LA SOMBRA DE LA MEZQUITA

Sin sombra de duda: se está produciendo una aceleración. Desgarro crujido chasquido… mientras las superficies de la carretera se abren con el espantoso calor, también yo me veo empujado con prisas a la desintegración. Lo-que-roe-los-huesos (que, como he tenido que explicar con regularidad a las demasiadas mujeres que me rodean, queda muy lejos del alcance de los hombres de la medicina el percibir, y mucho más el curar) no será rechazado mucho tiempo; y todavía queda tanto que contar… El Tío Mustapha está creciendo en mi interior, y el morrito de la-bruja-Parvati; cierto mechón del cabello del héroe aguarda en los laterales; y también un parto de trece días, y la Historia como algo análogo al peinado de una primera ministra; habrá traiciones, y tunantes que viajen sin pagar, y el olor (flotando en brisas cargadas del ulular de las viudas) de algo que se fríe en una sartén de hierro… de forma que yo también me veo obligado a acelerar, a precipitarme alocadamente hacia la línea de meta; antes de que mi memoria se quiebre sin esperanza de recomponerla, tengo que partir la cinta con el pecho. (Aunque ya hay partes descoloridas, y vacíos; en ocasiones habrá que improvisar.)

Veintiséis tarros de encurtidos reposan gravemente en un estante; veintiséis mezclas especiales, cada una con su etiqueta de identificación, esmeradamente escrita con frases familiares: «Movimientos realizados por pimenteros», por ejemplo, o «Alfa y Omega», o «La porra del Comandante Sabarmati». Veintiséis repiquetean elocuentemente cuando los trenes de cercanías pasan amarillos-y-marrones; en mi escritorio, cinco tarros vacíos tintinean con urgencia, recordándome mi tarea sin terminar. Pero ahora no puedo entretenerme con tarros de encurtidos vacíos; la noche es para las palabras, y el chutney verde tendrá que esperar su vez.

… Padma está melancólica: —Oh, señor, ¡qué encantadora debe de ser Cachemira en agosto, cuando aquí el aire es ardiente como la guindilla! —Tengo que reprender a mi compañera gordita-pero-musculosa, cuya atención ha estado vagando; y observar que nuestra Padma Bibi, paciente tolerante consoladora, está empezando a comportarse exactamente igual que una esposa india tradicional. (¿Y yo, con mis distancias y mi ensimismamiento, como un marido?) Últimamente, a pesar de mi estoico fatalismo en relación con las grietas que se extienden, he olido, en el aliento de Padma, el sueño de un futuro alternativo (pero imposible); haciendo caso omiso de la determinación implacable de mis fisuras internas, ha comenzado a exudar la agridulce fragancia de la esperanza-de-matrimonio. Mi loto del estiércol, que permaneció tanto tiempo insensible a los dardos de labios burlones lanzados por nuestra mano de obra compuesta por mujeres de antebrazos velludos; que situaba su cohabitación conmigo fuera y por encima de todos los códigos de propiedad social, ha sucumbido al parecer al deseo de legitimidad… en pocas palabras, aunque no ha dicho nada sobre el tema, espera de mí que haga de ella una mujer honrada. El perfume de su triste esperanza impregna sus observaciones más inocentemente solícitas… incluso en este mismo momento, cuando—: Oye, señor, ¿por qué no… terminas tus escribidurías y te tomas unas vacaciones; vete a Cachemira, descansa algún tiempo… y quizá podrías llevar también a tu Padma, y ella podría cuidarte…? —Detrás de ese sueño que retoña de unas vacaciones cachemiras (que fue también una vez el sueño de Jehangir, el emperador mogol; de la pobre y olvidada Ilse Lubin; y quizá del propio Cristo), olfateo la presencia de otro sueño; pero ni éste ni aquél pueden cumplirse. Porque ahora las grietas, las grietas y siempre las grietas van estrechando mi futuro hacia su único final ineludible; y hasta Padma tiene que sentarse en las filas de atrás si quiero terminar mis cuentos.

Hoy, los periódicos hablan del supuesto renacimiento político de la señora Indira Gandhi; pero cuando volví a la India, oculto en un cesto de mimbre, «La Señora» disfrutaba de la plenitud de su gloria. Hoy, quizá, estamos olvidando ya, hundiéndonos voluntariamente en las nubes insidiosas de la amnesia; pero yo recuerdo, y pondré por escrito, cómo yo… cómo ella… cómo ocurrió que… no, no puedo decirlo, tengo que contarlo por su orden, hasta que no haya otra opción que revelar… El 16 de diciembre de 1971, salí dando tumbos de un cesto para caer en una India en la que el Nuevo Partido del Congreso de la señora Gandhi contaba con una mayoría de más de dos tercios en la Asamblea Nacional.

En el cesto de la invisibilidad, mi sentido de la injusticia se convirtió en cólera; y algo más… transformado por la rabia, me sentí también inundado por un atormentador sentimiento de compasión por el país que no sólo era mi gemelo por nacimiento sino que estaba también unido a mí (por decirlo así) por la cadera, de forma que lo que le pasaba a cualquiera de los dos nos pasaba a ambos. Si yo, mocoso cara manchada, etcétera, lo había pasado mal, también lo había pasado ella, mi hermana gemela subcontinental; y ahora que me había dado a mí mismo el derecho de elegir un futuro mejor, resolví que la nación lo compartiría también. Creo que cuando caí dando volteretas en el polvo, la sombra y los gritos divertidos, había decidido ya salvar al país.

(Pero hay chasquidos y huecos… ¿había empezado a comprender, para entonces, que mi amor por la Cantante Jamila había sido, en cierto modo, un error? ¿había entendido cómo había transferido simplemente a las espaldas de ella la adoración que, ahora me daba cuenta, era un amor a mi país, como una bóveda que lo abarcase todo? ¿Cuándo me di cuenta de que mis auténticos sentimientos incestuosos eran los que tenía por mi auténtica hermana de nacimiento, la India misma, y no por aquella moza, cantante melódica, que tan insensiblemente se había despojado de mí, como una piel de serpiente usada, dejándome caer en el cesto de papeles metafórico de la vida militar? ¿Cuándo cuándo cuándo…? Admitiendo mi derrota, tengo que reconocer que no puedo recordarlo con seguridad.)

… Saleem estaba sentado parpadeando en el polvo de la sombra de la mezquita. Un gigante estaba de pie a su lado, con una enorme mueca sonriente, y le preguntaba: —Achha, capitán, ¿has tenido buen viaje? —Y Parvati, con ojos enormes y excitados, echándole agua con una lotah en la boca agrietada y salada… ¡Sensaciones! El contacto helado del agua mantenida fría en surahis de loza, el dolor agrietado de los labios en carne viva, la plata-y-el-lapislázuli apretados en el puño…— ¡Puedo sentir! —gritó Saleem a la muchedumbre benévola.

Era la hora de la tarde llamada chaya, en que la sombra de la alta Mezquita del Viernes de ladrillo-rojo-y-mármol caía sobre las chabolas en desorden del barrio miserable que se arracimaba a sus pies, de aquel barrio cuyos desvencijados tejados de lata producían un calor tan sofocante que resultaba insoportable permanecer dentro de las frágiles chabolas, salvo durante la chaya y de noche… pero ahora prestidigitadores y contorsionistas y malabaristas y faquires se han congregado en la sombra alrededor de la solitaria fuente para saludar al recién llegado. —¡Puedo sentir! —grité, y entonces Singh Retratos—: Está bien, capitán… dinos, ¿qué se siente… al nacer otra vez, cayendo como un niño del cesto de Parvati? —Podía oler el pasmo de Singh Retratos; estaba evidentemente asombrado por el truco de Parvati pero, como un auténtico profesional, ni se le ocurriría preguntarle a ella cómo lo había hecho. De esa forma, la-bruja-Parvati, que había utilizado sus poderes ilimitados para hacerme desaparecer y conducirme a la seguridad, evitó ser descubierta; y también porque, como descubrí más tarde, el gueto de los magos no creía, con la certeza absoluta del ilusionista-de-oficio, en la posibilidad de la magia. De forma que Singh Retratos me dijo con pasmo—: Te lo juro, capitán… ¡pesabas tan poco ahí dentro, como un bebé…! —Pero nunca imaginó que mi ingravidez hubiera sido otra cosa que un truco.

—Oye, bebé sahib —gritaba Singh Retratos—. ¿Qué te parece, capitán-bebé? ¿Tendré que ponerte en mi hombro, para que regüeldes…? —Y entonces Parvati, tolerante—: Éste, baba, siempre está de cuchufleta. —Sonreía radiante a todos los presentes… pero entonces ocurrió un suceso poco prometedor. Una voz de mujer comenzó a lamentarse en la parte de atrás del enjambre de magos—: ¡Ai-o-ai-o! ¡Ai-o-o! —La muchedumbre se abrió sorprendida y una vieja salió bruscamente de ella y se precipitó hacia Saleem; tuve que defenderme contra la sartén que esgrimía, hasta que Singh Retratos, alarmado, la sujetó por el brazo que agitaba la sartén y bramó—: Eh, capteena, ¿a qué viene tanto alboroto? —Y la vieja, obstinadamente—: ¡Ai-o-ai-o!

—Resham Bibi —dijo Parvati malhumorada—. ¿Tienes hormigas en los sesos? —Y Singh Retratos—: Tenemos un invitado, capteena… ¿qué va a pensar de tus gritos? Arré, cállate, Resham, ¡este capitán es amigo personal de nuestra Parvati! ¡No puedes gritarle!

—¡Ai-o-ai-o! ¡Ha llegado la mala suerte! ¡Vais a sitios extranjeros y la traéis aquí! ¡Ai-oooo!

Rostros inquietos de magos me miraban desde detrás de Resham Bibi… porque, aunque eran gente que negaba lo sobrenatural, eran artistas, y como todos los actores tenían una fe implícita en la suerte, la buena-suerte y la mala-suerte, la suerte… —¡Mismo tú has dicho —gimió Resham Bibi— que este hombre ha nacido dos veces, y ni siquiera de una mujer! Ahora vendrán la desolación, la peste y la muerte. Soy vieja y así lo sé. Arré baba —volvió lastimeramente el rostro hacia mí—. Ten piedad sólo; vete ahora… ¡vete vete rápido! —Hubo un murmullo…— Es cierto, Resham Bibi conoce las viejas historias —… pero entonces Singh Retratos se encolerizó—: El capitán es mi huésped de honor —dijo—. Estará en mi choza tanto tiempo como quiera, corto o largo. ¿Qué estáis diciendo? Éste no es lugar para fábulas.

La primera estancia de Saleem Sinai en el gueto de los magos duró sólo cuestión de días; pero en ese corto tiempo ocurrieron algunas cosas que calmaron los temores suscitados por los ai-o-ai-o. La verdad pura y escueta es que, en aquellos días, los ilusionistas y otros artistas del gueto comenzaron a alcanzar nuevas cumbres en sus éxitos: los malabaristas consiguieron mantener mil y una pelotas en el aire a la vez, y la protegida de un faquir, todavía-sin-educar, se metió distraídamente en un lecho de carbones encendidos y lo atravesó andando despreocupadamente, como si hubiera adquirido por ósmosis las dotes de su mentor; me dijeron que se había logrado realizar con éxito el truco de la cuerda. Además, la policía dejó de hacer su redada mensual en el gueto, lo que no había ocurrido nunca, que se recordara; y al campamento llegaba una corriente constante de visitantes, criados de ricos, en busca de los servicios profesionales de uno o más de la colonia para esta o aquella función de gala… parecía, de hecho, como si Resham Bibi lo hubiera entendido todo al revés, y yo me hice rápidamente popular en el gueto. Me apodaron Saleem Kismeti, Saleem el Afortunado; felicitaron a Parvati por haberme llevado al barrio. Y, finalmente, Singh Retratos hizo que Resham Bibi se disculpara.

—Med’sculpo —dijo Resham desdentadamente, y se escapó; Singh Retratos añadió—: Los viejos lo pasan mal; se les reblandecen los sesos y lo recuerdan todo al revés. Capitán, aquí todo el mundo dice que nos traes suerte; ¿te irás pronto de nuestro lado? —… Y Parvati, mirándome muda con sus ojos como platos que suplicaban no no no; pero yo tuve que responder afirmativamente.

Saleem, hoy, está seguro de que respondió: «Sí»; de que aquella mismísima mañana, todavía vestido con su túnica sin forma, todavía inseparable de la escupidera de plata, se fue, sin mirar atrás a una chica que lo seguía con ojos húmedos de acusaciones; de que, pasando apresuradamente por delante de malabaristas que practicaban y de puestos de dulces que le llenaban las narices de las tentaciones de las rasgullas, por delante de barberos que ofrecían afeitados por diez paisa, por delante de las abandonadas quejas de cantantes melódicos y de los maullidos con acento americano de los limpiabotas que importunaban a autobuses de turistas japoneses de trajes azules idénticos e incongruentes turbantes de color azafrán, enrollados en torno a sus cabezas por guías obsequiosamente malvados, por delante de la imponente escalera de la Mezquita del Viernes, por delante de vendedores de baratijas y de esencias itr y de reproducciones en yeso del Qutb Minar y de caballitos pintados y de gallinas aleteantes no degolladas, por delante de invitaciones a peleas de gallos y juegos de naipes a ciegas, salió del gueto de los ilusionistas y se encontró en el Faiz Bazar, frente a los muros, que se extendían hasta el infinito, del Fuerte Rojo, desde cuyas murallas un primer ministro había anunciado en otro tiempo la independencia, y a cuya sombra una mujer se había encontrado con un tratante en titilimundis, con un hombre Dillidekho que la llevó por estrechas callejuelas para que oyera el futuro de su hijo vaticinado entre mangostas y buitres y hombres rotos con hojas sujetas con vendas a los brazos; de que, para ser breve, torció a la derecha y salió andando de la Ciudad Vieja hacia los palacios rosados construidos por conquistadores de piel rosa mucho tiempo antes: abandonando a mis salvadores, entré a pie en Nueva Delhi.

¿Por qué? ¿Por qué, desdeñando el nostálgico pesar de la-bruja-Parvati, volví la espalda a lo viejo y viajé a lo nuevo? ¿Por qué cuando, durante tantos años, había encontrado en ella mi más fiel aliado en los congresos nocturnos de mi mente, la abandoné tan a la ligera por la mañana? Luchando con agrietados espacios vacíos, puedo recordar dos razones; pero soy incapaz de decir cuál fue la suprema, ni si una tercera… en primer lugar, en cualquier caso, yo había hecho balance. Saleem, al analizar sus perspectivas, no había tenido otra opción que reconocerse a sí mismo que no eran buenas. No tenía pasaporte; ante la ley, era un inmigrante ilegal (habiendo sido en otro tiempo un emigrante legal); los campos de prisioneros de guerra me esperaban por todas partes. E incluso dejando de lado mi condición de soldado-derrotado-en-fuga, la lista de mis desventajas seguía siendo formidable: no tenía fondos ni tampoco una muda; ni títulos… ya que ni había terminado mi educación ni me había distinguido en la parte de ella que había recibido; cómo iba a emprender mi ambicioso proyecto de salvar a la nación sin tener un techo sobre mi cabeza ni una familia que me protegiera apoyara asistiera… me di cuenta, como si me hubiera caído una bomba, de que no tenía razón; de que aquí, en esta misma ciudad, tenía parientes… ¡y no sólo parientes sino parientes influyentes! Mi tío Mustapha Aziz, alto funcionario, que, la última vez que se supo de él, era el segundo de a bordo en su Departamento; ¿qué mejor patrocinador que él para mis ambiciones mesiánicas? Bajo su techo, podría adquirir contactos, así como ropa nueva; bajo sus auspicios, trataría de ascender en la Administración y, mientras estudiaba las realidades del gobierno, encontraría sin duda la clave de la salvación nacional; y los Ministros me escucharían, ¡quizá llegaría a tutearme con los grandes…! Aferrado a esa espléndida fantasía, le dije a la-bruja-Parvati: «Tengo que irme; ¡se preparan grandes cosas!» Y, viendo el daño en sus mejillas repentinamente inflamadas, la consolé: «Vendré y te veré a menudo. A menudo a menudo.» Pero no se consoló… los altos sentimientos, pues, fueron uno de los motivos para abandonar a la que me había ayudado; pero ¿no hubo algo más mezquino, más bajo, más personal? Lo hubo. Parvati me había llevado en secreto aparte, detrás de una chabola de lata-y-cajones de embalar; donde las cucarachas ponían sus huevos, donde las ratas copulaban, donde las moscas se hartaban de excrementos de perro callejero, me agarró por la muñeca y se le pusieron incandescentes los ojos y sibilante la lengua; escondidos en el pútrido bajovientre del gueto, me confesó que yo no era el primero de los hijos de la medianoche que se había cruzado en su camino: Y entonces vino la historia de una procesión en Dacca, y de magos que marchaban junto a los héroes, allí estaba Parvati mirando a un tanque, y allí estaban los ojos de Parvati yendo a posarse en un par de rodillas gigantescas, prensiles… unas rodillas que sobresalían orgullosamente de un uniforme planchado-almidonado; allí estaba Parvati gritando: «¡Tú! Tú…», y entonces el nombre impronunciable, el nombre de mi culpa, de alguien que hubiera debido vivir mi vida de no haber sido por un delito en una clínica particular; Parvati y Shiva, Shiva y Parvati, predestinados a encontrarse por el destino divino de sus nombres, se reunieron en el momento de la victoria. —¡Es un héroe, tú! —me dijo siseando orgullosamente detrás de la choza—. ¡Lo van a hacer un alto oficial y todo eso! —Y entonces, ¿qué fue lo que sacó de un pliegue de su andrajoso atuendo? ¿Qué era lo que en otro tiempo creció orgullosamente en la cabeza de un héroe y ahora anidaba entre los pechos de la hechicera? —Se lo pedí y me lo dio —dijo la-bruja-Parvati, y me enseñó un mechón de su pelo.

¿Huí de aquel mechón de pelo fatídico? Saleem, temiendo una reunión con su otro yo, al que hacía-tanto-tiempo había excluido de las asambleas de la noche, ¿huyó al seno de aquella familia cuyas comodidades se habían negado al héroe de guerra? ¿Fueron nobles sentimientos o culpa? No puedo decirlo ya; sólo escribo lo que recuerdo, es decir, que la-bruja-Parvati me susurró: —Quizá venga cuando tenga tiempo; ¡y entonces seremos tres! —Y otra frase, repetida—: Hijos de la medianoche, yaar… ¿casi nada, no? —La-bruja-Parvati me recordaba cosas que había tratado de quitarme de la mente; y me fui alejándome de ella, a casa de Mustapha Aziz.

De mi último contacto miserable con las brutales intimidades de la vida familiar, sólo quedan fragmentos; sin embargo, como todo debe ser puesto por escrito y posteriormente encurtido, intentaré recomponer un relato… para empezar, pues, dejadme comunicar que mi Tío Mustapha vivía en un bungalow espaciosamente anónimo de la Administración Pública, situado en un cuidado jardín de la Administración Pública exactamente a la altura de Rajpath en el corazón de la ciudad de Lutyens; caminé por lo-que-en-otro-tiempo-fue-Kingsway, aspirando los innumerables perfumes de la calle, que salían de los Emporios de Artesanía del Estado y de los tubos de escape de las rickshaws motorizadas; los aromas de banyan y deodar mezclados con los perfumes fantasmales de virreyes y memsahibs enguantadas hacía tiempo desaparecidos, y también con los olores corporales bastante más estridentes de begums ricas y llamativas y de vagabundos. Aquí estaba la gigante pizarra electoral en torno a la cual (durante la primera batalla-por-el-poder entre Indira y Morarji Desai) se amontonaban las multitudes, esperando los resultados y preguntando ansiosamente: «¿Chico o chica?»… entre lo antiguo y lo moderno, entre la India Gate y los edificios de la Secretaría, con mis pensamientos hirviendo de imperios desvanecidos (mogol y británico) y también de mi propia historia —porque ésta era la ciudad de la declaración pública, de los monstruos policéfalos y de la mano caída del cielo— anduve resueltamente, oliendo, como todo lo que había a la vista, a gloria celestial. Y por fin, después de doblar a la izquierda hacia Dupleix Road, llegué a un jardín anónimo con una pared baja y un seto; en un rincón del cual vi un letrero que se movía en la brisa lo mismo que en otro tiempo florecieron letreros en los jardines de la Hacienda de Methwold; pero este eco del pasado contaba una historia diferente. No un SE VENDE, con sus siniestras vocales y sus cuatro fatídicas consonantes; la flor de madera del jardín de mi tío proclamaba extrañamente: Sr. Mustapha Aziz y Flia.

Sin saber que la última palabra era la abreviatura habitual y desecada de mi tío para el nombre palpitantemente emotivo de «familia», me quedé desconcertado por aquel letrero que asentía; sin embargo, después de haber estado en su casa un tiempo muy corto, comenzó a parecerme totalmente apropiado, porque la familia de Mustapha Aziz era realmente algo tan aplastado, tan insectil y tan insignificante como aquella truncada «Flia».

¿Con qué palabras me saludaron cuando, un poco nervioso, toqué la campanilla, lleno de esperanzas de comenzar una nueva carrera? ¿Qué rostro apareció tras la puerta exterior con tela metálica, y frunció el entrecejo con colérica sorpresa? Padma: me saludó la mujer de mi Tío Mustapha, mi loca tía Sonia, con la exclamación: —¡Pfui! ¡Por Alá! ¡Cómo apesta este tipo!

Y aunque yo, para congraciarme: —Hola, Tita Sonia querida —sonriendo tímidamente a aquella visión, tamizada por la tela metálica, de la arrugada belleza iraní de mi tía, ella continuó—: ¿Saleem, verdad? Sí, te recuerdo. Un sucio mocoso eras. Siempre creíste que de mayor serías Dios o qué sé yo qué. ¿Y por qué? Por alguna carta estúpida que el decimoquinto ayudante de subsecretario del Primer Ministro debió de mandarte. —En ese primer encuentro hubiera debido prever la destrucción de mis planes; hubiera debido oler, en mi loca tía, los olores implacables de los celos de la Administración Pública, que desbaratarían todos mis intentos de conquistar un lugar en el mundo. A mí me habían enviado una carta, y a ella nunca; eso nos hacía enemigos de por vida. Pero había una puerta, una apertura; había bocanadas de ropas limpias y duchas; y yo, agradecido por los pequeños favores, no tuve en cuenta los perfumes mortales de mi tía.

Mi tío Mustapha Aziz, cuyo bigote en-otro-tiempo-orgullosamente-encerado no se había recuperado nunca de la paralizadora tormenta de polvo de la destrucción de la Hacienda de Methwold, había sido saltado para la jefatura de su Departamento por lo menos cuarenta y siete veces, y finalmente había encontrado consuelo para sus insuficiencias en las palizas a sus hijos, en un despotricar todas las noches sobre cómo, evidentemente, era víctima de los prejuicios antimusulmanes, en una lealtad absoluta pero contradictoria al gobierno actual, y en una obsesión por las genealogías que era su única afición y cuya intensidad era aún mayor que la del antiguo deseo de mi padre Ahmed Sinai de demostrar ser descendiente de los emperadores mogoles. En el primero de esos consuelos, contaba con la participación de buena gana de su esposa, la semiiraní y supuesta mujer de mundo Sonia (de soltera Khosrovani), a la que había vuelto loca, de forma certificable, una vida en la que había tenido que «ser una chamcha» (literalmente, una cuchara, pero idiomáticamente una aduladora) de cuarenta y siete esposas distintas y sucesivas de primeros-de-a-bordo, con las que anteriormente se había malquistado por su estilo de colosal condescendencia cuando habían sido las esposas de terceros-de-a-bordo; bajo las palizas combinadas de mi tío y mi tía, mis primos se habían convertido ya en una pulpa tan perfecta que no puedo recordar sus nombres, sexos, proporciones o rasgos; sus personalidades, desde luego, habían dejado de existir hacía tiempo. En el hogar de mi Tío Mustapha, yo permanecía silencioso entre mis pulverizados primos, escuchando los nocturnos soliloquios de él, que se contradecían constantemente, oscilando con violencia entre su resentimiento por no haber sido ascendido y su ciega devoción de perro faldero hacia cualquiera de los actos de la Primera Ministra. Si Indira Gandhi le hubiera pedido que se suicidara, Mustapha Aziz lo habría atribuido al fanatismo antimusulmán pero habría defendido también la habilidad política de la solicitud y, naturalmente, habría realizado la tarea sin atreverse a (o desear siquiera) formular reparos.

En cuanto a genealogías: el Tío Mustapha se pasaba todo su tiempo libre investigando eternamente e inmortalizando los estrafalarios linajes de las familias más importantes del país; pero un día, durante mi estancia, mi tía Sonia oyó hablar de un rishi de Hardwar que, según era fama, tenía trescientos noventa y cinco años y se sabía de memoria las genealogías de todos los clanes brahmines del país. «¡Hasta en eso», le chilló a mi tío, «terminas siendo el segundo!». La existencia del rishi de Hardwar completó su descenso hacia la locura, de forma que su violencia con sus hijos aumentó hasta el punto de que vivíamos esperando diariamente un asesinato, y al final mi tío Mustapha se vio obligado a encerrarla, porque sus excesos lo avergonzaban en su trabajo.

Ésta era, pues, la familia a la que había venido. Su presencia en Delhi llegó a parecer, a mis ojos, una profanación de mi propio pasado; en una ciudad que, para mí, estaba habitada para siempre por los fantasmas de los jóvenes Ahmed y Amina, aquella terrible «Flia» se arrastraba por suelo sagrado.

Pero lo que nunca podrá demostrarse como cierto, en los próximos años, es que la obsesión genealógica de mi tío se pusiera al servicio de un gobierno que estaba siendo víctima cada vez más de los embrujos gemelos del poder y de la astrología; de forma que lo que ocurrió en el Albergue de la Viuda hubiera podido no ocurrir nunca sin su ayuda… pero yo he sido traidor también; no condeno; lo único que digo es que una vez vi, entre sus cuadernos genealógicos, una carpeta de cuero negra con la etiqueta ALTO SECRETO y el título PROYECTO M.C.C.

El final está cerca, y no puede evitarse mucho tiempo más; pero mientras el sarkar de Indira, como la administración de su padre, consulta a diario con quienes suministran saberes ocultos; mientras los adivinos de Benarsi ayudan a configurar la Historia de la India, tengo que desviarme hacia recuerdos dolorosos y personales; porque fue en casa de mi Tío Mustapha donde supe, con certeza, las muertes de mi familia en la guerra del 65; y también la desaparición, sólo unos días antes de mi llegada, de la famosa cantante pakistaní la Cantante Jamila.

… Cuando mi loca tía Sonia supo que yo había luchado en el lado malo de la guerra, se negó a darme de comer (estábamos cenando), y chilló: —¿Dios, sabes que tienes mucha caradura? ¿No tienes cerebro para pensar? ¡Te atreves a venir a casa de un funcionario de la Administración Pública… un criminal de guerra huido, por Alá! ¿Quieres hacerle perder a tu tío el empleo? ¿Quieres dejarnos a todos en la calle? ¡Tápate los oídos avergonzado, muchacho! ¡Vete… vete, fuera, o mejor, deberíamos llamar a la policía y entregarte ahora mismo! Vete, sé prisionero de guerra, qué nos importa, ni siquiera eres el hijo legítimo de nuestra difunta hermana…

Bombas, una tras otra: Saleem teme por su seguridad, y se entera simultáneamente de la ineludible verdad de la muerte de su madre, y también de que su posición es más débil de lo que creía, porque en esta parte de la familia el acto de aceptación no se ha producido; ¡Sonia, sabiendo lo que confesó Mary Pereira, es capaz de cualquier cosa…! Y yo, débilmente: —¿Mi madre? ¿Difunta? —Y ahora mi Tío Mustapha, dándose cuenta quizá de que su mujer ha ido demasiado lejos, dice de mala gana—: No te preocupes, Saleem, claro que te quedarás… tiene que quedarse, esposa, ¿qué otra cosa puede hacer…? y el pobre ni siquiera sabe…

Entonces me lo contaron.

Se me ocurrió, en el corazón de aquella loca Flia, que debía a los muertos cierto número de períodos de luto; al enterarme de la defunción de mi madre y mi padre y de mis tías Alia y Pia y Emerald, de mi primo Zafar y su princesa kifí, de la Reverenda Madre y de mi pariente lejana Zohra y su marido, resolví pasarme los próximos cuatrocientos días de luto, como era apropiado y decente; diez períodos de luto, de cuarenta días cada uno. Y además, estaba la cuestión de la Cantante Jamila…

Ella había tenido noticia de mi desaparición en la confusión de la guerra de Bangladesh; ella, que siempre mostraba su amor cuando era demasiado tarde, había enloquecido quizá un poco al saber la noticia. Jamila, la Voz del Pakistán, el Bulbul-de-la-Fe, había hablado en contra de los nuevos gobernantes del Pakistán truncado, comido por la polilla, dividido por la guerra; mientras el señor Bhutto decía ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: «¡Construiremos un nuevo Pakistán! ¡Un Pakistán mejor! ¡Mi país me escucha!», mi hermana lo injuriaba en público; ella, la más pura de los puros, la más patriótica de los patriotas, se volvió rebelde cuando supo mi muerte. (Así, por lo menos, es como yo lo veo; todo lo que supe por mi tío fueron los hechos desnudos; él los había sabido por los cauces diplomáticos, que no se dedican a la teorización psicológica.) Dos días después de su diatriba contra los autores de la guerra, mi hermana había desaparecido: —Están ocurriendo allí cosas muy malas, Saleem; desaparece gente continuamente; tenemos que temernos lo peor.

¡No! ¡No no no! Padma: ¡él estaba equivocado! Jamila no desapareció en las garras del Estado; porque aquella misma noche soñé que ella, en las sombras de la oscuridad y en el secreto de un sencillo velo, no la carpa de brocado de oro instantáneamente reconocible del Tío Zaf sino un purdah negro corriente, huía en avión de la capital; y aquí está, llegando a Karachi, sin ser interrogada sin ser detenida libre, toma un taxi hasta las profundidades de la ciudad, y ahora hay un muro alto con puertas acerrojadas y un portillo por el que en otro tiempo, hace mucho, yo recibía el pan, el pan con levadura de la debilidad de mi hermana, ella pide que le dejen entrar, las monjas abren las puertas cuando ella reclama asilo, sí, ahí está, segura dentro, se corren tras ella los cerrojos de las puertas, cambiando una especie de invisibilidad por otra, ahí hay ahora otra Reverenda Madre, cuando la Cantante Jamila que, en otro tiempo, cuando era el Mono de Latón, coqueteó con el cristianismo, encuentra seguridad refugio paz en medio de la orden de clausura de Santa Ignacia… sí, ahí está, segura, no desaparecida, no en garras de una policía que da patadas golpea deja morir de hambre, sino tranquila, no es una tumba sin señalar a orillas del Indo, sino viva, cociendo pan, cantándoles suavemente a las monjas de clausura; lo sé, lo sé, lo sé. ¿Que cómo lo sé? Un hermano sabe; eso es todo.

La responsabilidad, acometiéndome una vez más: porque no hay escapatoria… el caso de Jamila fue, como siempre, sólo culpa mía.

Viví en casa del señor Mustapha Aziz cuatrocientos veinte días… Saleem guardaba un luto tardío por sus muertos; ¡pero no penséis ni por un momento que tenía los oídos tapados! No creáis que no oía lo que se decía a mi alrededor, las peleas repetidas entre mi tío y mi tía (que quizá lo ayudaron a decidirse a internarla en un manicomio): Sonia Aziz aullando: —Ese bhangi… ese tipo sucioasqueroso, ni siquiera es sobrino tuyo, no sé qué mosca te ha picado, ¡tendríamos que ponerlo de patitas en la calle! —Y Mustapha, tranquilamente, replicando—: El pobre chico está destrozado de dolor, y no podemos, sólo tienes que verlo, no está muy bien de la cabeza, le han pasado tantas cosas. —¡No está muy bien de la cabeza! Aquello era asombroso, viniendo de ellos… ¡de una familia al lado de la cual una tribu de caníbales farfullantes hubiera parecido tranquila y civilizada! ¿Por qué lo aguanté? Porque era un hombre con un sueño. Pero, durante cuatrocientos veinte días, fue un sueño que no se hizo realidad.

Laciobigotudo, alto-pero-encorvado, un eterno segundón: mi Tío Mustapha no era mi Tío Hanif. Él era ahora el cabeza de familia, el único de su generación que había sobrevivido al holocausto de 1965; pero no me ayudó en absoluto… Le hice frente en su estudio lleno de genealogías un atardecer amargo y le expliqué —con la solemnidad apropiada y gestos humildes pero resueltos— mi misión histórica de salvar a la nación de su destino; pero suspiró profundamente y me dijo: —Oye Saleem, ¿qué quieres que yo le haga? Te tengo en mi casa; comes de mi pan y no das golpe… pero está bien, eres de la casa de mi hermana muerta, y tengo que cuidar de ti… de manera que quédate, descansa, ponte bien; y entonces veremos. Quieres un puesto de oficinista o algo así, quizá se pueda arreglar; pero olvídate de esos sueños de Dios-sabe-qué. Nuestro país está en buenas manos. Indiraji está haciendo ya reformas radicales… reformas agrarias, estructuras fiscales, educación, control de la natalidad… déjaselo a ella y su sarkar. —¡En plan paternalista, Padma! ¡Como si yo fuera un niño idiota! ¡Qué vergüenza, qué vergüenza más humillante el ser tratado condescendientemente por bobos!

A cada momento me veo frustrado; ¡soy una voz en el desierto, como Maslama, como ibn Sinan! Intente lo que intente, el desierto es mi destino. ¡Oh repugnante falta de ayuda por parte de tíos cobistas! ¡Oh aherrojamiento de mis ambiciones por parientes segundones y pelotilleros! El rechazo por parte de mi tío de mis peticiones de promoción tuvo un grave efecto: cuanto más alababa a su Indira, tanto más hondamente la detestaba yo. De hecho, él me estaba preparando para mi regreso al gueto de los magos, y para… para ella… la Viuda.

Celos: eso es lo que era. Los verdes celos de mi loca tía Sonia, goteando como veneno en los oídos de mi tío, le impedían hacer nada para lanzarme a la carrera que había elegido. Los grandes están siempre a la merced de hombres insignificantes. Y también de locas insignificantes.

Al 418.º día de mi llegada se produjo un cambio en la atmósfera de aquel manicomio. Vino alguien a cenar: alguien que tenía el estómago gordo, una cabeza afilada cubierta de rizos aceitosos y una boca tan carnosa como los labios de una vulva de mujer. Creí reconocerlo por las fotografías de los periódicos. Volviéndome hacia alguno de mis primos sin sexo sin edad sin rostro, pregunté con interés: —¿No es, ya sabes, Sanjay Gandhi? —Pero aquella pulverizada criatura estaba demasiado aniquilada para poder contestar… ¿lo era no lo era? No sabía, en aquella época, lo que ahora escribo: que algunas personalidades de aquel extraordinario gobierno (y también algunos hijos de primeras ministras no elegidos) habían adquirido la facultad de reproducirse a sí mismos… ¡unos años más tarde habría cuadrillas de Sanjays por toda la India! No es de extrañar que aquella increíble dinastía quisiera imponernos al resto el control de la natalidad… de modo que quizá lo era, quizá no lo era; pero alguien desapareció en el estudio de mi tío con Mustapha Aziz; y aquella noche —yo eché una ojeada furtiva— había una cartera de cuero negro cerrada que decía ALTO SECRETO y también PROYECTO M.C.C.; y a la mañana siguiente mi tío me miraba de forma diferente, casi con miedo, o con esa mirada de aversión especial que los funcionarios públicos reservan para quienes caen oficialmente en desgracia. Hubiera debido saber entonces lo que me aguardaba; pero todo es muy sencillo en retrospectiva. La visión retrospectiva me llega ahora, demasiado tarde, ahora que estoy confinado por fin a la periferia de la Historia, ahora que las conexiones entre mi vida y la de la nación se han roto de una vez para siempre… para evitar la mirada inexplicable de mi tío, salí al jardín; y vi a la-bruja-Parvati.

Se acurrucaba en el pavimento, con el cesto de la invisibilidad al lado; cuando me vio, sus ojos se iluminaron de reproche: —Dijiste que vendrías, pero nunca, de modo que yo —tartamudeó. Yo bajé la cabeza—: He estado de luto —dije, poco convincentemente, y ella—: Pero hubieras podido… Dios santo, Saleem, no sabes, en nuestra colonia no le puedo hablar a nadie de mi verdadera magia nunca, ni siquiera a Singh Retratos que es como un padre, tengo que guardármelo y guardármelo, porque no creen en esas cosas, y yo pensaba, ahora está aquí Saleem, ahora tendré por fin un amigo, podremos hablar, podremos estar juntos, lo hemos estado, y sabemos, y arré, cómo decirlo, Saleem, no te importa, conseguiste lo que querías y te fuiste sin más, no soy nada para ti, lo sé…

Aquella noche mi loca tía Sonia, a la que sólo faltaban unos días para la camisa de fuerza (salió en los periódicos, un pequeño suelto en una página interior; al Departamento de mi tío debió de molestarle) tuvo una de las furiosas inspiraciones de los profundamente locos e irrumpió en la alcoba en la que, media hora antes, había entrado alguien de ojos como platos a través de una ventana de la planta baja; me encontró en la cama con la-bruja-Parvati, y después de aquello mi Tío Mustapha perdió interés por albergarme, diciéndome: —Naciste de bhangis, y serás un tipo sucio toda la vida; —al 420.º día de mi llegada dejé la casa de mi tío, privado de lazos familiares y devuelto por fin a la auténtica herencia de pobreza e indigencia de la que tanto tiempo me había visto privado por el delito de Mary Pereira. La-bruja-Parvati me esperaba en la acera; no le dije que, en cierto sentido, me había alegrado de la interrupción, porque mientras la besaba en la oscuridad de aquella medianoche ilícita, había visto cómo cambiaba su cara, convirtiéndose en la cara de un amor prohibido; los rasgos fantasmales de la Cantante Jamila habían sustituido a los de la muchacha-bruja; Jamila, que estaba (¡yo lo sabía!) segura en un convento de Karachi, estaba también aquí de pronto, pero había sufrido una sombría transformación. Había empezado a pudrirse, las pústulas y úlceras horribles del amor prohibido se extendían por su rostro; lo mismo que en otro tiempo el fantasma de Joe D’Costa se había podrido en las garras de la lepra oculta de la culpabilidad, ahora las rancias flores del incesto florecían en los rasgos fantasmales de mi hermana, y yo no podía hacerlo, no podía besar tocar mirar aquel rostro espectral intolerable, había estado a punto de apartarme con un grito de nostalgia y vergüenza desesperadas cuando Sonia Aziz cayó sobre nosotros con sus luces eléctricas y sus alaridos.

Y en cuanto a Mustapha, bueno, mi indiscreción con Parvati puede haber sido también, a sus ojos, nada más que un útil pretexto para deshacerse de mí; pero eso tendrá que quedar en la duda, porque la cartera negra estaba cerrada —todo lo que tengo para continuar es una mirada en sus ojos, un olor a miedo, tres iniciales en una etiqueta— porque luego, cuando todo hubo terminado, una dama en desgracia y su hijo de labios de vulva se pasaron dos días detrás de puertas cerradas, quemando expedientes; y ¿cómo podemos saber si-o-si-no llevaba uno de ellos el rótulo M.C.C.?

De todas formas, no quería quedarme. Familia: una idea supervalorada. ¡No creáis que estaba triste! ¡Ni por un momento imaginéis que se me puso un nudo en la garganta al ser expulsado del último hogar placentero que me quedaba! Os lo aseguro: estaba de buen humor cuando me fui… quizá haya algo antinatural en mí, alguna ausencia fundamental de respuesta emocional; pero mis pensamientos han aspirado siempre a cosas más altas. De ahí mi elasticidad. Dadme un golpe: rebotaré. (Pero no hay resistencia que valga contra las grietas.)

Para resumir: renunciando a mis anteriores e ingenuas esperanzas de ascender como funcionario, volví al barrio de los magos y la chaya de la Mezquita del Viernes. Como Gautama, el primer y auténtico Buda, dejé mi vida de comodidades y fui por el mundo como un mendigo. La fecha era el 23 de febrero de 1973; estaban nacionalizando las minas de carbón y el mercado del trigo, el precio del petróleo había comenzado a subir más más más, y se cuadruplicaría en un año, y en el Partido Comunista de la India, la división entre la facción moscovita de Dange y el C.P.I. (M.)[10] de Namboodiripad se había hecho insalvable; y yo, Saleem Sinai, como la India, tenía veinticinco años, seis meses y ocho días.

Los magos eran comunistas, casi sin excepción. Eso es: ¡rojos! Insurgentes, amenazas públicas, la escoria de la tierra… ¡una comunidad de descreídos que vivían blasfemamente a la sombra misma de la casa de Dios! Desvergonzados, lo que es más; inocentemente escarlatas; ¡nacidos con la mancha sangrienta en sus almas! Y permitidme decir de una vez que, apenas lo descubrí, yo, que había sido educado en la otra fe verdadera de la India, que podemos llamar Negocismo, y había abandonado-sido-abandonado-por sus seguidores, me sentí instantánea y cómodamente rojo y luego más rojo, tan segura y totalmente como mi padre se había vuelto en otro tiempo blanco, de forma que ahora mi misión de salvar-al-país podía verse bajo una nueva luz; se me ocurrían metodologías más revolucionarias. ¡Abajo el dominio de los tíos wallahs de ventanilla y poco cooperadores y de sus amados dirigentes! Lleno de ideas de comunicación-directa-con-las-masas, me establecí en la colonia de los magos, y conseguí ir tirando a base de divertir a los turistas extranjeros y nativos con la perspicacia maravillosa de mi nariz, que me permitía olfatear sus sencillos y turísticos secretos. Singh Retratos me pidió que compartiera su choza. Yo dormía sobre una arpillera andrajosa, entre cestos que silbaban de serpientes; pero no me importaba, lo mismo que descubrí que era capaz de aguantar hambre sed mosquitos y (al principio) el cortante frío del invierno de Delhi. Aquel Singh Retratos, El Hombre más Encantador del Mundo, era también el cacique indiscutido del gueto; las disputas y los problemas se resolvían a la sombra de su ubicuo y enorme paraguas negro; y yo, que sabía leer y escribir además de oler, me convertí en una especie de ayudante de campo de aquel hombre monumental, que invariablemente añadía una conferencia sobre socialismo a sus representaciones serpentinas, y que era famoso en las calles y callejas principales de la ciudad por algo más que sus talentos de encantador de serpientes. Puedo decir, con absoluta certeza, que Singh Retratos era el hombre más grande que he conocido nunca.

Una tarde, durante la chaya, el gueto recibió la visita de otra reproducción del joven de labios de vulva que vi en casa de mi Tío Mustapha. De pie en las escaleras de la mezquita, desplegó una bandera que sostuvieron dos ayudantes. Decía: ABOLID LA POBREZA, y llevaba el emblema de la vaca-con-ternero-mamando del Congreso de Indira. El rostro de él se parecía notablemente al rostro redondo del ternero, y desencadenaba un tifón de halitosis cuando hablaba. —¡Hermanos-Oh! ¡Hermanas-Oh! ¿Qué es lo que os dice el Congreso? Esto: ¡que todos los hombres son creados iguales! —No siguió; la multitud retrocedió ante su aliento de estiércol de buey bajo un sol ardiente, y Singh Retratos empezó a reírse a carcajadas—: ¡Ja ja, capitán, qué bueno, señor! —Y el de los labios de vulva, neciamente—: Está bien, tú, hermano, ¿por qué no nos lo cuentas para que nos riamos todos? —Singh Retratos sacudió la cabeza, agarrándose los costados—: ¡Qué discurso, capitán! ¡Un discurso absolutamente magistral! —Su risa salió rodando de debajo de su paraguas y contagió a la multitud, hasta que todos rodamos por el suelo, riéndonos, aplastando las hormigas, llenándonos de polvo, y la voz del idiota del Congreso habló con pánico—: ¿Qué pasa? ¿Este tipo no cree que somos iguales? Qué concepto más pobre debe de tener de… —pero ahora, Singh Retratos, con el paraguas en alto, caminó a grandes zancadas hacia su choza. El de los labios de vulva, aliviado, continuó su discurso… pero no por mucho tiempo, porque Retratos volvió, llevando bajo el brazo izquierdo un pequeño cesto circular con tapa y bajo el brazo derecho una flauta de madera. Puso el cesto en el escalón que había junto a los pies del wallah del Congreso; quitó la tapa; se llevó la flauta a los labios. Entre risas renovadas, el joven político dio un salto en el aire de diecinueve pulgadas cuando una cobra real surgió de su hogar balanceándose soñolientamente… Labios-devulva exclama—: ¿Qué haces? ¿Quieres matarme a muerte? —Y Singh Retratos, haciendo caso omiso de él, con el paraguas plegado ahora, sigue tocando, cada vez más furiosamente, y la serpiente se desenrolla, más y más aprisa toca Singh, hasta que la música de la flauta llena todas las grietas del barrio y amenaza con escalar los muros de la mezquita, y por fin la gran serpiente, flotando en el aire, sustentada sólo por el encanto de la melodía, está con sus nueve pies fuera del cesto, bailando sobre la cola… Singh Retratos cede. Nagaraj se deja caer en sus anillos. El Hombre Más Encantador del Mundo le ofrece la flauta al joven del Congreso—: Está bien, capitán —dice Singh Retratos placenteramente— inténtalo. —Pero labios-de-vulva—: Oye, ¡sabes que no puedo hacerlo! —Y entonces Singh Retratos agarra la cobra por debajo mismo de la cabeza, abre su propia boca mucho mucho mucho, exhibiendo un naufragio heroico de dientes y encías; guiñándole el ojo izquierdo al joven del Congreso, ¡mete la cabeza de lengua revoloteante de la serpiente en su propia abertura desmesurada! Pasa un minuto entero antes de que Singh Retratos vuelva otra vez la cobra a su cesto. Muy amablemente, le dice al joven—: Ya ves, capitán, ésa es la verdad del asunto: algunos son mejores, otros no lo son tanto. Pero quizá esté bien que pienses de otro modo.

Al contemplar esa escena, Saleem Sinai aprendió que Singh Retratos y los magos eran gente cuya aprehensión de la realidad era absoluta; la sujetaban tan fuertemente que la podían retorcer como fuera al servicio de sus artes, pero nunca se olvidaban de lo que era.

Los problemas del gueto de los magos eran los problemas del movimiento comunista en la India, dentro de los límites de la colonia se podían encontrar, en miniatura, las muchas divisiones y disensiones que atormentaban al Partido en el país. Singh Retratos, me apresuro a añadir, estaba por encima de todo aquello; siendo el patriarca del gueto, poseía un paraguas cuya sombra podía restablecer la armonía entre las facciones en discordia; pero las disputas que se llevaban a la protección del paraguas del encantador de serpientes se estaban haciendo cada vez más encarnizadas, a medida que los prestidigitadores, los que sacaban conejos de los sombreros, se alineaban firmemente tras el C.P.I. oficialmente moscovita del señor Dange, que apoyó a la señora Gandhi durante toda la Emergencia; los contorsionistas, sin embargo, empezaban a inclinarse más hacia la izquierda y las sesgadas complejidades del ala de orientación china. Los tragafuegos y tragasables aplaudían las tácticas guerrilleras del movimiento naxalita; en tanto que los hipnotizadores y los que andaban-sobre-carbones-encendidos hacían suyo el manifiesto de Namboodiripad (ni moscovitas ni pequineses) y lamentaban la violencia naxalita. Había tendencias trotskistas entre los tahúres, y hasta un movimiento en favor del Comunismo-por-las-urnas entre los miembros moderados de la sección de ventrílocuos. Yo había entrado en un medio en el que, aunque la intolerancia religiosa y regionalista brillaban por su ausencia, nuestro antiguo don nacional para la desintegración había encontrado nuevas salidas. Singh Retratos me dijo, tristemente, que, durante las elecciones generales de 1971, se produjo un asesinato estrafalario como consecuencia de una pelea entre un comedor de fuego naxalita y un prestidigitador de línea moscovita que, sulfurado por las opiniones de aquél, trató de sacar una pistola de su sombrero mágico; pero apenas había aparecido el arma cuando el seguidor de Ho Chi Minh abrasó a su contrincante, matándolo con un chorro de llamas aterradoras.

Bajo su paraguas, Singh Retratos hablaba de un socialismo que no debía nada a la influencia extranjera. —Escuchad, capitanes —les dijo a los ventrílocuos titiriteros en guerra—, ¿iréis a vuestras aldeas para hablarles de Stalins y de Maos? ¿Les importará a los campesinos bihari o tamiles la muerte de Trotsky? —La chaya de su paraguas mágico enfriaba a los más intemperantes de los brujos; y tenía el efecto, en mí, de convencerme de que un día, pronto, Singh Retratos, el encantador de serpientes, seguiría los pasos de Mian Abdullah tantos años antes; de que, como el legendario Colibrí, dejaría el gueto para construir el futuro con la pura fuerza de su voluntad; y de que, a diferencia del héroe de mi abuelo, no se detendría hasta que él, y su causa, hubieran triunfado… pero, pero. Siempre hay un pero pero. Lo que pasó, pasó. Todos lo sabemos.

Antes de volver a contar la historia de mi vida privada, quisiera que se supiera que fue Singh Retratos quien me reveló que la economía corrompida, «negra» del país se había hecho tan importante como la oficial, de variedad «blanca», lo que hizo enseñándome una foto de periódico de la señora Gandhi. El pelo de ella, peinado con raya en medio, era blanco-como-la-nieve en un lado y negro-como-la-noche en el otro, de forma que, según qué perfil presentara ella, parecía una comadreja o un armiño. La repetición de la raya en medio en la Historia; y también la economía como cosa análoga al tocado de una Primera Ministra… Debo esas nociones importantes a El Hombre Más Encantador del Mundo. Singh Retratos fue quien me dijo que Mishra, el Ministro de Ferrocarriles, era también el ministro oficialmente designado de sobornos, por cuya mediación se hacían los negocios más importantes de la economía ilegal y que era quien arreglaba los pagos hechos a los ministros y funcionarios apropiados; sin Singh Retratos, quizá no hubiera sabido nunca de las irregularidades en las elecciones estatales de Cachemira. Sin embargo, él no era amante de la democracia: —Dios maldiga todo eso de las elecciones, capitán —me dijo—. Siempre que vienen, algo malo ocurre; y nuestros compatriotas se comportan como payasos. —Yo, poseído por mi fiebre-revolucionaria, no estuve en desacuerdo con mi mentor.

Había, desde luego, algunas excepciones a las reglas del gueto: uno o dos prestidigitadores conservaban su fe hindú y, en política, abrazaban el partido sectario hindú Jan Sangh o a los notorios extremistas del Ananda Marg; incluso había entre los malabaristas quienes votaban al Swatantra. Hablando en el terreno no político, la anciana Resham Bibi era uno de los pocos miembros de la comunidad que seguía siendo una fantaseadora incurable, al creer (por ejemplo) en la superstición que prohibía a las mujeres trepar a un mango, porque cualquier mango que hubiera soportado el peso de una mujer daría siempre frutos agrios… y había un extraño faquir llamado Chishti Khan, con el rostro tan suave y lustroso que nadie sabía si tenía diecinueve años o noventa, y que había rodeado su choza de una fabulosa creación de cañas de bambú y fragmentos de papel de colores brillantes, de forma que su casa parecía una reproducción multicolor en miniatura del cercano Fuerte Rojo. Sólo cuando se atravesaba su almenada entrada se comprendía que, detrás de la fachada meticulosamente hiperbólica de torreones y revellines de bambúy-papel se escondía una casucha de lata-y-cartón como todas las demás. Chisti Khan había cometido el solecismo supremo de dejar que su habilidad ilusionista contagiara su vida real; no era popular en el gueto. Los magos lo tenían a distancia, para no enfermar con sus sueños.

Y así comprenderéis por qué la-bruja-Parvati, poseedora de facultades auténticamente maravillosas, las había mantenido secretas toda su vida; el secreto de los dones recibidos de la medianoche no lo hubiera perdonado fácilmente una comunidad que había negado constantemente esas posibilidades.

En el lado ciego de la Mezquita del Viernes, donde los magos no estaban a la vista y el único peligro eran los basureros-de-restos, los buscadores-de-cajones abandonados o los cazadores-de-chapa ondulada… allí fue donde la-bruja-Parvati, ardiente como la mostaza, me mostró lo que podía hacer. Vestida con unos humildes shalwar-kameez hechos con las ruinas de una docena, la hechicera de la medianoche actuó para mí con el verbo y el entusiasmo de una niña. Con sus ojos como platos, una cola de caballo como una soga, labios finos rojos carnosos… No me hubiera resistido nunca a ella tanto tiempo de no haber sido por el rostro, los enfermos y marchitos ojos nariz labios de… Al principio, las habilidades de Parvati parecían no tener límite. (Pero lo tenían.) Bien, entonces: ¿invocó a los demonios? ¿Aparecieron djinns, ofreciendo riquezas y viajes a ultramar en alfombras levitantes? ¿Se volvieron príncipes las ranas, y se metamorfosearon? Nada de eso; la magia que realizó para mí la-bruja-Parvati —la única magia que estuvo siempre dispuesta a realizar— era del tipo llamado «blanco». Era como si el «Libro Secreto» de los brahmines, el Atharva-Veda, le hubiera revelado todos sus secretos; podía curar la enfermedad y contrarrestar los venenos (para demostrarlo, dejaba que las serpientes la mordieran, y combatía el veneno con un extraño ritual, que incluía rezar al dios-serpiente Takshasa, beber una infusión de la virtud del árbol de Krimuka y los poderes de viejos vestidos hervidos, y recitar un hechizo: Garudamand, el águila, bebió veneno, pero era inocuo; de igual manera he desviado yo su fuerza como se desvía una flecha)… podía curar las úlceras y consagrar talismanes… conocía el encanto de las sraktya y el Rito del Árbol. Y todo eso, en una serie de extraordinarias exhibiciones nocturnas, me lo reveló bajo los muros de la Mezquita… pero ella no era feliz aún.

Como siempre, tengo que aceptar mi responsabilidad; el olor de tristeza que flotaba en torno a la-bruja-Parvati era obra mía. Porque ella tenía veinticuatro años, y quería de mí algo más que mi buena disposición para ser su público; Dios sabe por qué, pero me quería en su cama… o, para ser exacto, quería que me echara con ella en el pedazo de arpillera que le servía de cama en la casucha que compartía con una familia de trillizas contorsionistas de Kerala, tres chicas que eran huérfanas como ella… como yo.

Lo que hizo por mí: bajo el poder de su magia, el pelo empezó a crecer donde no había crecido desde que el señor Zagallo tiró demasiado fuerte; su brujería hizo que las marcas de nacimiento de mi cara palidecieran bajo las salutíferas aplicaciones de cataplasmas de hierbas, parecía como si hasta lo torcido de mis piernas estuviera disminuyendo con sus cuidados. (No pudo hacer nada, sin embargo, por mi mal oído; no hay magia en la tierra suficientemente fuerte para borrar los legados de los padres de uno.) Pero por mucho que ella hiciera por mí, yo era incapaz de hacer por ella lo que ella más deseaba; porque aunque yacíamos juntos bajo los muros del lado ciego de la Mezquita, la luz de la luna me mostraba su rostro nocturno convirtiéndose, convirtiéndose siempre en el de mi hermana distante, desaparecida… no, no el de mi hermana… en el rostro pútrido y horriblemente desfigurado de la Cantante Jumila. Parvati se untaba el cuerpo con ungüentos empapados de encanto erótico; se peinaba el pelo mil veces con un peine hecho de huesos de ciervo afrodisíacos; y (no lo dudo) en mi ausencia debe de haber ensayado toda clase de hechizos amorosos; pero yo estaba en poder de un embrujo más viejo, y no podía, al parecer, ser liberado; estaba condenado a ver cómo los rostros de las mujeres que me amaban se convertían en los rasgos de… pero ya sabéis de quién eran los rasgos desmoronados que aparecían, llenándome las narices con su infernal hedor.

—Pobre chica —suspira Padma, y yo estoy de acuerdo; pero hasta que la Viuda me vació de pasado presente futuro, seguí estando bajo el embrujo del Mono.

Cuando la-bruja-Parvati admitió finalmente su fracaso, en su rostro apareció, de la noche a la mañana, un alarmante y pronunciado puchero. Se durmió en la choza de las huérfanas contorsionistas y se despertó con los carnosos labios fijados en un gesto protuberante de indecible resentimiento sensual. Las trillizas huérfanas le dijeron, riéndose preocupadamente, lo que le había ocurrido en la cara; ella trató enérgicamente de hacer volver sus facciones a su posición normal, pero ni músculos ni brujerías consiguieron devolverla a su ser anterior; por fin, resignándose a la tragedia, Parvati renunció, de forma que Resham Bibi decía a todo el que quería escucharla: —Esa pobre chica… algún dios debe de haber soplado sobre ella cuando estaba haciendo una mueca.

(Aquel año, dicho sea de paso, las señoras elegantes de las ciudades mostraban todas esa misma expresión, con deliberación erótica; las altivas maniquíes de la moda Eleganza 73 hacían todas pucheritos cuando recorrían sus pasarelas. En la espantosa pobreza del barrio miserable de los magos, la-bruja-Parvati, con su morrito, estaba totalmente a la moda facial.)

Los magos dedicaron una gran parte de sus energías al problema de cómo hacer sonreír otra vez a Parvati. Robando tiempo a su trabajo, y también a las tareas más mundanas de la reconstrucción de chozas de lata-y-cartón, derribadas por vientos fuertes, o de matar ratas, realizaron sus números más difíciles para divertirla; pero el morrito siguió donde estaba. Resham Bibi hizo un té verde que olía a alcanfor y se lo metió a Parvati por el gaznate. El té produjo el efecto de estreñirla tan completamente que no se la vio defecar tras su casucha en nueve semanas. Dos jóvenes malabaristas tuvieron la idea de que quizá había empezado a afligirse otra vez por su difunto padre, y se dedicaron a la tarea de dibujar el retrato de él en un pedazo de lona alquitranada, que colgaron sobre la colchoneta de arpillera de ella. Las trillizas hacían gracias, y Singh Retratos, muy afligido, hacía que las cobras se anudasen solas; pero nada de ello dio resultado, porque si el frustrado amor de Parvati no podían curarlo sus propios poderes, ¿qué esperanza podían tener los otros? El poder del morrito de Parvati creó, en el gueto, una sensación de desasosiego sin nombre, que toda la animosidad de los magos hacia lo desconocido no podía disipar por completo.

Y entonces Resham Bibi tuvo una idea. —Qué tontos somos —le dijo a Singh Retratos—, no vemos lo que tenemos delante de las narices. La pobre chica tiene veinticinco años, baba… ¡es casi una mujer! ¡Suspira por un marido! —Singh Retratos se quedó impresionado—. Resham Bibi —le dijo con aprobación—, todavía no tienes muerto el cerebro.

Después de aquello, Singh Retratos se dedicó a la tarea de encontrar para Parvati un joven adecuado; muchos de los hombres más jóvenes del gueto se vieron adulados intimidados amenazados. Aparecieron cierto número de candidatos; pero Parvati los rechazó a todos. La noche en que le dijo a Bimillah Khan, el tragafuegos más prometedor de la colonia, que se fuera a otra parte con su aliento a guindilla picante, hasta Singh Retratos se desesperó. Esa noche me dijo: —Capitán, esa chica es una prueba y una aflicción para mí; es buena amiga tuya, ¿tienes alguna idea? —Entonces se le ocurrió una idea, una idea que había tenido que aguardar a que estuviese desesperado, porque hasta Singh Retratos se dejaba influir por consideraciones de clase: al pensar automáticamente que yo era «demasiado bueno» para Parvati, a causa de mi nacimiento supuestamente «más alto», el envejecido comunista no había pensado hasta ahora que yo podría…— Dime una cosa, capitán —me preguntó Singh tímidamente—, ¿tienes intención de casarte algún día?

Saleem Sinai sintió que el pánico le subía por dentro.

—Eh, capitán, ¿a ti te gusta la chica, eh…? —Y yo, incapaz de negarlo—: Claro. —Y entonces Singh Retratos, con una mueca de oreja a oreja, mientras las serpientes silbaban en los cestos—: ¿Te gusta mucho, capitán? ¿Mucho mucho? —Pero yo pensaba en el rostro de Jamila en la noche; y tomé una decisión desesperada—: Retratosji, no puedo casarme con ella. —Y él entonces, frunciendo el ceño—: ¿Estás ya casado, capitán? ¿Tienes mujer niños esperando en algún lado? —No había remedio ahora; yo, tranquilo, vergonzosamente, dije: No puedo casarme con nadie, Retratosji. No puedo tener hijos.

El silencio de la choza era punteado por las serpientes sibilantes y los gritos de los perros salvajes en la noche.

—¿Me dices la verdad, capitán? ¿Es una realidad médica?

—Sí.

—Porque no se debe mentir en esas cosas, capitán. Mentir sobre la propia virilidad trae mala, muy mala suerte. Podría ocurrir cualquier cosa, capitán.

Y yo, deseando que cayera sobre mí la maldición de Nadir Khan, que fue también la maldición de mi tío Hanif Aziz y, durante la congelación y sus secuencias, la de mi padre Ahmed Sinai, me vi incitado a mentir todavía más coléricamente: —Te lo aseguro —exclamó Saleem—, ¡es cierto y eso es lo que hay!

—Entonces, capitán —dijo Retratosji trágicamente, golpeándose con la muñeca la frente—, sólo Dios sabe qué se puede hacer con esa pobre chica.