DRENAJE Y EL DESIERTO
Lo-que-mastica huesos se niega a detenerse… es sólo cuestión de tiempo. Esto es lo que me hace seguir: me agarro a Padma. Padma es lo que importa: los músculos de Padma, los antebrazos de Padma, Padma, mi loto puro… la cual, avergonzada, me ordena: —Basta. Empieza. Empieza ya.
Sí, tengo que empezar con un cable. La telepatía me distinguía; las telecomunicaciones me hundieron…
Amina Sinai se estaba cortando verrugas de los pies cuando llegó el telegrama… hace mucho tiempo. No, no vale, no se puede esquivar la fecha: mi madre, con el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda, se estaba quitando tejido calloso de la planta del pie con una lima de uñas de bordes afilados, el 9 de septiembre de 1962. ¿Y la hora? La hora es también importante. Bueno, pues por la tarde. No, hay que ser más… Al dar las tres que, incluso en el norte, son la hora más calurosa del día, un criado le trajo un sobre en una bandeja de plata. Unos segundos más tarde, muy lejos, en Nueva Delhi, el Ministro de Defensa Krishna Menon (actuando por su propia iniciativa, durante la ausencia de Nehru para asistir a la Conferencia de Primeros Ministros de la Commonwealth) tomó la decisión trascendental de utilizar la fuerza, si fuera necesario, contra el ejército chino en la frontera himalaya. «Hay que expulsar a los chinos de la cordillera de Thag La», dijo el señor Menon mientras mi madre abría el telegrama. «No flaquearemos.» Pero esa decisión era una simple bagatela comparada con las consecuencias del cable de mi madre; porque, mientras que aquella operación de expulsión, de nombre en clave LEGHORN, estaba condenada al fracaso y, finalmente, convertiría a la India en el más macabro de los teatros, un teatro de guerra, el cable iba a precipitarme, secreta pero seguramente, a la crisis que terminaría con mi expulsión final de mi propio mundo interior. Mientras el XXXIII Cuerpo indio actuaba siguiendo las instrucciones dadas por Menon al General Thapar, yo también me encontraba en gran peligro; como si fuerzas invisibles hubieran decidido que también yo había traspasado las fronteras de lo que se me permitía hacer o saber o ser; como si la Historia hubiera decidido ponerme firmemente en mi lugar. No me dejaron decir nada, mi madre leyó el telegrama, rompió a llorar y dijo: —¡Hijos, nos vamos a casa! —… después de lo cual, como había empezado a decir yo en otro contexto, fue sólo cuestión de tiempo.
Lo que decía el telegrama: VENGAN RÁPIDAMENTE SINAISAHIB SUFRIÓ ABOTAMIENTO CORAZÓN GRAVEMENTE ENFERMO SALAAMS ALICE PEREIRA.
—Naturalmente, vete enseguida, querida —le dijo mi tía Emerald a su hermana—. Pero ¿qué puede ser, santo cielo, ese abotamiento de corazón?
Es posible, incluso probable, que yo sea sólo el primer historiador que escriba la historia de mi vida-y-época innegablemente excepcionales. Los que sigan mis pasos, sin embargo, acudirán inevitablemente a la presente obra, a esta fuente, este Hadith o Purana o estos Grundrisse, en busca de guía e inspiración. A mis futuros exégetas les digo: cuando examinéis los acontecimientos que siguieron al «telegrama del abotamiento de corazón», recordad que, en el ojo mismo del huracán que se desencadenó sobre mí —la espada, para cambiar de metáfora, con la que se me asestó el coup de grâce—, había una sola fuerza unificadora. Me refiero a las telecomunicaciones.
Los telegramas y, después de los telegramas, los teléfonos, fueron mi perdición; generosamente, sin embargo, no acusaré a nadie de conspiración; aunque sería fácil pensar que quienes controlan las comunicaciones habían resuelto reconquistar su monopolio de las ondas de la nación… Tengo que volver (Padma está frunciendo el ceño) a la trivial cadena de causas-y-efectos: llegamos al aeropuerto de Santa Cruz, en un Dakota, el 16 de septiembre; pero para explicar el telegrama tengo que retroceder más aún en el tiempo.
Si Alice Pereira había pecado una vez, al quitarle Joseph D’Costa a su hermana Mary, en esos últimos años había hecho mucho para redimirse; porque, durante cuatro años, había sido la única compañía humana de Ahmed Sinai. Aislada en el altozano polvoriento que fue en otro tiempo la Hacienda de Methwold, había soportado enormes exigencias con su carácter bueno y complaciente. Él la obligaba a quedarse hasta medianoche, mientras bebía djinns y echaba pestes contra las injusticias de la vida; recordó, después de años de olvido, su viejo sueño de traducir y reordenar el Corán, y culpó a su familia de haberlo emasculado, haciendo que no tuviera energías para comenzar esa tarea; además, como Alice estaba allí, la cólera de él caía a menudo sobre ella, adoptando la forma de largas diatribas llenas de juramentos de cloaca y de las inútiles maldiciones que había ideado en sus días de abstracción más profunda. Ella intentaba ser comprensiva: él era un hombre solitario; su relación en otro tiempo infalible con el teléfono había sido destruida por los caprichos económicos de la época; su mano en cuestiones financieras había empezado a abandonarlo… fue presa, también, de extraños miedos. Cuando se descubrió la carretera china en la región de Aksai Chin, se convenció de que las hordas amarillas llegarían a la Hacienda de Methwold en unos días; y fue Alice quien lo animó con coca-cola helada, diciéndole: —No vale la pena de preocuparse. Esos chinitos son muy poco para ganarles a nuestros jawans. Bébase la coca; no va a cambiar nada.
Acabó por agotarla; ella se quedó con él, finalmente, sólo porque le pedía y obtenía grandes aumentos de salario, y enviaba una gran parte del dinero a Goa, para mantener a su hermana Mary; pero el 1.º de septiembre también ella sucumbió a los halagos del teléfono.
Para entonces, pasaba tanto tiempo con el instrumento como su patrono, especialmente cuando llamaban las mujeres de Narlikar. Las formidables Narlikars, en aquella época, estaban asediando a mi padre, telefoneándolo dos veces diarias, engatusándolo y persuadiéndolo para que vendiera, recordándole que su posición era desesperada, aleteando en torno a su cabeza como buitres en torno a un almacén ardiendo… el 1.º de septiembre, como un buitre de tiempos remotos, dejaron caer un brazo que le golpeó en la cara, porque sobornaron a Alice Pereira para que se fuera. Incapaz de soportarlo más, ella gritó: —¡Responda usted mismo al teléfono! Yo me voy.
Aquella noche, el corazón de Ahmed Sinai comenzó a hincharse. Rebosante de odio resentimiento autocompasión pesar, se infló como un globo, latió demasiado fuerte, perdió latidos, y finalmente lo derribó como un buey; en el hospital de Breach Candy, los médicos descubrieron que el corazón de mi padre había cambiado auténticamente de forma: le había salido un nuevo bulto, protuberantemente, en el ventrículo izquierdo inferior. Para utilizar la expresión de Alice, se le había «abotado».
Alice encontró a Ahmed Sinai al día siguiente cuando, por casualidad, volvió para recoger un paraguas olvidado; como buena secretaria, recurrió al poder de las telecomunicaciones, telefoneando a una ambulancia y telegrafiándonos a nosotros. A causa de la censura del correo entre la India y el Pakistán, el «telegrama del abotamiento» tardó una semana entera en llegar hasta Amina Sinai.
—¡Bim-bam-Bombay! —grité feliz, alarmando a los culis del aeropuerto—. ¡Bim-bam-Bombay! —vitoreé, a pesar de todo, hasta que la recientemente-moderada Jamila me dijo—: ¡Hombre, Saleem, verdaderamente, por qué no te callas! —Alice Pereira nos recibió en el aeropuerto (un telegrama la había avisado) y entonces nos encontramos en un auténtico taxi negro-y-amarillo de Bombay, y yo me revolqué en los sonidos de los vendedores ambulantes de caliente-channa-caliente, en la multitud de camellos bicicletas y gente gente gente, pensando que la ciudad de Membadevi hacía que Rawalpindi pareciera una aldea, volviendo a descubrir especialmente los colores, la viveza olvidada del gulmohr y la bungavilla, el verde plomizo de las aguas del «tanque» del templo de Mahalaxmi, el austero blanco-y-negro de las sombrillas de los policías de tráfico y el amarillo-y-azul de sus uniformes; pero, más que nada, el azul azul azul del mar… sólo el gris del rostro afectado de mi padre me distrajo del tumulto de arco iris de la ciudad, haciendo que me serenase.
Alice Pereira nos dejó en el hospital y se fue a trabajar para las mujeres de Narlikar; y entonces ocurrió una cosa notable. Mi madre Amina Sinai, saliendo de golpe de su letargia y depresiones y nieblas de culpabilidad y dolores de verrugas al ver a mi padre, pareció recobrar milagrosamente su juventud; con todos sus dones de diligencia recuperados, emprendió la rehabilitación de Ahmed, movida por una voluntad incontenible. Se lo llevó a casa, a la alcoba del primer piso en que lo cuidó durante la congelación; se sentó a su lado día y noche, derramando su fuerza en el cuerpo de él. Y su amor tuvo su recompensa, porque no sólo se recuperó Ahmed Sinai tan completamente que asombró a los médicos europeos de Breach Candy sino que ocurrió un cambio mucho más maravilloso, que fue que, cuando Ahmed volvió a ser él bajo los cuidados de Amina, no volvió al yo que había ensayado maldiciones y luchado con los djinns, sino al yo que podía haber sido siempre, lleno de constricción y de perdón y de carcajadas y de generosidad y del milagro más estupendo de todos, que fue el amor. Ahmed Sinai, por fin, se había enamorado de mi madre.
Y yo fui el cordero sacrificado con el que santificaron su amor.
Hasta empezaron a dormir juntos otra vez; y, aunque mi hermana —con un destello de su vieja personalidad del Mono— me dijo: —En la misma cama, por Alá, ¡chhichhi, qué inmoralidad!, —yo me sentía feliz por ellos; e incluso, brevemente, feliz por mí también, porque había vuelto al país de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche. Mientras los titulares de los periódicos avanzaban hacia la guerra, renové mi contacto con mis maravillosos compañeros, sin saber qué desenlaces me aguardaban.
El 9 de octubre —EL EJÉRCITO INDIO PREPARADO PARA REALIZAR UN ESFUERZO SUPREMO— me sentí capaz de convocar la Conferencia (el tiempo y mis propios esfuerzos habían levantado la barrera necesaria en torno al secreto de Mary). Todos volvieron a mi cabeza; fue una noche feliz, una noche para enterrar antiguos desacuerdos, para hacer nuestro esfuerzo supremo en la reunión. Nos reiteramos, una y otra vez, nuestra alegría al volver a estar juntos; haciendo caso omiso de la verdad más profunda: que éramos como todas las familias, que las reuniones familiares son más agradables en perspectiva que en realidad, y que llega el momento en que todas las familias deben seguir sus caminos separados. El 15 de octubre —ATAQUE NO PROVOCADO A LA INDIA— las preguntas que había estado temiendo e intentando no provocar comenzaron: ¿Por qué no está Shiva aquí? y: ¿Por qué has cerrado una parte de tu mente?
El 20 de octubre, las fuerzas indias fueron derrotadas —machacadas— por las chinas en los montes de Thag La. Un comunicado oficial de Pekín anunció: En defensa propia, los guardias fronterizos chinos tuvieron que responder con decisión. Pero cuando, esa misma noche, los hijos de la medianoche lanzaron un asalto combinado contra mí, no tuve defensa. Me atacaron en un amplio frente y desde todas direcciones, acusándome de secretitos, prevaricación, mangoneo y egoísmo; mi mente, dejando de ser una cámara parlamentaria, se convirtió en un campo de batalla en el que me aniquilaron. Habiendo dejado de ser «Saleem, el hermano mayor», escuchaba con impotencia mientras me hacían pedazos; porque, a pesar de todo su ruido-y-furor, no podía desbloquear lo que había precintado; no podía decidirme a contarles el secreto de Mary. Hasta la-bruja-Parvati, durante tanto tiempo mi seguidora más leal, perdió por fin la paciencia conmigo: —Ay Saleem —me dijo—, Dios sabe lo que el Pakistán ha hecho contigo; pero has cambiado mucho.
Una vez, hace mucho tiempo, la muerte de Mian Abdullah destruyó otra Conferencia, que se había mantenido unida simplemente por su fuerza de voluntad; ahora, a medida que los hijos de la medianoche perdían su fe en mí, perdían también su creencia en lo que yo había hecho por ellos. Entre el 20 de octubre y el 20 de noviembre, seguí convocando —tratando de convocar— nuestras reuniones nocturnas; pero huyeron de mí, no de uno en uno, sino a decenas y veintenas; cada noche había menos de ellos dispuestos a sintonizar; cada semana, más de un centenar se retiraban a la vida privada. En el alto Himalaya, los gurkhas y rajputanos huían en desorden del ejército chino; y en las zonas altas de mi mente, otro ejército estaba siendo destruido por cosas —murmuraciones, prejuicios, aburrimiento, egoísmo— que yo había creído demasiado pequeñas, demasiado insignificantes para que pudieran afectarlos.
(Pero el optimismo, como una enfermedad crónica, se negaba a desaparecer; seguí creyendo —sigo creyendo todavía hoy— que lo-que-teníamos-en-común habría pesado finalmente más que lo-que-nos-separaba. No: no aceptaré la responsabilidad última del fin de la Conferencia de los Hijos; porque lo que destruyó toda posibilidad de renovación fue el amor de Ahmed y Amina Sinai.)
… ¿Y Shiva? ¿Shiva, a quien yo, despiadadamente, negaba sus derechos de nacimiento? Ni una sola vez, en ese último mes, envié mis pensamientos a buscarlo; pero su existencia, en algún lugar del mundo, me perseguía por los rincones de mi mente. Shiva-el-destructor, Shiva Rodillascontundentes… se convirtió, para mí, primero en un remordimiento punzante; luego en una obsesión; y finalmente, a medida que el recuerdo de su realidad se embotaba, en una especie de principio; llegó a representar, en mi mente, toda la venganza y la violencia y el amor-y-odio-simultáneos-de-las-Cosas del mundo; de forma que incluso ahora, cuando oigo hablar de cadáveres de ahogados que flotan como globos en el Hooghly y explotan cuando los rozan los barcos al pasar, o de trenes incendiados, o políticos asesinados, o disturbios en Orissa o en el Punjab, me parece que la mano de Shiva pesa fuertemente sobre todas esas cosas, condenándonos a forcejear interminablemente entre asesinatos violaciones codicias guerras… que Shiva, en pocas palabras, ha hecho de nosotros lo que somos. (También él nació al dar la medianoche; él, como yo, estaba conectado con la Historia. Los modos de conexión —si tengo razón al pensar que se me aplicaban— le permitieron también influir en el paso de los días.)
Estoy hablando como si no lo hubiera visto ya más; lo que no es cierto. Pero eso, desde luego, debe hacer cola como todo lo demás; no tengo fuerzas suficientes para contar esa historia ahora mismo.
La enfermedad del optimismo, en aquellos días, alcanzó una vez más dimensiones epidémicas; yo, entretanto, padecía una inflamación de los senos frontales. Desencadenado, curiosamente, por la derrota de los montes de Thag La, el optimismo público en relación con la guerra se puso tan gordo (y tan peligroso) como un globo demasiado hinchado; sin embargo, mis pacientes conductos nasales, que habían estado demasiado hinchados toda la vida, renunciaron por fin a luchar contra la congestión. Mientras los parlamentarios soltaban discursos a raudales sobre la «agresión china» y «la sangre de nuestros jawans martirizados», las lágrimas me empezaron a correr por el rostro; mientras la nación se hinchaba, convenciéndose de que la aniquilación de los hombrecitos amarillos estaba al alcance de su mano, también mis senos se hincharon, deformando una cara que había sido ya tan sorprendente que hasta el propio Ayub Khan se había quedado mirándola con asombro manifiesto. Presas de la enfermedad del optimismo, los estudiantes quemaron en efigie a Mao Tse-Tung y a Chu En-Lai; con la fiebre del optimismo entre las cejas, las turbas atacaron a los zapateros, vendedores de figurillas y dueños de restaurantes chinos. Ardiendo de optimismo, el Gobierno llegó a internar a los ciudadanos indios de origen chino —ahora «extranjeros enemigos»— en campos del Rajastán. Las Birla Industries donaron un campo de tiro en miniatura a la nación; las niñas de los colegios comenzaron a desfilar militarmente. Pero yo, Saleem, me sentía como si estuviera a punto de morir de asfixia. El aire, espesado por el optimismo, se negaba a penetrar en mis pulmones.
Ahmed y Amina Sinai estaban entre las peores víctimas de la renovada enfermedad del optimismo; habiéndola contraído ya hacia la mitad de su recién nacido amor, participaron del entusiasmo público con ilusión. Cuando Morarji Desai, el Ministro de Hacienda bebedor de orina, hizo su campaña «Ornamentos para Armamentos», mi madre entregó ajorcas de oro y pendientes de esmeraldas; cuando Morarji lanzó una emisión de bonos de la Defensa, Ahmed Sinai los adquirió a toneladas. La guerra, al parecer, había traído a la India una nueva aurora; en el Times of India, un dibujo que llevaba el título de «La guerra con China» mostraba a Nehru mirando gráficos con los nombres de «Integración emocional», «Paz industrial» y «Fe del pueblo en el Gobierno», y exclamando: «¡Nunca nos fueron tan bien las cosas!» A la deriva en el mar del optimismo, nosotros —la nación, mis padres y yo— flotábamos ciegamente hacia los arrecifes.
Como pueblo, nos obsesionan las correspondencias. Las similitudes entre esto y aquello, entre cosas aparentemente sin conexión, nos hacen aplaudir encantados cuando las descubrimos. Es una especie de añoranza nacional por la forma… o quizá simplemente una expresión de nuestra profunda creencia en que hay formas escondidas bajo la realidad; en que el significado se revela sólo a fogonazos. De ahí nuestra vulnerabilidad a los presagios… cuando se izó por primera vez la bandera india, por ejemplo, apareció un arco iris sobre aquel campo de Delhi, un arco iris azafrán y verde; y nos sentimos bendecidos. Nacido en medio de correspondencias, me he encontrado con que seguían acosándome… mientras los indios se encaminaban ciegamente hacia un desastre militar, yo también me acercaba (y totalmente sin saberlo) a una catástrofe propia.
Los chistes del Times of India hablaban de «integración emocional»; en Buckingham Villa, el último resto de la Hacienda Methwold, las emociones nunca habían estado tan integradas. Ahmed y Amina se pasaban el día como si fueran jovenzuelos que acabaran de iniciar un noviazgo; y, mientras el Diario del Pueblo de Pekín se quejaba: «El Gobierno de Nehru se ha quitado por fin la máscara de la no alineación», ni mi hermana ni yo nos quejábamos, porque, por primera vez en años, no teníamos que pretender ser no alineados en la guerra entre nuestros padres; lo que había hecho la guerra por la India, lo había logrado en nuestra colina de dos pisos el cese de las hostilidades. Ahmed Sinai había renunciado incluso a su batalla de todas las noche con los djinns.
Para el 1.º de noviembre —LOS INDIOS ATACAN PROTEGIDOS POR LA ARTILLERÍA— mis conductos nasales estaban en estado de crisis aguda. Aunque mi madre me sometía a diarias torturas con un inhalador Vick’s y humeantes cuencos de ungüento Vick’s disuelto en agua que, con una manta por la cabeza, yo tenía que tratar de inhalar, mis senos frontales se negaban a responder al tratamiento. Ése fue el día en que mi padre me tendió los brazos diciéndome: «Ven hijo… ven aquí y déjame que te quiera.» En un frenesí de felicidad (quizá, después de todo, me había contagiado de la enfermedad del optimismo) dejé que me aplastara contra su fofa barriga; pero, cuando me soltó, las mucosidades de mi nariz le habían manchado la camisa campera. Creo que eso fue lo que finalmente me condenó; porque aquella tarde mi madre pasó al ataque. Pretendiendo que estaba hablando con un amigo, hizo determinada llamada telefónica. Mientras los indios atacaban protegidos por la artillería, Amina Sinai planeaba mi perdición, protegida por una mentira.
Sin embargo, antes de describir mi entrada en el desierto de mis últimos años, tengo que admitir la posibilidad de haber sido lamentablemente injusto con mis padres. Ni una sola vez, que yo sepa, ni una sola vez en todo el tiempo transcurrido desde las revelaciones de Mary Pereira, se pusieron a buscar al verdadero hijo de su sangre; y, en diversos momentos de esta narrativa, he atribuido ese hecho a cierta falta de imaginación… He dicho, más o menos, que seguí siendo su hijo porque no podían imaginarme en otro papel. Y también son posibles otras interpretaciones peores… como su resistencia a aceptar en su seno a un golfillo que se había pasado once años en el arroyo; pero quisiera sugerir un motivo más noble: quizá, a pesar de todo, a pesar de mi nariz de pepino cara manchada falta de barbilla sienes abombadas piernas torcidas dedo de menos tonsura de monje y de mi (verdad es que sin que ellos lo supieran) oído izquierdo malo, a pesar incluso del cambio de niños de medianoche de Mary Pereira… quizá, digo, a pesar de todas esas provocaciones, mis padres me querían. Yo me retiré de ellos a mi mundo secreto; temiendo su odio, no admití la posibilidad de que su amor fuera más fuerte que la fealdad, más fuerte incluso que la sangre. Indudablemente es posible que lo que organizó una llamada de teléfono, lo que finalmente ocurrió el 21 de noviembre de 1962, se hiciera por la más alta de las razones; que mis padres me arruinaran por amor.
El día 20 de noviembre fue un día terrible; la noche fue una noche terrible… seis días antes, en el septuagésimo tercer cumpleaños de Nehru, había empezado el gran enfrentamiento con las fuerzas chinas; el ejército indio —¡NUESTROS JAWANS ENTRAN EN ACCIÓN!— había atacado al chino en Walong. Las noticias del desastre de Walong y de la derrota del General Kaul y cuatro batallones llegaron a Nehru el sábado 18; el lunes 20, inundaron la radio y la prensa y llegaron a la Hacienda de Methwold. ¡ENORME PÁNICO EN DELHI! ¡LAS FUERZAS INDIAS EN JIRONES! Ese día —el último de mi antigua vida— me apiñé con mi hermana y mis padres en torno a nuestra radiogramola Telefunken, mientras las telecomunicaciones nos metían en el alma el miedo de Dios y de China. Y mi padre dijo entonces algo profético: —Esposa —salmodió gravemente, mientras Jamila y yo nos estremecíamos de miedo—, Begum Sahiba, este país está acabado. En bancarrota. Funtoosh. —El periódico de la tarde proclamó el fin de la enfermedad del optimismo: LA MORAL PÚBLICA SE VACÍA. Y, después de ese fin, vendrían otros; también otras cosas se vaciarían.
Me fui a la cama con la cabeza llena de rostros cañones tanques chinos… pero a medianoche mi cabeza estaba vacía y silenciosa, porque la Conferencia de la medianoche se había vaciado también; el único de los niños mágicos que estaba dispuesto a hablarme era la-bruja-Parvati, y los dos, totalmente descorazonados por lo que la-pata-Nussie hubiera llamado «el fin del mundo», no pudimos hacer más que, sencillamente, comunicarnos en silencio.
Y otros drenajes, más mundanos: apareció una grieta en la enorme presa hidroeléctrica de Bhakra Nangal, y el gran embalse que había tras ella se precipitó por la fisura… y el consorcio de recuperación de tierras de las mujeres de Narlikar, insensible al optimismo o la derrota o a cualquier cosa que no fuera el atractivo de la riqueza, seguía sacando tierras de las profundidades del mar… pero la evacuación final, la que realmente da título a este episodio, se produjo a la mañana siguiente, precisamente cuando me había relajado y pensaba que algo, después de todo, podría resultar bien… porque por la mañana escuchamos la noticia improbablemente gozosa de que los chinos, de repente, sin necesidad de ello, habían dejado de avanzar; una vez conseguido el control de las alturas del Himalaya, se sentían, al parecer, contentos: ¡ALTO EL FUEGO! gritaban los periódicos, y mi madre casi se desmayó de alivio. (Se dijo que el General Kaul había caído prisionero; el Presidente de la India, doctor Radhakrishan, comentó: «Por desgracia, la información es completamente falsa.»)
A pesar de mis ojos llorosos y mis senos frontales hinchados, me sentía feliz; a pesar incluso del fin de la Conferencia de los Hijos, me dejaba bañar por el nuevo resplandor de felicidad que llenaba Buckingham Villa; de forma que cuando mi madre sugirió: «¡Vamos a celebrarlo! Una excursión, niños, ¿os gustaría?» naturalmente estuve de acuerdo con presteza. Era el 21 de noviembre por la mañana; ayudamos a hacer bocadillos y parathas; nos detuvimos en una tienda de bebidas gaseosas y cargamos hielo, en un cacharro de lata, y cocas, en una caja, dentro del portaequipajes de nuestro Rover; los padres delante, los niños detrás, nos pusimos en marcha. La Cantante Jamila nos cantó durante el viaje.
A través de mis senos inflamados, pregunté: —¿Adónde vamos? ¿Juhu? ¿Elephanta? ¿Marvé? ¿Adónde? —Y mi madre, sonriendo torpemente—: Sorpresa; espera y verás. —Fuimos por calles llenas de multitudes aliviadas, jubilosas—… Éste no es el camino —exclamé—; ¿es éste el camino de la playa? —Mis padres hablaron los dos a un tiempo, tranquilizadora, alegremente—: Sólo una parada antes, y luego iremos; prometido.
Los telegramas me hicieron volver; los radiogramas me asustaron; pero fue un teléfono el que determinó la fecha hora lugar de mi ruina… y mis padres me mintieron.
… Nos detuvimos delante de un edificio desconocido de Carnac Road. Exterior: en ruinas. Todas las ventanas: ciegas. —¿Vienes conmigo, hijo? —Ahmed Sinai salió del coche; yo, feliz de acompañar a mi padre en sus negocios, caminé con desenvoltura a su lado. Una placa de latón en la puerta: Clínica de garganta nariz oídos. Y yo, repentinamente alarmado—: ¿Qué es esto, abba? Por qué venimos… —Y la mano de mi padre, apretándome el hombro… y entonces un hombre de bata blanca… y enfermeras… y— Ah sí señor Sinai de manera que éste es el joven Saleem… muy puntuales… muy bien, muy bien; —mientras yo—: Abba, no… qué pasa con la excursión… —pero los médicos se me llevan, mi padre se queda atrás, el hombre de la bata lo llama—: No será largo… unas noticias fenomenales sobre la guerra, ¿no? —Y la enfermera—: Por favor, acompáñame para la preparación y la anestesia.
¡Engañado! ¡Engañado, Padma! Ya te lo dije: una vez, las excursiones me engañaron; y entonces había un hospital y una sala con una cama dura y lámparas brillantes que colgaban y yo gritaba: —No no no —y la enfermera—: No seas estúpido, casi eres un hombre, échate —y yo, recordando que fueron los conductos nasales los que lo empezaron todo en mi cabeza, que el fluido nasal fue aspirado cada vez másarribamásarriba hasta algún-sitio-adonde-el-fluido-nasal-no-debiera-llegar, y que entonces se estableció la conexión que liberó mis voces, di patadas grité hasta que tuvieron que sujetarme—: Realmente —dijo la enfermera— eres un niño, en mi vida he visto cosa igual.
Y así, lo que empezó en un cesto de colada terminó en una mesa de operaciones, porque me sujetaron de manos y pies y un hombre me dijo: —No sentirás nada, es menos que quitarte las amígdalas, te arreglaremos esos senos en un santiamén, una limpieza a fondo —y yo—: No por favor no —pero la voz continuó—: Te voy a poner esta mascarilla, sólo tienes que contar hasta diez.
Cuenta. Los números avanzan uno dos tres.
Silbido de gas liberado. Los números me aplastan cuatro cinco seis.
Rostros que flotan en la niebla. Y todavía los números tumultuosos, yo gritaba, creo, y los números martilleaban siete ocho nueve.
Diez.
—Dios santo, este chico está todavía consciente. Extraordinario. Será mejor que probemos otra cosa… ¿me oyes? ¿Saleem, verdad? ¡Buen chico, cuéntame otros diez! —No pueden cogerme. Dentro de mi cabeza hormigueaban multitudes. El amo de los números, ése soy yo. Otra vez empiezan— ’ce doce.
Pero no dejarán que me levante hasta que… trece catorce quince… Ay Dios ay Dios la niebla mareado y cayendo hacia atrás atrás atrás, dieciséis, más allá de la guerra y los pimenteros, atrás atrás, diecisiete dieciocho diecinueve.
Veinte.
Hubo un cesto de colada y un chico que aspiró demasiado fuerte. Su madre se desnudó y reveló un Mango Negro. Llegaron voces, que no eran voces de arcángeles. Y una mano, que ensordeció su oído izquierdo. Y lo que crecía mejor en el calor: la fantasía, la irracionalidad, la pasión. Hubo un refugio en una torre del reloj, y trampas-en-clase. Y el amor en Bombay causó un accidente de bicicleta; unas sienes abombadas se adaptaron a unos huecos de fórceps, y quinientos ochenta y un niños visitaron mi cabeza. Los Hijos de la Medianoche: que pueden haber sido la encarnación de la esperanza de libertad, que pueden haber sido también monstruos-a-los-que-habría-que-exterminar. La-bruja-Parvati, la más leal de todos, y Shiva, que se convirtió en principio vital. Estuvo la cuestión de la finalidad, y el debate entre las ideas y las cosas. Hubo rodillas y nariz y nariz y rodillas.
Comenzaron las disputas, y el mundo adulto se infiltró en el de los niños; hubo egoísmo y esnobismo y odio. Y la imposibilidad de una tercera vía; el miedo de no-llegar-a-nada-después-de-todo comenzó a crecer. Y lo que no dijo nadie: que la finalidad de los quinientos ochenta y uno estaba en su destrucción; que habían venido para no llegar a nada. Se hizo caso omiso de las profecías que decían eso.
Y las revelaciones, y el cierre de la mente; y el exilio, y el regreso cuatro-años-después; sospechas que crecían, dimensiones que proliferaban, deserciones a veintenas y decenas. Y, al final, sólo quedó una voz; pero el optimismo persistía: lo-que-teníamos-en-común conservaba la posibilidad de vencer a lo-que-nos-separaba.
Hasta que:
Silencio fuera de mí. Una habitación oscura (con las persianas bajas). No puedo ver nada (no hay nada que ver).
Silencio dentro de mí. Una conexión rota (para siempre). No puedo oír nada (no hay nada que oír).
Silencio, como en un desierto. Y una nariz despejada, libre (unos conductos nasales llenos de aire). El aire, como un vándalo, invadiendo mis lugares privados.
Drenado. He sido drenado. La parahamsa, incapacitada para volar.
(Definitivamente.)
Vamos, explícate, explícate: la operación cuyo propósito ostensible era drenar mis inflamados senos y limpiar de-una-vez-para-siempre mis conductos nasales tuvo el efecto de romper cualesquiera conexiones hechas en el cesto de colada; de privarme de mi telepatía de origen nasal; de desterrarme de la posibilidad de los hijos de la medianoche.
Nuestros nombres encierran nuestros destinos; viviendo como vivimos en un lugar donde los nombres no han adquirido la falta de significado del Occidente y son todavía algo más que simples sonidos, somos también víctimas de nuestros títulos. Sinai contiene a Ibn Sina[8], Maestro de Magos, adepto sufí; y también Sin la luna, el antiguo dios de Hadhramaut, con su propio modo de conexión y sus poderes para actuar-a-distancia sobre las mareas del mundo. Pero Sin es también la letra S, sinuosa como una serpiente; hay serpientes enroscadas dentro de ese nombre. Y está también el accidente de la transliteración: Sinai, en la escritura latina, aunque no en la nastaliq, es también el nombre del lugar-de-la-revelación, del quítate-las-sandalias, de los mandamientos y los becerros de oro; pero cuando todo eso se ha dicho y hecho; cuando se olvida a Ibn Sina y se ha puesto la luna; cuando las serpientes están escondidas y las revelaciones terminan, es el nombre del desierto: de la aridez, la infecundidad, el polvo; el nombre del fin.
En Arabia —Arabia Deserta— en la época del profeta Mahoma, predicaron también otros profetas: Maslama, de la tribu de los Banu Hanifa, en la Yamama, el corazón mismo de Arabia; y Hanzala ibn Safwan; y Khalid ibn Sinan. El Dios de Maslama era ar-Rahman, «el Misericordioso»; hoy los musulmanes rezan a Alá, ar-Rahman. Khalid ibn Sinan fue enviado a la tribu de los ’Abs; durante cierto tiempo, lo siguieron, pero luego se perdió. Los profetas no son siempre falsos simplemente porque hayan sido sobrepasados, y tragados, por la Historia. Siempre ha habido hombres de valor vagando por el desierto.
—Esposa —dijo Ahmed Sinai—, este país está acabado. —Después del alto el fuego y del drenaje, esas palabras volvieron a atormentarlo; y Amina comenzó a persuadirlo para que emigrase al Pakistán, donde estaban ya sus hermanas supervivientes y a donde iría su madre después de la muerte de su padre—. Comenzar de nuevo —sugirió—. Janum, sería estupendo. ¿Qué nos queda en esta colina abandonada de la mano de Dios?
De forma que, al final, Buckingham Villa fue entregada, después de todo, a las garras de las mujeres de Narlikar; y, con más de quince años de retraso, mi familia se trasladó al Pakistán, el País de los Puros. Ahmed Sinai dejó muy pocas cosas atrás; hay formas de trasladar capitales con ayuda de las compañías multinacionales, y mi padre las conocía. Y yo, aunque triste por dejar la ciudad donde nací, no me sentía desgraciado al marcharme de una ciudad donde Shiva acechaba en alguna parte, como una mina explosiva cuidadosamente oculta.
Dejamos Bombay, finalmente, en febrero de 1963; y el día de nuestra partida llevé al jardín un viejo globo terráqueo de lata y lo enterré entre los cactos. Dentro de él: una carta de Primer Ministro, y una instantánea de niño, de primera página y tamaño gigante, con el letrero «Hijo de la Medianoche»… Quizá no sean reliquias santas —no pretendo comparar esos recuerdos triviales de mi vida con el pelo del Profeta, en Hazratbal, o el cuerpo de San Francisco Javier en la Catedral de Bom Jesus— pero son todo lo que ha sobrevivido de mi pasado: un globo terráqueo de lata aplastado, una carta enmohecida, una fotografía. Nada más, ni siquiera una escupidera de plata. Aparte de ese planeta escachado por el Mono, los únicos datos están sellados en los libros cerrados del cielo, Illiyun y Sidjeen, los Libros del Bien y del Mal; en cualquier caso, así es como ocurrió.
… Sólo cuando estuvimos a bordo del S.S. Sabarmati y anclados frente al Rann de Kutch, recordé al viejo Schaapsteker; y me pregunté, de pronto, si alguien le habría dicho que nos íbamos. No me atreví a preguntarlo, por miedo a que la respuesta pudiera ser que no; de forma que cuando pienso en el equipo de demolición empezando a trabajar, y me imagino las máquinas de destrucción abriéndose paso hasta la oficina de mi padre y mi propia habitación azul, echando abajo la escalera de caracol de hierro de los sirvientes y la cocina en donde Mary Pereira mezclaba sus miedos con los chutneys y encurtidos, y devastando el mirador donde mi madre se sentaba con un niño en su vientre como una piedra, tuve también la imagen de una bola poderosa y oscilante que se estrellaba contra el dominio del sahib Matarife, y del propio viejo loco, pálido agotado de lengua aleteante, quedando al descubierto en lo alto de una casa en ruinas, entre torres que se derrumbaban y tejados de baldosas rojas, del viejo Schaapsteker encogiéndose envejecido muriendo a una luz del sol que no había visto durante tantos años. Pero quizá esté dramatizando: es posible que todo eso me venga de una vieja película titulada Horizontes Perdidos, en la que mujeres hermosas se encogían y morían al dejar Shangri-La.
Por cada serpiente hay una escala; por cada escala, una serpiente. Llegamos a Karachi el 9 de febrero… y, en unos meses, mi hermana Jamila había sido lanzada a la carrera que le conquistaría los nombres de «Angel del Pakistán» y «Bulbul de la Fe»; habíamos dejado Bombay, pero conseguíamos gloria reflejada. Y una cosa más: aunque me habían vaciado —aunque no había voces que hablasen en mi cabeza, y nunca lo harían otra vez—, había una compensación: a saber que, por primera vez en mi vida, estaba descubriendo los asombrosos placeres de tener sentido del olfato.