ALFA Y OMEGA
Hubo agitación en Bombay en los meses que siguieron a las elecciones; hay agitación en mis pensamientos cuando recuerdo aquellos días. Mi error me ha trastornado mucho; por eso ahora, para recuperar mi equilibrio, me situaré firmemente en el terreno familiar de la Hacienda de Methwold; dejando la historia de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche a un lado y el dolor del Pioneer Café al otro, os contaré la caída de Evie Burns.
He titulado este episodio de una forma un tanto extraña. Esa «Alfa y Omega» me mira fijamente desde la página, pidiendo ser explicado… un título curioso para lo que será la mitad de mi historia, un título que rebosa de principios y fines, cuando se podría decir que debería preocuparse más de lo intermedio; pero, impenitente, no tengo la intención de cambiarlo, aunque hay otros muchos títulos posibles, por ejemplo «Del Mono a Rhesus», o «El Retorno del Dedo», o —con estilo más alusivo— «El Ansar», una referencia, evidentemente, al ave mítica, el hamsa o parahamsa, símbolo de la capacidad para vivir en dos mundos, el físico y el espiritual, el mundo de la tierra-y-agua y el mundo del aire, del vuelo. Pero es «Alfa y Omega»; y «Alfa y Omega» seguirá siendo. Porque hay aquí principios y toda clase de finales; pero pronto veréis lo que quiero decir.
Padma chasquea la lengua exasperada. —Otra vez estás diciendo cosas raras —me critica—. ¿Vas a contar lo de Evie o no?
… Después de las elecciones generales, el Gobierno Central siguió titubeando sobre el futuro de Bombay. El Estado sería dividido; luego, no sería dividido; luego la división volvió a levantar cabeza. Y en cuanto a la ciudad misma: sería la capital de Maharashtra; o de Maharashtra y Gujarat al mismo tiempo; o un Estado independiente ella sola… mientras el gobierno trataba de decidir qué rayos hacer, los habitantes de la ciudad decidieron animarlo a que se diera prisa. Los disturbios proliferaron (y todavía se podía oír el viejo canto de batalla de los mahrattas —¿Cómo estás tú? ¡Yo muy bien! ¡Si cojo un palo te daré cien! —elevándose sobre la contienda); y, para empeorar las cosas, el tiempo se unió a la refriega. Hubo una gran sequía; las carreteras se agrietaron; en los pueblos, los campesinos se veían obligados a matar a sus vacas; y el día de Navidad (de cuya importancia ningún chico que fuera a un colegio de misioneros y tuviera un ayah católica podía dejar de darse cuenta), hubo una serie de fuertes explosiones en el embalse de Walkeshwar y las principales conducciones de agua dulce, que eran las líneas de vida de la ciudad, comenzaron a hacer volar fuentes por los aires como gigantescas ballenas de acero. Los periódicos estaban llenos de habladurías sobre saboteadores, las especulaciones sobre la identidad de los delincuentes y su afiliación política se disputaban el espacio con las informaciones sobre la continuación de la ola de asesinatos de putas. (Me interesó especialmente saber que el asesino tenía su propia y curiosa «firma». Los cadáveres de las damas de la noche mostraban que todas habían sido estranguladas; tenían magulladuras en el cuello, unas magulladuras demasiado grandes para ser huellas de pulgares, pero totalmente coincidentes con las marcas que dejarían un par de rodillas gigantes, preternaturalmente poderosas.)
Pero estoy divagando. ¿Qué tiene que ver todo esto, me pregunta el ceño de Padma, con Evelyn Lilith Burns? Instantáneamente, cuadrándome, por decirlo así, ofrezco la respuesta: en los días que siguieron a la destrucción del abastecimiento de agua dulce de la ciudad, los gatos callejeros comenzaron a congregarse en las zonas de la ciudad en que el agua era todavía relativamente abundante; es decir, las zonas más acomodadas, en las que cada casa tenía su propio depósito de agua elevado o subterráneo. Y, como consecuencia, el altozano de dos pisos de la Hacienda de Methwold se vio invadido por un ejército de felinos sedientos; gatos que pululaban por toda la glorieta, gatos que trepaban por las enredaderas de buganvilla y saltaban a los cuartos de estar, gatos que derribaban jarrones de flores para beberse el agua podrida de las plantas, gatos que acampaban en los cuartos de baño, sorbiendo el líquido de los retretes, gatos rampantes por las cocinas de los palacios de William Methwold. Los criados de la Hacienda fueron vencidos en sus intentos de repeler la gran invasión de los gatos; las damas de la Hacienda tuvieron que limitarse a impotentes exclamaciones de horror. Había por todas partes unos gusanos duros y secos de excremento de gato; los jardines quedaron asolados por la pura fuerza felina de su número; y por la noche el sueño se hacía imposible cuando el ejército hacía oír su voz y le cantaba a la luna su sed. (La Baronesa Simki von der Heiden se negó a luchar con los gatos; mostraba ya síntomas de la enfermedad que conduciría en plazo breve a su exterminación.)
Nussie Ibrahim llamó por teléfono a mi madre para anunciarle: —Amina, hermana, es el fin del mundo.
Se equivocaba; porque al tercer día de la gran invasión de los gatos, Evelyn Lilith Burns visitó sucesivamente todas las casas de la Hacienda, llevando despreocupadamente su pistola de aire comprimido Daisy en la mano, y ofreció, a cambio de una recompensa, terminar con la plaga de gatos a gran velocidad.
Durante todo ese día, resonaron en la Hacienda de Methwold los ecos de la pistola de aire comprimido de Evie y los maullidos de agonía de los gatos, mientras ella iba liquidando al ejército entero, uno por uno, haciéndose rica. Pero (como la Historia demuestra tan a menudo) el momento del mayor triunfo encierra también el germen de la destrucción final; y así fue, porque la persecución de los gatos por Evie fue, en lo que al Mono se refería, la última gota de agua.
—Hermano —me dijo el Mono sombríamente—, te dije que me cobraría a esa chica; ahora, ahora mismo, el momento ha llegado.
Preguntas imposibles de responder: ¿era verdad que mi hermana había aprendido el lenguaje de los gatos y el de los pájaros? ¿Fue su cariño por la vida felina lo que la hizo cruzar la barrera…? en la época de la gran invasión de los gatos, el pelo del Mono se había decolorado, volviéndose castaño; ella había perdido la costumbre de quemar zapatos; pero todavía, por la razón que fuera, había en el Mono una fiereza que ninguno de nosotros tuvo nunca; bajó a la glorieta y gritó a voz en cuello: —¡Evie! ¡Evie Burns! ¡Ven aquí ahora mismo, estés donde estés!
Rodeada de gatos fugitivos, el Mono esperó a Evie Burns. Yo salí al mirador del primer piso para mirar; desde sus respectivos miradores, Sonny y Raja de Ojo y Brillantina y Cyrus miraban también. Vimos aparecer a Evie Burns, procedente de las cocinas de Versailles Villa; soplaba el humo del cañón de su pistola.
—Vosotros, indios, podéis dar gracias al cielo de tenerm’aquí. ¡Si no esos gatos s’os comerían!
Vimos cómo Evie se quedaba silenciosa cuando vio lo que había agazapado en los ojos del Mono; y entonces, como una mancha borrosa, el Mono cayó sobre Evie y comenzó una batalla que duró lo que parecieron varias horas (aunque sólo pudieron ser unos minutos). Envueltas en el polvo de la glorieta, se revolcaron dieron patadas arañaron mordieron, mechoncitos de pelo salían volando de la nube de polvo y había codos y pies con calcetines blancos sucios y rodillas y fragmentos de vestidos que volaban de la nube; acudieron corriendo los mayores, los criados no podían separarlas, y al final el jardinero de Homi Catrack dirigió la manguera contra ellas para conseguirlo… el Mono de Latón se puso de pie, un poco torcida, y se sacudió el empapado borde del vestido, sin hacer caso de los gritos de reproche procedentes de los labios de Amina Sinai y Mary Pereira; porque allí, en la suciedad mojada por la manguera de la glorieta, estaba caída Evie Burns, con su aparato dental roto, el pelo enmarañado y lleno de polvo y escupitajos, y su temple y su dominio sobre nosotros quebrados para siempre.
Pocas semanas más tarde, su padre la mandó a casa definitivamente, «Para que tenga una buena educación lejos de estos salvajes», se le oyó decir; sólo oí hablar de ella una vez, seis meses más tarde, cuando, de forma totalmente inesperada, me escribió una carta en la que me informaba de que había apuñalado a una anciana señora que se había opuesto a que ella atacara a un gato. «Le di lo que se merecía», escribía Evie. «Dile a tu hermana que tuvo mucha suerte.» Rindo homenaje a esa desconocida anciana: ella pagó los platos rotos del Mono.
Más interesante que el último mensaje de Evie es un pensamiento que se me ocurre ahora, mirando hacia atrás por el túnel del tiempo. Teniendo ante mis ojos la imagen del Mono y Evie revolcándose por el suelo, me parece distinguir la fuerza que inspiraba su lucha a muerte, un motivo mucho más profundo que la simple persecución de los gatos: luchaban por mí. Evie y mi hermana (que, en muchos sentidos, no eran muy distintas) se daban patadas y se arañaban, ostensiblemente, por la suerte de unos cuantos gatos callejeros; pero quizá las patadas de Evie se dirigían contra mí, quizá eran la violencia de su cólera por haber invadido su cabeza; y por otra parte es posible que la fuerza del Mono fuera la fuerza de la lealtad entre hermanos, y que su declaración de guerra fuera realmente una declaración de amor.
Así pues, se derramó sangre en la glorieta. Otro título desechado para estas páginas —no importa que lo sepáis— fue el de «Más densa que el agua». En aquellos días de escasez de agua, algo más denso que el agua corrió por el rostro de Evie Burns; la lealtad de la sangre impulsó al Mono de Latón; y, en las calles de la ciudad, los alborotadores derramaban la sangre de otros alborotadores. Hubo asesinatos sangrientos, y quizá no resulte inapropiado terminar este catálogo sanguinario mencionando, una vez más, los golpes de sangre en las mejillas de mi madre. Doce millones de votos fueron rojos ese año, y el rojo es el color de la sangre. Pronto correrá más sangre: los tipos de sangre, A y O, Alfa y Omega —y otra posibilidad, una tercera— deben tenerse en cuenta. Y también otros factores: la cigosidad, y los anticuerpos de Kell, y el más misterioso de los atributos de la sangre, llamado rhesus, que es también un tipo de mono.
Todo tiene una forma, si se busca. No es posible escapar a la forma.
Pero antes de que llegue el momento de la sangre, levantaré el vuelo (como el ánsar parahamsa, que puede planear de un elemento a otro) y regresaré, brevemente, a los asuntos de mi mundo interior; porque, aunque la caída de Evie Burns puso fin a mi ostracismo por parte de los niños de lo alto de la colina, me resultó difícil perdonar; y, durante cierto tiempo, manteniéndome solitario y apartado, me sumergí en los acontecimientos de dentro de mi cabeza, en la historia primitiva de la asociación de los hijos de la medianoche.
Para ser sincero: no me gustaba Shiva. No me gustaban la rudeza de su lengua ni la crudeza de sus ideas; y estaba empezando a sospechar que había cometido una sarta de horribles crímenes… aunque me fue imposible encontrar pruebas en sus pensamientos, porque él, el único entre los hijos de la medianoche, podía cerrarme cualquier parte de su mente que quisiera guardar para sí mismo… lo que, por sí solo, aumentó mi antipatía y mis sospechas por aquel tipo de cara de rata. Sin embargo, si algo tenía yo era sentido de la justicia; y no hubiera sido justo mantenerlo apartado de los otros miembros de la Conferencia.
Debo explicar que, a medida que mi facilidad mental aumentaba, vi que no sólo me era posible captar las transmisiones de los hijos; no sólo emitir mis propios mensajes; sino también (ya que parece que estoy condenado a esa metáfora radiofónica) actuar como una especie de red nacional, de forma que, abriendo mi mente transformada a todos los hijos, podía convertirla en una especie de foro en el que podían hablar entre sí, por mi mediación. Por eso, a principios de 1958, los quinientos ochenta y un hijos se reunieron, durante una hora, entre la medianoche y la una de la mañana, en el lok sabha o parlamento de mi cerebro.
Éramos tan diversos, tan ruidosos y tan indisciplinados como cualquier grupo de quinientos ochenta y un chicos de diez años de edad; y, además de nuestra exuberancia nacional, estaba la excitación de descubrirnos mutuamente. Después de una hora de gritar cotorrear discutir reír, caí agotado en un sueño demasiado profundo para pesadillas, y todavía me desperté con dolor de cabeza; pero no me importó. Despierto, tenía que enfrentarme con las múltiples miserias de la perfidia materna y la decadencia paterna; de la inconstancia de la amistad y las diversas tiranías del colegio; dormido, estaba en el centro del mundo más emocionante que ningún niño había descubierto jamás. A pesar de Shiva, era más bonito estar dormido.
La convicción de Shiva de que él (o él-y-yo) era el líder natural de nuestro grupo por razón de su (y de mi) nacimiento al dar la medianoche tenía, me veía obligado a admitir, un sólido argumento a su favor. Me parecía entonces —me parece ahora— que el milagro de la medianoche había sido realmente de naturaleza notablemente jerárquica, que las facultades de los hijos disminuían espectacularmente en función de la distancia del momento de su nacimiento a la medianoche; pero incluso ésa era una opinión acaloradamente discutida… —¿Quéquieresdecircómopuedesdecireso? —decían a coro, el chico de la selva de Gir, que tenía el rostro absolutamente vacío y sin rasgos (salvo ojos agujeros de la nariz sitio de la boca) y podía asumir cualquier rasgo que quisiera, y Harilal, que podía correr con la velocidad del viento, y Dios sabe cuántos más…— ¿Quién dice que es mejor poder hacer una cosa que la otra? —Y—: ¿Puedes volar? ¡Yo puedo volar! —Y—: Sí señor, y yo, ¿puedes convertir un pez en cincuenta? —Y—: Hoy he estado visitando el día de mañana. ¿Puedes hacer tú eso? Bueno, pues entonces… —… ante esa tormenta de protestas, hasta Shiva cambió de tono; pero iba a adoptar otro, que sería mucho más peligroso: peligroso para los Hijos, y para mí.
Porque yo había descubierto que yo mismo no era inmune al atractivo de la jefatura. ¿Quién había descubierto a los Hijos, después de todo? ¿Quién había formado la Conferencia? ¿Quién les proporcionaba su lugar de reunión? ¿No era yo, compartidamente, el mayor y no debía recibir el respeto y la obediencia que merecía mi antigüedad? ¿Y no era siempre quien facilitaba el local del club el que dirigía el club…? A lo cual, Shiva—: De eso nada, tú. ¡Todas esas bobadas de los clubs son sólo para los niños ricos! —Pero —por algún tiempo— la mayoría estuvo en contra. La-bruja-Parvati, la hija del nigromante de Delhi, se puso de mi parte (lo mismo que, años más tarde, me salvaría la vida), y anunció—: No, escuchadme ahora, todos: sin Saleem no existimos, no podemos hablar ni nada parecido, tiene razón. ¡Que sea nuestro jefe! —Y yo—: No, nada de jefe, consideradme sólo como… quizá como un hermano mayor. Sí; somos una familia, en cierto modo. Yo soy sólo el mayor, eso es. —A lo que Shiva replicó, despreciativo, pero incapaz de discutir—: Está bien, hermano mayor: y ahora dinos: ¿qué tenemos que hacer?
En ese momento, presenté a la Conferencia las ideas que me atormentaban todo ese tiempo: las ideas de finalidad y de significado. —Tenemos que pensar —dije— en para qué existimos.
Dejo constancia, fielmente, de las opiniones de una selección típica de miembros de la Conferencia (con excepción de los fenómenos de circo y de los que, como Sundari, la mendiga de las cicatrices de cuchillo, habían perdido sus poderes, y solían permanecer silenciosos en nuestros debates, como parientes pobres en una fiesta): entre las ideologías y los objetivos sugeridos se encontraban el colectivismo —«Deberíamos reunirnos y vivir en alguna parte, ¿no? ¿Para qué necesitamos a nadie más?»— y el individualismo —«Decís nosotros; pero el que estemos juntos no tiene importancia; lo que importa es que cada uno tiene un don que debe utilizar en su provecho»—, el deber filial —«Sin embargo, podemos ayudar a nuestro padre-madre, eso es lo que tenemos que hacer»— y la revolución infantil —«¡Ahora, por fin, tenemos que demostrarles a todos los chicos que es posible deshacerse de los padres!»—, el capitalismo —«¡Pensad en los negocios que podríamos hacer! ¡Qué ricos, por Alá, podríamos ser!»— y el altruismo —«Nuestro país necesita gente dotada; tenemos que preguntar al Gobierno cómo quiere que utilicemos nuestros talentos»—, la ciencia —«Tenemos que permitir que nos estudien»— y la religión —«Abrámonos al mundo, para que todos nos regocijemos en Dios»—, el valor —«¡Debemos invadir el Pakistán!»— y la cobardía —«Cielos, debemos permanecer en secreto, pensad en lo que pueden hacernos, ¡lapidarnos por brujos o qué sé yo qué!»; había declaraciones de derechos de la mujer y alegatos para mejorar la suerte de los intocables; los hijos sin tierras soñaban con la tierra y los de las tribus de las montañas con jeeps; y había, también, fantasías de poder. «¡No podrán detenernos, tú! Podemos embrujar, y volar, y leer las mentes, y convertirlos en ranas, y hacer oro y peces, y se enamorarán de nosotros, y podemos desaparecer a través de los espejos y cambiar de sexo… ¿cómo podrán luchar?»
No negaré que estaba decepcionado. No hubiera debido estarlo; no había nada de insólito en los hijos excepto sus dones; sus cabezas estaban llenas de todas las cosas habituales: padres madres dinero comida tierra posesiones fama poder Dios. En ninguna parte, en los pensamientos de la Conferencia, pude encontrar nada tan nuevo como nosotros mismos… pero entonces también yo estaba en el mal camino; no podía ver más claramente que cualquier otro; e incluso cuando Soumira, el viajero en el tiempo, nos dijo: —Os lo aseguro… todo esto carece de sentido… ¡acabarán con nosotros antes de que empecemos! —todos hicimos caso omiso de él; con el optimismo de la juventud —que es una forma más virulenta de la misma enfermedad que en otro tiempo atacó a mi abuelo Aadam Aziz— nos negamos a mirar el aspecto sombrío, y ni uno solo sugirió que la finalidad de los Hijos de la Medianoche podía ser la aniquilación; que no tendríamos sentido hasta que hubiéramos sido destruidos.
Para respetar su intimidad, no quiero separar sus voces unas de otras, y por otras razones. Por un lado, mi narrativa no podría hacer frente a quinientas ochenta y una personalidades hechas y derechas; por otro, los hijos, a pesar de sus dones prodigiosamente distintos y variados, seguían siendo, en mi mente, una especie de monstruo policéfalo, que hablaba las innumerables lenguas de Babel; eran la esencia misma de la multiplicidad, y no creo que tenga sentido dividirlos ahora. (Pero había excepciones. En particular, estaba Shiva; y estaba la-bruja-Parvati.)
… Destino, papel histórico, numen: eran bocados demasiado grandes para unos gaznates de diez años. Incluso, tal vez, para el mío; a pesar de las advertencias siempre presentes del dedo indicador del pescador y de la carta del Primer Ministro, me veía distraído constantemente de las maravillas de mi olfato por los minúsculos acontecimientos de la vida diaria, por el hecho de tener hambre o sueño, de andar por ahí haciendo el mono con el Mono, o de ir al cine a ver La mujer cobra o Veracruz, por mi creciente deseo de llevar pantalones largos y por el inexplicable calor por-debajo-del-cinturón engendrado por la fiesta del colegio en la que nosotros, los chicos de la Cathedral and John Connon Boy’s High School, podríamos bailar el box-step y el Baile del Sombrero Mexicano con las chicas de nuestra institución gemela… como Masha Miovic, campeona de braza de pecho («Ji, ji», decía Glandulitas Keith Colaco) y Elizabeth Purkiss y Janey Jackson —¡chicas europeas, Dios santo, de faldas amplias y costumbres besuqueantes!— en pocas palabras, mi atención se veía continuamente ocupada por la tortura dolorosa y absorbente de hacerme mayor.
Hasta un ánsar simbólico tiene que bajar, por fin, a la tierra; por eso, no puedo limitar mi historia ahora, ni mucho menos (como no podía entonces), a sus aspectos milagrosos; tengo que volver (como solía) a lo cotidiano; tengo que dejar que corra la sangre.
La primera mutilación de Saleem Sinai, a la que siguió rápidamente la segunda, se produjo un miércoles de principios de 1958 —el miércoles de la muy esperada fiesta— con el patrocinio de la Anglo-Scottish Education Society. Es decir, ocurrió en el colegio.
El atacante de Saleem: apuesto, frenético, con un bigote caído de bárbaro: os presento la figura saltarina y tirapelos del señor Emil Zagallo, que nos daba geografía y gimnasia, y que, aquella mañana, precipitó involuntariamente la crisis de mi vida. Zagallo pretendía ser peruano, y le gustaba llamarnos indios de la jungla y aficionados a las cuentas de collar; colgaba un grabado de un soldado severo y sudoroso, con sombrero de hojalata puntiagudo y pantalones de metal, encima de la pizarra y tenía la costumbre de señalarlo con el dedo en los momentos de tensión y de gritar: —¿Lo veiss, salvahess? ¡Ese hombre ess la sivilisasión! Tenéis que respetarlo: ¡lleva una espada! —Y blandía su bastón en el aire rodeado de paredes de piedra. Lo llamábamos Pagal-Zagal, el loco Zagallo, porque, a pesar de toda su charla sobre llamas y conquistadores y el océano Pacífico, sabíamos, con la certeza absoluta del rumor, que había nacido en una casa de vecindad de Nazagaon y que su madre goanesa había sido abandonada por un consignatario de buques que se largó; de forma que no sólo era un «anglo» sino, probablemente, también un bastardo. Sabiéndolo, comprendíamos por qué Zagallo fingía su acento americano y también por qué estaba siempre furioso, por qué golpeaba con los puños las paredes de piedra de la clase; pero el saberlo no impedía que le tuviéramos miedo. Y aquel miércoles por la mañana, sabíamos que íbamos a tener dificultades, porque la «catedral opcional» había sido suprimida.
La clase doble del miércoles por la mañana era la clase de geografía de Zagallo; pero sólo los idiotas y los chicos que tenían padres fanáticos asistían a ella, porque era también la hora en que podíamos elegir ir juntos a la Catedral de Santo Tomás, en fila india, una larga hilera de chicos de todas las confesiones religiosas imaginables, que se escapaba del colegio para ir al seno del Dios, atentamente opcional, de los cristianos. A Zagallo aquello lo sacaba de sus casillas, pero no podía hacer nada; hoy, sin embargo, había un destello oscuro en sus ojos, porque el Croador (es decir, el señor Crusoe, el director) había anunciado en la asamblea de la mañana que se suprimía la hora de catedral. Con una voz pelada y chirriante que salía de su rostro de rana anestesiada, nos condenó a geografía doble y a Pagal-Zagal, cogiéndonos a todos por sorpresa, porque no habíamos tenido en cuenta que Dios podía ejercitar también su opción. Taciturnamente, entramos en tropel en la guarida de Zagallo; uno de los pobres idiotas a los que sus padres no dejaban nunca ir a la catedral me susurró malévolamente al oído: —Ya verás: os las va a hacer pasar moradas.
Padma: realmente nos las hizo pasar.
Sentados melancólicamente en clase: Glandulitas Keith Colaco, el Gordo Perce Fishwala, Jimmy Kapadia, el chico con beca cuyo padre era conductor de taxi, Brillantina Sabarmati, Sonny Ibrahim, Cyrus-el-grande y yo. Otros también, pero ahora no hay tiempo, porque, entrecerrando los ojos con deleite, el loco Zagallo nos está llamando al orden.
—Geografía humana —anuncia Zagallo—. ¿Qué ess eso? ¿Kapadia?
—Por favor señor no lo sé señor —Hay manos que se levantan en el aire: cinco pertenecen a idiotas proscritos de la iglesia, la sexta, inevitablemente, a Cyrusel-grande. Pero Zagallo quiere hoy sangre: los devotos van a sufrir—. Inmundisia de la hungla —zarandea a Jimmy Kapadia, y luego empieza a retorcerle una oreja despreocupadamente—: ¡ven a clase alguna ves y lo sabráss!
—Au au au sí señor lo siento señor… —Seis manos se agitan, pero la oreja de Jimmy corre peligro de desprenderse. El heroísmo puede más que yo…— Por favor no lo haga señor ¡está mal del corazón! —Lo que es cierto; pero la verdad es peligrosa, porque ahora Zagallo se vuelve contra mí—: Vaya, ¿te gusta discutir, verdad que ssí? —Y me lleva del pelo a la parte delantera de la clase. Ante los ojos aliviados de mis compañeros— gracias a Dios que es él y no nosotros —me retuerzo de dolor bajo mis mechones aprisionados.
—Responde entonses a la pregunta. ¿Sabes lo que ess geografía humana?
El dolor me llena la cabeza, borrando toda idea de trampas telepáticas: —¡Ayy señor no señor auch!
… Y ahora se puede observar cómo un chiste desciende sobre Zagallo, un chiste que distiende su cara en un simulacro de sonrisa ¡se puede contemplar su mano lanzándose hacia adelante, con el pulgar y el índice extendidos; notar cómo pulgar e índice se cierran en torno a la punta de mi nariz y tiran hacia abajo… a donde va la nariz, tiene que seguirla la cabeza, y finalmente tengo la nariz colgando y mis ojos se ven obligados a mirar húmedamente los pies con sandalias de Zagallo, con sus uñas sucias, mientras Zagallo da rienda suelta a su ingenio.
—Mirad, chicoss: ¿veiss lo que tenemoss aquí? Contemplad, por favor, la horrorosa cara de esta criatura primitiva. ¿Qué oss recuerda?
Y las respuestas ansiosas: —Señor el diablo señor. —Por favor señor ¡a un primo mío! —No señor una hortaliza señor no sé cuál. —Hasta que Zagallo grita, dominando el tumulto—: ¡Silencio! ¡Hihoss de babuinoss! Ese obheto de aquí —un tirón a mi nariz— ¡esto ess heografía humana!
—¿Cómo señor dónde señor qué señor?
Zagallo se ríe ahora. —¿No lo veiss? —suelta una carcajada—. ¿No veiss en el rostro de este feo mono todo el mapa de la India?
—¡Sí señor no señor díganos dónde señor!
—Mirad aquí: ¡la península del Deccan que cuelga! —Otra vez auchminariz.
—Señor señor si ése es el mapa de la India ¿qué son las manchas señor? —Es Glandulitas Keith Colaco, que se siente audaz. Risitas ahogadas, risitas tontas de mis compañeros. Y Zagallo, cogiendo la pregunta al vuelo—: ¡Esass manchass —grita— son el Pakistán! ¡Esta marca en la oreha derecha ess el Ala Oriental; y esa mehilla isquierda horriblemente manchada la Ocsidental! Recordad, chicoss estúpidoss: ¡el Pakistán ess una mancha en el rostro de la India!
—¡Jo jo! —ríe la clase—. ¡Un chiste buenísimo, señor!
Pero ahora mi nariz se ha hartado; efectuando su propia y espontánea sublevación contra el pulgar-e-índice prensores, lanza una de sus armas… una gran gota mucilaginosa y brillante emerge de la ventanilla izquierda, y hace plop en la palma de la mano del señor Zagallo. El Gordo Perce Fishwala da un alarido: —¡Mire eso, señor! ¡Esa gota de la nariz, señor! ¿Se supone que es Ceilán?
Con la mano manchada de moco, Zagallo pierde su talante jocoso. —¡Animal! —me maldice—. ¿Has visto lo que has hecho? —La mano de Zagallo suelta mi nariz; vuelve a mi pelo. Se limpia el desecho nasal en mis cabellos; limpiamente partidos por una raya. Y ahora, otra vez, se apodera de mi pelo; una vez más, la mano tira… pero esta vez hacia arriba, y mi cabeza se ve proyectada verticalmente, mis pies se ponen de puntillas, y Zagallo—: ¿Qué eres tú? ¡Dime lo que eres!
—¡Señor un animal señor!
La mano tira más fuerte y más alto. —Otra vez. —De pie ahora sobre las uñas de los pies, aúllo—: ¡Ayy señor un animal un animal por favor señor ayy!
Y todavía más fuerte y todavía más alto… —¡Una vez más! —Pero de pronto termina; tengo otra vez los pies planos en el suelo; y en la clase se ha hecho un silencio mortal.
—Señor —dice Sonny Ibrahim—, le ha arrancado el pelo señor.
Y ahora la cacofonía: —Mire señor, sangre. —Está sangrando, señor. —Por favor señor ¿puedo llevarlo a la enfermera?
El señor Zagallo se había quedado como una estatua con un montón de pelo mío en la mano. Mientras tanto yo —demasiado conmocionado para sentir dolor— me tocaba la zona de la cabeza en donde el señor Zagallo había creado una tonsura monacal, un redondel en el que el pelo no volvería a crecer, y comprendía que la maldición de mi nacimiento, que me unía a mi país, había conseguido encontrar otra forma inesperada más de expresarse.
Dos días más tarde, el Croador Crusoe nos anunció que, desgraciadamente, el señor Emil Zagallo dejaba el profesorado por razones personales; pero yo sabía cuáles eran esas razones. Mis cabellos arrancados de raíz se le habían adherido a las manos, como manchas de sangre que no desaparecen lavándose, y nadie quiere un profesor con pelo en las palmas de las manos. —Son el primer signo de locura —como le gustaba decir a Glandulitas Keith— y el segundo es mirar si se tienen.
El legado de Zagallo: una tonsura monacal; y, peor que eso, toda una serie de nuevas pullas, que mis compañeros de clase me lanzaban mientras esperábamos que los autobuses del colegio nos llevaran a casa para vestirnos para la fiesta: «¡El Mocoso es un calvo-ro-ta!» y «¡Huelecacas, cara de mapa!» Cuando llegó Cyrus a la cola, traté de volver a la multitud contra él, iniciando la cantilena: «Cyrus-el-grande, ande o no ande, que no se desmande», pero nadie mordió el anzuelo.
Y así llegamos a los acontecimientos de la fiesta de la Cathedral School. En la que los matones se convirtieron en instrumentos del destino, y los dedos se trasmutaron en fuentes, y Masha Miovic, la legendaria bracista, tuvo un desmayo de muerte… Yo llegué a la fiesta con la venda de la enfermera todavía en la cabeza. Llegué tarde, porque no fue fácil persuadir a mi madre de que me dejara ir; de forma que, para cuando entré en el salón de actos, bajo serpentinas y globos y las miradas profesionalmente suspicaces de huesudas carabinas con faldas, todas las chicas mejores estaban ya bailando el box-step y el Sombrero Mexicano con parejas absurdamente pagadas de sí mismas. Naturalmente, los monitores tenían lo más escogido de las damas; los miré con apasionada envidia: Guzder y Joshi y Stevenson y Rushdie y Talyarkhan y Tayabali y Jussawalla y Waglé y King; traté de entrometerme en los discúlpemes, pero cuando veían mi venda y mi nariz de pepino y las manchas de mi cara sólo se reían y me volvían la espalda… con el odio brotándome en el pecho, comí patatas fritas y bebí Bubble-Up y Vimto, diciéndome: «Esos cretinos; ¡si supieran quién soy se quitarían de mi camino a toda velocidad!» Pero el miedo a revelar mi verdadera naturaleza era todavía más fuerte que mi deseo, un tanto abstracto, por las revoloteantes chicas europeas.
—Eh, Saleem, ¿eres tú? Eh, tú, ¿qué te ha pasado? —Fui arrancado de mi ensueño amargo y solitario (hasta Sonny tenía alguien con quien bailar; pero es que él tenía sus huecos de fórceps, y no llevaba calzoncillos… ésas eran las razones de su atractivo) por una voz situada tras mi hombro izquierdo, una voz baja, ronca, llena de promesas… pero también de amenazas. Una voz de chica. Me volví con una especie de salto y me encontré mirando fijamente a una belleza de pelo dorado y pecho prominente y famoso… Dios santo, tenía catorce años, ¿por qué me hablaba?—… Me llamo Masha Miovic —dijo la belleza—, conozco a tu hermana.
¡Claro! ¡Las heroínas del Mono, las nadadoras de la Walsingham School tenían que conocer a la campeona de braza de los colegios…! —Lo sé… —tartamudeé—. Te conozco de nombre.
—Y yo a ti —me enderezó la corbata—, de manera que estamos iguales. —Por encima de su hombro, vi a Glandulitas Keith y al Gordo Perce mirándonos en un babeante paroxismo de envidia. Me puse derecho y eché atrás los hombros. Masha Miovic me preguntó otra vez por qué llevaba la venda—. No es nada —dije con lo que esperaba fuera una voz profunda—: un accidente deportivo. —Y entonces, esforzándome febrilmente por conservar firme la voz—: ¿Quieres… bailar?
—Está bien —dijo Masha Miovic—, pero sin achuchones.
Saleem sale a la pista con Masha Miovic, jurando no achuchar. Saleem y Masha, bailando el Sombrero Mexicano; Masha y Saleem, ¡danzando el box-step con los mejores! Dejo que mi rostro adopte una expresión de superioridad; ya veis, ¡no hay que ser monitor para conseguir una chica…! El baile acabó; y, todavía en la cresta de mi ola de júbilo, le dije: —¿Te gustaría dar una vuelta, ya sabes, por el patio?
Masha Miovic, sonriendo íntimamente: —Bueno, sí, sólo un segundín, pero las manos quietas, ¿eh?
Las manos quietas, jura Saleem. Saleem y Masha, tomando el aire… oye, tú, esto es estupendo. Esto es vivir. Adiós Evie, hola bracista… Glandulitas Keith Colaco y el Gordo Perce Fishwala salen de las sombras del cuadrángulo. Se ríen tontamente: —Ji, ji. —Masha Miovic parece desconcertada cuando nos cierran el paso—. Ju ju —dice el Gordo Perce— Masha, ju ju. Qué pareja te has buscado. —Y yo—: Vosotros, callaos la boca. —Y entonces Glandulitas Keith—: ¿Quieres saber cómo lo hirieron en la guerra, Mashy? —Y el Gordo Perce—: Ji ju ja. —Masha dice—: No seáis bastos; ¡fue un accidente deportivo! —El Gordo Perce y Glandulitas Keith casi se caen de hilaridad; y entonces Fishwala lo revela todo—. ¡Zagallo le arrancó el pelo en clase! Ji ju. —Y Keith—: ¡Huelecacas es un calvoro-ta! —Y los dos juntos—: ¡Huelecacas, cara de mapa! —Hay perplejidad en el rostro de Masha Miovic. Y algo más, cierto espíritu en ciernes de perversidad sexual…— Saleem, ¡están siendo tan groseros contigo!
—Sí —digo yo—, no les hagas caso. —Intento alejarla. Pero ella sigue—: ¿No irás a dejar que esto quede así? —Tiene perlas de excitación en el labio superior; la lengua en la comisura de la boca; los ojos de Masha Miovic están diciendo: ¿Qué eres? ¿Un hombre o un ratón…? y, bajo el embrujo de la campeona de braza, otra cosa entra flotando en mi cabeza: la imagen de dos rodillas irresistibles; y me precipito contra Colaco y Fishwala; mientras están distraídos con sus tontas risitas, le meto la rodilla a Glandulitas en la entrepierna; antes de que caiga, una genuflexión análoga ha tumbado al Gordo Perce. Me vuelvo hacia mi amante; ella aplaude, con suavidad—: Eh tú, eso ha estado muy bien.
Pero ahora ha pasado mi momento de gloria, y el Gordo Perce se está levantando, y Glandulitas Keith se dirige ya hacia mí… abandonando toda pretensión de virilidad, me doy la vuelta y corro. Y los dos matones me persiguen y detrás de ellos viene Masha Miovic gritando: —¿Por qué corres, héroe? —Pero ahora no tengo tiempo para ella, no puedo dejar que me alcancen, me meto en la clase más próxima y trato de cerrar la puerta, pero el Gordo Perce introduce el pie y ahora los dos están dentro también y yo me lanzo contra la puerta, la agarro con la mano derecha, tratando de abrirla a la fuerza, escapa si puedes, ellos empujan para cerrarla, pero yo tiro con toda la fuerza de mi miedo, la abro unas pulgadas, la cojo con la mano, y ahora el Gordo Perce lanza todo su peso contra la puerta, que se cierra demasiado aprisa para que yo pueda quitar la mano, y ahora está cerrada. Un golpe sordo. Y, fuera, Masha Miovic llega y mira al suelo; y ve la tercera falange de mi dedo medio allí, como un pegote de chicle bien mascado. Ése es el momento en que se desmaya.
No siento dolor. Todo está muy lejos. El Gordo Perce y Glandulitas Keith huyen, para buscar ayuda o para esconderse. Me miro la mano por pura curiosidad. Mi dedo se ha convertido en fuente: un líquido rojo sale a chorros al ritmo de los latidos de mi corazón. No sabía que un dedo tuviera tanta sangre. Es bonito. Ahora hay una enfermera, no se preocupe, enfermera. Es sólo un rasguño. Están llamando a tus padres por teléfono; el señor Crusoe está buscando las llaves de su coche. La enfermera pone un gran pedazo de algodón en el muñón. Se llena como si fuera algodón de azúcar rojo. Y ahora Crusoe. Entra en el coche, Saleem, tu madre va directamente al hospital. Sí señor. Y el pedazo, ¿tiene alguien el pedazo? Sí director aquí está. Gracias enfermera. Probablemente no servirá de nada pero nunca se sabe. Sostén esto mientras yo conduzco, Saleem… y, sosteniendo el extremo cortado de mi dedo en mi mano izquierda no mutilada, me llevan al hospital de Breach Candy por las calles resonantes de la noche.
En el hospital: paredes blancas camillas todo el mundo habla al mismo tiempo. Las palabras fluyen a mi alrededor como fuentes. —Ay Dios protégenos, mi cachito-de-luna, ¿qué te han hecho? —A lo que el viejo Crusoe—: Vamos vamos, señora Sinai. Los accidentes ocurren. Los chicos siempre serán chicos. —Pero mi madre, rabiosa—: ¿Qué clase de colegio es ése? ¿Señor Caruso? Estoy aquí con el dedo de mi hijo en pedazos y usted me dice que. Eso no es así. No, señor. —Y ahora, mientras Crusoe—: En realidad, mi nombre es… como Robinson, sabe… vamos vamos —el médico se acerca y pregunta algo, cuya respuesta cambiará el mundo.
—Señora Sinai, ¿cuál es su grupo sanguíneo, por favor? El chico ha perdido sangre. Quizá sea necesaria una transfusión. —Y Amina—: Yo soy A; pero mi marido es O. —Y ahora llora, se derrumba, pero el médico sigue—: Ah; en ese caso, sabe usted si su hijo… —Pero ella, hija de médico, tiene que admitir que no puede responder a la pregunta: ¿Alfa u omega?—. Bueno, en ese caso, una prueba muy rápida; ¿y qué pasa con el RH? —Mi madre, a través de las lágrimas—: Tanto mi marido como yo tenemos el RH positivo. —Y el médico—: Bueno, bien, por lo menos eso.
Pero cuando estoy en la mesa de operaciones… —Siéntate ahí, hijo, te daré un anestésico local, no, señora, tiene una conmoción, una anestesia total sería imposible, está bien hijo, sólo tienes que mantener el dedo en alto y quieto, ayúdele enfermera, y acabaremos en un periquete… —mientras el cirujano está cosiendo el muñón y realizando el milagro de trasplantar las raíces de la uña, súbitamente hay una agitación en segundo plano, a millones de millas de distancia, y—: ¿Tiene usted un segundo señora Sinai? —y yo puedo oír muy bien… las palabras flotan a través de la distancia infinita… —Señora Sinai, ¿está usted segura? ¿O y A? ¿A y O? ¿Y RH positivo, los dos? ¿Heterocigótico u homocigótico? No, debe de haber algún error, cómo puede ser… Lo siento, absolutamente claro… negativo… y ni A ni… perdone, señora, pero es su hijo… no adoptado ni… —La enfermera del hospital se interpone entre yo y el parloteo a millas de distancia, pero no sirve de nada, porque ahora mi madre está chillando—: ¡Claro que tiene que creerme, doctor; Dios santo, claro que es nuestro hijo!
Ni A ni O. Y el factor RH: imposiblemente negativo. Y la cigosidad no ofrece pistas. Y, en la sangre, raros anticuerpos de Kell. Y mi madre, llorando, llorando-llorando, llorando… —No lo entiendo. Soy hija de médico, y no lo entiendo.
¿Me han desenmascarado Alfa y Omega? ¿Me señala rhesus con su dedo irrebatible? Y se verá obligada Mary Pereira a… Me despierto en un cuarto fresco, blanco, de persianas venecianas, con All-India Radio por compañía. Tony Brent canta: «Velas rojas en el crepúsculo.»
Ahmed Sinai, con el rostro devastado por el whisky y ahora por algo peor, está junto a la persiana veneciana. Amina, hablándole en susurros. Una vez más, fragmentos a través de millones de millas de distancia. Janumporfavor. Teloruego. No, qué dices. Naturalmente que sí. Naturalmente que eres él. Cómo puedes creer que yo. Quién hubiera podido. Ay Dios no te quedes ahí mirando. Lo juro lojuropormimadre. Y ahora shh está…
Una nueva canción de Tony Brent, cuyo repertorio es hoy extrañamente similar al de Wee Willie Winkie: «¿Qué vale el perrito del escaparate?» está en el aire, flotando sobre ondas de radio. Mi padre se adelanta hacia mi cama, se alza frente a mí, nunca lo he visto antes de esa forma. —Abba… —y él—: Hubiera tenido que darme cuenta. Basta con mirarlo, qué hay de mí en ese rostro. Esa nariz, hubiera tenido que… —Da media vuelta y sale de la habitación; mi madre lo sigue, demasiado aturdida ahora para susurrar—: No, janum, ¡no dejaré que creas eso de mí! ¡Me mataré! Lo haré —y la puerta se cierra tras ellos. Hay un ruido fuera: como una palmada. O una bofetada. La mayoría de las cosas que importan en la vida ocurren cuando uno no está.
Tony Brent empieza a canturrearme su último éxito en el oído bueno: y me asegura, melodiosamente, que «Pronto pasarán las nubes».
… Y ahora yo, Saleem Sinai, tengo la intención de dotarme brevemente de las ventajas de la visión retrospectiva; destruyendo las unidades y convenciones de la buena literatura, le doy a conocer lo que iba a venir, simplemente para que pueda pensar los siguientes pensamientos: «¡Oh eterna oposición entre lo interno y lo externo! Porque un ser humano, dentro de sí mismo, no tiene nada de total, nada de homogéneo; toda clase de cualesquieraquécosas están revueltas dentro de él, y es una persona en un momento y otra en el siguiente. El cuerpo, en cambio, es de lo más homogéneo. Indivisible, un traje de una pieza, templo sagrado si se quiere. Es importante conservar su totalidad. Pero la pérdida de mi dedo (que probablemente fue vaticinada por el dedo indicador del pescador de Raleigh), por no hablar de la supresión de algunos pelos de mi cabeza, lo ha desbaratado todo. Así entramos en un orden de cosas nada menos que revolucionario; y su efecto en la Historia está destinado a ser de lo más sorprendente. Descorchad el cuerpo, y Dios sabe lo que saldrá dando tumbos. De repente, sois para siempre distintos de los que erais; y el mundo se transforma de tal modo que los padres pueden dejar de ser padres, y el amor convertirse en odio. Y ésos, fijaos, son sólo los efectos en mi vida privada. Las consecuencias en la esfera de la actuación pública no son —no fueron—, como se verá, menos profundas.»
Finalmente, retirando mi don de presciencia, os dejo la imagen de un niño de diez años con un dedo vendado, sentado en una cama de hospital, meditando en la sangre y en ruidos-como-palmadas y en la expresión del rostro de su padre; haciendo lentamente un zoom hacia atrás para pasar a un plano largo, dejo que la música de la banda de sonido ahogue mis palabras, porque Tony Brent está llegando al término de su popurrí, y su canción de despedida es también la misma de Willie: «Buenas noches, señoras» es el nombre de esa canción. Y suena alegremente, suena, suena…
(Fundido en negro.)