseían el poder de hacer crecer las casas, algunos, evidentemente, eran mejores que otros para esa tarea. La ciudad de Karachi demostraba mi tesis: construida sin duda alguna sobre cordones totalmente inapropiados, estaba llena de casas deformes, hijas jorobadas y raquíticas de cordones umbilicales deficientes, casas que habían crecido misteriosamente ciegas, sin ventanas visibles, casas que parecían radios o aparatos de aire acondicionado o celdas de cárcel, disparatados edificios cabezones que se caían con regularidad monótona, como borrachos; una salvaje proliferación de casas demenciales, cuya falta de idoneidad como viviendas sólo era superada por su fealdad absolutamente excepcional. La ciudad eclipsaba al desierto; pero los cordones, o la infecundidad del suelo, la hacían crecer como algo grotesco.
Capaz de oler la tristeza y la alegría, de olfatear la inteligencia y la estupidez con los ojos cerrados, llegué a Karachi y a la adolescencia… comprendiendo, desde luego, que las nuevas naciones del subcontinente y yo habíamos dejado la infancia atrás; que nos aguardaban a todos los dolores del crecimiento y extrañas y torpes alteraciones de la voz. El drenaje censuró mi vida interior; pero mi sentido de conexión siguió sin drenar.
Saleem invadió el Pakistán armado sólo de su nariz hipersensible; pero lo peor de todo fue que ¡lo invadió por el lado equivocado! Todas las conquistas con éxito de esa parte del mundo han comenzado en el norte; todos los conquistadores han llegado por tierra. Navegando ignorantemente en contra de los vientos de la Historia, yo llegué a Karachi desde el sudeste y por mar. Lo que siguió, supongo, no hubiera debido sorprenderme.
Con mirada retrospectiva, las ventajas de caer desde el norte son evidentes. Desde el norte vinieron los generales omeyas, Hajjaj bin Yusuf y Muhammad bin Qasim; y también los ismailíes. (Honeymoon Lodge, donde se dice que estuvo Aly Khan con Rita Hayworth, daba sobre nuestra parcela de tierra umbilicalizada; hay rumores de que la estrella causó gran escándalo al vagar por los terrenos vestida con una serie de fabulosos, diáfanos y hollywoodenses negligés.) ¡Oh ineluctable superioridad de lo septentrional! ¿Desde dónde bajó Mahmud de Ghazni sobre esas llanuras del Indo, trayendo con él un lenguaje que alardeaba nada menos que de tres formas de letra S? La respuesta ineludible es: sé, sin y swad fueron intrusas del norte. ¿Y Muhammad bin Sam Ghuri, que derrocó a los ghaznavides y fundó el Califato de Delhi? También Sam Ghuri hijo fue de norte a sur en su avance.
Y Tughlaq, y los emperadores mogoles… pero ya he probado lo que quería. Sólo hay que añadir que las ideas, lo mismo que los ejércitos, se extendieron hacia el sur sur sur desde las alturas septentrionales: la leyenda de Sinkandar But-Sikhan, el Iconoclasta de Cachemira, quien, a finales del siglo XIV, destruyó todos los templos hindúes del Valle (sentando un precedente para mi abuelo), bajó desde las colinas hasta las llanuras fluviales; y, quinientos años más tarde, el movimiento mujahideen de Syed Ahmad Barilwi siguió esa pista tan frecuentada. Las ideas de Barilwi: abnegación, odio-al-hindú, guerra santa… tanto las ideologías como los reyes (para abreviar) vinieron del lado opuesto al mío.
Los padres de Saleem dijeron: «Todos tenemos que convertirnos en personas nuevas»; en el país de los puros, la pureza se convirtió en nuestro ideal. Pero Saleem estaba manchado para siempre de bombayedad, tenía la cabeza llena de toda clase de religiones, además de la de Alá (como los primeros musulmanes de la India, los mercantiles moplas de Malabar, yo había vivido en un país cuya población de deidades rivalizaba con el número de sus habitantes, de forma que, rebelándose inconscientemente contra aquella claustrofóbica multitud de deidades, mi familia había abrazado la ética de las negocios y no de la fe); y su cuerpo comenzaba a mostrar una marcada preferencia por lo impuro. Como los moplas, estaba condenado a ser un inadaptado; pero, al final, la pureza me encontró a mí e incluso yo, Saleem, quedé limpio de mis fechorías.
Después de mi decimosexto cumpleaños, estudié Historia en el colegio de mi tía Alia; pero ni siquiera el aprender pudo hacer que me sintiera parte de aquel país carente de hijos de la medianoche, en el que mis compañeros de colegio hacían procesiones para pedir una sociedad más severa, más islámica… demostrando que habían conseguido convertirse en la antítesis de los estudiantes de todo el resto del mundo, al pedir más-normas-y-no-menos. Mis padres, sin embargo, estaban decididos a echar raíces; aunque Ayub Khan y Butto estaban fraguando una alianza con China (que había sido nuestra enemiga tan recientemente), Ahmed y Amina no querían escuchar críticas de su nueva patria; y mi padre compró una fábrica de toallas.
Había un nuevo brillo en mis padres en aquellos días; Amina había perdido su niebla de culpabilidad y sus verrugas parecían no darle ya guerra; mientras que Ahmed, aunque todavía empalidecido, notaba que sus congelados riñones se deshelaban con el calor de su nuevo amor por su esposa. Algunas mañanas, Amina tenía señales de dientes en el cuello; y se reía a veces sin poderse controlar, como una colegiala. —Vosotros dos, verdaderamente —le decía su hermana Alia—, parecéis recién casados en luna de miel o qué sé yo qué. —Pero yo podía oler lo que estaba escondido tras los dientes de Alia; lo que se quedaba dentro cuando salían aquellas palabras amables… Ahmed Sinai dio a sus toallas el nombre de su mujer: marca Amina.
—¿Quiénes son esos multimultis? ¿Esos Dawoods, Saigols, Haroons? —exclamaba alegremente, despachando así a las familias más ricas del país—. ¿Quiénes son los Valikars o los Zulfikars? Soy capaz de comerme diez de un golpe. ¡Ya veréis! —prometió—. Dentro de dos años, el mundo entero se estará secando con toallas marca Amina. ¡La mejor de las felpas! ¡Las máquinas más modernas! Haremos al mundo entero limpio y seco; los Dawoods y los Zulfikars me rogarán que les diga mi secreto; y yo les diré, sí, las toallas son de gran calidad; pero el secreto no está en la fabricación; fue el amor el que lo logró todo. —(Yo distinguía, en el discurso de mi padre, los persistentes efectos del virus del optimismo.)
¿Conquistó la marca Amina el mundo en nombre de la limpieza (que es lo más próximo a…)? ¿Vinieron los Valikas y Saigols a decirle a Ahmed Sinai: «Cielos, estamos perplejos, yaar, ¿cómo lo hace?» ¿Secó la felpa de gran calidad, de dibujos ideados por el propio Ahmed —un poco chillones, pero no importa, nacían del amor— las humedades de los mercados tanto pakistaníes como de exportación? ¿Se envolvieron los rusos ingleses americanos con el nombre inmortalizado de mi madre…? La historia de la marca Amina tiene que esperar un poco; porque la carrera de la Cantante Jamila está a punto de comenzar; el Tío Zaf ha ido de visita a la casa ensombrecida por la mezquita de Clayton Road.
Su verdadero nombre era Mayor (Retirado) Alauddin Latif; había oído hablar de la voz de mi hermana «al General Zulfikar, más amigo mío que la puñeta; estuve con él en las Fuerzas de Patrulla de la Frontera, allá en el 47». Apareció en casa de Alia Aziz poco después del decimoquinto cumpleaños de Jamila, robusto y radiante, revelando una boca llena de dientes de oro macizo. —Soy un tipo sencillo —explicó—, como nuestro ilustre Presidente. Pongo mi dinero a buen recaudo. —Como nuestro ilustre Presidente, el Mayor tenía la cabeza perfectamente esférica; a diferencia de Ayub Khan, Latif había dejado el Ejército y entrado en el negocio del espectáculo. El primer empresario del Pakistán en cifras absolutas, chico —le dijo a mi padre—. Nada más que con organización; una vieja costumbre del Ejército, más difícil de olvidar que la puñeta. —El Mayor Latif tenía una proposición que hacer: quería oír cantar a Jamila—. Y si es el dos por ciento de buena de lo que me dicen, señor mío, ¡la haré famosa! ¡Sí señor, de la noche a la mañana, sin duda alguna! Contactos: eso es todo lo que hace falta; contactos y organización; y el Mayor (Retirado) Latif, vuestro seguro servidor, los tiene todos. Alauddin Latif —subrayó, lanzándole un destello dorado a Ahmed Sinai—. ¿Conoce el cuento? Sólo tengo que frotar mi estupenda lámpara vieja, y allá va el genio que trae fama y fortuna. Su hija estará en manos más seguras que la puñeta. Que la puñeta.
Es una suerte para la legión de admiradores de la Cantante Jamila que Ahmed Sinai fuera un hombre enamorado de su esposa; dulcificado por su propia felicidad, no echó de casa al Mayor Latif sobre la marcha. Hoy creo también que mis padres habían llegado ya a la conclusión de que el don de su hija era demasiado extraordinario para guardárselo para ellos; la magia sublime de su voz de ángel había empezado a enseñarles los inevitables imperativos del talento. Pero a Ahmed y Amina les preocupaba una cosa. —Nuestra hija —dijo Ahmed… siempre fue el más anticuado de los dos, bajo la superficie…— es de una buena familia; ¿y usted quiere hacerla subir a un escenario, delante de Dios sabe cuántos hombres extraños…? —El Mayor pareció ofendido—. Señor —dijo estiradamente—, ¿cree que soy un hombre sin sensibilidad? Yo también tengo hijas, chico. Siete, gracias a Dios. He montado para ellas un pequeño negocio de agencia de viajes; sin embargo, es estrictamente por teléfono. No se me ocurriría ponerlas en una ventanilla. De hecho, es la mayor agencia de viajes telefónica de la ciudad. De hecho, enviamos maquinistas de tren a Inglaterra; y también wallahs de autobús. Lo que quiero decir —añadió apresuradamente— es que su hija sería tan respetada como las mías. En realidad, más; ¡ella será una estrella!
Las hijas del Mayor Lafti —Safia y Rafia y otras cinco -afias— fueron apodadas, colectivamente, «las Zafias» por lo que quedaba del Mono en mi hermana; su padre llevó primero el mote de «Papá-Zafia» y luego el de Tío —título de cortesía— Zaf. Él hizo honor a su palabra; en seis meses, la Cantante Jamila tendría discos de éxito, un ejército de admiradores, todo; y todo ello, como explicaré dentro de un momento, sin revelar su rostro.
El Tío Zaf se convirtió en algo permanente en nuestras vidas; visitaba la casa de Clayton Road la mayoría de las tardes, a la hora que yo estaba acostumbrado a considerar del cóctel, para beber a sorbitos su jugo de granada y pedirle a Jamila que le cantase algo. Ella, que se estaba convirtiendo en la más encantadora de las chicas, lo complacía siempre… después de lo cual él se aclaraba la garganta como si se le hubiera quedado algo en ella, y empezaba a bromear sobre el matrimonio. Sus sonrisas de veinticuatro quilates me cegaban, mientras él: —Ya es hora de que tomes esposa, jovencito. Hazme caso: búscate una chica que tenga buen seso y malos dientes; ¡tendrás un amigo y una caja fuerte, todo en una pieza! —Las hijas del Tío Zaf, según pretendía él, se ajustaban todas a esa descripción… Yo, violento, oliendo que sólo bromeaba a medias, exclamaba—: ¡Vamos, Tío Zaf! —Él conocía su mote; hasta le gustaba bastante. Dándome una palmada en el muslo, me decía—: ¿Haciéndote el duro, eh? Bien hecho, puñeta. Está bien, muchacho: elige a una de mis hijas, y te garantizo que le sacarán todos los dientes; ¡para cuando te cases con ella tendrá como dote una sonrisa de un millón de dólares! —Después de lo cual mi madre conseguía normalmente cambiar de tema; no le gustaba la idea del Tío Zaf, por muy preciosas que fueran las dentaduras… esa primera noche, como después con tanta frecuencia, Jamila cantó para el Mayor Alauddin Latif. Su voz salió flotando por la ventana, haciendo callar al tráfico; los pájaros dejaron de parlotear y, en la tienda de hamburguesas del otro lado de la calle, apagaron la radio; la calle se llenó de personas inmóviles, y la voz de mi hermana las cubrió… al terminar, nos dimos cuenta de que el Tío Zaf estaba llorando.
—Una joya —dijo tocando la bocina en su pañuelo—. Señor y señora, su hija es una joya. Me siento humillado, totalmente. Más humillado que la puñeta. Ella me ha demostrado que una voz de oro es preferible incluso a unos dientes de oro.
Y, cuando la fama de la Cantante Jamila llegó al punto en que no pudo seguir evitando dar un concierto público, fue el Tío Zaf quien lanzó el rumor de que ella había sufrido un terrible accidente de coche, que la había desfigurado; fue el Mayor (Retirado) Latif quien ideó su famoso chadar blanco de seda que lo ocultaba todo, la cortina o velo, recargadamente bordado de brocado de oro y caligrafía religiosa, detrás de la cual se sentaba ella, recatadamente, siempre que actuaba en público. El chadar de la Cantante Jamila era sostenido por dos figuras musculosas e incansables, veladas también (aunque más sencillamente) de la cabeza a los pies… la versión oficial era que se trataba de sus sirvientes, pero su sexo era imposible de determinar a través de los burqas; y, en el centro mismo del chadar, el Mayor había hecho cortar un agujero. Diámetro: tres pulgadas. Circunferencia: bordada con el hilo de oro más fino. Así fue como la historia de nuestra familia, una vez más, se convirtió en el destino de la nación, porque, cuando Jamila cantó con los labios contra aquella abertura del brocado, el Pakistán se enamoró de una muchacha de quince años a la que sólo podía vislumbrar a través de una sábana perforada, de oro y blanco.
El rumor del accidente puso el broche final a su popularidad; sus conciertos abarrotaron el teatro Bambino de Karachi y llenaron el Shalimar-bagh de Lahore; sus discos encabezaban constantemente las listas de ventas. Y a medida que se convirtió en dominio público, «Angel del Pakistán», «La Voz de la Nación», el «Bulbul-e-Din» o «Ruiseñor de la Fe», y empezó a recibir mil y una proposiciones de matrimonio por semana; a medida que se convirtió en la hija favorita del país entero y asumió una existencia que amenazaba ahogar su posición en nuestra propia familia, fue presa de los dos virus gemelos de la fama, el primero de los cuales la hizo víctima de su propia imagen pública, porque el rumor del accidente la obligaba a llevar un burqa de oro y blanco en todo momento, incluso en el colegio de mi tía Alia, al que siguió yendo; mientras que el segundo virus la expuso a esas exageraciones y simplificaciones de sí mismo que son los efectos secundarios inevitables del estrellato, de forma que la ciega y cegadora devoción religiosa y el nacionalismo con-razón-o-sin-ella que habían empezado ya a surgir en Jamila comenzaron a dominar su personalidad, con exclusión de casi todo lo demás. La publicidad la aprisionó dentro de una tienda dorada; y, al ser la nueva hija-de-la-nación, su carácter comenzó a deber más a los aspectos más estridentes de ese personaje nacional que al mundo infantil de sus años de Mono.
La voz de la Cantante Jamila estaba constantemente en la emisora La Voz del Pakistán, de forma que en las aldeas de las Alas Occidental y Oriental llegó a parecer un ser sobrenatural, incapaz de sentir fatiga, un ángel que cantaba para su pueblo día y noche; mientras que Ahmed Sinai, cuyos escasos escrúpulos restantes en relación con la carrera de su hija se habían visto más que calmados por las enormes ganancias de ella (aunque en otro tiempo había sido un hombre de Delhi, era ahora, en el fondo, un auténtico musulmán de Bombay, y ponía las cuestiones de dinero por encima de la mayoría de las otras cosas), se aficionó a decirle a mi hermana: —Ya ves hija: la decencia, la pureza, el arte y el buen sentido comercial pueden ser una misma cosa; tu viejo padre ha sido suficientemente sensato para comprenderlo. —Jamila sonreía encantadoramente y se mostraba de acuerdo… estaba dejando de ser un marimacho flacucho para convertirse en una belleza esbelta, de ojos rasgados y piel dorada, con el cabello tan largo que casi se podía sentar sobre él; hasta su nariz tenía buen aspecto—. En mi hija —le dijo orgullosamente Ahmed Sinai al Tío Zaf— son los rasgos nobles de mi rama familiar los que han dominado. —El Tío Zaf me echó una mirada curiosa y torpe y carraspeó—. Una chica más guapa que la puñeta, señor —le dijo a mi padre—. Estupenda, caray.
El trueno de los aplausos no estaba nunca lejos de los oídos de mi hermana; en su primer recital, hoy legendario, en el Bambino (teníamos entradas facilitadas por el Tío Zaf —«¡Unas entradas mejores que la puñeta!»— junto a sus siete Zafias, todas veladas… El Tío Zaf me dio un codazo en las costillas: «¡Vamos muchacho… escoge! ¡Haz tu elección! ¡Recuérdalo: la dote!», y yo me ruboricé mirando fijamente al escenario), los gritos de «Wah! Wah!» eran a veces más fuertes que la voz de Jamila; y después de la función la encontramos en su camerino ahogándose en un mar de flores, de forma que tuvimos que abrirnos paso por el floreciente jardín alcanforado del amor de la nación, y la hallamos casi desmayada, no de fatiga, sino por el perfume de adoración, abrumadoramente fragante, con que habían llenado las flores su habitación. También yo sentí que la cabeza me empezaba a flotar; hasta que el Tío Zaf comenzó a tirar flores a grandes toneladas por la ventana abierta —las recogió una multitud de admiradores— mientras exclamaba—: ¡Las flores están muy bien, puñeta, pero hasta una heroína nacional necesita aire!
Hubo aplausos también en la velada en que la Cantante Jamila (y familia) fue invitada a la Casa del Presidente a fin de que cantase para el comandante de los pimenteros. Haciendo caso omiso de las noticias de revistas extranjeras sobre malversaciones de caudales y cuentas en bancos suizos, nos restregamos la piel hasta relucir; una familia que está en el negocio de las toallas tiene la obligación de ser inmaculadamente limpia. El Tío Zaf dio a sus dientes de oro un pulido supercuidadoso ¡y, en una gran sala dominada por los retratos enguirnaldados de Muhammad Ali Jinnah, el fundador del Pakistán, el Quaid-i-Azam, y su asesinado amigo y sucesor Liaquat Ali, se sostuvo en alto la sábana perforada y mi hermana cantó. Por fin cesó la voz de Jamila, una voz con galones de oro sucedió a la canción de ella, ribeteada de brocado. —Jamila, hija —pudimos escuchar—, tu voz será una espada para la pureza; un arma con la que limpiaremos las almas de los hombres. —El Presidente Ayub, por propia confesión, era un simple soldado; inculcó a mi hermana las virtudes simples y militares de la fe-en-los-jefes y la confianza-en-Dios; y ella—: La voluntad del Presidente será la voz de mi corazón. —A través de un agujero de una sábana perforada, Jamila se consagró al patriotismo, y el diwan-ikhas, la sala de aquella audiencia privada, resonó de aplausos, ahora corteses, no los salvajes wah-wahs de la muchedumbre del Bambino, sino la aprobación estrictamente reglamentada de las chatarras-y-estrellas engalonadas y el encantado aplauso de unos padres llorosos—. ¡Vaya! —susurró el Tío Zaf—. ¿La puñeta, no?
Lo que yo podía oler, Jamila podía cantarlo. Verdad belleza felicidad dolor: cada una tenía su fragancia distinta, que mi nariz podía distinguir; cada una, en las actuaciones de Jamila, podía encontrar su voz ideal. Mi nariz, su voz: eran dones exactamente complementarios; pero se estaban separando. Mientras Jamila cantaba canciones patrióticas, mi nariz prefería demorarse en los olores más feos que la invadían: la amargura de la tía Alia, el penetrante e inalterable hedor de las mentes cerradas de mis compañeros de estudios ¡de forma que, mientras ella se remontaba a las nubes, yo me hundía en las cloacas.
Mirando atrás, sin embargo, creo que ya estaba enamorado de ella, mucho antes de que me lo dijeran… ¿hay pruebas del inmencionable amor a su hermana de Saleem? Las hay. La Cantante Jamila tenía una pasión en común con el desaparecido Mono de Latón; le encantaba el pan. ¿Chapatis, parathas, tandoori nans? Sí, pero. Bueno, entonces: ¿prefería la levadura? La prefería; mi hermana —a pesar de su patriotismo— añoraba siempre el pan con levadura. Y, en todo Karachi, ¿cuál era la única fuente de barras de pan con levadura de calidad? No una panadería; el mejor pan de la ciudad lo daban por una trampilla de una pared, por lo demás ciega, todos los jueves por la mañana, las hermanas de la orden de clausura de Santa Ignacia. Cada semana, con mi scooter Lambretta, le llevaba a mi hermana las barras calientes y tiernas de las monjas. A pesar de las largas colas serpenteantes; sin prestar atención al olor excesivamente cargado de especias, picante y lleno de estiércol de las estrechas calles que rodeaban el convento; haciendo caso omiso de todas las demás cosas que reclamaban mi tiempo, yo recogía el pan. En mi corazón no había absolutamente ninguna crítica; ni una sola vez le pregunté a mi hermana si ese último vestigio de su antiguo coqueteo con el cristianismo no podía parecer poco apropiado en su nuevo papel de Ruiseñor de la Fe…
¿Se puede rastrear los orígenes de un amor antinatural? Saleem, que había deseado vivamente ocupar un lugar en el centro de la Historia, ¿perdió la cabeza por lo que vio en su hermana de sus propias esperanzas en la vida? ¿Se enamoró el muy mutilado ex Mocoso, miembro tan destrozado de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche como la marcada mendiga Sundari, de la nueva plenitud de su medio hermana? Habiendo sido en otro tiempo el Mubarak, el Bienaventurado, ¿adoré en mi hermana la realización de mis sueños más íntimos…? Sólo diré que no tuve conciencia de lo que me había ocurrido hasta que, con una scooter entre mis muslos de dieciséis años, comencé a seguirles la pista a las putas.
Mientras Alia se consumía a fuego lento; durante los primeros tiempos de las toallas marca Amina; en medio de la apoteosis de la Cantante Jamila; cuando una casa de pisos en desnivel, levantada por orden de un cordón umbilical, distaba mucho de haber sido terminada; en la época del amor tardíamente florecido de mis padres ¡rodeado por las certidumbres un tanto estériles del país de los puros, Saleem Sinai se reconcilió consigo mismo. No diré que no estuviera triste; negándome a censurar mi pasado, admitiré que Saleem era tan hosco, a menudo tan poco cooperativo, sin duda tan imprevisible como la mayoría de los chicos de su edad. Sus sueños, denegados los hijos de la medianoche, se llenaron de nostalgia hasta la náusea, de forma que a menudo se despertaba sofocado por el pesado almizcle del pesar, que dominaba sus sentidos; tuvo pesadillas de números que avanzaban uno dos tres, y de un par de rodillas prensiles que apretaban, estrangulaban… pero tenía un nuevo don, y una scooter Lambretta, y (aunque todavía inconscientemente), un amor humilde y sumiso por su hermana… apartando mis ojos de narrador del pasado descrito, insisto en que Saleem, lo-mismo-entonces-que-ahora, logró dirigir su atención hacia un futuro todavía-no-descrito. Escapándome, siempre que me era posible, de una vivienda en la que los acres vapores de la envidia de mi tía hacían la vida insoportable, y también de un colegio lleno de otros olores igualmente desagradables, montaba en mi corcel motorizado y exploraba las avenidas olfatorias de mi nueva ciudad. Y, después de haber sabido de la muerte de mi abuelo en Cachemira, me decidí más aún a ahogar el pasado en el estofado espeso y burbujeante de olores del presente… ¡Oh primeros días vertiginosos anteriores a la categorización! Sin forma, antes de que yo empezara a conformarlas, las fragancias me llegaban a raudales: los lúgubres y podridos vapores de las heces animales de los jardines del museo de Frere Road, los olores de cuerpos pustulosos de hombres jóvenes, de amplios pijamas, que se cogían de la mano en las tardes del Sadar, la agudeza de cuchillo de las nueces de betel expectoradas y la mezcla agridulce de betel y opio: en las callejas repletas de vendedores que había entre Elphinstone Street y Victoria Road se inhalaban «paanscohete». Olores de camello, olores de coche, la irritación de mosquito de los humos de las rickshaws motorizadas, el aroma de los cigarrillos de contrabando y del «estraperlo», los efluvios competitivos de los conductores de autobús de la ciudad y el simple sudor de sus pasajeros-apretados-como-sardinas. (Un conductor de autobús se sulfuró tanto al ser pasado por un rival de otra compañía —el nauseabundo olor de la derrota fluía de sus glándulas— que llevó su autobús a casa de su contrincante por la noche, tocó la bocina hasta que salió el pobre tipo, y le pasó las ruedas por encima, apestando, como mi tía, a venganza.) Las mezquitas derramaban sobre mí el itr de la devoción ¡podía oler las pomposas emanaciones de poder que soltaban los automóviles con banderín del Ejército; hasta en las carteleras de los cines podía distinguir los baratos perfumes chillones de los westerns-espaguetis importados y de las películas de artes marciales más violentas jamás filmadas. Fui, durante algún tiempo, una persona drogada, y mi cabeza vacilaba bajo las complejidades del olor; pero entonces mi irresistible deseo de forma se impuso, y sobreviví.
Las relaciones indopakistaníes se deterioraban; se cerraron las fronteras, de forma que no pudimos ir a Agra a llorar la muerte de mi abuelo; la emigración de la Reverenda Madre al Pakistán se vio un tanto retrasada. Entretanto, Saleem estaba elaborando una teoría general del olfato: habían comenzado los procesos de clasificación. Yo consideraba ese enfoque científico como mi acto de obediencia propio y personal al espíritu de mi abuelo… para empezar, perfeccioné mi habilidad para distinguir, hasta que pude separar las infinitas variedades de nuez de betel y (con los ojos cerrados) las doce marcas diferentes que había de bebidas gaseosas. (Mucho antes de que el comentarista norteamericano Herbet Feldmann llegara a Karachi para deplorar la existencia de una docena de aguas con gas en una ciudad que sólo tenía tres proveedores de leche embotellada, yo podía distinguir con los ojos vendados la Pakola de la Hoffman’s Mission, y la Citra Cola de la Fanta. Feldmann veía en esas bebidas una manifestación del imperialismo capitalista; yo, olfateando cuál era Canada Dry y cuál 7-Up, separando infaliblemente la Pepsi de la Coke, estaba más interesado en aprobar aquel sutil examen olfatorio. Identificaba y nombraba a ciegas la Double Kola y la Koka Kola, la Perri Cola y el Bubble Up). Sólo cuando estuve seguro de dominar los olores físicos pasé a esos otros aromas que sólo yo podía oler: los perfumes de las emociones y de los mil y un impulsos que nos hacen humanos: amor y muerte, codicia y humildad, tener y no tener fueron etiquetados y colocados en ordenados compartimientos de mi mente.
Primeros intentos de ordenación: traté de clasificar los olores por su color: la ropa interior hirviendo y la tinta de imprenta del Daily Jang compartían una calidad azulada, mientras que la teca antigua y los pedos frescos eran de un castaño oscuro. A los automóviles y los cementerios los clasifiqué juntos como grises… también había una clasificación-por-pesos: olores peso mosca (el papel), olores peso gallo (cuerpos recién jabonados, hierba), pesos medios (sudor, reina de la noche); el shahi-korma y la grasa de bicicleta eran los semipesados de mi sistema, en tanto que la cólera, el pachulí, la traición y el estiércol figuraban entre los hedores peso pesado de la tierra. Y tenía también un sistema geométrico: la redondez de la alegría y la angulosidad de la ambición; tenía olores elípticos, y también ovales y cuadrados… lexicógrafo de la nariz, recorría Bunder Road y las P.E.C.H.S.[9]; botánico, cazaba bocanadas como mariposas en la red de mis pelos nasales. ¡Oh viajes maravillosos antes del nacimiento de la filosofía…! Porque pronto comprendí que, para tener algún valor, mi trabajo tenía que cobrar una dimensión moral; que las únicas divisiones importantes eran las gradaciones infinitamente sutiles de los olores del bien y del mal. Habiendo comprendido la naturaleza decisiva de la moralidad, habiendo olfateado que los olores podían ser sacros o profanos, inventé, en el aislamiento de mis excursiones en scooter, la ciencia de la ética nasal.
Sagrados: velos purdah, carne halal, torres de almuédano, esterillas de rezar; profanos: discos occidentales, carne de cerdo, alcohol. Ahora comprendía por qué los mullahs (sagrados) se negaban a entrar en aeroplanos (profanos) la noche antes de Eid-ul-Fitr, y ni siquiera estaban dispuestos a entrar en vehículos cuyo olor secreto era la antítesis de la santidad, a fin de estar seguros de ver la luna nueva. Aprendí la incompatibilidad olfatoria entre el Islam y el socialismo, y la inalienable oposición existente entre el after-shave de los socios del Sind Club y el tufo de la pobreza de los mendigos que duermen en la calle a las puertas del Club… cada vez más, sin embargo, me convencí de una desagradable verdad: a saber, que lo sagrado, o lo bueno, tenía poco interés para mí, aunque esos aromas rodeasen a mi hermana mientras cantaba; en tanto que la acritud de la alcantarilla parecía atraerme de una forma fatalmente irresistible. Además, yo tenía dieciséis años ¡había cosas que se agitaban bajo mi cinturón, dentro de mis pantalones blancos de dril; y ninguna ciudad que encierra a sus mujeres anda nunca escasa de putas. Mientras Jamila cantaba la santidad y el amor-a-la-patria, yo exploraba lo profano y la lujuria. (Tenía dinero para tirar; mi padre se había vuelto generoso al mismo tiempo que amante.)
En el mausoleo de Jinnah, eternamente inacabado, yo recogía mujeres de la calle. Otros jóvenes venían aquí para seducir a las chicas americanas y llevárselas a habitaciones de hotel o piscinas; yo prefería conservar mi independencia y pagar. Y finalmente descubrí a la puta de las putas, cuyos dones eran reflejo de los míos. Se llamaba Tai Bibi, y pretendía tener quinientos doce años.
¡Pero qué olor! El rastro más rico que él, Saleem, había olfateado nunca; se sintió embrujado por algo que había en él, cierto aire de majestad histórica… y se descubrió a sí mismo diciéndole a aquella criatura sin dientes: —No me importa tu edad; lo que vale es el olor.
(«Dios santo», me interrumpe Padma. «Una cosa así… ¿cómo pudiste?»)
Aunque ella no insinuó jamás ninguna conexión con ningún barquero cachemiro, el nombre de Tai Bibi ejercía el mayor de los atractivos; aunque quizá le estaba siguiendo la corriente a Saleem cuando dijo: —Muchacho, tengo quinientos doce años —el sentido de la Historia de él se despertó sin embargo. Pensad de mí lo que queráis; me pasé una tarde calurosa y húmeda en una habitación de una casa de vecindad que contenía un colchón infestado de pulgas y una bombilla desnuda, y la puta más vieja del mundo.
¿Qué era en definitiva lo que hacía a Tai Bibi irresistible? ¿Qué don de control poseía que hacía avergonzarse a las otras putas? ¿Qué era lo que enloquecía las narices recientemente sensibilizadas de nuestro Saleem? Padma: mi antigua prostituta poseía un dominio de sus glándulas tan total que podía alterar sus olores corporales para que igualaran a los de cualquier persona del mundo. Eccrinas y apocrinas obedecían las instrucciones de su anticuada voluntad; y aunque decía: —No esperes que lo haga de pie; no me podrías pagar lo suficiente para eso —sus dones de perfume eran más de lo que él podía soportar.
(… «Chhi-chhi», Padma se tapa los oídos. «Dios santo, qué hombre más verdiguarro, no lo sospechaba»…)
De manera que allí estaba él, aquel joven raro y horrible, con una vieja bruja que le dijo: —No me pondré de pie; los callos —y entonces notó que el mencionar los callos parecía excitarlo; susurrándole el secreto de su facilidad eccrina-y-apocrina, le preguntó si quería que imitase los olores de alguien: él se los describiría y ella lo intentaría, y así, por tanteo, podrían… y al principio él lo rechazó, No no no, pero ella lo engatusó con su voz de papel arrugado, hasta que, porque estaba solo, fuera del mundo y fuera del tiempo, solo con aquella inverosímil arpía vieja y mitológica, comenzó a describirle olores con toda la perspicacia de su milagrosa nariz, y Tai Bibi comenzó a imitar sus descripciones, dejándolo pasmado cuando, por sucesivos tanteos, consiguió reproducir los olores corporales de su madre sus tías, ajá eso te gusta verdad pequeño sahibzada, vamos, mete la nariz cuanto quieras, desde luego eres un tipo curioso… hasta que de pronto, por accidente, sí, juro que no le hice hacerlo, de pronto, durante los tanteos, la más indecible fragancia del mundo brota de aquel cuerpo agrietado arrugado antiguo como el cuero, y ahora él no puede esconder lo que ella ve, ajá, pequeño sahibzada, qué es lo que he encontrado, no tienes que decirme quién es, pero esa ella es Ella, sin duda alguna.
Y Saleem: —Cállate cállate… —Pero Tai Bibi, con la inexorabilidad de su antigüedad cacareante insiste—: Ajá, sí, seguro, tu amada, pequeño sahibzada… ¿quién es? ¿Quizá tu prima? Tu hermana… —La mano de Saleem se está cerrando en un puño; su mano derecha, a pesar del dedo mutilado, está considerando la violencia… y ahora Tai Bibi—: ¡Dios santo, sí! ¡Tu hermana! ¡Vamos, págame, no puedes esconder lo que tienes ahí en plena frente! —Y Saleem reúne sus ropas lucha por ponerse los pantalones Cállate vieja bruja Mientras ella Sí vete, vete, pero si no me pagas yo, yo, ya verás de lo que soy capaz, y ahora las rupias vuelan por la habitación y descienden flotando alrededor de aquella cortesana de quinientos doce años, Toma toma pero cállate esa cara horrible, mientras ella Cuidado principito mío tú tampoco eres tan hermoso, ahora está vestido y sale a toda prisa de la casa, su scooter Lambretta lo aguarda pero los golfillos se han orinado en el sillín, se aleja tan deprisa como puede, pero la verdad va con él, y ahora Tai Bibi se asoma por la ventana y le grita—: ¡Eh, bhaenchud! Eh, follador de tu hermana, ¿por qué corres? ¡Lo que es verdad es verdad es verdad…!
Podéis preguntar con razón: ¿Ocurrió realmente de esa… Pero no tendría efectivamente quinientos… sin embargo he jurado confesarlo todo e insisto en que supe el secreto inmencionable de mi amor por la Cantante Jamila, de los labios y las glándulas odoríparas de la más excepcional de las putas.
—Nuestra señora Braganza tiene razón —me riñe Padma—. Dice que los hombres no tienen en la cabeza más que caca. —Yo hago caso omiso de ella; se tratará de la señora Braganza, y de su hermana la señora Fernandes, a su debido tiempo; de momento, esta última tiene que contentarse con la contabilidad de la fábrica mientras la primera cuida de mi hijo. Y mientras tanto, para volver a cautivar la atención absorta de mi escandalizada Padma, contaré un cuento de hadas.
Hace mucho tiempo, en el lejano principado septentrional de Kif, vivía un príncipe que tenía dos bellas hijas, un hijo de buen aspecto igualmente notable, un automóvil Rolls-Royce flamante y excelentes contactos políticos. Ese príncipe, o Nawab, creía apasionadamente en el progreso, y por eso había concertado el compromiso de su hija mayor con el hijo del próspero y famoso General Zulfikar; a su hija menor tenía grandes esperanzas de casarla con el hijo del propio Presidente. En cuanto a su automóvil, el primero que se vio en su valle rodeado de montañas, lo amaba casi tanto como a sus hijos; le afligía que sus súbditos, que se habían acostumbrado a utilizar las carreteras de Kif para relaciones sociales, peleas y juegos de tiro-a-la-escupidera, rehusaran apartarse cuando pasaba. Hizo una proclama, explicando que el coche representaba el futuro y había que dejarlo pasar; la gente no hizo caso del aviso, aunque estaba pegado en la delantera de las tiendas y en las paredes, e incluso, según se dice, en los flancos de las vacas. El segundo aviso fue más perentorio, porque ordenaba a los ciudadanos que dejaran libres las carreteras cuando oyeran la bocina del coche; los kifíes, sin embargo, continuaron fumando y escupiendo y discutiendo en las calles. El tercer aviso, adornado con un dibujo sanguinolento, decía que, en adelante, el coche atropellaría a todo el que no obedeciera su bocina. Los kifíes añadieron otros dibujos, más escandalosos, al que había en el cartel; y entonces el Nawab, que era un hombre bueno pero no de infinita paciencia, hizo de verdad lo que había amenazado hacer. Cuando la famosa cantante Jamila llegó con su familia y su empresario para cantar en la ceremonia de compromiso de su primo, el coche fue sin dificultades desde la frontera hasta el palacio; y el Nawab dijo con orgullo: —No hay problema; ahora respetan al coche. Se ha obrado el Progreso.
Mutasim, el hijo del Nawab, que había viajado por el extranjero y llevaba el pelo de una forma que se llamaba «a lo Beetle», era una fuente de preocupaciones para su padre; porque, aunque era tan guapo que, siempre que viajaba por Kif, las chicas de joyas de plata en la nariz se desmayaban al calor de su belleza, parecía no interesarse por esas cuestiones, contentándose con sus ponies de polo y su guitarra, en la que tocaba extrañas canciones occidentales. Llevaba camisas camperas en las que las notas musicales y las señales de tráfico extranjeras entraban en colisión con los cuerpos semidesnudos de chicas de piel rosada. Pero cuando la Cantante Jamila, oculta por un burqa de brocado de oro, llegó al palacio, Mutasim el Hermoso —que, debido a sus viajes por el extranjero, no había oído nunca los rumores sobre su rostro desfigurado— se obsesionó con la idea de verle la cara; se había enamorado perdidamente de la visión fugaz de sus recatados ojos a través de la sábana perforada.
En aquellos días, el Presidente del Pakistán había decretado unas elecciones; iban a celebrarse al día siguiente de la ceremonia de compromiso, con una forma de sufragio llamada Democracia Básica. Los cien millones de personas del Pakistán habían sido divididos en ciento veinte mil partes aproximadamente iguales, y cada parte estaba representada por un Demócrata Básico. El colegio electoral, compuesto por ciento veinte mil «D.B.», elegiría al Presidente. En Kif, los 420 Demócratas Básicos incluían mullahs, barrenderos, el chófer del Nawab, muchos hombres que cultivaban hachís en aparcería en la hacienda del Nawab, y otros ciudadanos leales; el Nawab los invitó a todos a la ceremonia de la henna de su hija. Sin embargo, se vio obligado a invitar también a dos auténticos badmashes, los escrutadores del Partido Combinado de la Oposición. Esos badmashes se peleaban entre sí continuamente, pero el Nawab fue cortés y acogedor. —Esta noche sois mis respetados amigos —les dijo—, y mañana será otro día. —Los badmashes comieron y bebieron como si no hubiesen visto nunca comida antes, pero se dijo a todo el mundo —hasta a Mutasim el Hermoso, que tenía menos paciencia que su padre— que los tratara bien.
El Partido Combinado de la Oposición, como no os sorprenderá oír, era una colección de sinvergüenzas y granujas de primera categoría, unidos sólo por su determinación de derribar al Presidente y volver a los viejos y malos tiempos en que eran los civiles, y no los soldados, quienes se llenaban los bolsillos con cargo al erario público; pero por alguna razón habían conseguido un líder formidable. Era la señora Fatima Jinnah, hermana del fundador de la nación, una mujer de antigüedad tan reseca que el Nawab sospechaba que había muerto hacía tiempo y había sido disecada por algún maestro taxidermista… idea que apoyaba el hijo del Nawab, que había visto una película llamada El Cid en la que un hombre muerto conducía un ejército a la batalla… pero allí estaba ella sin embargo, empujada a la campaña electoral por el hecho de que el Presidente no había terminado los mármoles del mausoleo del hermano de ella; un enemigo terrible, situado por encima de calumnias y sospechas. Se decía incluso que su oposición al Presidente había hecho vacilar la fe del pueblo en él… ¿no era él, después de todo, la reencarnación de los grandes héroes islámicos de antaño? ¿De Muhammad bin Sam Ghuri, de Iltutmish y los mogoles? Hasta en el propio Kif, el Nawab había visto pegatinas del P.C.O. en lugares extraños; alguien había tenido incluso la cara de pegar una en el maletero de su Rolls. —Malos tiempos —le dijo el Nawab a su hijo. Mutasim contestó—: A eso llevan las elecciones… ¿por qué tienen que votar los limpiadores de letrinas y los sastres de mala muerte para elegir a un gobernante?
Pero hoy era un día de felicidad; en las habitaciones de la zenana, las mujeres estaban decorando las manos y los pies de la hija del Nawab con delicados arabescos de henna; pronto llegarían el General Zulfikar y su hijo Zafar. Los gobernantes de Kif apartaron de su mente las elecciones, negándose a pensar en la figura ruinosa de Fatima Jinnah, la mader-i-millat o madre de la nación que con tanta dureza había decidido confundir la decisión de sus hijos.
En las habitaciones del grupo de la Cantante Jamila, reinaba también una felicidad suprema. Su padre, un fabricante de toallas que parecía no poder soltar la suave mano de su esposa, exclamaba: —¿Lo veis? ¿De quién es la hija que va a actuar aquí? ¿Es una chica de los Haroons? ¿Una mujer de los Valikas? ¿Una moza de los Dawoods o los Saigols? ¡Un cuerno! —… Pero su hijo Saleem, un tipo infortunado de cara de caricatura, parecía presa de un profundo malestar, abrumado quizá por su presencia en el escenario de grandes acontecimientos históricos; le echaba miradas a su superdotada hermana, con algo en los ojos que parecía vergüenza.
Aquella tarde, Mutasim el Hermoso se apartó con Saleem, el hermano de Jamila, y se esforzó por hacerse amigo suyo; le enseñó los pavos reales importados del Rajastán antes de la Partición y la preciosa colección de libros de encantamientos del Nawab, de la que él sacaba los talismanes y conjuros que lo ayudaban a gobernar con sagacidad; y mientras Mutasim (que no era el más inteligente ni prudente de los jóvenes) acompañaba a Saleem a dar una vuelta por el campo de polo, le confesó que había escrito un encantamiento amoroso en un pedazo de pergamino, con la esperanza de poder apretarlo contra la mano de la famosa Cantante Jamila y hacer que se enamorase de él. En ese momento, a Saleem se le puso cara de perro de mal carácter y trató de marcharse; pero Mutasim le rogó entonces que le dijera qué aspecto tenía realmente la Cantante Jamila. Saleem, sin embargo, guardó silencio; hasta que Mutasim, dominado por su loca obsesión, le pidió que lo llevara suficientemente cerca de Jamila para poder apretarle su encantamiento en la mano. Entonces Saleem, cuya mirada taimada no fue percibida por el herido de amor, Mutasim, le dijo: —Dame el pergamino; —y Mutasim, que, aunque experto en la geografía de las ciudades europeas, era inocente en asuntos mágicos, le entregó su encantamiento a Saleem, creyendo que daría resultado en su favor aunque lo aplicase otro.
El anochecer se acercaba al palacio; el convoy de coches que traía al General y la Begum Zulfikar, a su hijo Zafar y a amigos se acercaba también. Pero entonces el viento cambió, comenzando a soplar desde el norte, un viento frío, y también un viento intoxicante, porque en el norte de Kif estaban los mejores campos de hachís del país, y en aquella época del año las plantas femeninas estaban maduras y en celo. El aire se llenó del perfume de la embriaguez lasciva de las plantas, y quien lo respiraba se drogaba hasta cierto punto. La alelada beatitud de esas plantas afectó a los conductores del convoy, que sólo llegaron al palacio con mucha suerte, después de haber derribado cierto número de barberías callejeras e invadido por lo menos un salón de té, dejando a los kifíes preguntándose si los nuevos carruajes sin caballos, después de haberles robado las calles, iban a quitarles ahora también sus casas.
El viento del norte penetró en la nariz enorme y sumamente sensible de Saleem, el hermano de Jamila, y lo puso tan soñoliento que se quedó dormido en su cuarto; de forma que se perdió los acontecimientos de una velada en la que, como supo después, el viento hachisino transformó la conducta de los invitados a la ceremonia de los esponsales, haciéndolos reírse convulsivamente y mirarse provocativamente unos a otros, con ojos de párpados pesados; generales engalonados se sentaban con las piernas abiertas en sillas doradas y soñaban con el Paraíso. La ceremonia del mehndi se desarrolló en medio de un contento soñoliento tan profundo que nadie se dio cuenta de que el novio se relajaba tan completamente que mojó sus pantalones; y hasta los peleones badmashes del P.C.O. se cogieron del brazo y cantaron una canción folclórica. Y cuando Mutasim el Hermoso, poseído por la lujuria de las plantas de hachís, trató de meter la cabeza tras la gran sábana de seda oro-y-blanca con su único agujero, el Mayor Alauddin Latif lo contuvo con buen humor beatífico, impidiéndole ver el rostro de la Cantante Jamila sin hacerle siquiera sangre en la nariz. La velada terminó cuando todos los invitados se quedaron dormidos en sus mesas; pero la Cantante Jamila fue acompañada a sus habitaciones por un Latif soñoliento-radiante.
A medianoche, Saleem se despertó y vio que seguía teniendo el pergamino mágico de Mutasim el Hermoso en la mano derecha; y, como el viento del norte seguía soplando suavemente en su cuarto, resolvió deslizarse, en chappals y bata, por los oscurecidos corredores del encantador palacio, pasando por delante de todos los detritos acumulados de un mundo en decadencia, armaduras herrumbrosas y antiguas tapicerías que proporcionaban siglos de comida a los mil millones de polillas del palacio, las gigantes truchas mahaseer que nadaban en mares de cristal, y una profusión de trofeos de caza, incluido un pájaro teetar de oro deslustrado, sobre una peana de teca, que conmemoraba el día en que un Nawab anterior, en compañía de Lord Curzon y su partida, mató 111.111 teetars en un solo día; se deslizó por delante de las estatuas de pájaros muertos hasta las habitaciones de la zenana donde dormían las mujeres del palacio, y entonces, husmeando el aire, eligió una puerta, hizo girar el pomo y entró.
Había una cama gigante, de flotante mosquitero, presa en un raudal de luz incolora de la enloquecedora luna de medianoche; Saleem avanzó hacia ella, y entonces se detuvo, porque vio, en la ventana, la figura de un hombre que trataba de penetrar en la habitación. Mutasim el Hermoso, habiendo perdido la vergüenza por su enamoramiento y el viento hachisino, había decidido ver el rostro de Jamila, a cualquier precio… Y Saleem, invisible en las sombras de la habitación, gritó: —¡Manos arriba! ¡O disparo! —Saleem se estaba tirando un farol; pero Mutasim, que tenía las manos en el alféizar de la ventana, aguantando todo su peso, no lo sabía, y se encontró ante un dilema: ¿seguir colgado y recibir un tiro, o soltarse y darse una torta? Intentó discutir—: Tampoco tú deberías estar aquí —dijo—. Se lo diré a Amina Begum. —Había reconocido la voz de su opresor; pero Saleem le hizo ver la debilidad de su posición, y Mutasim, suplicando—: Está bien, pero no dispares —pudo bajar por donde había subido. Desde aquel día, Mutasim persuadió a su padre para que hiciera una proposición formal de matrimonio a los padres de Jamila; pero ella, que había nacido y crecido sin amor, conservaba su antiguo odio hacia todos los que pretendían amarla, y lo rechazó. Él dejó Kif y se vino a Karachi, pero ella no hizo caso de sus importunas proposiciones; y finalmente él entró en el Ejército y se convirtió en mártir en la guerra de 1965.
La tragedia de Mutasim el Hermoso, sin embargo es sólo una trama secundaria en nuestra historia, porque ahora Saleem y su hermana estaban solos, y ella, despierta por el intercambio de palabras entre los dos jóvenes, preguntó: —¿Saleem? ¿Qué ocurre?
Saleem se acercó a la cama de su hermana; su mano buscó la de ella; y el pergamino se apretó contra su piel. Sólo entonces Saleem, con la lengua suelta por la luna y la brisa empapada de lujuria, abandonó toda idea de pureza y confesó su propio amor a su boquiabierta hermana.
Hubo un silencio; luego ella exclamó: —Oh no, cómo puedes… —pero la magia del pergamino estaba batallando con la fuerza del odio al amor de ella, de forma que, aunque su cuerpo se puso rígido y espasmódico como el de un luchador, escuchó a Saleem que le explicaba que no había pecado, lo había pensado todo y, al fin y al cabo, no eran de verdad hermano y hermana; la sangre de las venas de él no era la sangre de las de ella; en la brisa de aquella noche demencial, intentó deshacer todos los nudos que ni siquiera la confesión de Mary Pereira había logrado desatar; pero incluso mientras hablaba podía oír cómo sus palabras sonaban a hueco, y comprendió que, aunque lo que estaba diciendo era la verdad literal, había otras verdades que se habían vuelto más importantes porque habían sido santificadas por el tiempo; y, aunque no había necesidad de sentir vergüenza ni horror, vio ambas emociones en la frente de ella, las olió en su piel y, lo que era peor, pudo sentirlas y olerlas en el interior y exterior de sí mismo. De modo que, al final, ni siquiera el pergamino mágico de Mutasim el Hermoso fue suficientemente poderoso para unir a Saleem Sinai y la Cantante Jamila; él salió de la habitación con la cabeza baja, seguido por los asustados ojos de ciervo de ella; y, con el tiempo, los efectos del embrujo se desvanecieron por completo, y ella se vengó horriblemente. Cuando él salía de la habitación, llenó los pasillos del palacio el alarido de una princesa recién prometida, que se había despertado de un sueño de su noche de bodas en el que, repentina e inexplicablemente, su lecho nupcial era inundado por un líquido amarillo y rancio; hizo luego investigaciones y, cuando supo que su sueño era proféticamente auténtico, resolvió no llegar nunca a la pubertad mientras viviera Zafar, a fin de poder quedarse en su alcoba palaciega y evitar el hediondo horror de la debilidad de él.
A la mañana siguiente, los dos badmashes del Partido Combinado de la Oposición se despertaron y se encontraron en sus propias camas; pero cuando se vistieron, abrieron la puerta de su alcoba y encontraron fuera a los dos soldados más imponentes del Pakistán, pacíficamente de pie con los fusiles atravesados, impidiéndoles la salida. Los badmashes recurrieron a gritos y halagos, pero los soldados permanecieron en su puesto hasta que se cerraron los colegios electorales; entonces desaparecieron silenciosamente. Los badmashes fueron a buscar al Nawab, y lo encontraron en su excepcional rosaleda; agitaron los brazos y levantaron las voces; se habló de parodia legal y de chapuza electoral; también de trapacería; pero el Nawab les enseñó trece variedades nuevas de rosa kifí, cruzadas por él mismo. Ellos siguieron vociferando —muerte-de-la-democracia, tiranía-autocrática— hasta que él sonrió amable, muy amablemente, y les dijo: —Queridos amigos, ayer se desposó mi hija con Zafar Zulfikar, muy pronto, espero, mi otra hija se casará con el querido hijo del propio Presidente. ¡Imagínense, pues… qué deshonra para mí, qué escándalo para mi nombre, si hubiera un solo voto en Kif contrario a mi futuro pariente! Amigos, yo soy un hombre para el que el honor es importante; de forma que quédense en mi casa, coman, beban; pero no me pidan algo que no puedo concederles.
Y todos vivimos felices… en cualquier caso, incluso sin la ficción tradicional de la última frase de los cuentos de hadas, mi historia termina realmente de un modo fantástico; porque, cuando los Demócratas Básicos cumplieron su deber, los periódicos —Jang, Dawn, Pakistán Times— anunciaron una victoria aplastante de la Liga Musulmana del Presidente sobre el Partido Combinado de la Oposición de la Mader-i-Millat; lo que me demuestra que sólo he sido el más humilde de los malabaristas-de-hechos; y que, en un país donde la verdad es lo que se le dice que sea, la realidad, de forma absolutamente literal, deja de existir, de forma que todo resulta posible salvo lo que se nos dice que es real; y quizá sea ésa la diferencia entre mi infancia india y mi adolescencia pakistaní: que en la primera estuve rodeado por una infinidad de realidades alternativas, mientras que en la segunda fui a la deriva, desorientado, en medio de un número igualmente infinito de falsedades, irrealidades y mentiras.
Un pajarito me susurra al oído: «¡No seas injusto! Nadie, ningún país tiene el monopolio de la mentira.» Acepto la crítica; lo sé, lo sé. Y, años más tarde, lo supo la Viuda. Y Jamila: para quien lo santificado-como-verdad (por el Tiempo, por la costumbre, por una declaración de su abuela, por falta de imaginación, por la aquiescencia paterna) resultó ser más creíble que lo que ella sabía que era verdadero.