SERPIENTES Y ESCALAS
Y otros presagios: se vieron cometas que explotaban sobre Back Bay; se dijo que se habían visto flores desangrándose con sangre de veras; y, en febrero, las serpientes se escaparon del Schaapsteker Institute. Se extendió el rumor de que un encantador de serpientes bengalí loco, un Tubriwallah, recorría el país, encantando a los reptiles en cautividad y sacándolos de los serpentarios (como el Schaapsteker, donde se estudiaban los usos medicinales del veneno de serpiente y se inventaban contravenenos) con la fascinación hameliniana de su flauta, en castigo por la partición de su amada Bengala dorada. Al cabo de algún tiempo, los rumores añadieron que el Tubriwallah tenía siete pies de altura y la piel de un azul brillante. Era Krishna que había venido a castigar a su pueblo; era el Jesús de tinte celeste de los misioneros.
Parece ser que, a raíz de mi nacimiento con cambiazo, mientras yo me desarrollaba a una velocidad suicida, todo lo que podía ir mal comenzó a ir mal. En el invierno de las serpientes de principios de 1948, y en las estaciones calurosa y lluviosa que siguieron, los acontecimientos se acumularon, de forma que, para cuando el Mono de Latón nació en septiembre, todos estábamos exhaustos y necesitábamos unos cuantos años de reposo.
Las cobras escapadas se desvanecieron en las alcantarillas de la ciudad; se vieron kraits listadas en los autobuses. Los dirigentes religiosos describieron la fuga de las serpientes como una advertencia; el dios Naga se había desatado, entonaron, como castigo por la renuncia oficial de la nación a sus deidades. «Somos un Estado secular», anunció Nehru, y Morarji y Patel y Menon estuvieron todos de acuerdo; pero Ahmed Sinai seguía estremeciéndose como consecuencia de la congelación. Y, un día, en que Mary había estado preguntando: —¿Y cómo vamos a vivir ahora, señora? —Homi Catrack nos presentó al doctor Schaapsteker en persona. Tenía ochenta y un años; su lengua se agitaba constantemente, entrando y saliendo entre sus labios de papel; y estaba dispuesto a pagar un alquiler en efectivo por un apartamento de un piso superior con vistas sobre el mar Arábigo. Ahmed Sinai, en aquellos días, se había metido en la cama; el frío helado de la congelación impregnaba sus sábanas; tragaba enormes cantidades de whisky con fines medicinales, pero el whisky no conseguía hacerlo entrar en calor… de forma que fue Amina la que accedió a alquilar el piso superior de Buckingham Villa al viejo médico de serpientes. A finales de febrero, el veneno de serpiente penetró en nuestras vidas.
El doctor Schaapsteker[5] era un hombre que engendraba historias delirantes. Los enfermeros más supersticiosos de su Instituto juraban que tenía la facultad de soñar todas las noches que le mordían las serpientes, y de esa forma permanecía inmune a sus mordeduras. Otros susurraban que era medio serpiente él mismo, hijo de la unión antinatural de una mujer y una cobra. Su obsesión por el veneno de la krait listada —bungarus fasciatus— se estaba haciendo legendaria. No hay contraveneno conocido para la mordedura del bungarus; pero Schaapsteker había dedicado su vida a encontrarlo. Compraba caballos decrépitos de las cuadras de Catrack (entre otras) y les inyectaba pequeñas dosis de veneno; pero los caballos, poco serviciales, rehusaban fabricar anticuerpos, echaban espumarajos por la boca y se morían de pie, y tenían que ser transformados en cola de pegar. Se decía que el doctor Schaapsteker —«Sharpsticker sahib», el sahib matarife— había adquirido ahora el poder de matar a los caballos simplemente acercándose a ellos con una jeringuilla hipodérmica… pero Amina no hizo caso de esas historias increíbles. —Es un anciano caballero —le dijo a Mary Pereira—; ¿qué nos importa que la gente lo ponga verde? Paga su alquiler y nos permite vivir. —Amina estaba agradecida al médico de serpientes europeo, especialmente en aquellos días de la congelación, en que Ahmed no parecía tener valor para luchar.
«Queridos padre y madre», escribió Amina, «juro por mis ojos y mi cabeza que no sé por qué nos pasan estas cosas… Ahmed es un hombre bueno, pero este asunto lo ha afectado profundamente. Si podéis aconsejar a vuestra hija, lo necesita mucho». Tres días después de recibir esa carta, Aadam Aziz y la Reverenda Madre llegaron a la estación central de Bombay en el Correo de la Frontera; y Amina, al llevarlos a casa en nuestro Rover 1946, miró por una de las ventanillas laterales y vio el hipódromo de Mahalaxmi; y tuvo el primer germen de su temeraria idea.
—Esta decoración moderna está muy bien para vosotros los jóvenes, comosellame —dijo la Reverenda Madre—. Pero dame un takht anticuado para sentarme. Esas sillas son tan blandas, comosellame, que me parece que me caigo.
—¿Está enfermo? —preguntó Aadam Aziz—. ¿Quieres que lo reconozca y le recete?
—Éste no es el momento de refugiarse en la cama —sentenció la Reverenda Madre—. Tiene que ser un hombre, comosellame, y hacer un trabajo de hombre.
—Qué buen aspecto tenéis los dos, padres —exclamó Amina, pensando que su padre se estaba convirtiendo en un anciano que parecía achicarse con el paso de los años; en tanto que la Reverenda Madre se había vuelto tan ancha que los sillones, aunque blandos, gruñían bajo su peso… y a veces, por algún efecto óptico, Amina creía ver, en mitad del cuerpo de su padre, una sombra oscura como un agujero.
—¿Qué nos queda en esta India? —preguntó la Reverenda Madre, cortando el aire con la mano—. Vete, déjalo todo, vete al Pakistán. Mira qué bien le van las cosas a Zulkifar… él te ayudará al principio. Sé hombre, hijo mío: ¡levántate y empieza de nuevo!
—Ahora no tiene ganas de hablar —dijo Amina—, tiene que descansar.
—¿Descansar? —rugió Aadam Aziz—. ¡Es un pelele!
—Hasta Alia, comosellame —dijo la Reverenda Madre—, ella solita, se ha ido al Pakistán… hasta ella se está ganando bien la vida, enseñando en un buen colegio. Dicen que pronto será directora.
—Chis, madre, quiere dormir… vamos al cuarto de al lado…
—¡Hay momentos para dormir, comosellame, y momentos para estar despierto! Oye: Mustapha gana muchos cientos de rupias al mes, comosellame, como funcionario. ¿Qué le pasa a tu marido? ¿Es que no puede trabajar?
—Madre, está trastornado. Tiene la temperatura tan baja…
—¿Qué le das de comer? Desde hoy, comosellame, me encargaré de la cocina. Los jóvenes de hoy… ¡son como niños, comosellame!
—Como tú quieras, madre.
—Te digo, comosellame, que son esas fotos del periódico. Te lo escribí —¿no te lo escribí?— que de eso no saldría nada bueno. Las fotos te arrancan pedazos. Dios santo, comosellame, cuando vi tu fotografía, ¡estabas tan trasparente que podía ver las letras del otro lado a través de tu cara!
—Pero eso es sólo…
—¡No me vengas con cuentos, comosellame! ¡Doy gracias al cielo de que te hayas repuesto de aquella fotografía!
A partir de ese día, Amina se vio liberada de las exigencias de la administración de su casa. La Reverenda Madre se sentaba a la cabecera de la mesa, distribuyendo la comida (Amina le llevaba los platos a Ahmed, que seguía en cama, gimiendo de cuando en cuando: «¡Destrozado, esposa! ¡Partido… como un carámbano!»); mientras que, en la cocina, Mary Pereira se tomaba el tiempo necesario para preparar, en honor de sus visitantes, algunos de los mejores y más delicados encurtidos de mango, ckutneys de lima y kasaundies de pepino del mundo. Y ahora, devuelta a la condición de hija en su propia casa, Amina empezó a notar cómo los sentimientos de la comida de otros rezumaban en ella… porque la Reverenda Madre repartía los curries y las albóndigas de la intransigencia, platos empapados de la personalidad de su creadora, Amina comió los salans de pescado de la terquedad y los birianis de la determinación. Y, aunque los encurtidos de Mary tenían un efecto parcialmente contrario —porque mezclaba en ellos la culpabilidad de su corazón y el temor de que la descubrieran, de forma que, aunque sabían bien, tenían la facultad de someter a los que los comían a incertidumbres indecibles y sueños de dedos acusadores—, la dieta suministrada por la Reverenda Madre llenaba a Amina de una especie de rabia, y hasta producía ligeros signos de mejora en su derrotado marido. De forma que, finalmente, llegó el día en que Amina, que me había estado mirando jugar incompetentemente con caballitos de madera de sándalo en el baño, al inhalar los dulces olores del sándalo que exhalaba el agua volvió a descubrir de pronto en sí misma la vena aventurera que había heredado de su descolorido padre, la vena que había hecho bajar a Aadam Aziz de su valle de las montañas; Amina se volvió a Mary Pereira y le dijo: —Estoy harta. Si no hay nadie en esta casa que arregle las cosas, ¡tendré que ser yo!
Había caballos de juguete galopando tras los ojos de Amina cuando dejó que Mary me secara y se fue a su alcoba. Visiones recordadas del hipódromo de Mahalaxmi recorrían a medio galope su cabeza mientras apartaba saris y enaguas. La fiebre de un plan temerario sonrojaba sus mejillas cuando abrió la tapa de un viejo baúl de hojalata… después de llenarse el bolso con las monedas y los billetes de rupia de los pacientes agradecidos y los invitados de la boda, mi madre se fue a las carreras.
Con el Mono de Latón creciendo dentro de ella, mi madre recorrió majestuosamente los paddocks del hipódromo llamado como la diosa de la riqueza; desafiando las náuseas matutinas y las venas varicosas, se puso en la cola de la ventanilla de apuestas mutuas, jugándose el dinero en triples y caballos sin ninguna probabilidad. Ignorándolo todo en materia de caballos, apostó por yeguas sin resistencia en carreras largas; se jugó dinero en jockeys porque le gustaba su sonrisa. Apretando un bolso con la dote que había permanecido intacta en su baúl desde que su propia madre la apartó, siguió locas corazonadas en favor de garañones que parecían dignos del Schaapsteker Institute… y ganó, y ganó, y ganó.
—Buenas noticias —dice Ismail Ibrahim—. Siempre creí que había que luchar con esos cabrones. Empezaré enseguida a actuar… pero hará falta dinero efectivo, Amina. ¿Tiene dinero efectivo?
—El dinero no faltará.
—No es para mí —explica Ismail—. Mis servicios, como dije, son gratuitos, absolutamente gratis. Pero, perdone, ya sabe lo que pasa, hay que hacer regalitos a la gente para facilitar las cosas…
—Tenga —Amina le da un sobre—. ¿Bastará de momento?
—Dios santo —Ismail Ibrahim deja caer el paquete sorprendido y billetes en rupias, de gran valor, se esparcen por el suelo de su sala de estar—. ¿De dónde ha sacado…? —Y Amina—: No me pregunte… y yo no le preguntaré en qué lo gasta.
El dinero de Schaapsteker pagaba nuestras facturas de comida; pero los caballos dieron nuestra guerra. La racha de suerte de mi madre en el hipódromo fue tan larga, una veta tan rica que, si no hubiera ocurrido, no hubiera sido creíble… un mes tras otro, se jugaba el dinero a favor del bonito y arreglado corte de pelo de un jockey o del hermoso pelaje pío de un caballo; y nunca salía del hipódromo sin su gran sobre lleno de billetes.
—Las cosas van bien —le dijo Ismail Ibrahim—. Pero Amina, hermana, Dios sabe en qué estás metida. ¿Es decente? ¿Es legal? —Y Amina—: No te quiebres la cabeza. Hay que soportar lo que no se puede remediar. Estoy haciendo lo que hay que hacer.
Ni una vez, en todo ese tiempo, disfrutó mi madre con sus tremendas victorias; porque la abrumaba algo más que el peso de un niño: al comer los curries de la Reverenda Madre, llenos de antiguos prejuicios, se había convencido de que el juego era la segunda cosa peor del mundo, después del alcohol; de forma que, aunque no era delincuente, se sentía consumida por el pecado.
Tenía los pies llenos de verrugas, aunque Purushottan el sadhu, que se quedó sentado bajo el grifo de nuestro jardín hasta que el agua que goteaba le hizo una calva en medio del lujurioso pelo enmarañado de la cabeza, era una maravilla haciéndolas desaparecer por ensalmo; pero, durante el invierno de las serpientes y la estación calurosa, mi madre luchó la lucha de su marido.
Os preguntaréis: ¿cómo fue posible? ¿Cómo podía un ama de casa, por diligente que fuera, por decidida que fuera, ganar fortunas en los caballos, un día de carreras después de otro día, un mes tras otro? Pensaréis por dentro: ajá, ese Homi Catrack es propietario de caballos; y todo el mundo sabe que la mayoría de las carreras están amañadas; ¡Amina le pedía a su vecino informaciones directas! La idea es plausible; pero el propio Mr. Catrack perdía tanto como ganaba; vio a mi madre en el hipódromo y le asombró su éxito. («Por favor», le pidió Amina, «Catrack Sahib, que esto quede entre nosotros. El juego es una cosa horrible; sería tan vergonzoso que mi madre lo descubriera». Y Catrack, asintiendo atolondradamente, dijo: «Como usted quiera.») De forma que no era el parsi el que estaba detrás de ello… pero quizá pueda ofrecer yo otra explicación. Aquí está, en una cuna azul celeste en una habitación azul celeste con el dedo indicador de un pescador en la pared: aquí, siempre que su madre sale agarrando un bolso lleno de secretos, está el bebé Saleem, que ha adquirido una expresión de la más intensa concentración, cuyos ojos han sido invadidos por una determinación de tan enorme fuerza que los ha oscurecido haciéndolos de un profundo azul marino, y cuya nariz aletea extrañamente mientras parece contemplar algún acontecimiento lejano, guiarlo a distancia, como la luna gobierna las mareas.
—Pronto será el juicio —dijo Ismail Ibrahim—, y creo que puede tener bastante confianza… Dios santo, Amina, ¿ha encontrado las minas del Rey Salomón?
En cuanto fui suficientemente mayor para jugar a juegos de tablero, me enamoré del de «serpientes y escalas». ¡Qué equilibrio más perfecto de premios y castigos! ¡Qué elecciones más aparentemente fortuitas hacían los dados al caer! Trepando por escalas y deslizándome por serpientes, pasé algunos de los días más felices de mi vida. Cuando, en mi época de prueba, mi padre me desafió en el dominio del juego del shatranj, yo lo exasperé al invitarlo en cambio a probar su suerte entre las escalas y las mordisqueantes serpientes.
Todos los juegos tienen su moraleja; y el juego de «serpientes y escalas» encierra, como ninguna otra actividad podría hacerlo, la verdad eterna de que, por cada escala que se trepe, hay una serpiente acechando tras la esquina… y por cada serpiente, una escala que compensa. Pero es más que eso; no sólo cuestión de zanahoriay-palo; porque el juego lleva implícita la inalterable duplicidad de las cosas, la dualidad del arriba y abajo, del bien contra el mal; la sólida racionalidad de las escalas equilibra las ocultas sinuosidades de la serpiente; en la oposición entre escala y cobra podemos ver, metafóricamente, todas las oposiciones imaginables: Alfa contra Omega, padre contra madre; ahí están la guerra de Mary y de Musa, y las polaridades de rodillas y narices… pero, muy pronto en mi vida, vi que el juego carecía de una dimensión decisiva: la de la ambigüedad… porque, como están a punto de mostrar los acontecimientos, también es posible resbalar por una escala y trepar hasta el triunfo en el veneno de una serpiente… Sin embargo, conservando de momento la simplicidad, hago constar que, apenas había descubierto mi madre la escala hacia la victoria que representaba su suerte en las carreras, tuvo que recordar que en las cloacas del país seguían pululando las serpientes.
Hanif, el hermano de Amina, no se había ido al Pakistán. Obedeciendo al sueño de su infancia que había susurrado a Rashid, el chico de la rickshaw del trigal de Agra, había llegado a Bombay y buscado trabajo en los grandes estudios de cine. Precozmente confiado, no sólo había logrado ser el hombre más joven a quien se encomendó jamás la dirección de una película en la historia del cine indio; también había cortejado y se había casado con una de las estrellas más rutilantes de aquel cielo de celuloide, la divina Pia, cuyo rostro era su fortuna, y cuyos saris estaban hechos de telas cuyos diseñadores se habían propuesto claramente demostrar que era posible combinar todos los colores conocidos en un solo dibujo. A la Reverenda Madre no le gustaba la divina Pia, pero Hanif era, de toda mi familia, el único que estaba libre de su influencia limitadora. Hombre jovial, fornido, con la risa retumbante del barquero Tai y la cólera explosiva e inocente de su padre, Aadam Aziz, se llevó a la divina Pia a vivir sencillamente en un apartamento pequeño y muy poco cinematográfico de Marine Drive, diciéndole: «Ya tendremos tiempo de vivir como emperadores cuando me haya hecho un nombre.» Ella se conformó; fue la estrella de su primera película, financiada en parte por Homi Catrack y en parte por D. W. Rama Studios (Pvt.) Ltd… se llamó Los amantes de Cachemira, y una noche, en medio de sus días de carreras, Amina Sinai fue a la première. Sus padres no fueron, gracias a la aversión de la Reverenda Madre por el cine, contra la que Aadam Aziz no tenía ya fuerzas para luchar… lo mismo que, él, que había combatido con Mian Abdullah contra el Pakistán, no discutía ya con ella cuando elogiaba a ese país, conservando sólo las fuerzas necesarias para tirarse al suelo y negarse a emigrar; sin embargo, Ahmed Sinai, a quien revivía la cocina de su suegra pero molestaba su continua presencia, se movilizó y acompañó a su esposa. Ocuparon sus asientos, junto a Hanif y Pia y la estrella masculina de la película, I. S. Nayyar, uno de los «galanes» de más éxito de la India. Y, aunque no lo sabían, había una serpiente acechando en los laterales… pero, entretanto, dejemos que Hanif Aziz tenga su momento de gloria; porque Los amantes de Cachemira contenían una idea que iba a dar a mi tío un período de triunfo espectacular, aunque breve. En aquella época no se permitía que los galanes y sus primeras actrices se tocasen en la pantalla, por temor a que sus ósculos pudieran corromper a la juventud del país… pero, treinta y tres minutos después de empezar Los amantes, el público de la première comenzó a emitir un profundo zumbido de emoción, porque Pia y Nayyar habían empezado —no a besarse sino— a besar cosas.
Pia besaba una manzana, sensualmente, con toda la rica plenitud de sus pintados labios, luego se la pasaba a Nayyar, el cual le plantaba, en la cara opuesta, su boca virilmente apasionada. Ése fue el nacimiento de lo que luego se conoció por beso indirecto… ¡y cuánto más sofisticado era que todo lo que hay en nuestro cine actual! ¡qué lleno estaba de nostalgia y erotismo! El público de la sala (que, hoy en día, jalearía roncamente el espectáculo de una joven pareja zambulléndose tras un arbusto, que empezaría luego a agitarse ridículamente… tan bajos hemos caído en nuestra capacidad de sugerir) contemplaba, clavado a la pantalla, cómo el amor de Pia y Nayyar, contra el fondo del lago Dal y el cielo azul helado de Cachemira, se expresaba en besos aplicados a tazas de rosado té cachemiro; junto a las fuentes de Shalimar, Pia y Nayyar apretaron sus labios contra una espada… pero entonces, en la cumbre del triunfo de Hanif Aziz, la serpiente se negó a esperar; bajo su influjo, las luces de la sala se encendieron. Contra las figuras de Pia y Nayyar, de tamaño mayor que el natural, que besaban mangos mientras vocalizaban la música del play-back, se vio la figura de un hombre tímido, de barba insuficiente, que subía al escenario, bajo la pantalla, con un micrófono en la mano. La serpiente puede adoptar las formas más inesperadas; ahora, bajo la apariencia de aquel ineficaz administrador de cine, soltó su veneno. Pia y Nayyar se borraron y murieron, y la voz amplificada del hombre de la barba dijo: «Señoras y caballeros, ustedes perdonen, pero hay noticias terribles.» Su voz se quebró —¡un sollozo de la Serpiente, para dar fuerza a sus colmillos!— y continuó luego: «Esta tarde, en la Birla House de Delhi, nuestro querido Mahatma ha sido asesinado. Un loco le disparó en el estómago, señoras y señores… ¡nuestro Bapu ya no existe!»
El público había empezado a gritar antes de que acabase; el veneno de sus palabras penetró en sus venas… había hombres adultos que se revolcaban en los pasillos agarrándose el vientre, no de risa sino de dolor: ¡Hai Ram! ¡Hai Ram…! y mujeres que se arrancaban el pelo: los más bellos peinados de la ciudad se deshacían en torno a las orejas de las damas envenenadas… había estrellas de cine que vociferaban como pescaderas y se olía algo terrible en el aire… y Hanif susurró: —Vámonos de aquí, hermana mayor… si lo ha hecho un musulmán lo pagaremos muy caro.
Por cada escala hay una serpiente… y por un plazo de cuarenta y ocho horas después del abortado final de Los amantes de Cachemira, nuestra familia permaneció dentro de los muros de Buckingham Villa («¡Poned muebles contra las puertas, comosellame!», ordenó la Reverenda Madre. «¡Si hay criados hindúes, que se vayan a casa!»); y Amina no se atrevió a ir a las carreras.
Pero por cada serpiente hay una escala; y finalmente la radio nos dio un nombre. Nathuram Godse. —Gracias a Dios —estalló Amina—, ¡no es un nombre musulmán!
Y Aadam, al que la noticia de la muerte de Gandhi había echado encima más años: —¡No hay nada que agradecer por ese Godse!
Amina, sin embargo, se sentía llena de la ligereza del alivio, y trepaba vertiginosamente por la larga escalera del descanso… —¿Por qué no, después de todo? ¡Al llamarse Godse nos ha salvado la vida!
Ahmed Sinai, después de levantarse de su supuesto lecho del dolor, siguió portándose como un inválido. Con una voz de cristal empañado le dijo a Amina: —Así que le has dicho a Ismail que acuda a los tribunales; muy bien, bueno; pero perderemos. En esos tribunales hay que comprar a los jueces… —Y Amina, acudiendo apresuradamente a Ismail—: Nunca —por nada del mundo— debe hablarle a Ahmed del dinero. Un hombre tiene que tener su orgullo. —Y, más tarde—: No, janum, no voy a ningún lado; no, el niño no me cansa en absoluto; tú descansa, tengo que ir de tiendas… quizá le haga una visita a Hanif… ¡las mujeres, ya sabes, tenemos que entretenernos con algo!
Y, al llegar a casa con sobres rebosantes de rupias… —Tome, Ismail, ¡ahora que está levantado tenemos que ser rápidos y cuidadosos! —Y, sentada obedientemente junto a su madre por la noche—: Sí, claro que tienes razón, y Ahmed se hará pronto rico, ¡ya verás!
Y dilaciones interminables en el tribunal; y los sobres que se vaciaban; y el niño que va creciendo, acercándose al punto en que Amina no podrá insertarse ya tras el volante del Rover 1946; y, ¿continuará su suerte?; y Musa y Mary, peleándose como tigres viejos.
¿Qué es lo que inicia una pelea?
¿Qué restos de culpa temor vergüenza, adobados en los intestinos de Mary, la inducían —¿voluntaria? ¿involuntariamente?— a provocar al viejo criado de una docena de formas diferentes: mediante una elevación de nariz para indicar su condición superior; mediante el paso agresivo de las cuentas del rosario ante las narices del devoto musulmán; aceptando el título de mausi, madrecita, que le conferían los otros criados de la Hacienda, y que Musa consideraba una amenaza para su posición; mediante una familiaridad excesiva con la Begum Sahiba… risitas-susurros por los rincones, sólo lo suficientemente fuertes para que el ceremonioso, tieso y correcto Musa los oyera y se sintiera un poco estafado?
¿Qué diminuto grano de arena, en el mar de la vejez que ahora bañaba al viejo criado, se metió entre sus labios para engordar convirtiéndose en la oscura perla del odio… en qué insólitos entumecimientos cayó Musa, lastrándose de pies y manos, de forma que los jarrones se le rompían, los ceniceros se le volcaban, y una velada insinuación de despido inminente —¿de los labios conscientes o inconscientes de Mary?— creció para convertirse en un miedo obsesivo, que rebotó contra la persona que lo había iniciado?
Y (para no omitir los factores sociales), ¿cuál fue el efecto embrutecedor de la posición del criado, de una habitación para la servidumbre situada tras una cocina de horno negro, en la que Musa tenía que dormir con el jardinero, el chico para todo y el hamal… mientras Mary dormía lujosamente en una esterilla de junco junto al recién nacido?
Y, ¿era Mary culpable o no? Su incapacidad para ir a la iglesia —porque en las iglesias hay confesionarios, y en los confesionarios no se podía guardar secretos—, ¿se agrió dentro de ella haciéndola un poco mordaz, un poco hiriente?
¿O tenemos que ir más allá de la psicología… buscando la respuesta en declaraciones como la de que había una serpiente acechando a Mary, y Musa estaba condenado a conocer la ambigüedad de las escalas? O, más lejos aún, más allá de serpientes-y-escalas, ¿debemos ver la Mano del Destino en la pelea… y decir que, para que Musa volviera como un fantasma explosivo, para que aceptara su papel de Bomba-en-Bombay, era necesario escenificar una partida…? o, descendiendo desde esas sublimidades hasta lo ridículo, ¿podría ser que Ahmed Sinai —al que el whisky provocaba, al que los djinns incitaban a excesos de grosería— hubiera encolerizado tanto al viejo criado que su delito, con el que igualó la marca de Mary, fuera cometido como consecuencia del orgullo herido de un viejo servidor maltratado… y no tuviera en absoluto nada que ver con Mary?
Poniendo fin a las preguntas, me limitaré a los hechos: Musa y Mary estaban continuamente con las espadas desenvainadas. Y sí: Ahmed lo insultaba, y los esfuerzos pacificadores de Amina quizá no tuvieran éxito; y sí: las engañadoras sombras de la edad lo habían convencido de que lo echarían, sin previo aviso, en cualquier momento; y así fue como Amina descubrió, una mañana de agosto, que habían robado en la casa.
Vino la policía. Amina le comunicó lo que faltaba: una escupidera de plata incrustada de lapislázuli; monedas de oro; samovares enjoyados y servicios de té de plata; el contenido de un baúl de hojalata verde. Los criados fueron colocados en fila en el vestíbulo y sometidos a las amenazas del inspector Johnny Vakeel. —Vamos, ahora confesad —golpeándoles en la pierna con su lathi— o veréis lo que vamos a hacer con vosotros. ¿Queréis pasaros un día y una noche sobre una pierna? ¿Queréis que os arrojen agua, unas veces hirviendo y otras helada? En la Policía tenemos muchos métodos… —Y entonces una cacofonía de ruidos procedentes de los criados—: Yo no, Inspector Sahib, soy un chico honrado; ¡por el amor del cielo, registra mis cosas, sahib! —Y Amina—: Ya está bien, señor, va usted demasiado lejos. De todas formas, a mi Mary la conozco, y es inocente. No dejaré que la interroguen. —Irritación contenida del funcionario de policía. Se inicia un registro de pertenencias—: Sólo por si acaso, señora. Esos tipos tienen una inteligencia limitada… ¡y quizá descubrió usted el robo demasiado pronto para que el criminal huyera con su botín!
El registro tiene éxito. En el lecho arrollado de Musa, el viejo criado: una escupidera de plata. Envueltos en su escuchimizado fardo de ropa: monedas de oro, un samovar de plata. Escondido bajo su charpoy: un servicio de té perdido. Y ahora Musa se arroja a los pies de Ahmed Sinai; Musa suplica: —¡Perdóname, sahib! ¡Estaba loco; creía que me ibas a echar a la calle! —pero Ahmed Sinai no quiere escuchar; está congelado—; me siento tan débil —dice, y sale de la habitación; y Amina, horrorizada, pregunta—: Pero, Musa, ¿por qué hiciste ese juramento tan horrible?
… Porque en el intervalo entre la alineación en el corredor y los descubrimientos en las habitaciones de la servidumbre, Musa le había dicho a su amo: —No he sido yo, sahib. ¡Si te he robado, que me vuelva leproso! ¡Que mi vieja piel se cubra de pústulas!
Amina, con el horror en el rostro, aguarda la respuesta de Musa. El viejo rostro del criado se contrae en una máscara de cólera; escupe las palabras. —Begum Sahiba, yo sólo os he quitado vuestras preciosas posesiones, pero tú, y tu sahib, y su padre, me habéis quitado toda mi vida; y en mi vejez me habéis humillado con ayahs cristianas.
Reina el silencio en Buckingham Villa… Amina se ha negado a formular una denuncia, pero Musa se marcha. Lecho enrollado a la espalda, desciende por la escalera de caracol de hierro, descubriendo que las escaleras sirven tanto para bajar como para subir; se va, bajando por el altozano y dejando una maldición sobre la casa.
Y (¿fue la maldición?) Mary Pereira está a punto de descubrir que, aunque se gane una batalla, aunque las escaleras jueguen a favor, no se puede evitar una serpiente.
Amina dice: —No puedo darle más dinero, Ismail; ¿tiene bastante? —E Ismail—: Espero que sí… pero nunca se sabe… ¿hay alguna probabilidad de…? —Pero Amina—: El problema es que me he puesto tan gorda y todo eso, que no puedo entrar ya en el coche. Tendrá que bastar.
… El tiempo está aminorando su paso para Amina, una vez más; otra vez de nuevo, sus ojos miran a través de vidrios emplomados, en los que tulipanes rojos, de tallo verde, bailan al unísono; por segunda vez, su mirada se detiene en una torre de reloj que no ha funcionado desde las lluvias de 1947; una vez más, llueve. Ha acabado la temporada de las carreras de caballos.
Una torre de reloj de color azul pálido: achaparrada, desconchada, fuera de uso. Se alzaba sobre hormigón cubierto de alquitrán negro al final de la glorieta: el techo plano del piso superior de los edificios de Warden Road, que lindaban con nuestro altozano de dos pisos, de forma que, si se trepaba a la pared divisoria de Buckingham Villa, se tenía bajo los pies un alquitrán negro y plano. Y, bajo ese alquitrán negro, el jardín de infancia de Breach Candy, del que, todas las tardes del curso, subía la música tintineante del piano de la señorita Harrison tocando las melodías inalterables de la infancia; y debajo de eso, las tiendas, el Paraíso del Lector, la joyería Fatbhoy, los juguetes de Chimalker, y Bombelli’s, con sus escaparates llenos de Una Yarda de Bombones. La puerta de la torre del reloj debía estar cerrada, pero era una cerradura barata del tipo que Nadir Khan hubiera reconocido: fabricación india. Y, por tres noches sucesivas inmediatamente antes de mi primer cumpleaños, Mary Pereira, de pie junto a mi ventana en la noche, observó una figura oscura que flotaba sobre el techo, con las manos llenas de objetos sin forma, una sombra que la llenó de un espanto no identificable. Después de la tercera noche, se lo dijo a mi madre; se llamó a la policía; el inspector Vakeel volvió a la Hacienda de Methwold, acompañado por una brigada especial de policías escogidos —«todos tiradores de primera, Begum Sahiba; ¡confíe en nosotros!»—, los cuales, disfrazados de barrenderos, con las pistolas escondidas bajo los andrajos, se dedicaron a vigilar la torre del reloj mientras barrían el polvo de la glorieta.
Cayó la noche. Tras las cortinas y las persianas chick, los habitantes de la Hacienda de Methwold miraban temerosamente en dirección a la torre del reloj. Los barrenderos, absurdamente, seguían cumpliendo sus obligaciones en la oscuridad. Johnny Vakeel se situó en nuestro mirador, con el rifle apenas escondido… y, a medianoche, una sombra pasó sobre la pared lateral de la escuela de Breach Candy y se dirigió a la torre, con un saco colgado al hombro… «Dejaremos que entre», le había dicho Vakeel a Amina; «tenemos que estar seguros de que es el sujeto». El sujeto, andando silenciosamente por el techo alquitranado y plano, llegó a la torre; entró.
—Inspector Sahib, ¿a qué espera?
—Chisss, Begum, esto es asunto de la policía; por favor, ocúltese un poco. Lo atraparemos cuando salga; fíjese en lo que le digo. Está atrapado —dijo Vakeel con satisfacción— como un ratón en la ratonera.
—Pero, ¿quién es?
—¡Cualquiera sabe! —Vakeel se encogió de hombros—. Sin duda algún badmaash. En estos tiempos hay gentuza por todas partes.
… Y entonces el silencio de la noche se corta como la leche por un solo grito recortado; alguien se tambalea contra el interior de la puerta de la torre del reloj; ésta se abre violentamente; se oye un estrépito; y algo vetea hacia el alquitrán negro. El inspector Vakeel entra en acción, levantando su rifle, disparando desde la cadera como John Wayne; los barrenderos extraen sus armas de campeón de sus matorrales y siguen disparando… chillidos de mujeres excitadas, voces de criados… silencio.
¿Qué es lo que yace, castaño y negro, listado y serpentino sobre el alquitrán negro? ¿Qué es lo que, goteando una sangre negra, hace que el doctor Schaapsteker dé gritos desde su posición aventajada del piso superior?: —¡Sois totalmente imbéciles! ¡Hermanos de cucarachas! ¡Hijos de travestidos…! —¿qué es lo que, con una lengua revoloteante, agoniza mientras Vakeel se dirige corriendo al techo de alquitrán?
¿Y al otro lado de la puerta de la torre del reloj? ¿Qué peso, al caer, ha producido ese estrépito imponente? ¿Qué mano ha abierto con violencia la puerta; una mano en cuya parte inferior se ven dos agujeros rojos que manan, llenos de un veneno para el que no hay antídoto conocido, un veneno que ha matado cuadras enteras de caballos agotados? ¿Qué cuerpo es el que sacan de la torre unos hombres de paisano, en marcha fúnebre, sin ataúd, con unos barrenderos de imitación en calidad de portadores? ¿Por qué, cuando la luz de la luna cae sobre el rostro muerto, Mary Pereira se desploma como un saco de patatas, con los ojos en blanco, en un desvanecimiento repentino y espectacular?
Y, recubriendo las paredes interiores de la torre del reloj: ¿qué son esos extraños mecanismos, unidos a relojes baratos… por qué hay tantas botellas con trapos metidos en el cuello?
—Una suerte del demonio que llamara usted a mis muchachos, Begum Sahiba —dice el inspector Vakeel—. Ése era Joseph D’Costa: de nuestra lista de Más Buscados. Llevamos tras él un año o cosa así. Un badmaash absolutamente desalmado. ¡Tendría que ver las paredes de la torre del reloj! Estantes llenos hasta el techo de bombas de fabricación casera. ¡Suficientes explosivos para hacer volar esta colina hasta el mar!
Los melodramas se acumulan; la vida adquiere la tonalidad de una peliculilla de Bombay; las serpientes siguen a las escalas, las escalas suceden a las serpientes; en medio de tantos episodios, el bebé Saleem cayó enfermo. Como si fuera incapaz de asimilar tanto tejemaneje, cerró los ojos y se puso rojo y congestionado. Mientras Amina aguardaba los resultados del pleito de Ismail contra las autoridades del Estado; mientras el Mono de Latón crecía en sus entrañas; mientras Mary caía en un estado de conmoción del que sólo saldría por completo cuando el fantasma de Joseph volviera para perseguirla; mientras un cordón umbilical flotaba en un tarro de conservas y los chutneys de Mary llenaban nuestros sueños de dedos indicadores; mientras la Reverenda Madre se ocupaba de la cocina, mi abuelo me examinó y dijo: —Me temo que no hay duda; el pobre chaval tiene tifoideas.
—Ay, Dios del cielo —exclamó la Reverenda Madre—, ¿qué demonio siniestro, comosellame, ha caído sobre esta casa?
Así es como escuché la historia de la enfermedad que casi me interrumpió antes de haber comenzado: día y noche, a finales de agosto de 1948, mi madre y mi abuelo me cuidaron; Mary, forzándose a sí misma a olvidar su culpa, apretaba trapos frescos contra mi frente; la Reverenda Madre me cantaba canciones de cuna y me metía cucharadas de comida en la boca; hasta mi padre, olvidando momentáneamente sus propios trastornos, aleteaba impotente en la puerta. Pero llegó la noche en que el doctor Aziz, con un aspecto tan derrotado como el de un jamelgo, dijo: —No puedo hacer más. Antes de mañana habrá muerto. —Y, en medio de mujeres que gemían y del parto incipiente de mi madre, a la que el dolor había empujado a ello, y del arrancarse los cabellos de Mary Pereira, se oyó un golpecito; un criado anunció al doctor Schaapsteker; el cual le dio a mi padre una botellita, diciendo—: No voy a andarme con rodeos: o mata o cura. Dos gotas exactamente; y a ver qué pasa.
Mi abuelo, sentado con la cabeza entre las manos en medio de las ruinas de su ciencia médica, le preguntó: —¿Qué es? —Y el doctor Schaapsteker, con sus casi ochenta y dos años, y la lengua revoloteándole en las comisuras de la boca—: Veneno de cobra real diluido. A veces surte efecto.
Las serpientes pueden llevar al triunfo, lo mismo que se puede bajar por las escalas: mi abuelo, sabiendo que yo moriría de todas formas me administró el veneno de cobra. La familia se quedó allí, viendo cómo el veneno se extendía por mi cuerpo de niño… y seis horas más tarde mi temperatura había vuelto a ser normal. Después de aquello, mi ritmo de crecimiento perdió sus aspectos fenomenales; pero recibí algo a cambio de lo que perdía: la vida, y una precoz conciencia de la ambigüedad de las serpientes.
Mientras mi temperatura bajaba, mi hermana nacía en la Clínica Privada de Narlikar. Era el 1.º de septiembre; y el nacimiento fue tan sin incidentes, tan sin esfuerzo, que pasó casi inadvertido en la Hacienda de Methwold; porque ese mismo día Ismail Ibrahim fue a ver a mis padres a la clínica y anunció que se había ganado el pleito… Mientras Ismail lo celebraba, yo estaba agarrado a los barrotes de mi cama; mientras él exclamaba: «¡Se acabaron las congelaciones! ¡Sus posesiones son suyas de nuevo! ¡Por mandato del Alto Tribunal!», yo me levantaba, con la cara roja, desafiando la ley de la gravedad; y mientras Ismail anunciaba, con el rostro serio: «Sinai bhai, el imperio de la ley ha logrado una gran victoria», evitando los ojos encantados y triunfantes de mi madre, yo, el bebé Saleem, exactamente de un año, dos semanas y un día de edad, logré ponerme de pie en la cuna.
Los efectos de los acontecimientos de ese día fueron dobles: crecí con las piernas irremediablemente torcidas, por haberme puesto de pie demasiado pronto; y el Mono de Latón (así llamada por un espeso mechón de pelo dorado rojizo, que no se oscurecería hasta que tuvo nueve años) aprendió que, si quería que le hicieran caso en la vida, tendría que hacer muchísimo ruido.