EL BUDA

Con toda evidencia (porque de otro modo tendría que introducir en este punto alguna explicación fantástica de la continuación de mi presencia en este «torbellino de la vida»), podéis contarme entre aquellos a quienes la guerra del 65 no borró del mapa. Descalabrado por la escupidera, Saleem sufrió un raspado simplemente parcial, y sólo fue limpiado, mientras que otros, con menos fortuna, se vieron barridos; inconsciente en la sombra nocturna de la mezquita, me salvé por el agotamiento de los depósitos de municiones.

Lágrimas —que, en ausencia del frío cachemiro, no tienen absolutamente ninguna posibilidad de endurecerse y formar diamantes— resbalan por los entrañables contornos de las mejillas de Padma. —Ay, señor, ¡esa tamasha de guerra, que mata a los mejores y deja a los otros! —Con el aspecto de que hordas de caracoles hubieran bajado arrastrándose recientemente desde sus enrojecidos ojos, dejando en su cara rastros brillantes y pegajosos, Padma llora a mi clan planchado por las bombas. Yo sigo como de costumbre con los ojos secos, rehusando graciosamente darme por enterado del insulto involuntario que implica la lacrimosa exclamación de Padma.

—Llora por los vivos —la reprendo amablemente—. Los muertos tienen sus jardines alcanforados. —¡Aflígete por Saleem! Quien, excluido de las praderas celestiales por el continuo latido de su corazón, se despertó una vez más en medio de las fragancias metálicas y viscosas de una sala de hospital; para el que no había huríes, intocadas por hombre o djinn, que le prodigaran los prometidos consuelos de la eternidad… Tuve suerte de contar con los servicios a regañadientes y con gran tintineo de orinales de un voluminoso enfermero que, mientras me vendaba la cabeza, murmuraba agriamente que, con guerra o sin ella, a los doctor sahibs les gustaba irse los domingos a sus casitas de la playa—. Hubiera sido mejor que siguieras sin conocimiento un día más —profirió, antes de seguir por la sala repartiendo ánimos.

Aflígete por Saleem… quien, huérfano y purificado, privado de los cientos de alfilerazos diarios de la vida familiar, que eran los únicos que podían desinflar la gran fantasía hinchada de la Historia y reducirla a una escala humana más manejable, se había visto arrancado de raíz y lanzado sin ceremonias a través de los años, condenado a sumergirse sin recuerdos en una edad adulta cuyos aspectos todos se hacían cada día más grotescos.

Rastros frescos de caracoles en las mejillas de Padma. Obligado a intentar alguna especie de «Vamos, vamos», recurro a los avances cinematográficos. (¡Cómo me gustaban en el viejo Club de Cachorros de la Metro! ¡Qué relamerse los labios a la vista del título PRÓXIMAMENTE, superimpuesto sobre un ondulante terciopelo azul! ¡Qué hacerse la boca agua anticipadamente, ante una pantalla que anunciaba a son de trompeta MUY PRONTO!… Porque la promesa de futuros exóticos ha sido siempre, a mi modo de ver, el antídoto perfecto para las decepciones del presente.) —Basta, basta —le exhorto a mi plañidero público en cuclillas—. ¡Todavía no he terminado! ¡Habrá electrocuciones y una selva tropical; una pirámide de cabezas en un campo impregnado por huesos que chorreen tuétano; vendrán escapatorias por un pelo y un minarete que gritaba! Padma, todavía hay muchas cosas que vale la pena contar; mis nuevas tribulaciones, en el cesto de la invisibilidad y a la sombra de otra mezquita; ¡aguarda las premoniciones de Resham Bibi y el morrito de la-bruja-Parvati! También la paternidad y la traición, y desde luego esa inevitable Viuda, que añadió a mi historia del drenaje-por-arriba la ignominia final del vaciado-por-abajo… en pocas palabras, todavía hay próximamentes y muy prontos a barullo; un capítulo termina cuando los padres de uno mueren, pero también empieza una nueva clase de capítulos.

Un tanto consolada por mis ofertas de novedades, mi Padma sorbe por la nariz; se limpia la baba de los moluscos, se seca los ojos; aspira profundamente… y, para el tipo con la cabeza abierta por la escupidera que encontramos últimamente en su cama de hospital, pasan unos cinco años antes de que mi loto del estiércol exhale.

(Mientras Padma, para calmarse, retiene el aliento, me permitiré insertar un primer plano al-estilo-de-las-peliculillas-de-Bombay: un calendario agitado por la brisa, cuyas páginas vuelan en rápida sucesión para indicar el paso de los años; superpondré turbulentos planos generales de disturbios callejeros, planos medios de autobuses ardiendo y de bibliotecas inglesas en llamas, propiedad del Consejo Británico y del Servicio de Información de Estados Unidos; a través del acelerado aletear del calendario, vislumbraremos la caída de Ayub Khan, la subida a la Presidencia del General Yahya, la promesa de elecciones… pero ahora los labios de Padma se están abriendo, y no hay tiempo para entretenerse con las imágenes coléricamente opuestas del señor Z. A. Bhutto y el Sheikh Mujib-ur-Rahman; el aire exhalado comienza a salir invisiblemente de la boca de ella, y los rostros soñados de los dirigentes del Partido Popular del Pakistán y de la Liga Awami brillan tenuemente y se desvanecen; la ráfaga de sus pulmones al vaciarse calma paradójicamente la brisa que sopla las hojas de mi calendario, el cual se detiene en una fecha de finales de 1970, antes de las elecciones que dividieron el país en dos, antes de la guerra del Ala Occidental contra el Ala Oriental, del P.P.P. contra la Liga Awami, de Bhutto contra Mujib… antes de las elecciones de 1970, y muy lejos de la escena pública, tres jóvenes soldados llegan a un campo misterioso de las colinas Murree.)

Padma ha recuperado el dominio de sí misma. —Está bien, está bien —protesta, moviendo el brazo para alejar las lágrimas—. ¿A qué esperas? Empieza —me ordena altivamente el loto—. Empieza otra vez por el principio.

El campamento de las colinas no se encontrará en los mapas; está demasiado lejos de la carretera de Murree para que se pueda oír ladrar a sus perros, ni siquiera por el automovilista de oído más fino. La cerca de alambre que lo rodea está muy camuflada; la puerta no lleva signos ni nombres. Sin embargo, existe, existía; aunque su existencia haya sido acaloradamente negada… en la caída de Dacca, por ejemplo, cuando el vencido Tigre Niazi del Pakistán fue interrogado al respecto por su viejo compinche, el victorioso general de la India Sam Manekshaw, el Tigre se burló: —¿Una Unidad Canina para Actividades de Rastreo e Inteligencia? Jamás he oído hablar de ella; te han engañado, chico. Una idea más ridícula que la leche, perdona que te lo diga. —A pesar de lo que el Tigre le dijo a Sam, insisto: el campamento estaba allí sin lugar a dudas…

… —¡Atención! —les grita el Brigadier Iskandar a sus más recientes reclutas, Ayooba Baloch, Farooq Rashid y Shaheed Dar—. ¡Ahora sois un grupo de la CUTIA! —Golpeándose el muslo con el bastón, da media vuelta y los deja plantados en la explanada, simultáneamente fritos por el sol de la montaña y congelados por el aire montañero. Con el pecho fuera, los hombros atrás, rígidos de obediencia, los tres jóvenes oyen la voz y la risita tonta del ordenanza del Brigadier, Lala Moin—: ¡De manera que sois los pobres novatos a los que os dan el perro-humano!

En sus literas aquella noche: —¡Rastreo e inteligencia! —susurra Ayooba Baloch, orgullosamente—. ¡Espías, tú! ¡Como O.S.S. 117! ¡Que nos dejen a esos hindúes… y verán de lo que somos capaces! Ka-dang! Kapow! ¡Qué canijos, yara, son esos hindúes! ¡Todos vegetarianos! Las verduras —silba Ayooba— pierden siempre ante la carne. —Tiene la complexión de un tanque. Su corte de pelo al cepillo le empieza justo encima de las cejas.

Y Farooq: —¿Creéis que habrá guerra? —Ayooba resopla—. ¿Y qué otra cosa podría haber? ¿Cómo no va a haber guerra? ¿No ha prometido Bhutto sahib a todos los campesinos un acre de tierra? ¿De dónde va a salir? Para conseguir tanto suelo, ¡tendremos que conquistar el Punjab y Bengala! Ya veréis; después de las elecciones, cuando haya ganado el Partido Popular… Ka-pow! Kablooey!

Farooq está preocupado: —Esos indios tienen soldados sikh, tú. Esas barbas y ese pelo tan largos, con el calor pican como locos, y todos se ponen furiosos y luchan como diablos…

Ayooba gorgotea divertido. —Vegetarianos, te lo juro, yaar… ¿cómo van a derrotar a tipos carnívoros como nosotros? —Pero Farook es largo y enjuto.

Shaheed Dar susurra: —¿Qué quería decir con eso del perro-humano?

… Por la mañana. En una cabaña con una pizarra, el Brigadier Iskandar se pule los nudillos en las solapas mientras el Srgt.-May. Najmuddin instruye a los nuevos reclutas. La clase es del tipo preguntas-y-respuestas; Najmuddin se encarga tanto de las dudas como de las contestaciones. No se toleran interrupciones. Mientras tanto, sobre la pizarra, los retratos enguirnaldados del Presidente Yahya y de Mutasim el Mártir los miran severamente. Y a través de las (cerradas) ventanas, el ladrido persistente de los perros… También las dudas y contestaciones de Najmuddin son ladridos. ¿Para qué estáis aquí? —Para entrenamiento. ¿En qué campo? —Busca-y-captura. ¿Cómo trabajaréis? —En unidades caninas de tres personas y un perro. ¿Características insólitas? —Ausencia de oficiales, necesidad de tomar decisiones, exigencia concomitante de un alto sentido islámico de autodisciplina y responsabilidad. ¿Finalidad de las unidades? —Erradicar los elementos indeseables. ¿Naturaleza de esos elementos? —Rastreros, bien disfrazados, pueden-ser-cualquiera. ¿Intenciones conocidas de los mismos? —Abominables: destrucción de la vida familiar, asesinato de Dios, expropiación de los terratenientes, abolición de la censura cinematográfica. ¿Con qué fin? —Aniquilación del Estado, anarquía, dominación extranjera. ¿Causas que aumentan la preocupación? —Próximas elecciones; y, ulteriormente, gobierno de los civiles. (Se ha puesto se está poniendo en libertad a prisioneros políticos.) ¿Deberes concretos de las unidades? —Obedecer ciegamente; buscar infatigablemente, detener inexorablemente. ¿Modo de actuar? —Secreto; eficiente; rápido. ¿Base legal para las detenciones? —Las Normas para la Defensa del Pakistán, que permiten detener a los indeseables, los cuales pueden ser mantenidos incomunicados por un período de seis meses. Nota: por un período de seis meses renovable. ¿Alguna pregunta? —No. Muy bien. Sois la Unidad CUTIA 22. Llevaréis emblemas con una perra cosidos en las solapas. Las iniciales CUTIA (Canine Unit for Tracking and Intelligence Activities), desde luego, significan perra.

¿Y el perro-humano?

Con las piernas cruzadas, los ojos azules, mirando al espacio, está sentado bajo un árbol. Los bodhis no crecen a esta altitud; se las arregla con un chinar. Su nariz: bulbosa, apepinada, con la punta azul de frío. Y en su cabeza una tonsura monacal donde, en otro tiempo, la mano del señor Zagallo. Y un dedo mutilado cuyo segmento ausente cayó a los pies de Masha Miovic cuando Glandulitas Keith dio el portazo. Y manchas en su rostro, como un mapa… —¡Ijj-zu! (Escupe).

Tiene los dientes manchados; el jugo de betel le enrojece las encías. Un chorro rojo de fluido de paan expectorado abandona sus labios para dar, con encomiable puntería, en una escupidera de plata bellamente cincelada, que tiene frente a él en el suelo. Ayooba Shaheed Farooq lo miran fijamente asombrados. —No intentéis quitársela —el Srgt.-May. Najmuddin señala la escupidera—. Lo pone furioso. —Ayooba empieza—: Señor señor creo que dijo usted que tres personas y un… —pero Najmuddin ladra—: ¡Nada de preguntas! ¡Hay que obedecer sin rechistar! Ése es su rastreador; y eso es todo. Rompan filas.

En aquella época, Ayooba y Farooq tenían dieciséis años y medio. Shaheed (que había mentido sobre su edad) era quizá un año más joven. Como eran tan jóvenes, y no habían tenido tiempo de adquirir el tipo de recuerdos que dan a los hombres un firme asidero en la realidad, como los recuerdos de amor o de hambre, los jóvenes soldados eran sumamente susceptibles al influjo de las leyendas y del cotilleo. En un plazo de veinticuatro horas, durante las conversaciones en el comedor con otras unidades CUTIA, el perro-humano había sido totalmente mitologizado… «¡De una familia realmente importante, tú!» —«Un niño idiota, ¡lo metieron en el Ejército para hacer un hombre de él!» —«Tuvo un accidente en la guerra del 65, ¡no puede recordar nada!» —«Oye, he oído que era hermano de.» —«No, tú, eso es disparatado; ella es buena, sabes, tan sencilla y tan santa, ¿cómo dejaría que su hermano?» —«En cualquier caso, él se niega a hablar de ella.» —«He oído algo terrible: ella lo odiaba, tú, ¡por eso es por lo que!» —«No tiene memoria, no le interesa la gente, ¡vive como un perro!» —«¡Pero lo del rastreo es cierto sin duda alguna! ¿Habéis visto qué nariz tiene?» —«¡Uy, oye, ése puede seguir cualquier pista del mundo!» —«¡Por el agua, baba, por la piedra! ¡Nunca se ha visto un rastreador así!» —«¡Y no puede sentir nada! ¡Es verdad! Insensible, te lo juro; ¡insensible de la cabeza a los pies! Lo tocas y no se entera… ¡sólo por el olor sabe que estás ahí!» —«¡Debe de ser una herida de guerra!» —«Pero esa escupidera, tú, ¿quién sabe? ¡La lleva a todas partes, como una prenda de amor!» —«Te lo aseguro, estoy contento de que seáis vosotros tres; me pone la carne de gallina, yaar, son esos ojos azules» —«¿Sabéis cómo descubrieron lo de su nariz? Estaba vagando por un campo de minas, tú, te lo juro, abriéndose camino a través de él, ¡como si pudiera oler las puñeteras minas!» —«Oh no, tú, qué estás diciendo, eso es una vieja historia, ése fue el primer perro de toda la operación CUTIA, aquel Bonzo, tú, ¡no nos confundas!» —«¡Eh, tú, Ayooba, ya os podéis andar con cuidado, dicen que los V.I.P. lo vigilan!» —«Uy, lo que te decía, la Cantante Jamila…» —«¡Oh, cállate la boca, ya hemos oído bastantes cuentos de hadas!»

Una vez que Ayooba, Farooq y Shaheed se hubieron reconciliado con su extraño e impasible rastreador (fue después del incidente de las letrinas), le pusieron el apodo de buddha, «anciano»; no sólo porque debía de ser siete años mayor que ellos y había tomado parte de hecho en la guerra del 65, seis años antes, cuando los tres jóvenes soldados no llevaban siquiera pantalones largos, sino porque flotaba a su alrededor un aire de gran antigüedad. El buddha era viejo antes de tiempo.

¡Oh feliz ambigüedad de la transliteración! La palabra urdu «buddha», que significa anciano, se pronuncia con las des duras y explosivas. Pero existe también Buddha con des suaves, que significa el-que-alcanzó-la-iluminación-bajo-el bodhi… Hace mucho tiempo, un príncipe, incapaz de soportar los sufrimientos del mundo, llegó a ser capaz de no-vivir-en-el-mundo y de vivir también en él; estaba presente, pero también ausente; su cuerpo estaba en un lugar, pero su espíritu estaba en otra parte. En la antigua India, Gautama el Buda se sentó, iluminado, bajo un árbol en Gaya; en el parque de ciervos de Sarnath enseñó a otros a abstraerse de las penas terrenales y a lograr la paz interior; y, siglos más tarde, Saleem el buddha se sentaba bajo un árbol diferente, incapaz de recordar el dolor, insensible como el hielo, limpiado como una pizarra… Con cierto sonrojo, tengo que admitir que la amnesia es la clase de truco que utilizan habitualmente nuestros cineastas sensacionalistas. Bajando ligeramente la cabeza acepto que mi vida ha cobrado, una vez más, el tono de una peliculilla de Bombay; pero después de todo, dejando de lado el molesto asunto de la reencarnación, sólo hay un número finito de métodos de lograr volver a nacer. De modo que, disculpándome por el melodrama, tengo que insistir obstinadamente en que yo, él, había comenzado de nuevo; en que, después de años de anhelar ser importante, él (o yo) había sido limpiado de todo aquello; en que, después de mi vengativo abandono por la Cantante Jamila, que me metió en el Ejército para perderme de vista, yo (o él) acepté (aceptó) el destino que era la recompensa de mi amor, y me senté sin quejarme bajo un chinar; en que, vaciado de Historia, el buda aprendió las artes de la sumisión, haciendo sólo lo que se le pedía. Para resumir: me convertí en ciudadano del Pakistán.

Se puede defender que era inevitable que, en los meses de entrenamiento, el buda comenzara a irritar a Ayooba Baloch. Quizá fuera porque prefería vivir separado de los soldados, en un establo de asceta lleno de paja, en el extremo más alejado de las perreras; o porque se le veía con tanta frecuencia sentado con las piernas cruzadas bajo su árbol, con la escupidera de plata en la mano, los ojos desenfocados y una estúpida sonrisa en los labios… ¡como si fuera realmente feliz de haber perdido el seso! es más, Ayooba, el apóstol de la carne, quizá encontrara a aquel rastreador insuficientemente viril. —¡Como un brinjal, tú —le dejo quejarse a Ayooba—, te lo juro… una hortaliza!

(También podemos, adoptando un punto de vista más amplio, afirmar que la irritación estaba en el aire al final del año. ¿No se estaban acalorando y molestando incluso el General Yahya y el señor Bhutto por la petulante insistencia del Sheikh Mujib en su derecho a formar un nuevo gobierno? La desdichada Liga Awami de Bengala había ganado 160 de los 162 escaños posibles del Ala Oriental; el P.P.P. del señor Bhutto sólo había conseguido 81 distritos occidentales. Sí, unas elecciones irritantes. ¡Es fácil imaginar lo molestos que Yahya y Bhutto, ambos del Ala Occidental, debían de estar! Y cuando hasta los poderosos se ponen de mal humor, ¿cómo culpar al hombrecito? La irritación de Ayooba Baloch, concluyamos, lo situaba en excelente, por no decir elevada compañía.)

En las maniobras de entrenamiento, cuando Ayooba Shaheed Farooq gateaban detrás del buda, mientras él seguía la más débil de las pistas por matorrales rocas torrentes, los tres muchachos tuvieron que admitir la habilidad de él; pero sin embargo Ayooba, como un tanque, le preguntaba: —¿De verdad que no recuerdas nada? ¿Nada? Por Alá, ¿no te sientes mal? Quizá tengas en algún lado madre padre hermana —pero el buda lo interrumpía amablemente—: No trates de llenarme la cabeza de todas esas historias. Yo soy quien soy, y eso es todo lo que hay. —Tenía un acento tan puro—: ¡Un urdu auténticamente elegante de Lucknow, wahwah! —decía Farooq admirativamente, y aquel Ayooba Baloch, que hablaba de forma muy basta, como un hombre de tribu, se quedaba callado; y los tres muchachos comenzaron a creer en los rumores todavía con más fervor. Se sentían involuntariamente fascinados por aquel hombre de nariz de pepino y cabeza que rechazaba recuerdos familias historias, que no contenía absolutamente nada más que olores…— como un huevo podrido que alguien hubiera chupado —les dijo Ayooba rezongando a sus compañeros, y luego, volviendo a su tema central, añadió—: Por Alá, hasta su nariz parece una hortaliza.

Su malestar persistía. ¿Percibían, en la vacuidad insensible del buda, una huella de «indeseabilidad»…? Porque ¿no era el rechazo de pasado-y-familia exactamente el tipo de conducta subversiva que ellos se dedicaban a «erradicar»? Los oficiales del campamento, sin embargo, eran sordos a las solicitudes de Ayooba de «Señor señor, ¿no podríamos tener simplemente un perro de verdad señor?»… de forma que Farooq, un seguidor nato que había adoptado ya a Ayooba como su líder y héroe, exclamó: —¿Qué se puede hacer? Con los contactos familiares de ese tipo, algunos peces gordos deben de haberle dicho al Brigadier que lo aguante, y eso es todo.

Y (aunque ninguno de los del trío hubiera sido capaz de expresar la idea) sugiero que, en los cimientos profundos de su inquietud estaba el miedo a la esquizofrenia, a la división, que había, enterrado, como un cordón umbilical, en todo corazón pakistaní. En aquellos tiempos, las Alas Oriental y Occidental del país estaban separadas por la masa terrestre infranqueable de la India; pero también el pasado y el presente estaban divididos por un abismo infranqueable. La religión era el pegamento del Pakistán, que mantenía unidas las dos mitades; lo mismo que la conciencia, el conocimiento de uno mismo como entidad homogénea en el tiempo, una mezcla de pasado y presente, es el pegamento de la personalidad, manteniendo juntos nuestro entonces y nuestro ahora. Pero basta de filosofar: lo que quiero decir es que, al abandonar la conciencia, separándose de la Historia, el buda estaba dando el peor de los ejemplos… ¡y ese ejemplo fue seguido nada menos que por un personaje como el Sheikh Mujib, al llevar el Ala Oriental a la secesión y declararla independiente como «Bangladesh»! Sí, Ayooba Shaheed Farooq tenían razón al sentirse incómodos… porque, incluso en las profundidades de mi abandono de la responsabilidad, seguí siendo responsable, por obra de los modos metafóricos de conexión, de los acontecimientos beligerantes de 1971.

Pero tengo que volver a mis nuevos compañeros a fin de poder relatar el incidente de las letrinas: era Ayooba, como un tanque, quien dirigía la unidad, y Farooq quien lo seguía satisfecho. El tercer chico, sin embargo, era un tipo más melancólico, más reservado, y como tal más próximo a mi corazón. En su decimoquinto cumpleaños, Shaheed Dar había mentido sobre su edad y se había alistado. Ese día, su padre, aparcero punjabí, llevó a Shaheed a un campo y lloró sobre su nuevo uniforme. El viejo Dar le dijo a su hijo lo que significaba su nombre, es decir «mártir», y expresó su esperanza de que se mostrase digno de él, convirtiéndose quizá en el primero de los miembros de su familia que entrase en el jardín perfumado, y dejando atrás este mundo lamentable en el que un padre no podía esperar pagar sus deudas y alimentar además a sus diecinueve hijos. El abrumador poder de los nombres, y la resultante aproximación al martirio, habían empezado a ocupar grandemente la mente de Shaheed; en sus sueños, comenzó a ver su muerte, que adoptaba la forma de una granada brillante, que flotaba en el aire tras él, siguiéndolo a todas partes y aguardando su momento. La visión perturbadora y un tanto antiheroica de la muerte en forma de fruta hacía de Shaheed un tipo introvertido y poco sonriente.

Introvertidamente, sin sonreír, Shaheed observó cómo varias unidades CUTIA eran enviadas lejos del campo para entrar en acción; y se convenció de que su hora, y la hora de la granada, estaban muy cerca. De las salidas de unidades de tres-hombres-y-un-perro dedujo una creciente crisis política; era febrero, y las irritaciones de los exaltados se hacían cada día más marcadas. El-tanque-Ayooba, sin embargo, conservaba el punto de vista local. Su irritación aumentaba también, pero su objeto era el buda.

Ayooba se había encaprichado de la única mujer del campo, una limpiadora de letrinas flaca que no debía de tener más de catorce años y cuyos pezones apenas empezaban a empujar su andrajosa camisa: un tipo de mujer humilde, desde luego, pero era todo lo que había, y para ser una limpiadora de letrinas tenía unos dientes muy bonitos y toda una agradable serie de coquetas miradas-por-encima-del-hombro… Ayooba comenzó a seguirla de un lado a otro, y así fue cómo la espió cuando iba al establo lleno de paja del buda, y por eso fue por lo que apoyó una bicicleta contra el edificio y se puso de pie en el sillín, y de ese modo fue como se cayó, porque no le gustó lo que veía. Después le habló a la chica de las letrinas, agarrándola violentamente del brazo: —¿Por qué lo haces con ese loco… por qué cuando yo, Ayooba, soy, podría ser…? —y ella contestó que le gustaba el perro-humano, es un tipo extraño, dice que no puede sentir nada, restriega su manguera dentro de mí pero ni siquiera puede sentir, pero es bonito, y me dice que le gusta mi olor. La franqueza de la chiquilla, la sinceridad de la limpiadora de letrinas, puso malo a Ayooba; le dijo que ella tenía el alma hecha de cagarrutas de cerdo, y la lengua cubierta también de excrementos; y en las ansias de sus celos ideó la broma de los cables de contacto, el truco del urinario electrificado. El sitio lo atraía; tenía cierta justicia poética.

—¿Con que no puede sentir nada, eh? —se burló Ayooba delante de Farooq y Shaheed—. Ya veréis: a que yo lo hago saltar.

El 10 de febrero (cuando Yahya, Bhutto y Mujib se negaban a entablar conversaciones de alto nivel), el buda sintió la llamada de la naturaleza. Un Shaheed un tanto preocupado y un jubiloso Farooq holgazaneaban cerca de las letrinas; en tanto que Ayooba, que había utilizado unos cables de contacto para conectar las plataformas metálicas de los urinarios a la batería de un jeep, estaba fuera de la vista, detrás de la cabaña de las letrinas, junto al jeep, que tenía el motor en marcha. Apareció el buda, con los ojos tan dilatados como los de un masticador de charas y andares de caminar-por-las-nubes, y mientras flotaba hacia la letrina Farooq gritó: —¡Ohé! ¡Ayooba, yara! —y empezó a reírse tontamente. Los soldados-niños aguardaron el aullido de mortificado dolor que sería la señal de que su vacuo rastreador había empezado a mear, haciendo que la electricidad subiera por la corriente dorada y le picase en su manguera insensible y restregadora de chiquillas.

Pero no hubo alarido; Farooq, sintiéndose desconcertado y estafado, comenzó a fruncir el ceño; y cuando pasó el tiempo, Shaheed se puso nervioso y le gritó a Ayooba Baloch: —¡Eh, Ayooba! ¿Qué haces, tú? —A lo que el-tanque-Ayooba—: ¡Qué te crees, yara, he dado la corriente hace cinco minutos! —… Y entonces Shaheed corrió —¡A TODA MECHA!— hacia la letrina, y encontró al buda orinando con una expresión de vago placer, vaciando una vejiga que debía de haberse estado llenando dos semanas, mientras la corriente penetraba en él por su pepino inferior, al parecer sin ser notada, de forma que él se iba cargando de electricidad y había un chisporroteo azul que jugueteaba en torno a la punta de su tremenda nariz; y Shaheed, que no tuvo valor para tocar a aquel ser inverosímil que podía absorber electricidad por su manguera, gritó—: ¡Desconecta, tú, o se nos freirá como una cebolla! —El buda surgió de la letrina, tan tranquilo, abotonándose con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía su escupidera de plata; y los tres infantiles soldados comprendieron que era realmente cierto, por Alá, insensible como el hielo, anestesiado contra los sentimientos y los recuerdos… Durante una semana después del incidente no se podía tocar al buda sin recibir una descarga eléctrica, y ni siquiera la chica de las letrinas pudo visitarlo en su establo.

Curiosamente, después del asunto de los cables de contacto, Ayooba Baloch dejó de sentir rencor hacia el buda, y hasta empezó a tratarlo con respeto; la unidad canina se forjó en aquel momento estrafalario convirtiéndose en un verdadero equipo, dispuesto a atreverse con todos los malvados de la tierra.

El-tanque-Ayooba no pudo darle al buda una descarga; pero donde fracasa el hombrecito triunfa el poderoso. (Cuando Yahya y Bhutto decidieron hacer saltar al Sheikh Mujib, no hubo errores.)

El 15 de marzo de 1971, veinte unidades del organismo CUTIA se reunieron en una cabaña con una pizarra. Los rasgos enguirnaldados del Presidente miraban fijamente desde arriba a sesenta y un hombres y diecinueve perros; Yahya Khan acababa de ofrecer a Mujib la rama de olivo de unas conversaciones inmediatas con él y con Bhutto, para resolver todas las irritaciones; pero su retrato mantenía una cara de póquer impecable, sin dar indicios de sus verdaderas y chocantes intenciones… mientras el Brigadier Iskandar se frotaba los nudillos en las solapas, el Srgt.-May. Najmuddin daba órdenes: sesenta y un hombres y diecinueve perros recibieron instrucciones de quitarse los uniformes. Un tumultuoso susurro en la cabaña: obedeciendo sin rechistar, noventa y nueve individuos quitan collares de identificación de pescuezos caninos. Los perros, excelentemente entrenados, enarcan las cejas pero se abstienen de decir esta boca es mía; y el buda, obedientemente, empieza a desnudarse. Cinco docenas de congéneres humanos siguen su ejemplo; cinco docenas quedan en posición de firmes en un abrir y cerrar de ojos, tiritando de frío, junto a ordenados montones de boinas pantalones zapatos camisas militares y jerseys verdes con parches de cuero en los codos. Sesenta y un hombres, desnudos salvo por una ropa interior incompleta, reciben (de manos de Lala Moin, el ordenanza) muftis aprobados-por-el-Ejército. Najmuddin ladra una orden; y allá van todos, unos con lungis y kurtas, otros con turbantes pathanes. Hay hombres con pantalones de rayón barato y hombres con camisas de oficinista a rayas. El buda lleva dhoti y kameez; se siente cómodo, pero a su alrededor hay soldados que se retuercen en ropas de paisano que no les sientan bien. Se trata, sin embargo, de una operación militar; ninguna voz, humana o canina, se alza para quejarse.

El 15 de marzo, después de obedecer las instrucciones de sastrería, veinte unidades CUTIA son llevadas a Dacca en avión, vía Ceilán; entre ellas están Shaheed Dar, Farooq Rashid, Ayooba Baloch y su buda. También vuelan al Ala Oriental por esa ruta indirecta sesenta mil de los soldados más duros del Ala Occidental; los sesenta mil, como los sesenta y uno, llevan todos mufti. El Oficial General al mando (con un elegante traje cruzado azul) era Tikka Khan; el oficial responsable de Dacca, de su doma y posible rendición, llevaba el nombre de Tigre Niazi. Vestía camisa campera, pantalones y un gallardo gorrito de paño en la cabeza.

Vía Ceilán volamos, sesenta mil sesenta y un inocentes pasajeros de avión, evitando sobrevolar la India y perdiendo así la oportunidad de observar, desde veinte mil pies de altura, las fiestas del Nuevo Partido del Congreso de Indira Ghandi, que había obtenido una victoria aplastante —350 de los 515 escaños posibles en el Lok Sabha— en otras elecciones recientes. Ignorantes de Indira, incapaces de ver el lema de su campaña, GARIBI HATAO, Libraos de la Pobreza, difundido a los cuatro vientos en muros y banderas por todo el gran diamante de la India, aterrizamos en Dacca en la primavera temprana, y fuimos llevados en autobuses civiles especialmente requisados a un campamento militar. En esta última etapa de nuestro viaje, sin embargo, no pudimos evitar oír un fragmento de canción, salido de algún gramófono invisible. La canción se llamaba «Amar Sonar Bangla» («Nuestra Bengala Dorada», autor: R. Tagore) y decía así, en parte: «En primavera, la fragancia de tus manglares enloquece de dicha mi corazón.» Sin embargo, ninguno de nosotros podía entender bengalí, de forma que quedamos protegidos de la insidiosa subversión del poema, aunque sin darnos cuenta llevábamos (hay que admitirlo) el compás con los pies.

En un principio, a Ayooba Shaheed Farooq y el buda no les dijeron cómo se llamaba la ciudad a la que habían llegado. Ayooba, previendo la destrucción de los vegetarianos, susurró: —¿No os lo decía? ¡Ahora se lo demostraremos! ¡Como los espías, tú! ¡Ropas de paisano y todo eso! ¡Sus y a ellos, Unidad número 22! Ka-bang! Ka-dang! Ka-pow!

Pero no estábamos en la India; los vegetarianos no eran nuestro objetivo; y después de unos días de estar de plantón, nos dieron otra vez uniformes. Esta segunda transformación se produjo el 25 de marzo.

El 25 de marzo, Yahya y Bhutto rompieron abruptamente sus conversaciones con Mujib y volvieron al Ala Occidental. Cayó la noche; el Brigadier Iskandar, seguido por Najmuddin y Lala Moin, que se tambaleaba bajo el peso de sesenta y un uniformes y diecinueve collares de perro, irrumpió en los cuarteles de la CUTIA. Y entonces Najmuddin: —¡Manos a la obra! ¡Hechos y no palabras! ¡Uno-dos paso ligero! —Los pasajeros de avión se pusieron los uniformes y cogieron las armas; mientras el Brigadier Iskandar, por fin, anunciaba el propósito de nuestro viaje—. Ese Mujib —reveló—. Le vamos a dar lo que se merece. ¡Ya veréis cómo lo hacemos saltar!

(Fue el 25 de marzo, después de la ruptura de las conversaciones con Bhutto y Yahya, cuando el Sheikh Mujib-ur-Rahman proclamó el Estado de Bangladesh.)

Las unidades CUTIA surgieron de los cuarteles, se amontonaron en los jeeps que aguardaban; entretanto, por los altavoces de la base militar, la voz grabada de la Cantante Jamila se alzaba en himnos patrióticos. (Y Ayooba, dándole un codazo al buda: —Escucha, vamos, no reconoces… piensa, hombre, es tu queridísima… ¡Por Alá que este tipo no vale más que para husmear!)

A la medianoche —¿hubiera podido ser, después de todo, a otra hora?— sesenta mil soldados de excepción dejaron también sus cuarteles; pasajeros-llegados-como-paisanos pulsaban ahora los botones de arranque de los tanques. Ayooba Shaheed Farooq y el buda, sin embargo, fueron seleccionados personalmente para acompañar al Brigadier Iskandar en la mayor aventura de la noche. Sí, Padma: cuando Mujib fue detenido, fui yo quien lo olfateó. (Me habían dado una de sus camisas viejas; es fácil cuando conoces el olor.)

Padma está casi fuera de sí de angustia. —Pero señor, no, no es posible que, ¿cómo hubieras podido hacer una cosa así…? —Padma: Lo hice. He jurado decirlo todo; no ocultar ni un fragmento de verdad. (Pero hay rastros de caracol en su rostro, y hay que darle una explicación.)

Así pues —¡créeme, no me creas, pero así fue como ocurrió!— tengo que reiterar que todo terminó, todo comenzó otra vez, cuando una escupidera me dio en la nuca. Saleem, con su desesperación por encontrar un significado, un propósito digno, el genio-como-un-chal, había desaparecido; no volvería hasta que una serpiente de la jungla… de momento, en cualquier caso, sólo está estaba el buda; que no reconoce ninguna voz cantante como pariente; que no recuerda padres ni madres; para quien la medianoche carece de importancia; quien, algún tiempo después de un accidente de limpieza, se despertó en una cama de hospital militar, y aceptó el Ejército como su suerte; que se somete a la vida en que se encuentra, y cumple con su deber; que obedece las órdenes; que vive tanto en-el-mundo como no-en-el-mundo; que baja la cabeza; que puede rastrear hombres o bestias por calles o por ríos; que ni sabe ni le importa cómo, bajo el patrocinio de quién, como favor a quién, por vengativa instigación de quién le dieron un uniforme; que, en pocas palabras, no es ni más ni menos que un rastreador acreditado de la Unidad CUTIA 22.

¡Pero qué cómoda es esa amnesia, cuántas cosas excusa! De forma que permitidme que me critique a mí mismo: la filosofía de la aceptación que profesaba el buda tenía consecuencias ni más ni menos infortunadas que su anterior afán-de-protagonismo; y aquí, en Dacca, se revelaban esas consecuencias.

—No, no es cierto —gime mi Padma; de la misma forma se ha negado la mayor parte de lo que ocurrió aquella noche.

Medianoche, 25 de marzo de 1971; pasando por delante de la universidad, que estaba siendo bombardeada, el buda llevó a los soldados a la guarida del Sheikh Mujib. Estudiantes y profesores salían corriendo de las residencias; eran saludados por las balas, y el mercurocromo manchaba el césped. Al Sheikh Mujib, sin embargo, no le dispararon; maniatado, maltratado, fue conducido por Ayooba Baloch a una furgoneta que esperaba. (Como en otro tiempo, después de la revolución de los pimenteros… pero Mujib no estaba desnudo; llevaba un pijama a rayas, verde-y-amarillo.) Y mientras íbamos en la furgoneta por las calles de la ciudad, Shaheed miró por las ventanas y vio cosas que no-eran-no-podían-ser ciertas: soldados que penetraban en las residencias femeninas sin llamar; mujeres, arrastradas a la calle, en las que penetraban también, sin que nadie se molestase en llamar. Y oficinas de periódicos, ardiendo con el sucio humo amarillonegro de la prensa barata sensacionalista, y las oficinas de los sindicatos destruidas hasta los cimientos, y las cunetas llenándose de personas que no estaban simplemente dormidas: se veían pechos desnudos y las espinillas huecas de los agujeros de bala. Ayooba Shaheed Farooq miraban en silencio por las ventanas en movimiento mientras nuestros muchachos, nuestros soldados-de-Alá, nuestros jawans que-valían-por-diez-babus conservaban unido al Pakistán dirigiendo lanzallamas-ametralladoras-granadas de mano contra los barrios miserables de la ciudad. Para cuando llevamos al Sheik Mujib al aeropuerto, en donde Ayooba le puso una pistola en el trasero y lo metió a empujones en un avión que lo llevó volando a su cautiverio en el Ala Occidental, el buda había cerrado los ojos. («No me llenes la cabeza de toda esa historia», le había dicho una vez a el-tanque-Ayooba, «yo soy lo que soy y eso es todo lo que hay».)

Y el Brigadier Iskandar, reorganizando a sus soldados: —Incluso ahora hay elementos subversivos que es preciso erradicar.

Cuando el pensamiento se hace demasiado doloroso, la acción es el mejor remedio… los soldados-caninos tiran de la traílla y, cuando los sueltan, se lanzan alegremente a su trabajo. ¡Oh caza de indeseables con perros lobos! ¡Oh prolíficas capturas de profesores y poetas! ¡Oh desgraciados detenidos muertos-al-ofrecer-resistencia de la Liga Awami y corresponsales de moda! Los perros de la guerra hacen estragos en la ciudad; pero aunque los perros rastreadores son incansables, los soldados son más débiles; Farooq Shaheed Ayooba se turnan para vomitar cuando sus narices se ven asaltadas por el hedor de los barrios que arden. El buda, en cuyas narices el hedor engendra imágenes de abrasadora intensidad, sigue haciendo simplemente su trabajo. Los descubre con su olfato: el resto se lo deja a los muchachos-soldados. Las unidades CUTIA recorren la ruina ardiente de la ciudad. Ningún indeseable está seguro esta noche: ningún escondite es inexpugnable. Los sabuesos rastrean a los enemigos de la unidad nacional que huyen; los perros lobos, que no quieren quedarse atrás, hunden ferozmente los dientes en su presa.

¿Cuántas detenciones —¿diez, cuatrocientas veinte, mil y una?— hizo nuestra Unidad Número 22 aquella noche? ¿Cuántos daccaníes intelectuales y miedicas se disfrazaron con saris de mujer y tuvieron que ser arrastrados a la calle? ¿Cuántas veces soltó el Brigadier Iskandar —«¡Oled esto! ¡Es la peste de la subversión!»— los perros bélicos de su unidad? Hay cosas que ocurrieron aquella noche del 25 de marzo que deben quedar permanentemente en un estado de confusión.

Futilidad de la estadística: en 1971, diez millones de refugiados huyeron por la frontera del Pakistán Oriental-Bangladesh a la India… pero diez millones (como todas las cifras superiores a mil y uno) se niegan a ser comprendidos. Las comparaciones no sirven: «la mayor emigración de la Historia de la raza humana»… no tiene sentido. Mayor que el Éxodo, más numeroso que las multitudes de la Partición, el monstruo policéfalo penetraba a raudales en la India. En la frontera, los soldados indios entrenaban a los guerrilleros llamados Mukti Bahini; en Dacca, el Tigre Niazi dirigía el cotarro.

¿Y Ayooba Shaheed Farooq? ¿Nuestros muchachos de verde? ¿Cómo les sentó el guerrear contra compañeros carnívoros? ¿Se sublevaron? ¿Acribillaron a sus oficiales —Iskandar, Najmuddin, incluso Lala Moin— con balas de náusea? No. Se había perdido la inocencia; pero, a pesar de una nueva mueca en torno a sus ojos, a pesar de la irrevocable pérdida de la certidumbre, a pesar del deterioro de los absolutos morales, la unidad continuó su trabajo. El buda no fue el único que hizo lo que le dijeron… mientras en algún lado, por encima de la lucha, la voz de la Cantante Jamila combatía a voces anónimas que cantaban el poema de R. Tagore: «Mi vida transcurre en los umbríos hogares aldeanos llenos del arroz de sus campos; mi corazón enloquece de dicha.»

Sus corazones enloquecían, pero no de dicha, Ayooba y compañía obedecían órdenes; el buda seguía pistas de olores. Hacia el corazón de la ciudad, que se ha vuelto violenta enloquecida empapada de sangre, a medida que los soldados del Ala Occidental reaccionan mal a su conciencia-de-estar-obrando-mal, se dirige la Unidad Número 22; por las calles oscurecidas, el buda se concentra en el suelo, olfateando pistas, haciendo caso omiso del caos a ras de tierra de paquetes de cigarrillos bosta de vaca bicicletas caídas zapatos abandonados; y luego en otras misiones, fuera, en el campo, en donde se queman aldeas enteras por su responsabilidad colectiva al albergar al Mukti Bahini, el buda y los tres muchachos acorralan a funcionarios de poca importancia de la Liga Awami a tipos comunistas conocidos. Por delante de aldeanos con sus posesiones en un hato sobre la cabeza; por delante de raíles de tren levantados y de árboles quemados; y siempre, como si alguna fuerza invisible dirigiera sus pasos, empujándolos al oscuro corazón de la locura, sus misiones los envían al sur sur sur, cada vez más cerca del mar, hacia las bocas del Ganges y el mar.

Y por fin —¿a quién seguían entonces? ¿Importaban ya los nombres?— les dieron una presa cuyas habilidades debían de ser iguales-pero-opuestas a las del buda, porque si no, ¿por qué tardaban tanto en capturarla? Por fin… incapaces de escapar a su entrenamiento, perseguid-implacablemente-detened-inexorablemente, se encuentran en una misión sin fin, persiguiendo a un enemigo que los esquiva interminablemente, pero no pueden volver a su base con las manos vacías, y allá van, al sur sur sur, atraídos por un rastro que retrocede eternamente; y quizá por algo más: porque, en mi vida, el destino nunca se ha mostrado reacio a echarme una mano.

Han requisado una embarcación, porque el buda dijo que la pista conducía río abajo; hambrientos sin dormir agotados en un universo de arrozales abandonados, reman detrás de su invisible presa; por el gran río pardo bajan, hasta que la guerra está demasiado lejos para recordarla, pero el olor sigue guiándolos. El río tiene aquí un nombre familiar: Padma. Pero el nombre es un engaño local; en realidad, el río sigue siendo Ella, el agua-madre, la diosa Ganga que fluye hacia la tierra por el cabello de Shiva. El buda no ha hablado desde hace días; sólo señala, allí, por allí, y allá van, al sur sur sur hasta el mar.

Una mañana sin nombre. Ayooba Shaheed Farooq se despiertan en la embarcación de su persecución absurda embarrancada en la orilla del Padma-Ganga… y ven que él se ha ido. —Por-Alá-por-Alá —aúlla Farooq—, agarraos las orejas y rezad lo que sepáis, nos ha traído a este lugar inundado y ha huido, ¡tú tienes la culpa, Ayooba, aquella broma de los cables de contacto, y ésta es su venganza…! —El sol, subiendo. Aves raras extrañas en el cielo. El hambre y el miedo como ratones en sus tripas: y quépasasi quépasasi el Mukti Bahini… se invoca a los padres. Shaheed ha soñado su sueño de la granada. La desesperación lame los flancos del bote. Y en la distancia, cerca del horizonte, ¡un muro inverosímil interminable enorme verde, que se extiende a derecha e izquierda hasta los confines de la tierra! Un miedo no expresado: ¿cómo puede ser, cómo puede ser cierto lo que estamos viendo, quién construye muros a través del mundo…? Y entonces Ayooba—: ¡Mirad-mirad, por Alá! —Porque, en dirección a ellos, a través de los arrozales, viene una persecución estrafalaria en movimiento retardado: primero el buda con su nariz de pepino, se le podría distinguir a una milla, y persiguiéndolo, chapoteando por el arrozal, un gesticulante campesino con una guadaña, el Padre Tiempo furioso, mientras, corriendo a lo largo de una zanja, una mujer con el sari recogido entre las piernas, cabello suelto, voz que suplica grita mientras el vengador aguadañado da traspiés por el inundado arroz, cubierto de pies a cabeza de agua y de barro. Ayooba ruge de alivio nervioso—: ¡El muy cabrón! ¡No podía dejar en paz a las mujeres! ¡Vamos, buda, no dejes que te coja, o te rebanará los dos pepinos! —Y Farooq—: ¿Y entonces qué? ¿Si rebana al buda, qué pasará? —Y ahora el-tanque-Ayooba saca la pistola de su funda. Ayooba que apunta: con las dos manos delante, tratando de no temblar, Ayooba que aprieta: una guadaña describe una curva en el aire. Y lenta muy lentamente los brazos de un campesino se levantan como si rezara; las rodillas se arrodillan en el agua del arrozal; un rostro se sumerge bajo la superficie del agua y su frente toca el suelo. En la zanja, una mujer gime. Y Ayooba le dice al buda—: La próxima vez dispararé contra ti. —El-tanque-Ayooba tiembla como una hoja. Y el Tiempo yace muerto en un arrozal.

Pero todavía está la persecución sin sentido, el enemigo al que nunca se ve, y el buda: —Por ahí —y los cuatro hombres siguen remando, al sur sur sur, han asesinado las horas y olvidado la fecha, ya no saben si persiguen a o si huyen de, pero sea lo que fuere lo que los empuja, los está llevando más cerca más cerca de la inverosímil pared verde—: Por ahí —insiste el buda, y entonces están dentro, una jungla tan espesa que la Historia rara vez se ha abierto paso en ella. Los Sundarbans: que se los tragan.