TIRO-A-LA-ESCUPIDERA

Creedme que me estoy cayendo a pedazos.

No hablo metafóricamente; tampoco es el gambito de apertura de ninguna melodramática, enigmática y mugrienta solicitud de compasión. Quiero decir simplemente que he empezado a agrietarme por todas partes como un viejo cántaro… que mi pobre cuerpo, singular, desgarbado, zarandeado por un exceso de Historia, vaciado por arriba y por abajo, mutilado por puertas y descalabrado por escupideras, ha empezado a reventar por las costuras. En pocas palabras, me estoy desintegrando literalmente, despacio por el momento, aunque hay signos de aceleración. Os pido sólo que aceptéis (como lo he aceptado yo) que en su día me desmenuzaré en (aproximadamente) seiscientos treinta millones de partículas de un polvo anónimo y necesariamente olvidadizo. Por eso he resuelto confiarme al papel, antes de olvidar. (Somos una nación con mala memoria.)

Hay momentos de terror, pero desaparecen. El pánico, como un monstruo marino burbujeante, sube a tomar aire, hierve en la superficie, pero acaba por volver a las profundidades. Es importante que conserve la calma. Mastico nuez de betel y expectoro en dirección al barato cuenco de latón, jugando al viejo juego del tiro-a-la-escupidera: el juego de Nadir Khan, que él aprendió de los viejos de Agra… y hoy en día puedes comprar «paans-cohete» en los que, además de la pasta de betel que enrojece las encías, encuentras, envuelto en una hoja, el consuelo de la cocaína. Pero eso sería hacer trampa.

… Brota de mis páginas la inconfundible vaharada del chutney. De modo que no quiero confundiros más: yo, Saleem Sinai, poseedor del órgano olfatorio más delicadamente dotado de la historia, he dedicado mis últimos días a la preparación en gran escala de condimentos. Y ahora: «¿Un cocinero?», decís boquiabiertos y horrorizados. «¿Sólo un khansama? ¿Cómo es posible?» Lo admito, semejante dominio de los múltiples dones de la cocina y del lenguaje es realmente raro; sin embargo, lo poseo. Estáis asombrados; pero no soy, comprendéis, uno de esos cocinerillos vuestros de 200 rupias al mes sino mi propio señor, y trabajo bajo los guiños de color azafrán y verde de mi diosa personal de neón. Y mis chutneys y kasaundies están relacionados, después de todo, con mis garrapateos nocturnos: de día entre mis cubas de encurtidos, de noche entre estas sábanas, me paso la vida dedicado a la gran obra de la conservación. El recuerdo, lo mismo que los frutos, debe ser salvado de la corrupción de los relojes.

Pero aquí está Padma junto a mi codo, forzándome a volver al mundo de la narrativa lineal, al universo del y-qué-pasó-entonces: —A ese ritmo —se queja Padma— tendrás doscientos años para cuando consigas contar tu nacimiento. —Afecta indiferencia, proyectando una cadera despreocupada en mi dirección general, pero no me engaña. Ahora sé que, a pesar de todas sus protestas, está atrapada. No hay duda: mi historia la tiene agarrada por el cuello, de forma que, de repente, ha dejado de importunarme para que me vaya a casa, me bañe más, me cambie la ropa manchada de vinagre, abandone aunque sea por un momento esta tenebrosa fábrica de encurtidos donde los olores de las especias espuman eternamente en el aire… ahora mi diosa del estiércol tiende sencillamente su colchoneta en el rincón de esta oficina y me prepara la comida en dos hornillos de gas ennegrecidos, interrumpiendo sólo mi escritura a la luz diagonal para recriminarme—: Más vale que le des un empujoncito o te morirás antes de conseguir nacer. —Reprimiendo mi legítimo orgullo del narrador con éxito, yo trato de educarla—: Las cosas —incluso la gente— se filtran unas en otras —le explico— como los sabores cuando cocinas. El suicidio de Ilse Lubin, por ejemplo, se filtró en el viejo Aadam y se quedó allí en un charco hasta que él vio a Dios. Del mismo modo —salmodio seriamente—, el pasado ha goteado en mí… de forma que no podemos prescindir de él. —Su encogimiento de hombros, que produce efectos agradablemente ondulados en su pecho, me interrumpe—. Para mí es una forma demencial de contar la historia de tu vida —exclama—, si no consigues siquiera hacer que tu padre conozca a tu madre.

… Y, sin duda alguna, Padma se está filtrando en mí. A medida que la historia sale a borbotones de mi cuerpo cuarteado, mi flor de loto va goteando sosegadamente en él, con su prosaicidad y su paradójica superstición, su contradictorio amor por lo fabuloso… por lo que resulta oportuno que esté a punto de contar la historia de la muerte de Mian Abdullah. El Colibrí predestinado: una leyenda contemporánea.

… Y Padma es una mujer generosa, porque se queda conmigo en estos últimos días, aunque no pueda hacer mucho por ella. Es verdad y, una vez más, resulta apropiado mencionarlo antes de acometer el cuento de Nadir Khan: estoy desvirilizado. A pesar de los muchos y variados dones y servicios de Padma, no puedo filtrarme en ella, ni siquiera cuando pone su pie izquierdo sobre mi pie derecho, enrosca su pierna derecha en mi cintura, inclina su cabeza hacia la mía y hace ruidos arrulladores; ni siquiera cuando me susurra al oído: —Ahora que has acabado con la escribanía, ¡a ver si conseguimos que trabaje tu otro lápiz! —a pesar de todo lo que intenta, no puedo acertar en su escupidera.

Basta de confesiones. Doblegándome ante las presiones ineluctables del y-qué-pasó-entoncesismo de Padma y recordando la cantidad limitada de tiempo de que dispongo, doy un salto hacia adelante desde el mercurocromo y aterrizo en 1942. (Estoy deseando también reunir a mis padres.)

Al parecer, a finales del verano de ese año, mi abuelo, el doctor Aadam Aziz, contrajo una forma de optimismo sumamente peligrosa. Dando vueltas en bicicleta alrededor de Agra, silbaba penetrantemente, mal, pero con mucha alegría. En modo alguno era el único porque, a pesar de los tenaces esfuerzos de las autoridades por erradicarla, aquella enfermedad virulenta se había estado extendiendo aquel año por toda la India, y hubo que tomar medidas drásticas para dominarla. Los viejos de la tienda de paan que había en la parte alta de Cornwallis Road masticaban betel y sospechaban alguna trampa. —He vivido dos veces más que vosotros —decía el más viejo, y su voz crepitaba como una radio vieja porque las décadas se restregaban en torno a sus cuerdas bucales— y nunca he visto a tanta gente tan animada en unos tiempos tan malos. Es cosa del diablo. —Era, en verdad, un virus resistente… ya el tiempo por sí solo hubiera tenido que disuadir a aquellos gérmenes de multiplicarse, porque resultaba evidente que las lluvias habían fallado. La tierra se agrietaba. El polvo se comía el borde de los caminos y, algunos días, enormes fisuras abiertas aparecían en medio de las intersecciones del macadán. Los masticadores de betel de la tienda de paan habían comenzado a hablar de presagios; tranquilizándose con su tiro-a-la-escupidera, especulaban acerca de los infinitos e innominados diossabequés que podían surgir ahora de la tierra que se agrietaba. Al parecer, un sikh de un taller de reparación de bicicletas había perdido el turbante en el calor de una tarde, cuando su cabello, sin razón alguna, se puso de pronto de punta. Y, más prosaicamente, la escasez de agua había llegado a tal grado que los lecheros no podían encontrar ya agua limpia para adulterar la leche… Muy lejos, se desarrollaba una vez más una Guerra Mundial. En Agra, el calor aumentaba. Pero mi abuelo seguía silbando. Los viejos de la tienda de paan encontraban su silbido de bastante mal gusto, dadas las circunstancias.

(Y yo, como ellos, expectoro y me alzo sobre las fisuras.)

A lomos de su bicicleta, con su attaché de cuero atachada al portabultos, mi abuelo silbaba. A pesar de la irritación de su nariz, tenía los labios fruncidos. A pesar de una magulladura en el pecho que se había negado a desaparecer durante veintitrés años, su buen humor se mantenía incólume. El aire pasaba por sus labios y se transmutaba en sonido. Silbaba una vieja melodía alemana: Tannenbaum.

La epidemia de optimismo había sido causada por un solo ser humano, cuyo nombre, Mian Abdullah, sólo lo utilizaban los periodistas. Para todos los demás, era el Colibrí, una criatura cuya inexistencia sería imposible. «Un mago convertido en conspirador», escribían los periodistas. «Mian Abdullah surgió del famoso gueto de los magos de Delhi para ser la esperanza de los cien millones de musulmanes de la India.» El Colibrí era el fundador, presidente, unificador y espíritu animador de la Asamblea del Islam Libre; y en 1942 se estaban levantando en el maidan de Agra tiendas y tribunas, donde se celebraría la segunda reunión anual de la Asamblea. Mi abuelo, con sus cincuenta y dos años y el pelo blanco por los años y otras aflicciones, había empezado a silbar al pasar por el maidan. Ahora se inclinaba al doblar las esquinas en su bicicleta, tomándolas con ángulo garboso, abriéndose paso entre niños y boñigas… y, en otro momento y otro lugar, le dijo a su amiga la Rani de Cooch Naheen: «Empecé como cachemiro y no era gran cosa como musulmán. Entonces me hicieron una magulladura en el pecho que me convirtió en indio. Todavía no soy gran cosa como musulmán, pero soy partidario incondicional de Abdullah. Su lucha es la mía.» Sus ojos eran aún del azul del cielo cachemiro… llegó a casa y, aunque sus ojos conservaron un destello de satisfacción, el silbido se detuvo; porque, esperándolo en el patio lleno de gansos malévolos, estaban las facciones desaprobadoras de mi abuela, Naseem Aziz, a quien había cometido el error de amar en fragmentos, y que ahora estaba unificada y trasmutada en el personaje formidable que sería siempre y que siempre sería conocido por el curioso título de Reverenda Madre.

Se había convertido en una mujer prematuramente vieja y ancha, con dos enormes lunares como pezones de bruja en el rostro; y vivía dentro de una fortaleza invisible de su propia creación, una ciudadela acorazada de tradiciones y certidumbres. A principios de aquel año, Aadam Aziz había encargado fotografías ampliadas, de tamaño natural, para colgarlas en la pared del salón; las tres chicas y los dos chicos habían posado como era debido, pero la Reverenda Madre se había rebelado cuando le llegó la vez. Finalmente, el fotógrafo había intentado cogerla desprevenida, pero ella le quitó la cámara y se la rompió en el cráneo. Afortunadamente, el fotógrafo sobrevivió; pero no hay fotografías de mi abuela en ningún lugar del mundo. No era una persona a la que se pudiera atrapar en la cajita negra de nadie. Ya era bastante que tuviera que vivir sin velo, con la cara desvergonzadamente desnuda… pero no iba a permitir que el hecho quedara registrado.

Quizá era la obligación de desnudez facial, unida a las constantes solicitudes de Aziz de que se moviera debajo de él, lo que la había empujado a las barricadas; y las normas domésticas que estableció eran un sistema tan inexpugnable que Aziz, tras muchos intentos fallidos, había renunciado más o menos a tratar de asaltar sus muchos revellines y bastiones, dejando que, como una gran araña presuntuosa, gobernase en su dominio elegido. (Quizá, también, no fuera ningún sistema de autodefensa, sino un medio de defenderse de sí misma.)

Entre las cosas a las que negaba la entrada estaban todas las cuestiones políticas. Cuando el doctor Aziz quería hablar de esas cosas, visitaba a su amiga la Rani, y la Reverenda Madre se enfurruñaba; pero no mucho, porque sabía que esas visitas representaban una victoria para ella.

Los dos corazones gemelos de su reino eran su cocina y su despensa. Nunca entré en la primera, pero recordaba cómo miraba yo a través de las cerraduras de las puertas de tela metálica de la despensa al enigmático mundo interior, un mundo de cestos de alambre que colgaban, cubiertos de lienzos para alejar a las moscas, de latas que yo sabía estaban llenas de gur y otros dulces, de cajas cerradas de pulcras etiquetas rectangulares, de nueces y nabos y sacos de cereales, de huevos de ganso y escobas de madera. Despensa y cocina eran su territorio inalienable; y las defendía ferozmente. Cuando estaba embarazada de su último hijo, mi tía Emerald, su marido le ofreció liberarla de la tarea de llevar la cocina. Ella no contestó; pero al día siguiente, cuando Aziz se acercó a la cocina surgió de ella con un puchero de metal en las manos y le cortó el paso. Estaba gorda y además embarazada, de manera que no quedaba mucho sitio para pasar. Aadam Aziz frunció el entrecejo: —¿Qué es esto, mujer? —A lo que mi abuela respondió—: Esto, comosellame, es un puchero que pesa mucho; y si alguna vez te encuentro aquí, comosellame, te meteré la cabeza dentro, añadiré un poco de dahi, y haré, comosellame, un korma. —No sé cómo llegó mi abuela a adoptar el término comosellame como leitmotiv, pero a medida que pasaban los años invadía sus frases cada vez más. Me gusta pensar que era un grito inconsciente de socorro… como una pregunta hecha en serio. La Reverenda Madre nos estaba insinuando que, a pesar de toda su presencia y todo su volumen, iba a la deriva por el universo. No sabía, comprendéis, cómo se llamaba.

… Y a la hora de comer, imperiosamente, seguía gobernando. No se ponía comida en la mesa, no se colocaban platos. El curry y la loza formaban militarmente en una mesita auxiliar situada a su derecha, y Aziz y los niños comían lo que ella les servía. Prueba de la fuerza de esa costumbre es que, incluso cuando su marido padecía estreñimiento, ni una sola vez le permitió ella elegir su comida, y no atendía solicitudes ni consejos. Una fortaleza no se mueve. Ni siquiera cuando los movimientos de quienes de ella dependen se hacen irregulares.

Durante la larga ocultación de Nadir Khan, durante las visitas a la casa de Cornwallis Road del joven Zulkifar, que se enamoró de Emerald, y del próspero comerciante en hule-y-skai llamado Ahmed Sinai, que tanto daño hizo a mi tía Alia que ella guardó su rencor durante veinticinco años antes de descargarlo cruelmente sobre mi madre, el puño de hierro con que la Reverenda Madre llevaba la casa jamás vaciló; e incluso antes de que la llegada de Nadir precipitara el gran silencio, Aadam Aziz había intentado quebrantar ese puño y se había visto obligado a declararle la guerra a su esposa. (Todo esto ayuda a mostrar lo sorprendente que era en verdad su afección optimista.)

… En 1932, diez años antes, él se había hecho cargo de la educación de sus hijos. La Reverenda Madre estaba consternada; pero era el papel tradicional de un padre, de manera que no podía oponerse. Alia tenía once años; la segunda, Mumtaz, casi nueve. Los dos chicos, Hanif y Mustapha, tenían ocho y seis, y la pequeña Emerald no había cumplido aún los cinco. La Reverenda Madre se acostumbró a confiar sus temores a Daoud, el cocinero de la familia. —Les llena la cabeza de no sé qué lenguas extranjeras, comosellame, y de otras bobadas también, por supuesto. —Daoud removía cacharros y la Reverenda Madre exclamaba—: ¿Te extraña, comosellame, que la pequeña se empeñe en llamarse Emerald? ¿En inglés, comosellame? Ese hombre me va a estropear a los hijos. No pongas tanto comino ahí, comosellame, tendrías que prestar más atención a la cocina y menos a los asuntos ajenos.

Sólo puso una condición educativa: la formación religiosa. A diferencia de Aziz, al que atormentaba la ambigüedad, ella había seguido siendo devota. —Tú tienes tu Colibrí —le decía ella—, pero yo, comosellame, tengo la Voz de Dios. Un sonido más agradable, comosellame, que el zumbido de ese pájaro. —Fue una de sus raras observaciones políticas… y entonces llegó el día en que Aziz echó al preceptor de religión. Su pulgar y su índice se cerraron sobre la oreja del maulvi. Naseem Aziz vio a su marido conduciendo a aquel desgraciado de barba rala hasta la puerta de la pared del jardín; se quedó boquiabierta; y gritó cuando el pie de su marido entró en contacto con las partes carnosas de aquel hombre santo. Lanzando venablos, la Reverenda Madre se dirigió a toda vela a la batalla.

—¡Hombre indigno! —le soltó a su marido, y —¡Hombre sin, comosellame, vergüenza! —Los niños lo miraban todo desde la seguridad de la galería de atrás. Y Aziz—: ¿Sabes lo que les estaba enseñando ese hombre a nuestros hijos? —Y la Reverenda Madre lanzando una pregunta tras otra—: ¿Qué no harás tú para atraer la desgracia, comosellame, sobre nuestras cabezas? —… Y ahora Aziz—: ¿Te creerás que era la escritura nastaliq? ¿Eh? —… a lo que su mujer, animándose—: ¿Serías capaz de comer cerdo? ¿Comosellame? ¿De escupir en el Corán? —Y, levantando la voz, el médico replica—: ¿O que eran unos versos de «La vaca»? ¿Te crees eso? —… Sin prestarle atención, la Reverenda Madre alcanza su clímax—: ¿¡Casarías a tus hijas con alemanes!? —Y se detiene, jadeando, de forma que deja que mi abuelo pueda revelarlo—: Les estaba enseñando a odiar, mujer. Les dice que tienen que odiar a los hindúes y a los budistas y a los jains y a los sikhs y a no sé qué otros vegetarianos. ¿Te gustaría tener hijos que odiaran, mujer? —¿Te gustaría a ti tener hijos impíos? —la Reverenda Madre se imagina las legiones del arcángel Gabriel descendiendo de noche para llevar a su pagana prole al infierno. Tiene una idea vívida del infierno. Hace tanto calor como en Rajputana en junio y obligan a todo el mundo a aprender siete idiomas extranjeros—… Lo juro, comosellame —dijo mi abuela—, ¡juro que no probarás un solo alimento de mi cocina! ¡No, ni un chapati, hasta que vuelvas a traer al maulvi sahib y le beses los, comosellame, pies!

La guerra de hambre que empezó aquel día se convirtió casi en un duelo a muerte. Fiel a su palabra, la Reverenda Madre no le daba a su marido, en las comidas, ni un plato vacío. El doctor Aziz tomó inmediatamente represalias, negándose a alimentarse cuando estaba fuera. Día tras día, los cinco niños contemplaban cómo su padre se iba desvaneciendo, mientras su madre custodiaba sombríamente los platos de comida. —¿Conseguirás desvanecerte por completo? —preguntó Emerald a su padre con interés, añadiendo solícitamente—: No lo hagas hasta que sepas cómo volver. —En el rostro de Aziz aparecieron cráteres; hasta su nariz parecía estar adelgazando. Su cuerpo se había convertido en un campo de batalla y cada día volaba por los aires un fragmento. Le dijo a Alia, la mayor, la niña juiciosa—: En toda guerra, el campo de batalla resulta más devastado que cualquiera de los ejércitos. Es lógico. —Empezó a coger rickshaws para hacer sus visitas. Hamdard, el rickshaw-wallah, comenzó a preocuparse.

La Rani de Cooch Naheen envió emisarios para interceder ante la Reverenda Madre. —¿Es que no hay ya bastantes personas que se mueran de hambre en la India? —le preguntaron los emisarios a Naseem, y ella les lanzó una mirada de basilisco que se estaba convirtiendo ya en leyenda. Con las manos cruzadas sobre el regazo y un dupatta musulmán a prueba de miserias enrollado en la cabeza, taladró a sus visitantes con sus ojos sin párpados, obligándolos a bajar los ojos. La voz se les hizo de piedra; el corazón se les heló; y, sola en una habitación con hombres extraños, mi abuela permaneció sentada triunfalmente, rodeada de ojos bajos—. ¿Bastantes, comosellame? —exultó—. Bueno, es posible. Pero también es posible que no.

Pero la verdad era que Naseem Aziz estaba muy inquieta; porque aunque la muerte de Aziz por inanición sería una demostración clara de la superioridad de la concepción del mundo de ella sobre la de él, se sentía poco inclinada a quedarse viuda por una simple cuestión de principio; sin embargo, no podía encontrar una salida para la situación que no la obligara a ceder y a que se le cayera la cara de vergüenza y, ahora que había aprendido a destaparse la cara, mi abuela se mostraba sumamente reacia a que se le cayera.

—Ponte mala, ¿por qué no te pones mala? —Alia, la niña sensata, encontró la solución. La Reverenda Madre inició una retirada táctica, anunció que sentía un dolor, un dolor absolutamente irresistible, comosellame, y se metió en la cama. En su ausencia, Alia le ofreció la rama de olivo a su padre, en forma de cuenco de caldo de gallina. Dos días más tarde, la Reverenda Madre se levantó (después de haberse negado, por primera vez en su vida, a que su marido la examinara), reasumió sus poderes y, con un encogimiento de hombros de aquiescencia ante la decisión de su hija, le pasó a Aziz su comida como si tal cosa.

Eso ocurrió diez años antes; pero, todavía en 1942, a los viejos de la tienda de paan la vista del silbante doctor les trae recuerdos jocosos de la época en que su mujer casi lo obligó a hacer un número de desaparición, aun sin saber cómo reaparecer. A última hora de la tarde se dan codazos diciendo: «Te acuerdas de cuando…» y «¡Seco como un esqueleto colgado en un tendedero! No podía ni montar en…» y «… Te digo, baba, que esa mujer hacía cosas horribles. ¡Me dijeron que hasta podía soñar los sueños de sus hijas, sólo para saber lo que tramaban!» Pero a medida que cae la noche los codazos se acaban, porque es la hora de la competición. Rítmicamente, en silencio, sus mandíbulas se mueven; entonces, de repente, sus labios se fruncen, pero lo que emerge no es un sonido-hecho-de-aire. No es un silbido sino un largo chorro rojo de jugo de betel lo que atraviesa los labios decrépitos, dirigiéndose con certera exactitud hacia una vieja escupidera de latón. Hay muchas palmadas en los muslos y exclamaciones autoadmirativas como «¡Vaya, vaya, señor mío!» y «¡Un disparo absolutamente magistral!»… En torno a los vejetes, la ciudad se disuelve en vagos pasatiempos nocturnos. Los niños juegan al aro y a kabaddi y pintan barbas a los carteles de Mian Abdullah. Y ahora los viejos ponen la escupidera en la calle, cada vez más lejos del sitio donde se acuclillan, y le disparan chorros cada vez más largos. El fluido sigue volando con exactitud. «¡Increíble, yara!» Los golfillos de la calle juegan a saltar entre los rojos chorros, esquivándolos y superponiendo ese juego de gallina-tú al serio arte del tiro-a-la-escupidera… Pero ahí llega un coche del Estado Mayor del ejército, dispersando golfillos a medida que se acerca… ahí llega el Brigadier Dodson, Comandante militar de la plaza, asfixiado de calor… y ahí su A.D.C., el Mayor Zulfikar, que le está dando una toalla. Dodson se seca la cara; los golfillos se dispersan; el coche choca con la escupidera. Un fluido rojo oscuro con coágulos que parecen sangre se congela en el polvo de la calle como una mano roja, señalando acusadoramente al poder en retirada del Raj.

Recuerdo de una fotografía mohosa (quizá obra del mismo fotógrafo de poco seso cuyas ampliaciones de tamaño natural casi le costaron la vida): Aadam Aziz, radiante de fiebre optimista, estrechando la mano de un hombre de unos sesenta, un tipo impaciente y vivo con un mechón de pelo blanco cayéndole sobre la ceja como una cicatriz natural. Es Mian Abdullah, el Colibrí. («Sabe, doctor Sahib, es que me mantengo en forma. Deme un puñetazo en el estómago. Pruebe, pruebe. Estoy en plena forma.»… En la fotografía, los pliegues de una blanca camisa suelta le tapan el estómago, y el puño de mi abuelo no está cerrado sino engullido por la mano del ex conspirador.) Y detrás de ellos, mirándolos benévolamente, la Rani de Cooch Naheen, que se iba volviendo blanca a manchas, una enfermedad que goteó en la Historia y estalló en enorme escala poco después de la Independencia… «Yo soy la víctima», susurra la Rani a través de unos labios fotografiados que jamás se mueven, «la desventurada víctima de mis preocupaciones interculturales. Mi piel es la expresión externa del internacionalismo de mi espíritu». Sí, en esa fotografía se desarrolla una conversación, mientras, como expertos ventrílocuos, los optimistas saludan a su líder. Junto a la Rani —escuchad ahora atentamente: ¡la Historia y la alcurnia están a punto de encontrarse!— hay un tipo extraño, blando y barrigón, con los ojos como charcos estancados y el cabello largo como el de un poeta. Nadir Khan, el secretario personal del Colibrí. Sus pies, si no estuvieran congelados por la instantánea, se estarían agitando con desconcierto. Masculla a través de su sonrisa necia y rígida: «Es verdad; he escrito versos…» Y entonces Mian Abdullah lo interrumpe, retumbando a través de su boca abierta, con destellos de dientes afilados: «¡Y qué versos! ¡Ni una rima en páginas y más páginas…!» Y la Rani, amablemente: «¿Modernista?» Y Nadir, tímidamente: «Sí.» ¡Qué tensiones hay ahora en esa escena quieta e inmóvil! Qué burla más aguda cuando habla el Colibrí: «No importa; el arte debe elevarse; ¡debe recordarnos nuestro glorioso patrimonio literario…!» ¿Es una sombra o una arruga lo que hay en el entrecejo de su secretario…? La voz de Nadir, brotando bajamuybaja de la imagen descolorida: «Yo no creo en el gran arte, Mian Sahib. El arte tiene que estar hoy por encima de las categorías; mi poesía y —bueno— el juego del tiro-a-la-escupidera son iguales»… y la Rani, como mujer amable que es, bromea: «Está bien, quizá haga reservar una habitación; para masticar paan y tirar a la escupidera. Tengo una magnífica escupidera de plata, incrustada de lapislázuli, y todos vendréis a practicar. ¡Que las paredes se llenen de las salpicaduras de nuestras expectoraciones fallidas! Por lo menos serán manchas honradas.» Y ahora la fotografía se ha quedado sin palabras; ahora noto, con el ojo de mi mente, que el Colibrí ha estado todo el tiempo mirando fijamente a la puerta, que está detrás del hombro de mi abuelo, en el borde mismo de la foto. Tras esa puerta, la Historia llama. El Colibrí está impaciente por salir… pero ha estado con nosotros, y su presencia nos ha traído dos hilos que me perseguirán toda la vida: el hilo que conduce al gueto de los magos y el hilo que cuenta la historia de Nadir, el poeta sin rimas ni verbo, y de una inestimable escupidera de plata.

—Qué disparate —dice nuestra Padma—. ¿Cómo puede hablar una foto? Párate ahora; debes de estar cansado de pensar. —Pero le digo que Mian Abdullah tenía la extraña cualidad de zumbar sin pausa, de zumbar de una forma extraña, ni musical ni amusical pero un tanto mecánica, el zumbido de un motor o de una dinamo, se lo traga bastante fácilmente, diciendo con sensatez—: Bueno, si era un hombre tan enérgico, no me sorprende. —Es toda oídos de nuevo; de modo que me crezco en el tema y le informo de que el zumbido de Mian Abdullah subía y bajaba en relación directa con su ritmo de trabajo. Era un zumbido que podía descender tanto que diera dentera y que, cuando ascendía a su tono más alto, más febril, tenía la cualidad de producir erecciones en todo el que se encontraba en sus proximidades. (—Arré baap —se ríe Padma— ¡no me extraña que tuviera tanto éxito con los hombres!) Nadir Kham, en tanto que secretario suyo, se veía constantemente atacado por esa peculiaridad vibratoria de su señor, y sus orejas mandíbula pene se comportaban siempre según los dictados del Colibrí. Entonces, ¿por qué seguía Nadir con él, a pesar de unas erecciones que lo avergonzaban cuando estaba con extraños, a pesar de que le dolían las muelas y de un horario de trabajo que a menudo consistía en veinticuatro horas al día? No —creo— porque considerase que era su deber poético acercarse al centro de los acontecimientos para trasmutarlos en literatura. No porque quisiera ser famoso. No: Nadir tenía una cosa en común con mi abuelo, y eso bastaba. También él padecía la enfermedad del optimismo.

Lo mismo que Aadam Aziz, lo mismo que la Rani de Cooch Naheen, Nadir Khan odiaba a la Liga Musulmana (—¡Ese hatajo de pelotilleros! —gritaba la Rani con su voz de plata, descendiendo en picado por las octavas como un esquiador—. ¡Terratenientes con intereses creados que proteger! ¿Qué tienen que ver con los musulmanes? Van a los británicos como estúpidos y forman gobiernos para ellos, ¡ahora que el Congreso se niega a hacerlo! —Era el año de la resolución «Dejad la India»—. Y es más —decía la Rani con determinación—, están locos. Si no, ¿por qué habrían de querer la partición de la India?)

Mian Abdullah, el Colibrí, había creado la Asamblea Islámica Libre casi sin ayuda de nadie. Invitó a los dirigentes de docenas de grupos disidentes musulmanes a formar una alternativa vagamente federada frente al dogmatismo y los intereses creados de los hombres de la Liga. Fue un gran número de prestidigitación, porque vinieron todos. Ésa fue la primera Asamblea, en Lahore; Agra sería la segunda. Las marquees estaban llenas de miembros de movimientos agrarios, sindicatos urbanos de trabajadores, hombres santos y agrupaciones locales. En ella se confirmaría lo que la primera asamblea había anunciado: que la Liga, con su deseo de una India dividida, sólo hablaba en su propio nombre. «Nos han vuelto la espalda», decían los carteles de la Asamblea, «¡y ahora pretenden que los seguimos!» Mian Abdullah era opuesto a la partición.

En las angustias de la epidemia de optimismo, la patrocinadora del Colibrí, la Rani de Cooch Naheen, nunca mencionaba las nubes que había en el horizonte. Nunca señaló que Agra era un baluarte de la Liga Musulmana, limitándose a decir: —Aadam, muchacho, si el Colibrí quiere celebrar su Asamblea aquí, no voy a sugerirle yo que se vaya a Allahabad. —Costeaba todos los gastos del acontecimiento sin quejas ni intromisiones; pero no, todo hay que decirlo, sin crearse enemigos en la ciudad. La Rani no vivía como otros príncipes indios. En lugar de cacerías bamboleantes, creaba becas. En lugar de escándalos de hotel, seguía una política. Y por eso empezaron los rumores. «Esos becarios suyos, tú, todo el mundo sabe que tienen que cumplir otros deberes no académicos. Van a su dormitorio a oscuras, y ella no deja que vean nunca su cara manchada, ¡pero los atrae al lecho con su voz de bruja cantarina!» Aadam Aziz no había creído nunca en las brujas. Disfrutaba con el brillante círculo de amigos de la Rani, que hablaban con tanta facilidad el persa como el alemán. Sin embargo, Naseem Aziz, que se creía a medias las historias sobre la Rani, no lo acompañaba nunca a casa de la princesa—. Si Dios hubiera querido que la gente hablase muchas lenguas —aducía—, ¿por qué habría puesto una sola en nuestras cabezas?

Y así fue como ninguno de los optimistas del Colibrí estaba preparado para lo que ocurrió. Jugaban al tiro-a-la-escupidera y hacían caso omiso de las grietas del suelo.

Las leyendas crean a veces la realidad, y resultan más útiles que los hechos. Según la leyenda, pues —y según el pulido cotilleo de los ancianos de la tienda de paan—, la perdición de Mian Abdullah se debió a haber comprado, en la estación de ferrocarril de Agra, un abanico de plumas de pavo real, a pesar de la advertencia de Nadir Khan de que traían mala suerte. Más aún: aquella noche de medias lunas, Abdullah estuvo trabajando con Nadir, de forma que, cuando la luna nueva salió, los dos la vieron a través del cristal. «Esas cosas son importantes», dicen los masticadores de betel. «Hemos vivido mucho y lo sabemos.» (Padma mueve la cabeza, asintiendo.)

Las oficinas de la Asamblea estaban en la planta baja del histórico edificio de la facultad, en los terrenos de la universidad. Abdullah y Nadir estaban terminando su trabajo de la noche; el zumbido del Colibrí era grave y los dientes de Nadir tenían los nervios al descubierto. En la pared de la oficina había un cartel, que expresaba el sentimiento favorito de Abdullah, contrario a la partición, una cita del poeta Iqbal: «¿Dónde encontraríamos un país que no conociera a Dios?» Y entonces los asesinos llegaron al recinto universitario.

Hechos: Abdullah tenía enemigos en abundancia. La actitud británica hacia él fue siempre ambigua. El Brigadier Dodson no lo quería en la ciudad. Llamaron a la puerta y Nadir contestó. Seis lunas nuevas entraron en el cuarto, seis cuchillos de media luna esgrimidos por hombres totalmente vestidos de negro, con el rostro tapado. Dos hombres sujetaron a Nadir mientras los otros avanzaban hacia el Colibrí.

«En ese momento», dicen los masticadores de betel, «el zumbido del Colibrí se hizo más agudo. Más y más agudo, yara, y los ojos de los asesinos se abrieron mientras sus miembros formaban tiendas de campaña bajo sus ropas. Y entonces —¡entonces, por Alá!— los cuchillos comenzaron a cantar y Abdullah cantó más fuerte, zumbando alto-muy alto como nunca había zumbado. Su cuerpo era recio, y las largas hojas curvadas tuvieron dificultades para matarlo; una se rompió contra una costilla, pero las otras se tiñeron rápidamente de rojo. Pero entonces —¡escuchad!— el zumbido de Abdullah subió más allá del alcance de nuestros oídos humanos, y fue oído por los perros de la ciudad. En Agra habrá unos ocho mil cuatrocientos veinte perros sin dueño. Esa noche, es seguro que algunos estaban comiendo, otros muriéndose; algunos fornicaban y otros no oyeron la llamada. Pongamos unos dos mil de ellos; quedan seis mil cuatrocientos veinte chuchos, y todos ellos dieron la vuelta y corrieron hacia la universidad, muchos de ellos cruzando los raíles del ferrocarril desde el lado malo de la ciudad. Sabido es que esto es cierto. Todo el mundo lo vio en la ciudad, salvo los que estaban durmiendo. Avanzaron ruidosamente, como un ejército, y su rastro quedó después sembrado de huesos y excrementos y pelos… y Abdullahji no dejaba de zumbar, zumbarzumbar, y los cuchillos cantaban. Y sabed esto: de pronto, el ojo de uno de los asesinos se quebró y cayó de su cuenca. ¡Más tarde se encontraron los fragmentos de cristal, triturados en la alfombra!»

Dicen: «Cuando llegaron los perros, Abdullah estaba casi muerto y los cuchillos embotados… llegaron como salvajes, saltando por la ventana, que no tenía cristal porque el zumbido de Abdullah lo había hecho añicos… se lanzaron pesadamente contra la puerta hasta que la madera se rompió… ¡y entonces estuvieron en todas partes, haba!… a algunos les faltaban patas, a otros el pelo, pero la mayoría de ellos tenían algunos dientes al menos, y algunos de esos dientes eran afilados… Y ahora mirad: los asesinos no temían ser interrumpidos, porque no habían puesto centinelas; de modo que los perros los cogieron por sorpresa… los dos hombres que sujetaban a Nadir Khan, aquel hombre sin carácter, cayeron al suelo bajo el peso de las bestias, quizá con sesenta y ocho perros al cuello… los asesinos estaban después tan destrozados que nadie pudo decir quiénes eran.»

«En algún momento», dicen, «Nadir se tiró por la ventana y huyó. Los perros y los asesinos estaban demasiado ocupados para seguirlo».

¿Perros? ¿Asesinos…? Si no me creéis, comprobadlo. Investigad lo que pasó con Mian Abdullah y sus asambleas. Descubrid cómo barrimos su historia metiéndola bajo la alfombra… y dejadme contar luego cómo Nadir Khan, su lugarteniente, se pasó tres años bajo las esteras de mi familia.

De joven, él había compartido una habitación con un pintor cuyas pinturas se habían ido haciendo cada vez mayores, a medida que trataba de meter la vida entera en su arte. «Ya veis», dijo el pintor antes de matarse, «¡quise ser miniaturista y, en cambio, he cogido una elefantiasis!» Los abultados acontecimientos de la noche de los cuchillos de media luna le recordaron a Nadir Khan a su compañero de habitación, porque, una vez más, la vida, perversamente, se negaba a ser de tamaño natural. Se había vuelto melodramática: y eso lo desconcertaba.

¿Cómo pudo correr Nadir Khan por la ciudad de noche sin que lo vieran? Yo lo atribuyo a que era un mal poeta y, como tal, un superviviente nato. Mientras corría había algo de cohibido en él, y su cuerpo parecía pedir disculpas por comportarse como si se tratase de una novela policíaca barata, de esas que los vendedores ambulantes venden en las estaciones de ferrocarril o regalan con botellas de medicina verde que cura los resfriados, las tifoideas, la impotencia, la nostalgia y la pobreza… En Cornwallis Road, la noche era cálida. Había un brasero de carbón junto a la desierta parada de rickshaws. La tienda de paan estaba cerrada y los viejos dormían sobre su techo, soñando con el juego de mañana. Una vaca insomne, masticando distraídamente un paquete de cigarrillos Red and White, pasó junto a alguien que dormía en la calle hecho un fardo, lo que significaba que él se despertaría por la mañana, porque las vacas hacen caso omiso de los durmientes a no ser que estén a punto de morir. Entonces los hocican pensativamente. Las vacas sagradas comen cualquier cosa.

La casa de piedra de mi abuelo, grande y vieja, comprada con el producto de las tiendas de piedras preciosas y con la dote fijada por el ciego Ghani, se alzaba en la oscuridad, a una noble distancia de la carretera. Tenía un jardín cercado en la parte de atrás y, junto a la puerta del jardín, estaba la dependencia de escasa altura alquilada por poco precio a la familia del viejo Hamdard y a su hijo Rashid, el chico de la rickshaw. Delante de la dependencia estaba el pozo, con su noria movida por vacas, de la que bajaban acequias al pequeño trigal que bordeaba toda la casa hasta la puerta del muro exterior, a lo largo de Cornwallis Road. Entre la casa y el campo había una pequeña hondonada para peatones y rickshaws. En Agra, la rickshaw de pedales había sustituido recientemente a la rickshaw del hombre entre dos varas de madera. Todavía había mercado para las tongas tiradas por caballos, pero estaba disminuyendo… Nadir Khan se zambulló por la puerta, y se acuclilló un momento con la espalda contra el muro exterior, enrojeciendo mientras hacía aguas menores. Luego, al parecer trastornado por la vulgaridad de su decisión, huyó al trigal y se sumergió en él. Parcialmente oculto por los tallos agostados por el sol, permaneció echado en posición fetal.

Rashid, el chico de la rickshaw, tenía diecisiete años y ganas de llegar a casa después de salir del cine. Aquella mañana había visto a dos hombres que empujaban un carrito en el que habían instalado dos enormes carteles, uno contra otro, que anunciaban la nueva película Gai-Wallah, con Dev, el actor favorito de Rashid, en el papel estelar. ¡RECIÉN LLEGADA TRAS CINCUENTA TUMULTUOSAS SEMANAS EN DELHI! ¡DIRECTAMENTE DESPUÉS DE SESENTA Y TRES SEMANAS CERTERAS EN BOMBAY! gritaban los carteles. ¡SEGUNDO AÑO CLAMOROSO! La película era una del Oeste hecha en el Este. Su héroe, Dev, que no tenía nada de enjuto, cabalgaba solo por el rancho. El rancho se parecía mucho a la planicie indogangética. Gai-Wallah significa chico de las vacas y Dev hacía el papel de una especie de grupo de «vigilantes», de un solo hombre, cuya misión era proteger a las vacas. ¡SIN AYUDA! y ¡CON SUS REVÓLVERES! acechaba los numerosos rebaños de vacas que eran conducidos a través del rancho hasta el matadero, vencía a los ganaderos y liberaba a los sagrados animales. (La película había sido hecha para públicos hindúes; en Delhi había provocado disturbios. Miembros de la Liga Musulmana habían pasado por delante de los cines, llevando vacas al matadero, y habían sido arrollados por la multitud.) Las canciones y los bailes estaban bien y había una preciosa muchacha que bailaba nautch y hubiera parecido mucho más graciosa si no la hubieran obligado a hacerlo con un sombrero de cowboy de diez galones de capacidad. Rashid se sentó en un banco, en las filas delanteras, y se unió a los silbidos y las ovaciones. Se comió dos samosas, gastándose demasiado dinero; su madre lo lamentaría pero él lo había pasado muy bien. Mientras pedaleaba en su rickshaw hacia casa, ensayó algunos de los números ecuestres de fantasía que había visto en la película, dejándose colgar hasta el suelo por un lado, bajando a piñón libre una pequeña pendiente, y utilizando la rickshaw del modo en que utilizaba Gai-Wallah su caballo para esconderse de sus enemigos. Finalmente se enderezó, giró el manillar y, con gran deleite por su parte, la rickshaw atravesó suavemente la puerta y se metió por la hondonada, junto al trigal. Gai-Wallah había usado ese truco para acercarse furtivamente a una cuadrilla de ganaderos que se sentaban entre los matorrales, bebiendo y jugando. Rashid apretó los frenos y se lanzó al trigal, cayendo —¡A TODA MECHA!— sobre los confiados ganaderos, con las pistolas amartilladas y dispuestas. Mientras se aproximaba a la hoguera, lanzó su «grito de odio» para asustarlos. ¡YAAAAAAAA! Evidentemente, no gritó de verdad tan cerca de la casa del doctor Sahib, pero abrió la boca mientras corría, gritando en silencio. ¡BLAMM! Nadir Khan había tenido dificultades para dormirse y ahora abrió los ojos. Vio —¡IIIYAAH!— a una extraña figura flacucha que venía hacia él como un tren correo, aullando a todo pulmón —¡pero quizá se había vuelto sordo, porque no oía ningún ruido!— y se estaba poniendo en pie, y un chillido acababa de atravesar sus labios demasiado regordetes, cuando Rashid lo vio y recuperó también la voz. Pitando a un unísono aterrorizado, los dos pusieron pies en polvorosa. Luego se detuvieron, al notar cada uno de ellos la huida del otro, y se miraron de hito en hito por encima del marchito trigo. Rashid reconoció a Nadir Khan, vio sus ropas desgarradas y se inquietó vivamente.

—Soy un amigo —dijo Nadir tontamente—. Tengo que ver al doctor Aziz.

—El doctor está durmiendo y no está en el trigal —¡Cálmate, se dijo Rashid a sí mismo, y deja de decir idioteces! ¡Es el amigo de Mian Abdullah…! Pero Nadir no parecía haber notado nada; contraía el rostro violentamente, tratando de pronunciar unas palabras que se le habían quedado pegadas entre los dientes como filamentos de pollo. —… Mi vida —por fin lo logró— corre peligro.

Y entonces Rashid, todavía lleno del espíritu de Gai-Wallah, acudió a salvarlo. Llevó a Nadir hasta la puerta del costado de la casa. Estaba cerrada y tenía el cerrojo echado; pero Rashid tiró y la cerradura se le quedó en la mano. —Fabricación india —susurró, como si eso lo explicara todo. Y, mientras Nadir entraba, Rashid silbó—: Puedes confiar en mí por completo, sahib. ¡No diré palabra! Lo juro por las canas de mi madre.

Volvió a poner el candado en el exterior. ¡Realmente había salvado a la mano derecha del Colibrí…! Pero, ¿de qué? ¿de quién…? Bueno, la vida real era, a veces, mejor que las películas.

—¿Es ése? —pregunta Padma, un poco confusa—. ¿Ese gordito cobarde grasiento blando? ¿Va a ser ése tu padre?