LA SÁBANA PERFORADA
Nací en la ciudad de Bombay… hace mucho tiempo. No, no vale, no se puede esquivar la fecha: nací en la clínica particular del doctor Narlikar el 15 de agosto de 1947. ¿Y la hora? La hora es también importante. Bueno, pues de noche. No, hay que ser más… Al dar la medianoche, para ser exactos. Las manecillas del reloj juntaron sus palmas en respetuoso saludo cuando yo llegué. Vamos, explícate, explícate: en el momento mismo en que la India alcanzaba su independencia, yo entré dando tumbos en el mundo. Hubo boqueadas de asombro. Y, al otro lado de la ventana, cohetes y multitudes. Unos segundos más tarde, mi padre se rompió el dedo gordo del pie, pero su accidente fue una simple bagatela comparado con lo que había caído sobre mí en ese momento tenebroso, porque, gracias a la oculta tiranía de aquellos relojes que saludaban con suavidad, había quedado misteriosamente maniatado a la Historia, y mi destino indisolublemente encadenado al de mi país. Durante los tres decenios siguientes no habría escapatoria. Los adivinos me habían profetizado, los periódicos habían celebrado mi llegada y los politicastros ratificado mi autenticidad. A mí no me dejaron decir absolutamente nada. Yo, Saleem Sinai, diversamente llamado luego Mocoso, Carasucia, Calvorota, Huelecacas, Buda y hasta Cacho-de-Luna, había quedado estrechamente enredado con el Destino: en el mejor de los casos, una relación peligrosa. Y en aquella época ni siquiera sabía sonarme la nariz.
Ahora, sin embargo, el tiempo (que ya no tiene utilidad para mí) se me está acabando. Pronto tendré treinta años. Quizá. Si mi cuerpo ruinoso y gastado me lo permite. Pero no tengo esperanzas de salir con vida, ni puedo contar con disponer siquiera de mil y una noches. Tengo que trabajar deprisa, más deprisa que Scheherazada, si quiero terminar diciendo —sí, diciendo— algo. Lo reconozco: más que a cualquier otra cosa temo al absurdo.
¡Y hay tantas historias que contar, demasiadas, tal exceso de vidas acontecimientos milagros lugares rumores entrelazados, una mescolanza tan densa de lo improbable y lo mundano! He sido un devorador de vidas y, para conocerme, sólo para conocer la mía, tendréis que devorar también todo el resto. Multitudes engullidas se empujan y apretujan dentro de mí; y guiado sólo por el recuerdo de una gran sábana blanca con un agujero más o menos circular de unas siete pulgadas de diámetro en su centro, aferrándome al sueño de aquel rectángulo de tela blanca agujereado y mutilado, que es mi talismán y mi ábrete-sésamo, he de comenzar la tarea de rehacer mi vida a partir del punto en que realmente empezó, unos treinta y dos años antes de algo tan obvio, tan actual, como mi nacimiento marcado por el reloj y manchado por el delito.
(La sábana, por cierto, está también manchada, con tres gotas de algo rojo, viejo y desvaído. Como nos dice el Corán: Recita, en el Nombre del Señor tu Creador, que creó al Hombre de coágulos de sangre.)
Una mañana cachemira de principios de la primavera de 1915, mi abuelo Aadam Aziz se dio de narices contra un montículo endurecido por la escarcha, mientras intentaba rezar. Tres gotas de sangre cayeron de la ventanilla izquierda de su nariz haciendo plaf, se endurecieron instantáneamente en el aire quebradizo y quedaron ante sus ojos sobre la esterilla de rezar, transformadas en rubíes. Al retroceder tambaleándose hasta quedar de rodillas con la cabeza otra vez derecha, vio que las lágrimas que le habían subido a los ojos se habían solidificado también; y en aquel momento, mientras se sacudía desdeñosamente diamantes de las pestañas, resolvió no volver a besar la tierra ante ningún dios ni ningún hombre. Esa decisión, sin embargo, hizo un agujero en él, un vacío en una cámara interna vital, dejándolo vulnerable a las mujeres y a la Historia. Inconsciente de ello al principio, a pesar de su formación médica recientemente acabada, enrolló la esterilla en un grueso puro y, sujetándola bajo el brazo derecho, inspeccionó el valle con unos ojos claros y sin diamantes.
El mundo era nuevo otra vez. Después de una gestación de un invierno en su cáscara de hielo, el valle, húmedo y amarillo, se había abierto camino a picotazos hasta el aire libre. La hierba fresca aguardaba bajo tierra su momento; las montañas se retiraban a sus puestos de las alturas para la estación cálida. (En invierno, cuando el valle se encogía bajo el hielo, las montañas se acercaban y gruñían como fauces coléricas en torno a la ciudad del lago.)
En aquellos tiempos, la antena de radio no había sido construida y el templo de Sankara Acharya, una pequeña burbuja negra en una colina caqui, seguía dominando las calles y el lago de Srinagar. En aquellos tiempos no había campamento del ejército a orillas del lago, no había interminables culebras de camiones y jeeps camuflados que obstruyeran las estrechas carreteras de montaña, ni había soldados escondidos tras las crestas de las montañas, más allá de Baramulla y de Gulmarg. En aquellos tiempos no se fusilaba a los viajeros por espías si fotografiaban los puentes y, salvo en las casas flotantes de los ingleses en el lago, el valle apenas había cambiado desde el Imperio Mogol, a pesar de todas sus renovaciones primaverales; pero los ojos de mi abuelo —que, como el resto de su persona, tenían veinticinco años— veían las cosas de una forma distinta… y la nariz había empezado a picarle.
Para revelar el secreto de la alterada visión de mi abuelo: había pasado cinco años, cinco primaveras, lejos de casa. (El montículo, por crucial que fuera su presencia, agazapado bajo una arruga fortuita de la esterilla de rezos, no fue en el fondo más que un catalizador.) Ahora, al volver, mi abuelo miraba con ojos que habían viajado. En lugar de la belleza del valle diminuto rodeado de dientes gigantescos, se dio cuenta de la estrechez, la proximidad del horizonte; se sintió triste, de estar en casa y de sentirse tan absolutamente encerrado. Sintió también —inexplicablemente— como si al viejo hogar le pareciera mal su educado, estetoscopizado regreso. Bajo el hielo del invierno, había sido fríamente neutral, pero ahora no había duda: aquellos años en Alemania lo habían devuelto a un ambiente hostil. Muchos años más tarde, cuando el agujero que había en su interior se taponó de odio y él vino a sacrificarse en el santuario del dios de piedra negra del templo de la colina, intentaría recordar y recordaría las primaveras de su infancia en el Paraíso, tal como eran antes de que los viajes y los montículos y los tanques del ejército lo estropearan todo.
Aquella mañana en que el valle, utilizando como guante una esterilla, le dio un puñetazo en la nariz, había estado tratando de fingir, absurdamente, que nada había cambiado. De modo que se había levantado con el frío cruel de las cuatro y cuarto, se había lavado en la forma prescrita, se había vestido y se había puesto el gorro de astracán de su padre; después de lo cual había llevado el enrollado puro de la esterilla al jardincito del lago, delante de su vieja casa oscura, y lo había desenrollado sobre el matorral al acecho. El suelo estaba engañosamente blando bajo sus pies, haciéndolo sentirse simultáneamente inseguro y confiado. «En el Nombre de Dios, Clemente y Misericordioso…» —El exordio, dicho con las manos unidas delante como un libro, consoló a una parte de su ser, pero hizo que otra parte, mayor, se sintiera inquieta—. «… Alabado sea Alá, Señor de la Creación…» —pero Heidelberg invadió su cabeza; ahí estaba Ingrid, concisamente su Ingrid, con un rostro que se burlaba de su cotorreo mirando a la Meca; ahí sus amigos Oskar e Ilse Lubin, los anarquistas, ridiculizando su plegaria con sus antiideologías—. «… Compasivo, Misericordioso, Rey del Día del Juicio…» —Heidelberg, en donde, además de medicina y política, aprendió que la India (como el mineral de radio) había sido «descubierta» por los europeos; hasta Oskar estaba lleno de admiración por Vasco de Gama, y eso fue lo que, finalmente, separó a Aadam Aziz de sus amigos, esa creencia de ellos de que, de algún modo, él era un invento de sus antepasados—. «… A Ti sólo adoramos, y a Ti sólo imploramos ayuda…» —de modo que allí estaba, a pesar de la presencia de ellos en su cabeza, tratando de reunirse con un yo anterior que hacía caso omiso de su influencia pero sabía todo lo que tenía que saber, sobre la sumisión, por ejemplo, sobre lo que estaba haciendo ahora, mientras sus manos, guiadas por viejos recuerdos, se alzaban revoloteando, los pulgares apretaban sus oídos, sus dedos se extendían, mientras caía de rodillas—. «… Dirígenos por el sendero recto, por el sendero de los que has colmado de bienes…» —Pero no servía de nada, estaba cogido en una extraña zona intermedia, atrapado entre la fe y la falta de fe, y aquello, después de todo, era sólo una charada—. «… No por el de los que han merecido Tu cólera, No por el de los que se han extraviado.» Mi abuelo inclinó la frente hacia el suelo. Se inclinó hacia adelante, y el suelo, cubierto por la esterilla, se abombó hacia él. Había llegado el momento del montículo. Como un reproche de Ilse-Oskar-Ingrid-Heidelberg y del valle-y-Dios a un solo y mismo tiempo, le golpeó en la punta de la nariz. Cayeron tres gotas. Diamantes y rubíes. Y mi abuelo, enderezándose vacilante, tomó una resolución. Se puso en pie. Enrolló el puro. Miró al otro lado del lago. Y, como consecuencia del golpe, quedó en ese lugar intermedio, incapaz de adorar a un Dios en cuya existencia no podía dejar de creer por completo. Alteración permanente: un agujero.
El joven y recién graduado doctor Aadam Aziz estaba de pie mirando al lago primaveral, venteando los aires del cambio, mientras daba la espalda (que tenía derechísima) a más cambios aún. Su padre había tenido un ataque mientras él estaba en el extranjero, y su madre lo había mantenido en secreto. La voz de su madre, susurrando estoicamente: «… Tus estudios eran demasiado importantes, hijo.» Aquella madre, que se había pasado la vida atada a la casa, con su purdah[1], había encontrado de pronto unas fuerzas inmensas, pasando a dirigir el pequeño negocio de piedras preciosas (turquesas, rubíes, diamantes) que había llevado a Aadam a través de la facultad de medicina, con ayuda de una beca; de manera que él volvió para encontrar trastornado el orden aparentemente inmutable de su familia, a su madre yendo a trabajar mientras su padre se quedaba sentado tras el velo que el ataque había dejado caer sobre su cerebro… en una silla de madera, en un cuarto en penumbra, permanecía sentado haciendo ruidos de pájaros. Treinta especies de pájaros diferentes lo visitaban y se posaban en el alféizar, fuera de su ventana de postigos, conversando sobre esto y aquello. Parecía bastante feliz.
(… Y ya veo cómo empiezan las repeticiones; porque, ¿no encontró también mi abuela inmensas…? y tampoco ese ataque fue el único… y el Mono de Latón tenía sus pájaros… ya empieza la maldición, ¡y ni siquiera hemos llegado aún a las narices!)
El lago no estaba ya helado. El deshielo había llegado rápidamente, como siempre; a muchas de las pequeñas embarcaciones, las shikaras, las había cogido dormitando, lo que también era normal. Pero mientras esas holgazanas seguían durmiendo, en seco, roncando apaciblemente junto a sus propietarios, la barca más vieja se despertó al romper, como hacen a menudo los viejos, y fue por ello la primera embarcación que atravesó el lago deshelado. La shikara de Tai… también eso era lo acostumbrado.
¡Mirad cómo Tai, el viejo barquero, se apresura a través del agua brumosa, manteniéndose encorvado en la parte de atrás de su embarcación! ¡Cómo su remo, un corazón de madera en un palo amarillo, se abre paso a sacudidas entre las hierbas! En estos lugares a Tai se le considera muy raro porque rema de pie… y por otras razones. Tai, que trae un recado urgente para el doctor Aziz, está a punto de poner la Historia en movimiento… mientras Aadam, mirando al agua, recuerda lo que Tai le enseñó hace años: «El hielo está siempre al acecho, Aadam baba, debajo mismo de la superficie del agua.» Los ojos de Aadam son de un azul claro, el asombroso azul del cielo de las montañas, que tiene la costumbre de gotear en las pupilas de los hombres de Cachemira; no han olvidado cómo mirar. Y ven… ¡ahí! ¡como el esqueleto de un fantasma, inmediatamente bajo la superficie del lago Dal!: el delicado arabesco, el entrecruzamiento intrincado de líneas incoloras, las frías venas del futuro al acecho. Sus años alemanes, que han borrado tantas otras cosas, no lo han privado del don de ver. El don de Tai. Levanta los ojos, ve la V de la barca de Tai que se acerca, lo saluda con la mano. El brazo de Tai se levanta —pero es una orden. ¡Espera!—. Mi abuelo espera; y durante ese hiato, mientras disfruta de la última paz de su vida, una paz turbia, ominosa, lo mejor será que me ponga a describirlo.
Manteniendo mi voz libre de la natural envidia del hombre feo hacia el llamativamente impresionante, dejo constancia de que el doctor Aziz era un hombre alto. Aplastado contra el muro de su casa familiar, medía veinticinco ladrillos (un ladrillo por cada año de su vida), o sea, poco más de seis pies y dos pulgadas. Un hombre fuerte, pues. Tenía la barba espesa y roja, lo que molestaba a su madre, que decía que sólo los hajis, los hombres que habían hecho su peregrinaje a la Meca, debían llevar barbas rojas. Su pelo, sin embargo, era bastante más oscuro. Sobre sus ojos de cielo ya estáis informados. Ingrid había dicho: «Se volvieron locos con los colores al hacerte la cara.» Pero el rasgo fundamental de la anatomía de mi abuelo no era el color ni la altura, ni la fortaleza de su brazo ni la derechura de su espalda. Allí estaba, reflejada en el agua, ondulando como un plátano loco en el centro de su cara… Aadam Aziz, mientras espera a Tai, contempla su ondeante nariz. Una nariz que hubiera dominado fácilmente rostros menos espectaculares que el suyo; incluso en él, es lo primero que se ve y lo que más tiempo se recuerda. «Una ciranosis», decía Ilse Lubin, y Oskar añadía: «Un proboscissimus.» Ingrid declaraba: «Se podría atravesar un río sobre esas narices.» (Eran unas narices de puente ancho.)
La nariz de mi abuelo: unas aletas que se ensanchan, curvilíneas como bailarinas. Entre ellas se hincha el arco triunfal de la nariz, primero hacia arriba y hacia afuera, luego hacia abajo y hacia adentro, extendiéndose hasta el labio superior con un giro soberbio y, en estos momentos, rojo en la punta. Una nariz con la que es fácil tropezar con montículos. Quisiera dejar constancia en acta de mi gratitud hacia ese órgano poderoso —de no ser por él, ¿quién hubiera creído nunca que yo era realmente el hijo de mi madre, el nieto de mi abuelo?—, hacia ese aparato colosal que iba a ser también mi derecho de primogenitura. La nariz del doctor Aziz —comparable sólo a la trompa del dios Ganesh, de cabeza de elefante— demostraba de forma incontrovertible su derecho a ser un patriarca. Fue Tai quien le enseñó eso también. Cuando el joven Aadam había salido apenas de la pubertad, el deteriorado barquero le dijo: «Ésa es una nariz para fundar una familia, principito. No habría dudas sobre su progenie. Los emperadores mogoles hubieran dado la mano derecha por tener unas narices así. Hay dinastías aguardando ahí dentro —y aquí Tai cayó en la ordinariez— como mocos.»
En Aadam Aziz, la nariz adoptaba un aspecto patriarcal. En mi madre, parecía noble y un poco resignada; en mi tía Emerald, esnob; en mi tía Alia, intelectual; en mi tío Hanif era el órgano de un genio fracasado; mi tío Mustapha era un husmeador de segunda categoría; el Mono de Latón se libraba de ella por completo; pero en mí… en mí era otra vez algo distinto. Pero no debo revelar todos mis secretos enseguida.
(Tai se está acercando. Él, que reveló el poder de la nariz y que está trayendo ahora a mi abuelo el mensaje que lo catapultará hacia su futuro, rema con su shikara por el lago del amanecer…)
Nadie podía recordar la época en que Tai fue joven. Había estado bogando en esa misma embarcación, de pie en la misma posición encorvada, a través de los lagos Dal y Nageen… desde siempre. Desde hacía más tiempo que el que nadie recordaba. Vivía en algún lado, en las insalubres entrañas del barrio de viejas casas de madera, y su mujer cultivaba raíces de loto y otras verduras raras en uno de los muchos «jardines flotantes» que se mecían en la superficie de las aguas de primavera y verano. El propio Tai admitía alegremente que no tenía idea de su propia edad. Tampoco la tenía su mujer: ya estaba, decía ella, bastante correoso cuando se casaron. El rostro de Tai era una escultura del viento en el agua: ondas hechas de cuero. Tenía dos dientes de oro y ninguno más. En el pueblo, pocos amigos. Pocos barqueros o comerciantes lo invitaban a compartir un hookah cuando pasaba flotando ante los amarraderos de las shikaras o alguno de los muchos almacenes de provisiones y salones de té destartalados de la orilla.
La opinión general sobre Tai había sido expresada hacía tiempo por el padre de Aadam Aziz, el vendedor de piedras preciosas: «Se le cayeron los sesos al mismo tiempo que los dientes.» (Pero ahora el viejo Aziz sahib permanecía sentado, perdido en gorjeos de pájaros, mientras Tai continuaba sencilla, grandiosamente.) Era una impresión fomentada por su cháchara, que era fantástica, grandilocuente e incesante, y la mitad de las veces sólo tenía a él mismo por destinatario. El sonido se propaga sobre el agua, y la gente del lago se reía de sus monólogos, pero con murmullos de respeto, y hasta de miedo. Respeto, porque aquel viejo imbécil conocía los lagos y las colinas mejor que ninguno de sus detractores; miedo, por su derecho a reclamar una antigüedad tan inmensa que desafiaba las cifras y que, además, colgaba tan ligeramente de su cuello de pollo que no le había impedido conquistar a una esposa sumamente deseable ni engendrar en ella cuatro hijos… y algunos más, según se decía, en otras esposas de las orillas del lago. Los machos jóvenes de los amarraderos de las shikaras estaban convencidos de que tenía un montón de dinero escondido en algún lado… tal vez una colección de inestimables dientes de oro, que sonarían en una bolsa como nueces. Años después, cuando el tío Zaf trató de venderme una hija, ofreciéndome sacarle los dientes y ponérselos de oro, pensé en el tesoro olvidado de Tai… y, de niño, Aadam Aziz había adorado a Tai.
Tai se ganaba la vida como simple barquero, a pesar de todos los rumores sobre su riqueza, llevando heno y cabras y verduras y madera a través de los lagos, a cambio de un precio; y gentes también. Cuando funcionaba como taxi levantaba un pabellón en el centro de su shikara, una cosa alegre con cortinas de flores y baldaquín, y unos almohadones a juego; y desodorizaba la embarcación con incienso. La vista de la shikara de Tai acercándose, con las cortinas al viento, había sido siempre para el doctor Aziz una de las imágenes que definían la llegada de la primavera. Pronto vendrían los sahibs ingleses y Tai, parloteante y señalador y encorvado los llevaría a los jardines de Shalimar y a la fuente del Rey. Era la viva antítesis de la creencia de Oskar-Ilse-Ingrid en la inevitabilidad del cambio… un espíritu familiar del valle, singular y perdurable. Un Calibán acuático, un poco demasiado aficionado al coñac cachemiro.
Recuerdo de la pared azul de mi alcoba: en la que, junto al título de médico director, colgó muchos años el Niño Raleigh, mirando con arrobamiento a un viejo pescador que llevaba lo que parecía un dhoti rojo y se sentaba en… ¿en qué…? ¿en un madero flotante…? señalando hacia el mar mientras contaba sus historias de pesca… Y el Niño Aadam, que sería mi abuelo, quiso al barquero Tai precisamente por aquella verborrea interminable que hacía que los demás lo creyeran chiflado. Era una charla mágica, las palabras le brotaban a raudales como brota el dinero de un necio, dejando atrás sus dos dientes de oro, adornadas con un encaje de hipidos y coñac, remontándose a los más remotos himalayas del pasado y picando luego bruscamente hacia algún detalle actual, por ejemplo la nariz de Aadam, para viviseccionar su sentido como si fuera un ratón. Aquella amistad había zambullido a Aadam en aguas procelosas, con gran regularidad. (En agua hirviendo. Literalmente. Mientras su madre le decía: «Acabaré con los bichos de ese barquero aunque tenga que acabar contigo.») Pero el viejo monologador seguía perdiendo el tiempo en su embarcación, al pie del talud del jardín hacia el lago, y Aziz seguía sentado a sus pies hasta que una voz lo llamaba a la casa para sermonearlo sobre la suciedad de Tai y ponerlo en guardia contra los devastadores ejércitos de gérmenes que su madre imaginaba saltando de aquel viejo cuerpo hospitalario al amplio pijama, almidonado y blanco, de su hijo. Pero Aadam volvía siempre a la orilla del agua para escudriñar la niebla en busca del cuerpo encorvado de aquel réprobo andrajoso que gobernaba su mágica embarcación a través de las aguas encantadas de la mañana.
—¿Cuántos años tienes en realidad, Taiji? —(El doctor Aziz, adulto, con su barba roja, mirando al futuro, recuerda el día en que formuló la pregunta impreguntable.) Por un instante, silencio, más ruidoso que una catarata. El monólogo, interrumpido. Golpe de un remo en el agua. Mi abuelo iba flotando en la shikara con Tai, acurrucado entre las cabras, sobre un montón de paja, con plena conciencia del palo y la bañera que lo aguardaban en casa. Había venido en busca de cuentos… y con una sola pregunta había hecho enmudecer al cuentista.
—Dímelo, Tai, ¿cuántos años, de verdad? —Una botella de coñac se materializó entonces desde la nada: un licor barato surgido de los pliegues de la amplia y abrigada chugha. Luego un estremecimiento, un regüeldo, una mirada furiosa. Destello de oro. Y —¡por fin!— palabras—. ¿Cuántos años? Me preguntas cuántos años, cabeza de chorlito, entrometido… —Tai, anunciando al pescador de mi pared, señaló las montañas:
—¡Los mismos que ésas, nakkoo! —Aadam, el nakkoo, el entrometido, siguió la dirección que el dedo señalaba—. Yo he visto nacer a las montañas; he visto morir a emperadores. Escúchame, nakkoo… —otra vez la botella de coñac, seguida por la voz acoñacada, y las palabras emborrachaban más que el alcohol—… Yo vi a aquel Isa, a Cristo, cuando vino a Cachemira. Ríete, ríete, es tu historia la que guardo en mi cabeza. En otro tiempo la recogieron en viejos libros perdidos. En otro tiempo yo sabía dónde había una tumba con unos pies atravesados marcados en la losa, que sangraban todos los años. Hasta mi memoria se está yendo ahora; pero todavía sé, aunque no sepa leer. —El analfabetismo, desechado con una floritura, la literatura desmoronándose bajo la furia de su mano devastadora. Una mano que se mueve otra vez hacia el bolsillo de la chugha, hacia la botella de coñac, hacia unos labios agrietados por el frío. Tai tuvo siempre labios de mujer—. Escucha, escucha, nakkoo. He visto muchas cosas. Yara, tenías que haber visto a ese Isa cuando vino, con una barba que le llegaba a las pelotas, y calvo como un huevo. Era viejo y estaba baqueteado, pero tenía modales. «Usted primero, Tai», me decía, y «siéntese, por favor»; siempre un lenguaje respetuoso, nunca me llamó chiflado, y nunca me habló de tu. Siempre de aap. Un tipo educado, ¿comprendes? ¡Y qué apetito! Un hambre tan grande que yo me llevaba las manos a las orejas asustado. Santo o demonio, juro que era capaz de comerse un cabrito entero de una sentada. ¿Y qué? Yo le decía: come, llénate el bandullo, se viene a Cachemira para disfrutar de la vida, o para acabarla, o para ambas cosas. Su obra había terminado. Sólo vino aquí para pasarlo un poco bien.
Hipnotizado por aquel retrato acoñacado de un Cristo calvo y glotón, Aziz escuchaba, repitiéndolo luego palabra por palabra, con gran consternación de sus padres, que traficaban en piedras preciosas y no tenían tiempo para «chácharas».
—¿Así que no te lo crees? —lamiéndose con una mueca los labios doloridos y sabiendo que la verdad era exactamente lo contrario—. ¿Te distraes? —sabía también que Aziz estaba rabiosamente pendiente de sus palabras—. ¿Es que te pica esa paja en el culo? Siento mucho, babaji, no poder ofrecerte cojines de seda con brocado de oro… ¡como los cojines en que se sentaba el emperador Jehangir! Seguro que piensas que el emperador Jehangir era sólo un jardinero —acusó Tai a mi abuelo— porque construyó Shalimar. ¡Bobo! ¿Qué sabes tú? Su nombre quiere decir El que abarca la Tierra. ¿Te parece un nombre de jardinero? Dios sabe lo que os enseñan ahora a los chicos. Mientras que yo —hinchándose un poco al llegar aquí— ¡yo sabía su peso exacto, hasta la última tola! ¡Pregúntame cuántas maunds, cuántos seers! Cuando era feliz aumentaba de peso, y en Cachemira pesaba más que nunca. Yo solía llevar su litera… No, no, oye, tampoco te lo crees, ¡ese pepino grande que tienes en la cara se columpia como el pequeñito que tienes dentro del pijama! De manera que venga, venga, ¡pregúntame! ¡Examíname! Pregúntame cuántas vueltas daban las tiras de cuero a los palos de su litera: la respuesta es treinta y una. Pregúntame cuál fue la palabra que pronunció el emperador al morir: te diré que fue «Cachemira». Tenía mal aliento y buen corazón. ¿Qué te crees que soy? ¿Un vulgar perro sin dueño, ignorante y mentiroso? Vete, sal de mi barca, tu nariz pesa demasiado para remar; y además tu padre te está esperando para sacarte a estacazos mi cháchara, y tu madre para despellejarte con agua hirviendo.
En la botella de coñac del barquero Tai veo, anticipada, la posesión de mi padre por los djinns… y habrá otro extranjero calvo… y la cháchara de Tai profetiza otra charla, que fue el consuelo de mi abuela en su vejez y le enseñó historias también… y los perros sin dueño no andan muy lejos… Basta. Me estoy asustando yo mismo.
A pesar de palizas y ebulliciones, Aadam Aziz flotaba con Tai en su shikara, una y otra vez, en medio de cabras, heno, flores, muebles, raíces de loto, aunque nunca con los sahibs ingleses, y oía una y otra vez las respuestas milagrosas a aquella pregunta simple y aterradora:
—Taiji, ¿cuántos años tienes, de verdad?
Aadam aprendió de Tai los secretos del lago: dónde se podía nadar sin ser arrastrado al fondo por las hierbas; las once variedades de serpientes de agua; dónde frezaban las ranas; cómo cocinar una raíz de loto; y dónde se habían ahogado las tres inglesas unos años antes. —Hay una tribu de mujeres feringhee que vienen a estas aguas a ahogarse —decía Tai—. A veces lo saben, a veces no, pero yo lo sé en cuanto las huelo. Se esconden bajo el agua, de Dios sabe quién o qué… ¡pero no pueden esconderse de mí, baba! —La risa de Tai, surgiendo para contagiar a Aadam: una risa enorme y retumbante que parecía macabra cuando salía con un estallido de aquel cuerpo viejo y marchito, pero era tan natural en mi gigantesco abuelo que nadie sabía, más adelante, que no era realmente suya (mi tío Hanif heredó esa risa; por eso, hasta que murió, un pedazo de Tai habitó en Bombay). Y también a Tai le oyó hablar mi abuelo de narices.
Tai se daba golpecitos en la aleta izquierda de la nariz.
—¿Sabes qué es esto, nakkoo? Es el sitio donde el mundo exterior se encuentra con el que hay dentro de ti. Si no se llevan bien, aquí lo notas. Entonces te frotas la nariz desconcertado para que desaparezca el picor. Una nariz como ésa, pequeño idiota, es un gran don. Te lo digo yo: confía en ella. Cuando te avise, ten cuidado o estarás listo. Déjate llevar por tu nariz y llegarás lejos. —Carraspeó; sus ojos se volvieron hacia las montañas del pasado. Aziz se arrellanó en la paja—. Una vez conocí a un oficial… del ejército de Iskandar el Grande. No importa su nombre. Tenía una hortaliza como la tuya colgándole entre los ojos. Cuando el ejército se detuvo cerca de Gandhara, se enamoró de una furcia local. Enseguida empezó a picarle la nariz como una loca. Se la rascaba, pero era inútil. Inhalaba vapor de hojas de eucalipto hervidas y machacadas. ¡Tampoco servía de nada, baba! El picor lo ponía frenético; pero el pobre idiota se emperró y se quedó con aquella lagarta cuando el ejército volvió a casa. Se convirtió… ¿en qué…? en algo estúpido, ni una cosa ni otra, un mitad y mitad con una mujer regañona y un picor en la nariz, y acabó por meterse la espada en la tripa. ¿Qué te parece?
… El doctor Aziz, en 1915, cuando rubíes y diamantes lo han convertido en un mitad y mitad, recuerda esa historia al llegar Tai al alcance de su voz. La nariz le sigue picando. Se rasca, se encoge de hombros, sacude la cabeza; y entonces Tai le grita:
—¡Eh! ¡Doctor Sahib! La hija de Ghani el terrateniente está enferma.
El mensaje, brevemente comunicado, gritado sin ceremonias sobre la superficie del lago, aunque barquero y discípulo no se han visto desde hace un quinquenio, pronunciado por unos labios de mujer que no sonríen con un saludo de cuánto-tiempo-hace-que-no, hace que el tiempo entre en una acelerada, remolineante y confusa agitación excitada…
… —Date cuenta, hijo —dice la madre de Aadam mientras bebe a sorbitos agua de lima fresca, reclinada en un takht en actitud de agotamiento resignado—, las vueltas que da la vida. Durante muchos años, hasta mis tobillos eran un secreto, y ahora tengo que dejar que me miren extraños que ni siquiera son miembros de la familia.
… Mientras Ghani el terrateniente está de pie bajo un gran cuadro al óleo de Diana Cazadora, enmarcado en oro que culebrea. Lleva puestas unas gruesas gafas oscuras y su famosa sonrisa atravesada, y habla de arte. —Se lo compré a un inglés a quien le iban mal las cosas, doctor Sahib. Quinientas rupias tan sólo… y ni me molesté en regatearle. ¿Qué son quinientas del ala? Ya ve, yo soy amante de la cultura.
… —Ya ves, hijo —dice la madre de Aadam cuando empieza a examinarla—, qué no hará una madre. Mira cómo sufro. Tú eres médico… toca esos sarpullidos, esas ronchas, comprende que la cabeza me duela mañana-tarde-y-noche. Lléname otra vez el vaso, hijo.
… Pero el joven médico es presa de las angustias de una excitación muy poco hipocrática al oír la voz del barquero, y grita: —¡Voy enseguida! ¡Déjame coger mis cosas! —La proa de la shikara toca el borde del vestido del jardín. Aadam se precipita dentro de la casa con la esterilla de rezar enrollada como un puro bajo el brazo y los ojos azules parpadeantes en la súbita oscuridad interior; deja el puro en un estante elevado, encima de un montón de números de Vorwärts, y del ¿Qué hacer? de Lenin y otros panfletos, ecos polvorientos de su semiborrada vida alemana; saca de debajo de la cama una cartera de cuero de segunda mano que su madre llama la «doctori-attaché» y, cuando la levanta y se levanta, para salir a toda prisa del cuarto, se ve fugazmente, pirograbada en la parte inferior del maletín, la palabra HEIDELBERG. La hija de un terrateniente es realmente una buena noticia para un médico que tiene que hacer carrera, aunque esté enferma. No: precisamente porque está enferma.
… Mientras estoy aquí como un tarro de encurtidos vacío en medio de un charco de luz angular, iluminado por esa visión de mi abuelo hace sesenta y tres años, que exige ser registrada, llenándome las narices con el hedor acre de la turbación de su madre, que la ha hecho reventar en furúnculos, con la fuerza avinagrada de la determinación de Aadam Aziz de poner una consulta de tanto éxito que ella no tenga que volver jamás a la tienda de piedras preciosas, con el oscuro olor a moho de una gran casa sombría en la que está el joven médico de pie, incómodo, ante un cuadro de una chica fea de ojos vivarachos y un venado atravesado detrás en el horizonte, traspasado por una saeta de su arco. La mayoría de las cosas que importan en nuestras vidas ocurren en nuestra ausencia, pero yo parezco haber encontrado en alguna parte el truco para colmar las lagunas de lo que sé, de forma que todo está en mi cabeza, hasta el último detalle, como el modo en que la niebla parecía desplazarse oblicuamente por el aire matutino… todo, y no sólo los escasos indicios con que uno se tropieza, por ejemplo al abrir un viejo baúl de lata que hubiera debido permanecer telarañado y cerrado.
… Aadam vuelve a llenar el vaso de su madre y continúa examinándola con preocupación. —Ponte un poco de crema en esas ronchas y sarpullidos, Amma. Para el dolor de cabeza, tabletas. Los diviesos habrá que sajarlos. Pero quizá si te pusieras el purdah cuando estás en la tienda… de forma que ninguna mirada irrespetuosa pudiera… esos males empiezan a menudo dentro de la cabeza…
… Golpe de un remo en el agua. Plaf de un escupitajo en el lago. Tai carraspea y rezonga airado.
—Muy bonito. Un niño nakkoo de cabeza de chorlito se marcha antes de haber aprendido un pepino y vuelve convertido en un gran doctor sahib con una gran cartera llena de chismes extranjeros, pero sigue siendo tan tonto como una lechuza. Palabra que es mala cosa.
… El doctor Aziz se mueve inquieto, cambiando el peso de pie, bajo el influjo de la sonrisa del terrateniente, en cuya presencia no puede relajarse; y espera algún tic como reacción ante su propia apariencia extraordinaria. Se ha acostumbrado a esas contracciones involuntarias de sorpresa ante su tamaño, su rostro multicolor, su nariz… pero Ghani no da reacción alguna y el joven médico resuelve, a su vez, no permitir que su inquietud se trasluzca. Deja de cambiar su peso de pie. Los dos se enfrentan, cada uno de ellos reprimiendo (o así parece) su visión del otro, sentando las bases de su relación futura. Y ahora Ghani cambia, pasando del amante-del-arte al tipo-duro-de-pelar. —Tiene una gran oportunidad, joven —dice. Los ojos de Aziz se han desviado hacia Diana. Grandes zonas de la manchada carne rosada de la diosa resultan visibles.
… Su madre gime, sacudiendo la cabeza. —No, qué sabes tú, niño, ahora eres un médico de campanillas, pero el negocio de las piedras preciosas es diferente. ¿Quién le compraría una turquesa a una mujer escondida bajo una capucha negra? Hay que infundir confianza. Por eso tienen que verme; y yo tengo que aguantar dolores y diviesos. Vete, vete, no te calientes los cascos por tu pobre madre.
… —Un pez gordo. —Tai escupe al lago—, cartera gorda, pez gordo. ¡Bah! ¿Es que no tenemos aquí suficientes carteras como para que tengas que traerte esa cosa de piel de cerdo a la que basta mirar para volverse impuro? Y dentro, Dios sabe qué. —El doctor Aziz, sentado en medio de las cortinas floreadas y del olor del incienso, nota que sus pensamientos son apartados a la fuerza de la paciente que lo espera al otro lado del lago. El amargo monólogo de Tai irrumpe en su conciencia, creando una sensación de choque amortiguado, mientras un olor como de sala de accidentados domina al del incienso… el viejo, evidentemente, está furioso por algo, poseído por una rabia incomprensible que parece dirigirse contra su acólito de otro tiempo o, más exacta y extrañamente, contra su cartera. El doctor Aziz intenta darle conversación… —¿Cómo está tu mujer? ¿Se sigue hablando de tu bolsa llena de dientes de oro? —… intenta rehacer una vieja amistad; pero Tai está lanzado ahora, y de él brota un chorro de invectivas. La cartera de Heidelberg tiembla bajo el torrente de insultos. —Una cartera de piel de cerdo follador de su hermana, traída del extranjero y llena de trucos extranjeros. Una cartera de pez gordo. Ahora, si un hombre se rompe un brazo, la cartera no dejará que el curandero se lo vende con hojas. Ahora, un hombre tendrá que permitir que su mujer esté echada junto a esa cartera y ver cómo vienen y la rajan con cuchillos. Muy bonito, lo que esos extranjeros meten en las cabezas de nuestros muchachos. Palabra que es mala cosa. Esa cartera debería tostarse en el Infierno con los testículos de los impíos.
… Ghani el terrateniente hace restallar sus tirantes con los pulgares. —Una gran oportunidad, sí señor. Hablan muy bien de usted en el pueblo. Una buena formación médica. Una buena… bastante buena… familia. Y ahora nuestra doctora se ha puesto enferma para que pueda usted tener su oportunidad. Esa mujer, siempre enferma en los últimos tiempos, demasiado vieja, pienso, y no está al tanto de los últimos descubrimientos, ¿eh-eh? Oiga: médico, cúrate a ti mismo. Y le diré una cosa: yo soy totalmente objetivo en mis relaciones comerciales. Los sentimientos, el amor, los guardo sólo para mi familia. Si alguien no me trabaja a la perfección, ¡adiós! ¿Me entiende? Así pues: mi hija Naseem no se encuentra bien. Usted la tratará de una forma insuperable. Recuerde que tengo amigos; y que la mala salud no perdona a altos ni a bajos.
… —¿Sigues adobando serpientes de agua en coñac para conservar la virilidad, Taiji? ¿Te gusta todavía comer raíces de loto sin ninguna clase de especias? —Preguntas vacilantes, apartadas por el torrente de la furia de Tai. El doctor Aziz empieza a hacer su diagnóstico. Para el barquero, la cartera representa el extranjero; es lo ajeno, el invasor, el progreso. Y es verdad, se ha apoderado realmente de la mente del joven médico; y es verdad, contiene bisturíes, y remedios para el cólera y el paludismo y la viruela; y es verdad, se interpone entre el médico y el barquero, y los ha convertido en antagonistas. El doctor Aziz empieza a luchar contra la tristeza y contra la cólera de Tai, que está empezando a contagiarlo, a convertirse en la suya, que sólo raras veces estalla, pero viene, cuando viene, sin ser anunciada y con un rugido que brota de lo más profundo, devastando cuanto encuentra; y luego se desvanece, y él se queda preguntándose por qué está todo el mundo tan nervioso… Se acercan a la casa de Ghani. Un criado aguarda a la shikara, de pie y con las manos juntas, en un pequeño espigón de madera. Aziz dirige su atención a la tarea que tiene entre manos.
… —¿Está de acuerdo con mi visita su médico habitual, Ghani Sahib? —… Otra vez es apartada despreocupadamente la pregunta vacilante. El terrateniente dice—: Oh, ella estará de acuerdo. Sígame, por favor.
… El criado espera en el espigón. Sujeta firmemente la shikara mientras Aadam Aziz sale, con la cartera en la mano. Y ahora, por fin, Tai le habla directamente a mi abuelo. Con el desprecio en el rostro, Tai le pregunta:
—Dime una cosa, doctor Sahib: ¿tienes en esa cartera hecha de cerdos muertos una de esas máquinas con las que los médicos extranjeros suelen oler? —Aadam mueve la cabeza, sin entenderlo. La voz de Tai acumula nuevas capas de repugnancia—. Ya sabes, señor, una cosa que parece la trompa de un elefante. —Aziz, comprendiendo lo que quiere decir, responde—. ¿Un estetoscopio? Naturalmente. —Tai empuja la shikara, apartándola del espigón. Escupe. Empieza a remar, alejándose—. Lo sabía —dice—, ahora utilizarás esa máquina en lugar de tu narizota.
Mi abuelo no se molesta en explicarle que un estetoscopio se parece más a un par de orejas que a una nariz. Está sofocando su propia irritación, la cólera resentida de un niño al que se rechaza; y además, hay una paciente que espera. El tiempo se serena, concentrándose en la importancia del momento.
La casa era opulenta pero estaba mal iluminada. Ghani era viudo y los criados, evidentemente, se aprovechaban. Había telarañas por los rincones y capas de polvo en los rebordes. Recorrieron un largo pasillo; una de las puertas estaba entreabierta y, por ella, Aziz vio una habitación en un estado de violento desorden. Esa ojeada, en conexión con un destello de las gafas oscuras de Ghani, informó de pronto a Aziz de que el terrateniente era ciego. Aquello aumentó su sensación de inquietud: ¿un ciego que pretendía apreciar la pintura europea? Le impresionaba también el que Ghani no hubiera tropezado con nada… Se detuvieron ante una gruesa puerta de teca. Ghani dijo: —Espere un par de minutos —y entró en la habitación que había tras la puerta.
En años posteriores, el doctor Aadam Aziz juraba que, en esos dos minutos de soledad en los pasillos tenebrosos y llenos de arañas de la mansión del terrateniente, se vio acometido por el deseo casi irrefrenable de dar la vuelta y salir corriendo a toda la velocidad de sus piernas. Desconcertado por el enigma del amante de las artes ciego, con las entrañas llenas de diminutos insectos que escarbaban como resultado del insidioso veneno de los refunfuños de Tai, con un picor en las narices que llegó a convencerlo de que, de algún modo, había contraído alguna enfermedad venérea, sintió que sus pies empezaban a girar lentamente, como embutidos en botas de plomo; sintió la sangre latiéndole fuertemente en las sienes; y fue dominado por una sensación tan fuerte de estar cerca de dar un paso irreversible, que estuvo a punto de mojar sus pantalones de lana alemanes. Sin darse cuenta, empezó a ruborizarse rabiosamente; y en ese momento se le apareció su madre, sentada en el suelo ante un mostrador bajo, con un sarpullido que se extendía por su cara como un rubor, mientras sostenía una turquesa contra la luz. El rostro de su madre había adquirido todo el desprecio del barquero Tai. «Vete, vete, corre», dijo ella con la voz de Tai, «no te preocupes de tu vieja madre necesitada». El doctor Aziz se descubrió a sí mismo tartamudeando: «Qué hijo más inútil tienes, Amma; ¿no ves que tengo un agujero en medio, del tamaño de un melón?» Su madre sonrió con sonrisa dolorida. «Siempre fuiste un chico sin corazón», suspiró, y se volvió hacia un lagarto que había en la pared del pasillo y le sacó la lengua. El doctor Aziz dejó de sentirse aturdido, no estuvo seguro de haber hablado realmente en voz alta, se preguntó qué había querido decir con aquella historia del agujero, se dio cuenta de que sus pies no trataban ya de escapar, y comprendió que lo estaban observando. Una mujer de bíceps de luchador lo miraba fijamente, haciéndole señas para que la siguiera a una habitación. El estado de su sari decía que era una criada; pero no tenía nada de servil. —Está usted tan pálido como un pez —dijo—. Estos médicos jóvenes. Vienen a una casa extraña y se les hace el hígado gelatina. Venga, doctor Sahib, lo esperan. —Agarrando su cartera una pizca demasiado fuerte, él la siguió, atravesando la oscura puerta de teca.
… A una alcoba espaciosa que estaba tan mal iluminada como el resto de la casa; aunque aquí había haces de polvorienta luz del sol que se filtraban por un montante de abanico situado muy alto en la pared. Aquellos rayos mustios iluminaban una escena más notable que cualquier otra que el médico hubiera presenciado nunca: un cuadro de tan incomparable rareza que sus pies comenzaron a temblar otra vez hacia la puerta. Dos mujeres más, también con aspecto de luchadoras profesionales, estaban de pie, rígidas, en la luz, sosteniendo cada una una esquina de una enorme sábana blanca, con los brazos muy levantados sobre la cabeza, para que la sábana colgase entre ellas como un telón. El señor Ghani resurgió de la lobreguez que rodeaba a la sábana iluminada por el sol y dejó que el estupefacto Aadam contemplase estúpidamente aquel cuadro singular durante algo así como medio minuto, después de lo cual, y antes de que nadie dijera palabra, el médico hizo un descubrimiento:
En el centro mismo de la sábana había un agujero de unas siete pulgadas de diámetro.
—Cierra la puerta, ayah —ordenó Ghani a la primera de las luchadoras, y luego, volviéndose hacia Aziz, se puso confidencial—. En este pueblo hay muchos gandules que, en alguna ocasión, han tratado de trepar hasta la habitación de mi hija. Necesita —señaló con la cabeza a las tres agarrotadas mujeres— quien la proteja.
Aziz seguía mirando la sábana perforada. Ghani dijo: —Muy bien, vamos, examine ahora a mi Naseem. Pronto.
Mi abuelo contempló con curiosidad la habitación. —Pero, ¿dónde está, Ghani Sahib? —soltó por fin. Las luchadoras adoptaron una expresión desdeñosa y, según le pareció, tensaron la musculatura, por si intentaba algo raro.
—Ah, comprendo su desconcierto —dijo Ghani, mientras su sonrisa torcida se ensanchaba—. Los mozalbetes que volvéis de Europa olvidáis algunas cosas. Doctor Sahib, mi hija es una muchacha decente, no hace falta decirlo. No exhibe su cuerpo ante las narices de extraños. Comprenderá que no se le puede permitir a usted que la vea, de ningún modo, en ninguna circunstancia; en consecuencia, le he pedido a ella que se ponga tras la sábana. Y ahí está, como una buena chica.
En la voz del doctor Aziz había aparecido una nota de desesperación: —Ghani Sahib, ¿cómo puedo examinarla sin verla? —Ghani siguió sonriendo.
—Usted especificará la parte de mi hija que sea necesario inspeccionar. Entonces, yo le daré a ella instrucciones para que sitúe el segmento necesario delante del agujero que ve. Y así, de ese modo, se podrá hacer.
—Pero, en fin de cuentas, ¿de qué se queja la señora? —… mi abuelo, desesperadamente. Y entonces el señor Ghani, revolviendo los ojos en sus cuencas y retorciendo su sonrisa en una mueca de pesar, contestó—: ¡Pobre niña! Le duele el vientre horrible, espantosamente.
—En ese caso —dijo el doctor Aziz con cierta compostura—, que me enseñe el vientre, por favor.