ALL-INDIA RADIO
La realidad es una cuestión de perspectiva, cuanto más se aleja uno del pasado, tanto más concreto y plausible parece… pero, a medida que uno se acerca al presente, parece, inevitablemente, cada vez más increíble. Imaginaos que estáis en un gran cine, sentados al principio en la última fila, y que os vais acercando gradualmente, fila a fila, hasta quedar con la nariz casi metida en la pantalla. Gradualmente, los rostros de las estrellas se descomponen en un grano que baila; los detalles diminutos cobran proporciones grotescas; la ilusión se desvanece… o, mejor, resulta evidente que la ilusión misma es realidad… hemos pasado de 1915 a 1956, de forma que estamos muchísimo más cerca de la pantalla… abandonando mi metáfora, pues, reitero, sin ninguna sensación de vergüenza, mi increíble pretensión: tras un curioso accidente en una cesta de colada, me convertí en una especie de radio.
… Pero hoy me siento desconcertado. Padma no ha vuelto —¿tendría que avisar a la policía? ¿Es un Desaparecido?— y, en su ausencia, mis certidumbres se están haciendo trizas. Hasta mi nariz me ha estado jugando malas pasadas: durante el día, mientras vago entre las tinas de encurtidos atendidas por nuestro ejército de mujeres fuertes, de brazos peludos y formidablemente competentes, me he dado cuenta de que no podía distinguir los olores del limón de los de la lima. La mano de obra se ríe disimuladamente tapándose con la mano: al pobre sahib lo han engañado en —¿en qué?— ¿con seguridad no en el amor…? Padma, y las grietas que se extienden por todo mi cuerpo, saliéndome como una tela de araña del ombligo; y el calor… sin duda, un poco de desconcierto resulta permisible en estas circunstancias. Releyendo mi obra, he descubierto un error en la cronología. El asesinato del Mahatma Gandhi ocurre, en estas páginas, en una fecha equivocada. Pero no puedo decir ahora cuál pudo ser la secuencia real de los acontecimientos; en mi India, Gandhi seguirá muriendo en un momento erróneo.
¿Invalida un error el edificio entero? ¿He ido tan lejos, en mi desesperada necesidad de significado, que estoy dispuesto a deformarlo todo… a reescribir la historia entera de mi época simplemente para situarme en un papel central? Hoy, en mi desconcierto, no puedo juzgarlo. Tendré que dejárselo a otros. Para mí no puede haber retroceso; tengo que terminar lo que he comenzado, aunque, inevitablemente, lo que termine no sea lo que comencé…
Yé Akashvani hai. Aquí, All-India Radio.
Después de salir a las calles en ebullición para comer algo rápidamente en un café iraní próximo, he vuelto a sentarme en mi charco nocturno de luz diagonal, con la única compañía de un transistor barato. Una noche cálida; un aire que burbujeaba lleno de los olores persistentes de las tinas de encurtidos silenciosas; voces en la oscuridad. Los vapores de los encurtidos, sumamente opresivos con el calor, estimulan los jugos del recuerdo, acentuando las similitudes y las diferencias entre ahora y entonces… hacía calor entonces; hace (inapropiadamente para la estación) calor ahora. Lo mismo entonces que ahora, alguien está despierto en la oscuridad, oyendo voces incorpóreas. Lo mismo entonces que ahora, un oído ensordecido. Y el miedo, medrando en la oscuridad… no eran las voces (ni entonces ni ahora) lo que me asustaba. Él, el joven-Saleem-de-entonces, tenía miedo de una idea: la idea de que el agravio a sus padres pudiera hacer que le retirasen su amor; de que, aunque empezaran a creerle, considerasen su don como una especie de deformidad vergonzosa… mientras que yo, ahora, sin Padma, envío estas palabras a la oscuridad y tengo miedo de no ser creído. Él y yo, y él… Ya no tengo su don; él nunca tuvo el mío. Hay momentos en que me parece un extraño, casi… él no tenía fisuras. No había telas de araña que se extendieran por él en el calor.
Padma me creería; pero ya no hay Padma. Lo mismo entonces que ahora, hay hambre. Pero de distinta clase: no es, ahora, el hambre-de-entonces porque me habían dejado sin cena, sino el de haber perdido a mi cocinera.
Y otra diferencia, más evidente: entonces, las voces no me llegaban a través de las válvulas oscilantes de un transistor (que, en nuestra parte del mundo, nunca dejará de simbolizar la impotencia… siempre, desde el famoso soborno de la esterilización a cambio de un transistor gratis, esa máquina graznadora ha representado lo que los hombres podían hacer antes de que las tijeras tijereteasen y se anudasen los nudos)… entonces, el casinueve en su cama de la medianoche no tenía necesidad de máquinas.
Diferentes y similares, nos une el calor. Una trémula neblina de calor, entonces y ahora, desdibuja el tiempo-de-entonces en el mío… mi desconcierto, viajando a través de las olas de calor, es también el suyo.
Lo que se da mejor en el calor: la caña de azúcar; el cocotero; algunos mijos, como el bajra, el ragi y el jowar; la linaza, y (si hay agua) el té y el arroz. Nuestra tierra cálida es también la segunda productora del mundo de algodón… por lo menos, lo era cuando aprendí geografía bajo los ojos de loco del señor Emil Zagallo, y la mirada, más acerada, de un conquistador español enmarcado. Pero el verano tropical produce también frutos más extraños: florecen las exóticas flores de la imaginación, para llenar las noches de bochorno y sudorosas de olores tan densos como el almizcle, que dan a los hombres oscuros sueños de descontento… lo mismo entonces que ahora, había inquietud en el aire. Los que se manifestaban por el idioma pedían la partición del Estado de Bombay siguiendo fronteras lingüísticas: el sueño de Maharashtra encabezaba algunas procesiones, el espejismo de Gujarat empujaba a otras. El calor, royendo las divisiones de la mente entre fantasía y realidad, hacía que todo pareciera posible; el caos semidespierto de las siestas de la tarde nublaba los cerebros humanos, y el aire se llenaba de la humedad pegajosa de los deseos despiertos.
Lo que se da mejor en el calor: la fantasía; la insensatez; la lujuria.
En 1956, los idiomas marchaban militantemente por las calles durante el día; de noche, se amotinaban en mi cabeza. Seguiremos tu vida con la mayor atención; será, en cierto modo, el espejo de la nuestra.
Ya es hora de hablar de las voces.
Si, por lo menos, estuviera aquí nuestra Padma…
Me equivocaba sobre los arcángeles, claro. La mano de mi padre —al golpearme fuertemente en la oreja, en una imitación (¿consciente? ¿involuntaria?) de otra mano sin cuerpo que una vez le dio en pleno rostro— tuvo al menos un efecto saludable: me obligó a reconsiderar y, finalmente, abandonar mi posición original, imitadora del Profeta. En la cama, la misma noche de mi desgracia, me retiré a las profundidades de mí mismo, a pesar del Mono de Latón, que llenaba nuestro cuarto azul con sus acosos: —Pero, ¿para qué lo hiciste, Saleem? ¿Tú que eres siempre tan bueno y todo eso?—… hasta que cayó en un sueño insatisfecho, con la boca moviéndosele todavía silenciosamente, y yo me quedé solo con los ecos de la violencia de mi padre, que me zumbaban en el oído izquierdo y susurraban: «Ni Miguel ni Anael; nada de Gabriel; ¡olvídate de Casiel, Saquiel y Samuel! Los arcángeles no hablan ya a los mortales; la Recitación terminó en Arabia hace mucho tiempo; el último profeta vendrá sólo para anunciar el Fin.» Esa noche, comprendiendo que las voces de mi cabeza eran mucho más numerosas que las cohortes de ángeles, decidí, no sin alivio, que, después de todo, no había sido elegido para presidir el fin del mundo. Mis voces, lejos de ser sagradas, resultaron ser tan profanas y tan multitudinarias como el polvo.
Telepatía, pues; esa clase de cosas que siempre se leen en las revistas sensacionalistas. Pero os pido paciencia: esperad. Esperad un poco. Era telepatía; pero también algo más que telepatía. No me eliminéis tan fácilmente.
Telepatía, pues: los monólogos interiores de los llamados millones pululantes, de masas y de clases por igual, se disputaban el espacio que había dentro de mi cabeza. Al principio, cuando me contentaba con ser audiencia —antes de empezar a actuar— hubo un problema de idioma. Las voces parloteaban en cualquier cosa, desde el dialecto de Malayalam hasta el de Naga, desde la pureza del urdu de Lucknow hasta las oscuridades meridionales del tamil. Yo entendía sólo una pequeña parte de las cosas que se decían dentro de las paredes de mi cráneo. Sólo más tarde, cuando empecé a investigar, aprendí que, por debajo de las transmisiones superficiales —el material de la parte-delantera-del-cerebro, que era lo que había estado recibiendo originariamente— el lenguaje se desvanecía, siendo sustituido por formas de pensamiento universalmente inteligibles que iban mucho más allá de las palabras… pero eso fue después de haber oído, por debajo del frenesí políglota de mi cabeza, esas otras señales preciosas, totalmente diferentes de cualquier otra, en su mayoría débiles y distantes, como tambores lejanos cuyo insistente batir llegaba a abrirse paso entre la cacofonía de mercado del pescado de mis voces… esas llamadas secretas y nocturnas, de iguales que llamaban a sus iguales… los radiofaros inconscientes de los hijos de la medianoche, que sólo señalaban su existencia, transmitiendo simplemente: «Yo.» Desde muy al norte: «Yo.» Y desde el sur este oeste: «Yo.» «Yo.» «Y yo.»
Pero no debo adelantarme a mí mismo. Al principio, antes de abrirme paso hasta ese algo-más-que-telepatía, me contenté con escuchar; y pronto pude «sintonizar» mi oído interno con aquellas voces que podía entender; y no pasó mucho tiempo antes de que pudiera distinguir, entre la multitud, las voces de mi propia familia; y la de Mary Pereira; y las de amigos, compañeros de colegio, maestros. En la calle, aprendí a identificar la corriente de conciencia de los extraños que pasaban: las leyes del efecto Doppler siguen actuando en esas esferas paranormales, y las voces subían y bajaban al pasar los extraños.
Todo lo cual, por alguna razón, me lo guardé para mí. Como recordaba a diario (por el zumbido de mi oído izquierdo, o siniestro) la ira de mi padre, y estaba deseoso de mantener mi oído derecho en buen estado de funcionamiento, mantuve la boca cerrada. Para un niño de nueve años, las dificultades de ocultar lo que sabe son casi insuperables; pero, por fortuna, mis seres más próximos y queridos estaban tan deseosos de olvidar mi arrebato como yo de ocultar la verdad.
—¡Ay Saleem! ¡Qué cosas dijiste ayer! Avergüénzate, chico: ¡será mejor que te laves la boca con jabón! —… A la mañana siguiente de mi desgracia, Mary Pereira, temblando de indignación como una de sus jaleas, sugirió el medio perfecto para rehabilitarme. Bajando la cabeza contritamente, me fui, sin decir palabra, al cuarto de baño, y allí, ante las miradas asombradas del ayah y el Mono, me froté dientes lengua paladar encías con un cepillo cubierto por la espuma fétida y acre del Jabón de Alquitrán. La noticia de mi espectacular expiación recorrió rápidamente la casa, llevada por Mary y el Mono; y mi madre me abrazó—: Eres un buen chico; lo pasado, pasado —y Ahmed Sinai asintió bruscamente en la mesa del desayuno—: Por lo menos, el chico tiene la delicadeza de reconocer cuándo ha ido demasiado lejos.
A medida que desaparecían los cortes causados por el cristal, fue como si se borrase también mi declaración; y para cuando cumplí los nueve años, nadie más que yo recordaba nada del día en que tomé el nombre de los arcángeles en vano. El gusto del detergente se me quedó en la lengua muchas semanas, recordándome la necesidad de la discreción.
Hasta el Mono de Latón estaba satisfecha con mi acto de penitencia; a sus ojos, yo había vuelto a respetar las formas, y era otra vez el buenecito de la familia. Para demostrar su deseo de restablecer el orden antiguo, prendió fuego a las zapatillas favoritas de mi madre, recobrando así el lugar que le correspondía en la perrera familiar. Es más, entre extraños —demostrando un conservadurismo insospechado en semejante marimacho—, hizo causa común con mis padres, y mantuvo en secreto, para sus amigos y los míos, mi única aberración.
En un país donde toda peculiaridad física o mental en un niño es fuente de profunda vergüenza familiar, mis padres, que se habían acostumbrado a marcas faciales de nacimiento, narices de pepino y piernas torcidas, se negaron sencillamente a ver más cosas embarazosas en mí; por mi parte, no mencioné ni una sola vez los zumbidos de mi oído, las campanillas ocasionales de mi sordera, el dolor intermitente. Había aprendido que los secretos no son siempre malos.
¡Pero imaginaos la confusión de mi cabeza! En donde, detrás de aquel rostro horroroso, encima de la lengua con gusto a jabón, sorda por el tímpano perforado, acechaba una mente no-muy-ordenada, tan llena de baratijas como los bolsillos de un niño de nueve años… imaginaos de algún modo dentro de mí, mirando con mis ojos, oyendo el ruido, las voces, y ahora la obligación de no dejar que la gente lo sepa; la parte más difícil era fingir sorpresa, como cuando mi madre decía Eh Saleem adivina qué cosa vamos de excursión a la Aarey Milk Colony y yo tenía que decir ¡Oh, qué estupendo!, cuando lo había sabido todo el tiempo porque había oído su voz interior no exteriorizada, Y en mi cumpleaños viendo todos los regalos en las mentes de los que los hacían, antes de desenvolverlos siquiera Y la búsqueda del tesoro estropeada porque en la cabeza de mi padre estaba la situación de cada pista cada premio Y cosas mucho más duras como ir a ver a mi padre a su oficina de la planta baja, aquí estamos, y en el momento en que estoy allí se me llena la cabeza de diossabequé basura porque él está pensando en su secretaria, Alice o Fernanda, su última chica Coca-Cola, la está desnudando lentamente en su cabeza y ocurre también en mi cabeza, ella se sienta en cueros vivos en una silla de asiento de mimbre y ahora se pone de pie, con marcas entrecruzadas por todo el trasero, eso es lo que piensa mi padre, MI PADRE, ahora me mira de una forma muy extraña Qué te pasa hijo no te sientes bien Sí muy bien abba muy bien, tengo que irme ahora TENGO QUE SALIR DE AQUÍ tengo tareas que hacer, abba, y afuera, corre antes de que vea la pista en tu frente (mi padre decía siempre que, cuando yo mentía, una luz roja me centelleaba en la frente)… Ya veis qué duro es, mi tío Hanif viene para llevarme a la lucha libre, y antes incluso de llegar al estadio Vallabhbhai Patel en Horney Vellard estoy triste Caminamos con la multitud pasando por delante de gigantescas siluetas de cartón de Dara Singh y Tagra Baba y los demás y la tristeza de él, la tristeza de mi tío favorito, se derrama en mí, vive como un lagarto bajo el seto de su jovialidad, escondida por su risa retumbante que fue en otro tiempo la risa del barquero Tai, estamos sentados en unas localidades excelentes mientras los focos bailan sobre las espaldas de los luchadores entrelazados y me veo cogido en la presa de hierro del dolor de mi tío, el dolor de su frustrada carrera cinematográfica, un fracaso tras otro, probablemente nunca hará otra película Pero no puedo dejar que la tristeza se me salga por los ojos Él se está metiendo en mis pensamientos, eh phaelwan, eh pequeño luchador, ¿por qué pones esa cara, más larga que una película mala, quieres channa? ¿pakoras? ¿qué? Y yo sacudo la cabeza, No, nada, Hanif mamu, de modo que se relaja, se vuelve, comienza a vociferar ¡Ohé vamos Dara, así se hace, que vea lo que es bueno, Dara, yara! y en casa, mi madre en cuclillas en el pasillo con el cacharro del helado, diciendo con su verdadera voz exterior Quieres ayudarme a hacerlo, hijo, es pistacho, tu gusto favorito, y yo doy vueltas al manubrio, pero la voz interior de ella rebota en el interior de mi cabeza, puedo ver que ella está tratando de llenar todos los escondrijos y grietas de sus pensamientos con cosas corrientes, el precio de la japuta, la lista de faenas caseras, hay que llamar al electricista para que arregle el ventilador del techo del comedor, que se concentra desesperadamente en partes de su marido que amar, pero la palabra inmencionable sigue encontrando acomodo, las dos sílabas que se filtraron de ella en el baño aquel día, Na Dir Na Dir Na, para ella es cada vez más difícil soltar el teléfono cuando hay llamadas equivocadas MI MADRE Os lo aseguro, cuando un chico se mete en los pensamientos de los mayores pueden confundirlo por completo Y ni siquiera de noche hay respiro, me despierto al dar la medianoche con los sueños de Mary Pereira en mi cabeza Noche tras noche Siempre a mi hora de las brujas personal, que tiene también un significado para ella En sueños la atormenta la imagen de un hombre que lleva muerto muchos años, Joseph D’Costa, el sueño me dice ese nombre, está cubierto de una culpa que no puedo entender, la misma culpa que penetra en nosotros cada vez que comemos los chutneys de ella, hay un misterio aquí, pero como el secreto no está en la parte delantera de su mente no puedo averiguarlo, y entretanto Joseph está ahí, todas las noches, a veces en figura humana, pero no siempre, a veces es un lobo, o un caracol, una vez una escoba, pero nosotros (ella-soñando, yo-mirando) sabemos que es él, funesto implacable acusador, maldiciéndola en el idioma de sus encarnaciones, aullándole cuando es Joseph-lobo, cubriéndola con las huellas babosas de Joseph-el-caracol; apaleándola con el extremo eficaz de su encarnación en la escoba… y por la mañana, cuando me dice que me bañe arregle prepare para el colegio, tengo que tragarme las preguntas, tengo nueve años y estoy perdido en la confusión de las vidas de otros que se mezclan en el calor.
Para terminar este relato de los primeros días de mi vida transformada, tengo que añadir una dolorosa confesión: se me ocurrió que podía mejorar la opinión que tenían mis padres de mí utilizando mi nueva facultad para ayudarme en las tareas del colegio… en pocas palabras: empecé a hacer trampas en clase. Es decir, sintonizaba con las voces interiores de mis maestros y también de mis compañeros más listos, y les sacaba información del cerebro. Descubrí que muy pocos de mis profesores podían poner un examen sin ensayar las respuestas ideales en su cabeza… y sabía también que, en las raras ocasiones en que el maestro estaba preocupado por otras cosas, su vida amorosa privada o dificultades financieras, las soluciones podía encontrarlas siempre en la mente precoz y prodigiosa del genio de nuestra clase, Cyrus-el-grande. Mis notas empezaron a mejorar espectacularmente… pero no demasiado, porque me cuidaba de hacer mis versiones diferentes de los originales robados; incluso cuando copiaba telepáticamente todo un ejercicio de inglés de Cyrus, añadía cierto número de toques mediocres de mi cosecha. Mi finalidad era evitar las sospechas; no lo conseguí, pero no fui descubierto. Ante los ojos furiosos, interrogadores, de Emil Zagallo, permanecía inocentemente seráfico; ante la perplejidad absorta y dubitativa del señor Tandon, el profesor de inglés, perpetraba mi traición en silencio… sabiendo que no creerían la verdad aunque, por casualidad o por tontería, yo descubriese el pastel.
Dejadme resumir: en un momento decisivo de la historia de nuestra nación-niña, en una época en que se estaban elaborando planes quinquenales y las elecciones se acercaban y los manifestantes del idioma se disputaban Bombay, un muchacho de nueve años llamado Saleem Sinai adquirió un don milagroso. A pesar de los muchos usos vitales a los que podía haber destinado aquellas habilidades su país empobrecido y subdesarrollado, prefirió ocultar sus talentos, malgastándolos en un voyeurismo intrascendente y en engaños de poca monta. Tal conducta —no, lo confieso, una conducta propia de un héroe— fue resultado directo de la confusión de su mente, que invariablemente confundía la moralidad —el deseo de hacer lo que estaba bien— con la popularidad: el deseo, bastante más dudoso, de hacer lo que merecía aprobación. Temiendo el ostracismo paterno, ocultó la noticia de su transformación; buscando las felicitaciones paternas, utilizó mal sus talentos en el colegio. Esa imperfección de su carácter puede excusarse parcialmente por razón de sus pocos años; pero sólo parcialmente. Un pensar confuso estropearía una gran parte de su carrera.
Puedo ser muy duro en la autocrítica cuando quiero.
¿Qué era lo que había en el techo plano del jardín de infancia de Breach Candy: un techo al que, recordaréis, se podía llegar desde el jardín de Buckingham Villa, simplemente gateando por una pared limítrofe? ¿Qué era lo que, incapaz ya de cumplir la función para la que fue proyectada, nos vigilaba aquel año en que hasta el invierno se olvidó de refrescar… qué era lo que observaba a Sonny Ibrahim, Raja de Ojo, Brillantina, y a mí mismo, mientras jugábamos a kabaddi, y al críquet francés y a siete-tejas, con la participación ocasional de Cyrus-el-grande y de otros, amigos de visita: el Gordo Perce Fishwala y Glandulitas Keith Colaco? ¿Qué era lo que estaba presente en las ocasiones frecuentes en que Bi-Appah, la niñera de Toxy Catrack, aullaba desde el piso superior de la casa de Homi: —¡Mocosos! ¡Gandules alborotadores! ¡A ver si os calláis! —… de forma que todos nos escapábamos, volviendo (cuando había desaparecido de nuestra vista) para hacer muecas en silencio hacia la ventana a la que se había asomado? En pocas palabras, ¿qué era lo que, alta y azul y desconchada, vigilaba nuestras vidas, lo que parecía, por algún tiempo, señalar la hora, aguardando no sólo el momento ya próximo en que nos pondríamos pantalones largos, sino también, quizá, la llegada de Evie Burns? Tal vez os gustaría tener pistas: ¿dónde hubo en otro tiempo bombas escondidas? ¿En dónde murió Joseph D’Costa de la mordedura de una serpiente…? Cuando, después de algunos meses de tormento interior, busqué refugio por fin de las voces de los adultos, lo encontré en la vieja torre del reloj, que nadie se molestaba en cerrar con llave; y aquí, en la soledad del tiempo oxidado, di, paradójicamente, mis primeros pasos vacilantes hacia esa participación en los acontecimientos extraordinarios y las vidas públicas de la que nunca me libraría ya… nunca, hasta que la Viuda…
Desterrado de las cestas de colada, comencé, siempre que me era posible, a deslizarme sin ser observado hasta la torre de las horas tullidas. Cuando la glorieta se vaciaba por el calor o la casualidad o los ojos entrometidos; cuando Ahmed y Amina se iban al Willingdom Club para una velada de canasta; cuando el Mono de Latón estaba fuera, rondando a sus nuevas heroínas, el equipo de natación y saltos de la Walsingham School for Girls… es decir, cuando las circunstancias lo permitían, yo penetraba en mi escondite secreto, me estiraba en la esterilla de paja que había robado en las habitaciones de los criados, cerraba los ojos, y dejaba que mi oído interno recién despierto (conectado, como todos los oídos, con mi nariz) vagase libremente por la ciudad —y más lejos, hacia el norte y el sur, el este y el oeste—, escuchando toda clase de cosas. Para escapar a la presión intolerable de la escucha indiscreta de las personas que conocía, practicaba mi arte con extraños. Así, mi entrada en los asuntos públicos de la India se produjo por razones totalmente innobles: trastornado por tanta intimidad, utilicé el mundo situado fuera de nuestro altozano para conseguir un ligero alivio.
El mundo, descubierto desde una torre de reloj derruida: al principio, yo no era más que un turista, un niño que miraba por las mirillas milagrosas de un «Dillidekho» privado. Tambores dugdug redoblaron en mi oído izquierdo (dañado) cuando eché la primera ojeada al Taj Mahal a través de los ojos de una inglesa gorda con tripotera; después de lo cual, para equilibrar norte y sur, di un salto hasta el templo Meenakshi de Madurai y me acurruqué en las percepciones místicas y algodonosas de un sacerdote que cantaba. Di la vuelta a Connaught Place en Nueva Delhi, disfrazado de conductor de una rickshaw motorizada, quejándome amargamente a mis clientes del aumento del precio de la gasolina; en Calcuta dormí en el suelo, en un tramo de tubería. Totalmente enviciado ya por los viajes, bajé como una bala al cabo Comorín y me convertí en una pescadera de sari tan estrecho como amplia moralidad… de pie en las arenas rojas bañadas por tres mares, coqueteé con los vagabundos drávidas de la playa en un idioma que no podía entender; y luego subí al Himalaya, a la cabaña neanderthálica cubierta de musgo de un miembro de la tribu Goojar, bajo el esplendor de un arco iris completamente circular y de la morrena que bajaba dando tumbos del glaciar de Kolahoi. En la fortaleza dorada de Jaisalmer, probé la vida interior de una mujer que hacía vestidos con bordados de espejuelos, y en Khajuraho fui un muchacho adolescente de aldea, profundamente turbado por las esculturas eróticas y tántricas de los templos chandela que se alzaban en los campos, pero incapaz de apartar los ojos de ellas… en las simplicidades exóticas de los viajes pude encontrar una chispa de paz. Pero, al final, el turismo dejó de ser satisfactorio; la curiosidad comenzó a importunarme: «Vamos a ver», me dije a mí mismo, «qué es lo que realmente pasa aquí».
Con el espíritu ecléctico de mis nueve años espoleándome, salté dentro de las cabezas de estrellas de cine y de jugadores de críquet: supe lo que había de verdad en los chismorreos de Filmfare sobre el bailarín Vyjayantimala, y estuve en la línea de base con Polly Umrigar en el estadio de Brabourne; fui Lata Mangeshkar, la cantante de playback, y Bubu el payaso, en el circo situado tras las Líneas Civiles… y, de forma inevitable, por medio de los procesos casuales de mis saltos de mente en mente, descubrí la política.
Y una vez fui terrateniente en Uttar Pradesh, con la barriga desbordándoseme sobre el cordón del pijama mientras ordenaba a los siervos que quemaran mis excedentes de cereales… y en otro momento me morí de hambre en Orissa, donde había escasez de alimentos, como de costumbre; tenía dos meses, y a mi madre se le había acabado la leche. Ocupé, brevemente, la mente de un trabajador del Partido del Congreso; que sobornaba a un maestro de aldea para que apoyara al partido de Gandhi y Nehru en la próxima campaña electoral; y también los pensamientos de un campesino de Kerala que había decidido votar comunista. Mi atrevimiento aumentó: una tarde invadí deliberadamente la cabeza de nuestro Jefe de Ministros del Estado, y así fue como descubrí, más de veinte años antes de que se convirtiera en chiste nacional, que Morarji Desai, diariamente, «tomaba sus propias aguas»… Estuve en su interior sintiendo el calorcito mientras se tragaba un espumoso vaso de orina. Y finalmente alcancé mi marca más alta: me convertí en Jawaharlal Nehru, Primer Ministro y autor de cartas enmarcadas: me senté con el gran hombre en medio de una cuadrilla de astrólogos de dientes ausentes y barbas dispersas, y ajusté el Plan Quinquenal para ponerlo en concordancia armónica con la música de las esferas… la alta sociedad es algo embriagador. «¡Fijaos!», exultaba en silencio. «¡Puedo ir a donde quiera!» En aquella torre, en otro tiempo llena hasta el techo de los mecanismos explosivos del odio de Joseph D’Costa, la siguiente frase (acompañada por los apropiados efectos sonoros de tictac) cayó con un plaf, plenamente formada, en mis pensamientos: «Soy la bomba de Bombay… ¡mirad cómo exploto!»
Porque ahora tenía la sensación de que, de algún modo, estaba creando un mundo; de que los pensamientos a los que saltaba eran míos, de que los cuerpos que ocupaba actuaban a mis órdenes; de que, a medida que las actualidades, artes, deportes, toda la gran variedad de una emisora de radio de primera entraban en mí a raudales, yo, de algún modo, estaba haciendo que ocurrieran… lo que significa que había caído en la ilusión del artista, y consideraba las multitudinarias realidades del país como el material bruto y sin forma de mi don. «¡Puedo descubrir lo que sea!», me decía triunfante. «¡No hay nada que no pueda saber!»
Hoy, con la visión retrospectiva de los años perdidos, malgastados, puedo decir que el espíritu de autoengrandecimiento que se apoderó de mí era un reflejo, nacido del instinto de conservación. Si no hubiera creído que dominaba a las desbordantes multitudes, sus identidades en masa hubieran aniquilado la mía… pero allí en mi torre del reloj, con toda la impertinencia de mi júbilo, me convertí en Sin, el viejo dios de la luna (no, no es indio: lo he importado de Hadhramaut hace tiempo), capaz de actuar-a-distancia y de cambiar los rumbos del mundo.
Pero la muerte, cuando visitaba la Hacienda de Methwold, todavía conseguía cogerme por sorpresa.
Aunque la congelación de sus posesiones había terminado muchos años antes, la zona situada por debajo de la cintura de Ahmed Sinai había permanecido fría como el hielo. Desde el día en que exclamó: «¡Esos cabrones me han metido las pelotas en un cubo de hielo!» y Amina las había tomado en sus manos para calentarlas, quedándosele los dedos pegados a ellas a causa del frío, el sexo de mi padre había permanecido en estado letárgico, un elefante lanudo en un iceberg, como el que encontraron en Rusia en el 56. Mi madre Amina, que se había casado para tener hijos, sentía cómo las vidas no creadas se le pudrían en las entrañas, y se culpaba a sí misma de volverse poco atractiva para él, con sus callos y demás. Discutió su infelicidad con Mary Pereira, pero el ayah sólo le dijo que de «los hombres», no se podía conseguir la felicidad; las dos preparaban encurtidos mientras hablaban, y Amina mezclaba sus decepciones con chutney picante de lima que nunca dejaba de hacer que se le llenasen los ojos de lágrimas.
Aunque las horas de oficina de Ahmed Sinai estaban llenas de fantasías de secretarias escribiendo al dictado desnudas, de visiones de Fernandas o de Poppys paseándose por la habitación con el traje en que vinieron al mundo y marcas de enrejado de mimbre en el trasero, su aparato se negaba a responder; y un día, cuando las auténticas Fernanda o Poppy se habían ido a casa, estaba jugando al ajedrez con el doctor Narlikar, con la lengua (lo mismo que el juego) un tanto desatada por los djinns, y le confió torpemente: —Narlikar, me parece que he perdido el interés por ya-sabes-qué.
Un destello de placer brotó del luminoso ginecólogo; el fanático de la regulación de nacimientos que había en el oscuro y refulgente médico le salió por los ojos, y soltó el siguiente discurso: —¡Bravo! —exclamó—. Hermano Sinai, ¡muy bien hecho! Usted —y, quisiera añadir, yo mismo—, sí usted y yo, Sinai bhai, ¡somos personas de un raro valor espiritual! Las jadeantes humillaciones de la carne no se han hecho para nosotros… ¿no es mejor, pregunto, evitar la procreación, evitar añadir una miserable vida humana más a las inmensas multitudes que empobrecen actualmente nuestro país y, en lugar de ello, dedicar nuestras energías a la tarea de darles más tierra para vivir? Se lo aseguro, amigo mío: usted y yo y nuestros tetrápodos: ¡alumbraremos tierra en los mismos océanos! —Para solemnizar su oración, Ahmed Sinai sirvió bebidas; mi padre y el doctor Narlikar brindaron por su sueño de hormigón de cuatro patas.
—¡Tierra, sí! ¡Amor, no! —dijo el doctor Narlikar, un poco vacilante; mi padre volvió a llenarle el vaso.
En los últimos días de 1956, el sueño de recuperar tierra del mar con ayuda de miles y miles de grandes tetrápodos de hormigón —el mismo sueño que había sido la causa de la congelación y que era ahora, para mi padre, una especie de sustitutivo de la actividad sexual que las secuelas de la congelación le negaban— parecía estar realmente a punto de dar fruto. Esta vez, sin embargo, Ahmed Sinai gastaba su dinero cautelosamente; esta vez había permanecido oculto en segundo plano, y su nombre no aparecía en ningún documento; esta vez, había aprendido las lecciones de la congelación y estaba decidido a atraer sobre sí tan escasa atención como fuera posible; de forma que cuando el doctor Narlikar lo traicionó muriéndose, sin dejar tras él ninguna constancia de la participación de mi padre en el proyecto de los tetrápodos, Ahmed Sinai (que tenía tendencia, como hemos visto, a reaccionar mal ante los desastres) se vio tragado por la boca de una decadencia larga y serpenteante, de la que no volvería a salir hasta que, al final mismo de sus días, se enamoró por fin de su mujer.
Ésta es la historia que se supo en la Hacienda de Methwold: el doctor Narlikar había estado visitando a unos amigos cerca de Marine Drive; al terminar su visita, había decidido bajar paseando hasta Chowpatty Beach y comprarse unos bhel-puri y un poco de leche de coco. Cuando caminaba con paso vivo por la acera, junto al rompeolas, adelantó a la cola de una manifestación en favor del idioma, que se movía lentamente, cantando en forma pacífica. El doctor Narlikar se acercó al lugar donde, con permiso del ayuntamiento, había hecho que colocaran sobre el rompeolas un solo tetrápodo simbólico, como una especie de icono que señalaba el camino del futuro; y allí vio algo que lo sacó de sus casillas. Un grupo de mendigas se había congregado en torno al tetrápodo y estaba realizando la ceremonia de la puja. Habían encendido lámparas de aceite en la base del objeto; una de ellas había pintado el símbolo OM en su extremo levantado; y estaban cantando plegarias mientras le daban al tetrápodo un lavado concienzudo y devoto. El milagro tecnológico se había transformado en el lingam de Shiva; el doctor Narlikar, el adversario de la fecundidad, se puso hecho una fiera ante aquella visión, en la que le pareció que todas las viejas y oscuras fuerzas priápicas de la India antigua y procreadora se habían desatado contra la belleza del estéril hormigón del siglo XX… corriendo a toda velocidad, gritó insultos a las adoradoras, lanzando furiosos destellos en su rabia; llegando a donde estaban, quitó a patadas las lamparillas; se dice que hasta trató de empujar a las mujeres. Y entonces lo vieron los ojos de los manifestantes en favor del idioma.
Los oídos de los manifestantes oyeron la rudeza de su lengua; los pies de los manifestantes se detuvieron, sus voces se alzaron con reproche. Se agitaron puños; se juraron juramentos. Y entonces el bueno del médico, al que la cólera hacía imprudente, se volvió contra la multitud y denigró su causa, a su descendencia y a sus hermanas. El silencio guió los pies de los manifestantes hasta el reluciente ginecólogo, que estaba entre el tetrápodo y las gimientes mujeres. En silencio, las manos de los manifestantes se tendieron hacia Narlikar y, en medio de una profunda quietud, él se agarró al hormigón de cuatro patas mientras intentaban arrastrarlo. En medio de una calma absoluta, el miedo dio al doctor Narlikar la fuerza de una lapa; sus brazos se aferraron al tetrápodo sin que pudieran separarlos. Los manifestantes se volvieron entonces contra el tetrápodo… silenciosamente empezaron a balancearlo; mudos, la fuerza de su número pudo más que el peso. En un atardecer dominado por un sosiego demoníaco, el tetrápodo osciló, preparándose para ser el primero de su especie que penetrase en las aguas, comenzando así la gran tarea de la recuperación de tierras. El doctor Suresh Narlikar, con la boca abierta en una A sorda, se agarraba a él como un molusco fosforescente… hombre y hormigón de cuatro patas cayeron sin que se oyera ningún sonido. Las aguas, al salpicar rompieron el hechizo.
Se dijo que, cuando el doctor Narlikar cayó y fue aplastado, muriendo por el peso de su obsesión amada, no hubo dificultades para localizar su cuerpo, porque de él surgía un resplandor, a través de las aguas, como el de una hoguera.
—¿Sabéis qué pasa? Eh, tú, ¿qué ocurre…? Los niños, yo incluido, se apiñaban en torno al seto del jardín de Escorial Villa, en la que el doctor Narlikar tenía su apartamento de soltero; y un hamal de Lila Sabarmati, adoptando aires de gran dignidad, nos informó: —Han traído su muerte a casa, envuelta en seda.
No se me permitió ver la muerte del doctor Narlikar, cuando estaba enguirnaldado con flores de azafrán, en su cama dura y sencilla; pero resulta que lo sé todo de todas formas, porque la noticia se extendió mucho más allá de los confines de su habitación. La mayor parte, la oí de los criados de la Hacienda, que encontraban muy natural hablar francamente de una muerte, aunque rara vez decían mucho sobre la vida, porque en la vida todo era evidente. Del propio criado del doctor Narlikar supe que la muerte, al tragar grandes cantidades de mar, había adquirido las cualidades del agua: se había convertido en algo fluido, y parecía feliz, triste o indiferente según cómo le daba la luz. El jardinero de Homi Catrack intercaló: —Es peligroso mirar demasiado tiempo a la muerte; si se hace, se va uno con algo de ella dentro, y eso tiene sus efectos. —Nosotros preguntamos: ¿efectos? ¿qué clase de efectos? ¿qué efectos? ¿cómo? Y Purushottam, el sadhu, que había abandonado su puesto de debajo del grifo del jardín de Buckingham Villa por primera vez desde hacía años, dijo—: Una muerte hace que los vivos se vean a sí mismos con demasiada claridad; después de haber estado en su presencia, resultan exagerados. —Esa extraordinaria afirmación fue de hecho, confirmada por los acontecimientos, porque, después, Bi-Appah, la niñera de Toxy Catrack, que había ayudado a lavar el cuerpo, se volvió más estridente, más regañona, más aterradora que nunca; y, al parecer, todos los que vieron la muerte del doctor Narlikar mientras estaba de cuerpo presente se vieron afectados: Nussie Ibrahim se volvió todavía más tonta y más pata, y Lila Sabarmati, que vivía encima de la muerte y había ayudado a arreglar la habitación, cayó después en una promiscuidad que había estado siempre escondida en ella, y tomó un camino al final del cual habría tiros, y un marido, el Comandante Sabarmati, que dirigiría el tráfico de Colaba con una porra sumamente insólita…
Nuestra familia, sin embargo, se mantuvo alejada de la muerte. Mi padre se negó a ir a presentar sus condolencias, y nunca llamó a su difunto amigo por su nombre, refiriéndose a él simplemente como: «ese traidor».
Dos días más tarde, cuando la noticia se había publicado en los periódicos, el doctor Narlikar adquirió de pronto una enorme familia de miembros femeninos. Después de haber sido soltero y misógino toda su vida, se vio sumergido, a su muerte, por un mar de mujeres gigantes, ruidosas y omnicompetentes, que llegaron saliendo de extraños rincones de la ciudad, de ordeñar vacas en las lecherías Amul y de taquillas de cines, de puestos de refrescos callejeros y de matrimonios desgraciados; en un año de procesiones, las mujeres de Narlikar organizaron su propio desfile, una enorme corriente de femineidad de gran tamaño, que subió por nuestro altozano de dos pisos para llenar el apartamento del doctor Narlikar hasta tal punto que, desde la carretera de abajo, se veían sus codos saliendo por las ventanas y sus traseros desbordándose por el mirador. Durante una semana, nadie pudo pegar ojo porque las lamentaciones de las mujeres de Narlikar llenaban el aire; pero, por debajo de sus alaridos, aquellas mujeres resultaron ser tan competentes como parecían. Se hicieron cargo de la dirección de la Clínica Privada, investigaron todos los negocios de Narlikar; y eliminaron a mi padre del negocio de los tetrápodos de la forma más fría del mundo. Después de todos aquellos años, mi padre se quedó con una mano delante y otra detrás, mientras las mujeres llevaban el cuerpo de Narlikar a Benarés para que lo incinerasen, y los criados de la Hacienda me dijeron en voz baja que habían oído que las cenizas del doctor fueron esparcidas en las aguas del Sagrado Ganges, en el ghat de Manikarnika, a la hora del crepúsculo, pero no se hundieron sino que flotaron en la superficie del agua como diminutas luciérnagas resplandecientes, siendo arrastradas al mar, donde su extraña luminosidad debió de asustar a los capitanes de los buques.
En cuanto a Ahmed Sinai: juro que fue después de la muerte de Narlikar y la llegada de las mujeres cuando empezó, literalmente, a decolorarse… gradualmente su piel palideció y su pelo perdió color, hasta que, en pocos meses, estuvo enteramente blanco, salvo por la oscuridad de sus ojos. (Mary Pereira le dijo a Amina: «Ese hombre tiene la sangre fría; por eso ahora su piel ha formado hielo, hielo blanco como el de un refrigerador.») Debo decir, con toda sinceridad, que, aunque él pretendía preocuparse por su transformación en hombre blanco y fue a los médicos y demás, se sintió en secreto bastante contento cuando no pudieron explicarse el problema ni mandarle un tratamiento, porque hacía mucho que envidiaba a los europeos su pigmentación. Un día, cuando se podía hacer chistes otra vez (había transcurrido un intervalo decoroso desde la muerte del doctor Narlikar), le dijo a Lila Sabarmati a la hora del cóctel: —Los mejores son siempre blancos bajo la piel; yo, sencillamente, he dejado de fingir. —Sus vecinos, que eran todos más morenos que él, se rieron educadamente, sintiéndose curiosamente avergonzados.
Las pruebas circunstanciales indican que el choque de la muerte de Narlikar me dio un padre blanco como la nieve para colocarlo junto a mi madre de ébano; pero (aunque no sé cuánto estáis dispuestos a tragar), me aventuraré a dar otra explicación posible, una teoría elaborada en la abstracta intimidad de mi torre del reloj… porque durante mis frecuentes viajes psíquicos descubrí algo bastante extraño: en los nueve primeros años después de la Independencia, un trastorno de pigmentación análogo (cuya primera víctima conocida fue quizá la Rani de Cooch Naheen) afectó a gran número de miembros de los círculos empresariales del país. Por toda la India, me tropecé con honestos hombres de negocios indios, cuyas fortunas prosperaban gracias al primer Plan Quinquenal y que se habían dedicado a desarrollar el comercio… hombres de negocios que se habían vuelto o se estaban volviendo muy, ¡realmente muy pálidos! Al parecer, el tremendo (casi heroico) esfuerzo de sustituir a los británicos y convertirse en dueños de su propio destino había vaciado de color sus mejillas… en cuyo caso, tal vez, mi padre fue víctima tardía de un fenómeno extenso aunque generalmente inadvertido. Los hombres de negocios de la India se estaban volviendo blancos.
Ya hay bastante que rumiar para un día. Pero Evelyn Lilith Burns está llegando; el Pioneer Café se acerca dolorosamente; y —lo que es más decisivo— los demás hijos de la medianoche, incluido Shiva, mi otro yo, el de las rodillas letales, empujan con toda su fuerza. Pronto mis grietas serán suficientemente anchas para que se escapen…
Por cierto: en algún momento, hacia finales de 1956, con toda probabilidad, el cantor y cornudo Wee Willie Winkie encontró también la muerte.