EN EL PIONEER CAFÉ

No hay colores salvo verde y negro las paredes son verdes el cielo es negro (no hay techo) las estrellas son verdes la Viuda es verde pero tiene el pelo negro negrísimo. La Viuda está sentada en una silla alta muy alta la silla es verde el asiento es negro el pelo de la Viuda tiene una raya en medio a la izquierda es verde y a la derecha negro. Alta como el cielo la silla es verde el asiento es negro el brazo de la Viuda es largo como la muerte su piel es verde las uñas son largas y afiladas y negras. Entre las paredes los niños verdes las paredes son verdes el brazo de la Viuda baja serpenteando la serpiente es verde los niños gritan las uñas son negras arañan el brazo de la Viuda está cazando mirad cómo corren y gritan los niños la mano de la Viuda zigzaguea a su alrededor verde y negra. Ahora uno por uno los niños mmff son sofocados la mano de la Viuda levanta uno por uno a los niños verdes su sangre es negra liberada por unas uñas que cortan salpica de negro las paredes (de verde) a medida que uno por uno la mano zigzagueante levanta los niños tan altos como el cielo el cielo es negro no hay estrellas la Viuda ríe tiene la lengua verde pero mirad sus dientes son negros. Y los niños son partidos en dos en las manos de la Viuda que enrolla enrolla mitades de niño las enrolla formando bolitas las bolas son verdes la noche es negra. Y las bolitas vuelan a la noche entre las paredes los niños chillan cuando uno por uno la mano de la Viuda. Y en un rincón el Mono y yo (las paredes son verdes las sombras negras) agachándonos arrastrándonos anchas altas paredes verdes disolviéndose en negro no hay techo y la mano de la Viuda llega unoporuno los niños gritan y mmff y bolitas y mano y grito y mmff y manchas que salpican de negro. Ahora sólo ella y yo y no hay más gritos la mano de la Viuda llega cazando cazando la piel es verde las uñas son negras hacia el rincón cazando cazando mientras nosotros nos encogemos más en el rincón nuestra piel es verde nuestro miedo es negro y ahora la Mano llega acercándose acercándose y ella mi hermana me empuja fuera fuera del rincón mientras ella se queda agachándose mirando fijamente la mano las uñas zigzaguean grito y mmff y salpicadura de negro y hacia arriba tan alto como el cielo y riéndose la Viuda desgarrando los enrollo en bolitas las bolas son verdes y a la noche la noche es negra…

La fiebre ha cedido hoy. Durante dos días, Padma (me dicen) me ha velado toda la noche, poniéndome paños fríos y húmedos en la frente, sujetándome en mis escalofríos y sueños con las manos de la Viuda; durante dos días se ha estado reprochando la poción de hierbas desconocidas. —Sin embargo —la tranquilizo—, esta vez no tenía nada que ver con eso. —Reconozco esta fiebre, viene de mi interior y de ningún otro sitio; como un mal olor, me rezuma por las grietas. Atrapé una fiebre exactamente igual en mi décimo cumpleaños, y me pasé dos días en cama; ahora, cuando mis recuerdos vuelven a salir goteando de mí, la vieja fiebre ha vuelto también—. No te preocupes —le digo—. Atrapé esos gérmenes hace casi veintiún años.

No estamos solos. Es de mañana en la fábrica de encurtidos; me han traído a mi hijo de visita. Alguien (no importa quién) está junto a Padma en mi cabecera, sosteniéndolo en sus brazos. —Baba, gracias a Dios que estás mejor, no sabes qué cosas decías cuando estabas enfermo. —Alguien habla ansiosamente, tratando de abrirse camino a la fuerza en mi historia antes de tiempo; pero no dará resultado… alguien, que fundó esta fábrica de encurtidos y su taller auxiliar de embotellado, que ha estado cuidando de mi impenetrable hijo, lo mismo que en otro tiempo… ¡espera! Casi ha conseguido sonsacármelo, ¡pero afortunadamente todavía conservo la lucidez, con fiebre o sin ella! Alguien tendrá que retroceder y seguir envuelta en el anonimato hasta que le llegue la vez; y eso no ocurrirá hasta el final mismo. Aparto mis ojos de ella para mirar a Padma—. No creas —le advierto— que porque tenía fiebre las cosas que te dije no fueran absolutamente ciertas. Todo ocurrió tal como te lo conté.

—¡Ay Dios!, no paras con tus historias —exclama—, día y noche… ¡por eso te has puesto malo! Para alguna vez, na, ¿no te sentaría bien? —Yo aprieto los labios obstinadamente; y ahora ella, con un súbito cambio de humor—: Bueno, dime ahora, señor: ¿hay algo que desees?

Chutney verde —le pido—, verde rabioso… verde saltamontes. —Y alguien que no puede ser nombrada recuerda y le dice a Padma (hablando con la voz suave que sólo se emplea a la cabecera de los enfermos y en los funerales)—: Sé lo que quiere decir.

… ¿Por qué, en ese instante decisivo, en que toda clase de cosas esperaban ser descritas… cuando el Pioneer Café estaba tan cerca, y la rivalidad entre rodillas y nariz… introduje ese simple condimento en mi conversación? (¿Por qué, en este relato, pierdo el tiempo con una humilde conserva, cuando podría estar describiendo las elecciones de 1957… cuando toda la India espera, hace veintiún años, poder votar?) Porque he olfateado el aire; y he percibido, tras las expresiones solícitas de mis visitas, una acre bocanada de peligro. Tengo la intención de defenderme; pero necesito la ayuda del chutney

No os he enseñado hasta ahora la fábrica de día. Esto es lo que ha quedado sin describir: a través de ventanas de cristal, de un tinte verde, mi habitación da a una pasarela de hierro y luego, bajando, al piso de la cocina, donde unas tinas de cobre hierven y borbotean, y donde mujeres de brazos fuertes, de pie sobre unos escalones de madera, revuelven con cucharones de largo mango el olor cortante como un cuchillo de los vapores de los encurtidos; mientras que (mirando hacia el otro lado, por la ventana de cristal de tinte verde que da al mundo), unas vías de ferrocarril brillan apagadamente al sol de la mañana, cabalgadas, a intervalos regulares, por los desordenados puentes del sistema de electrificación. A la luz del día, nuestra diosa de neón azafranada y verde no baila sobre la puerta de la fábrica; la apagamos para ahorrar energía. Pero los trenes eléctricos utilizan energía; trenes de cercanías amarillos-y-marrones que traquetean hacia el sur, hacia la estación de Churchgate, desde Dadar y Borivli, desde Kurla y Bassein Road. Moscas humanas cuelgan en gruesos racimos de pantalones blancos de esos trenes; no negaré que, dentro de los muros de la fábrica, se pueden ver también algunas moscas. Pero hay también lagartos para compensar, que cuelgan silenciosos del techo cabeza abajo, con unas mandíbulas que recuerdan la península de Kathiawar… y también hay sonidos que han estado esperando ser oídos: el borboteo de las cubas, cantos en voz alta, groseras imprecaciones, el humor grosero de las mujeres de brazos velludos; las amonestaciones de nariz afilada y labios finos de las capatazas; el tintineo omnipresente de los tarros de encurtidos del taller de embotellado adyacente; y el paso apresurado de los trenes, y el zumbido (poco frecuente, pero inevitable) de las moscas… mientras extraen un chutney de color verde saltamontes de su tina, para traérmelo en un plato enjuagado y seco con rayas azafrán y verde en el borde, junto con otro plato lleno hasta arriba de piscolabis de la tienda iraní local; mientras lo-que-se-ha-mostrado-ahora sigue como siempre, y lo-que-puede-oírse-ahora llena el aire (por no hablar de lo que puede olerse), yo, solo en la cama en mi oficina, comprendo con un sobresalto de alarma que me están sugiriendo salidas.

—… Cuando estés más fuerte —dice alguien que no puede nombrarse—, un día en Elephanta, por qué no una bonita excursión en lancha motora, y todas esas cuevas con sus esculturas tan preciosas; o Juhu Beach, para bañarnos y leche de coco y carreras de camellos ¡o incluso a la Aarey Milk Colony…! —Y Padma—: Aire puro, sí, y al pequeño le gustará estar con su padre. —Y alguien, dándole palmaditas a mi hijo en la cabeza—: Iremos todos, claro. Una bonita excursión; un bonito día de descanso. Baba, te sentará bien…

Cuando llega el chutney, criadotransportado a mi habitación, me apresuro a poner fin a esas sugerencias. —No —me niego—. Tengo trabajo. Y veo que Padma y ese alguien cruzan una mirada; y veo que he tenido razón al sospechar. ¡Porque en otra ocasión ya me engañaron con promesas de excursiones! En otra ocasión, sonrisas falsas y promesas de la Aarey Milk Colony me embaucaron para salir de casa y entrar en un coche; y entonces, antes de que me diera cuenta, hubo unas manos que me agarraban, hubo pasillos de hospital y médicos y enfermeras que me sujetaban mientras, sobre mi nariz, una mascarilla me echaba anestésico a raudales y una voz me decía: Cuenta, cuenta hasta diez… Sé lo que están planeando. —Oídme —les digo—: no necesito ningún médico.

Y Padma: —¿Médico? ¿Quién está hablando de…? —Pero no engaña a nadie; y con una ligera sonrisa les digo—: Escuchad: todos: tomad un poco de chutney. Tengo que deciros cosas importantes.

Y mientras el chutney —el mismo chutney que, allá en 1957, mi ayah Mary Pereira hacía tan perfectamente; el chutney verde-saltamontes que ha quedado asociado para siempre a aquellos tiempos— las llevaba al mundo de mi pasado, mientras el chutney las suavizaba y las hacía receptivas, les hablé amable, persuasivamente y, mediante una mezcla de condimentos y oratoria, logré mantenerme fuera del alcance de los perniciosos hombres de la medicina-verde. Les dije: —Mi hijo lo comprenderá. Más que para cualquier otro ser viviente, estoy contando mi historia para él, a fin de que luego, cuando yo haya perdido mi batalla contra las grietas, sepa. La moral, el juicio, el carácter… todo empieza con la memoria… y yo conservo copias en papel carbón.

Chutney verde sobre pakoras picantes, que desaparecen en el gaznate de alguien; un verde saltamontes sobre chapatis tibios, que desaparece tras los labios de Padma. Veo que empiezan a debilitarse, e insisto: —Os digo la verdad —digo otra vez más— la memoria es verdad, porque la memoria tiene su forma de ser especial. Selecciona, elimina, altera, exagera, minimiza, glorifica, y difama también; pero, en definitiva, crea su propia realidad, su versión heterogénea pero normalmente coherente de los acontecimientos; y ningún hombre en su sano juicio confía más en la versión de otro que en la suya propia.

Sí, dije «en su sano juicio». Sabía lo que estaban pensando: «Muchos niños se inventan amigos imaginarios; ¡pero mil uno! ¡Eso es demencial!» Los hijos de la medianoche han conmovido hasta la fe de Padma en mi narrativa; pero he conseguido convencerla, y ahora no se habla ya de salidas.

Cómo las persuadí: hablándoles de mi hijo, que tenía que saber mi historia; arrojando luz sobre el funcionamiento de la memoria; y mediante otros trucos, algunos ingenuamente honrados, otros taimados como zorros. —Hasta Muhammad —les dije— se creía loco al principio: ¿creéis que nunca se me ha ocurrido la idea? Pero el Profeta tenía a su Khadija, a su Abu-Bakr, para tranquilizarlo en cuanto a la autenticidad de su Llamada; nadie lo traicionó entregándolo a los médicos de un manicomio. —Ahora, el chutney verde las llenaba ya de pensamientos de hace muchos años; vi cómo aparecían en sus rostros la culpa y la vergüenza—. ¿Qué es la verdad? —me crecí retóricamente—. ¿Qué es la locura? ¿Resucitó Jesús en el sepulcro? ¿No aceptan los hindúes —Padma— que el mundo es una especie de sueño; que Brahma soñó, está soñando el universo; que sólo podemos ver vagamente a través de esa tela de ensueños que es Maya? Maya —adopté un tono altanero, de conferenciante— puede definirse como todo lo que es ilusorio; como superchería, artificio y engaño. Apariciones, fantasmas, espejismos, juegos de manos, la forma aparente de las cosas: todo eso es parte de Maya. Si yo digo que ocurrieron algunas cosas que vosotras, perdidas en el sueño de Brahma, encontráis difíciles de creer, ¿quién tiene razón? Tomad más chutney —añadí graciosamente, sirviéndome yo mismo una porción generosa—. Está buenísimo.

Padma empezó a llorar: —Nunca he dicho que no te creyera —sollozó—. Claro está que cada uno tiene que contar su historia a su modo; pero…

—Pero —la interrumpí de forma concluyente— también tú —¿no es verdad?— quieres saber lo que ocurrió ¿Con las manos que danzaban sin tocarse, y con las rodillas? Y, más tarde, ¿con la curiosa porra del Comandante Sabarmati y, desde luego, con la Viuda? Y con los Hijos… ¿qué fue de ellos?

Y Padma asintió. Se acabaron los médicos y los manicomios; me dejan escribir. (Solo, salvo por Padma a mis pies.) El chutney y la oratoria, la teología y la curiosidad: eso fue lo que me salvó. Y algo más: llamadlo educación, u orígenes de clase, Mary Pereira lo habría llamado mi «formación». Gracias a mi exhibición de erudición y a la pureza de mi acento, las avergoncé para que se consideraran indignas de juzgarme; no fue muy noble, pero cuando la ambulancia está esperando en la esquina, todo vale. (Estaba: la olí.) Sin embargo… había recibido un valioso aviso. Resulta peligroso tratar de imponer las opiniones propias a los demás.

Padma: si estás un poco insegura de que puedas fiarte de mí, bueno, un poco de inseguridad nunca hace daño. Los hombres completamente seguros hacen cosas horribles. Y las mujeres también.

Entretanto tengo diez años, y estoy pensando en cómo esconderme en el maletero del coche de mi madre.

Ése fue el mes en que el sadhu Purushottam (al que nunca le había hablado de mi vida interior) desesperó finalmente de su estacionaria existencia y contrajo el hipo suicida que lo acometió durante todo un año, levantándolo con frecuencia físicamente varias pulgadas del suelo, de forma que su cabeza calva por el agua golpeaba alarmantemente contra el grifo del jardín, y matándolo finalmente, por lo que una tarde, a la hora del cóctel, se cayó de lado con las piernas todavía entrelazadas en la posición del loto, dejando a las verrugas de mi madre sin esperanza de salvación; en que yo estaba a menudo en el jardín de Buckingham Villa al atardecer, viendo los Sputniks atravesar el cielo y sintiéndome tan ensalzado y aislado a la vez como la pequeña Laika, el primer y, todavía, único perro lanzado al espacio (la Baronesa Simki von der Heiden, que pronto contraería la sífilis, se sentaba a mi lado siguiendo el brillante alfilerazo del Sputnik II con sus ojos alsacianos… era una época de gran interés canino en la carrera del espacio); en que Evie Burns y su banda ocuparon mi torre del reloj, y las cestas de colada habían sido prohibidas y, además, se me habían quedado pequeñas, de forma que, en aras del secreto y de la cordura, tenía que limitar mis visitas a los hijos de la medianoche a nuestra hora privada y silenciosa… Me comunicaba con ellos todas las medianoches, y sólo a medianoche, en esa hora que está reservada a los milagros, que está de algún modo fuera del tiempo; y el mes en que —para ir al grano— resolví comprobar con mis propios ojos, aquella cosa horrible que había vislumbrado en la parte delantera de los pensamientos de mi madre. Siempre, desde que me escondí en una cesta de colada y oí dos sílabas escandalosas, había sospechado que mi madre guardaba secretos; mis incursiones en sus procesos mentales habían confirmado mis sospechas; de forma que, con un duro centelleo en los ojos y una determinación de acero, fui a ver a Sonny Ibrahim una tarde, después del colegio, con la intención de obtener su ayuda.

Encontré a Sonny en su habitación, rodeado por carteles de corridas de toros españolas, jugando malhumoradamente, él solo, al críquet de salón. Cuando me vio exclamó tristemente: —Eh tú siento muchísimo lo de Evie tú ella no quería oír a nadie tú ¿qué diablos le hiciste? —… Pero yo levanté una mano solemne reclamando y obteniendo silencio.

—No hay tiempo para eso ahora, tú —le dije—. El caso es que tengo que saber cómo se abren cerraduras sin llaves.

Un hecho real acerca de Sonny Ibrahim: a pesar de todos sus sueños de toreo, su genio estaba en el reino de la mecánica. Desde hacía algún tiempo ya, se había encargado de la tarea de mantener todas las bicicletas de la Hacienda de Methwold, a cambio de regalos de cuadernos de historietas y de un suministro gratuito de bebidas gaseosas. Hasta Evelyn Lilith Burns confiaba a sus cuidados su amada Indiabike. Al parecer, se ganaba a todas las máquinas por el inocente placer con que acariciaba sus partes móviles; ningún artefacto podía resistirse a sus servicios. Por decirlo de otro modo: Sonny Ibrahim (por simple espíritu de investigación) se había convertido en un experto en abrir cerraduras.

Ahora, ante la ocasión de demostrarme su lealtad, sus ojos brillaron. —¡Enséñame esa cerradura, tú! ¡Llévame a donde sea!

Cuando estuvimos seguros de que no nos observaban, nos deslizamos por el camino que había entre Buckingham Villa y el Sans Souci de Sonny; nos quedamos detrás del viejo Rover de la familia; y yo señalé el maletero. —Ésa es —declaré—. Tengo que poder abrirla desde el exterior, y desde el interior también.

Los ojos de Sonny se abrieron más. —Eh, ¿qué te propones, tú? ¿Te vas a ir de casa en secreto y todo eso?

Con el dedo en los labios, adopté una expresión misteriosa. —No te lo puedo explicar, Sonny —dije solemnemente—. Información del máximo secreto.

—Formidable, tú —dijo Sonny Ibrahim, enseñándome en treinta segundos cómo abrir el maletero con ayuda de una tira de plástico rosa delgada. —Quédatela, tú —me dijo—. La necesitarás más que yo.

Érase una vez una madre que, para convertirse en madre, accedió a cambiar de nombre; que se impuso a sí misma la tarea de enamorarse de su marido pedazo a pedazo, pero nunca logró amar una parte, aquella parte, por extraño que parezca, que hizo posible su maternidad; cuyos pies cojeaban por las verrugas y cuyas espaldas se doblaban bajo las culpas acumuladas del mundo; cuyo marido tenía un órgano imposible de amar que no pudo recuperarse de los efectos de una congelación; y que, como su marido, sucumbió finalmente a los misterios de los teléfonos, pasándose largos minutos escuchando las palabras de personas que se equivocaban de número… poco después de mi décimo cumpleaños (cuando me había recuperado de la fiebre que, recientemente, ha vuelto a atormentarme tras un intervalo de casi veintiún años), Amina Sinai reanudó su reciente costumbre de salir de forma repentina, y siempre inmediatamente después de una llamada equivocada, para hacer compras urgentes. Pero ahora, escondido en el maletero del Rover, viajaba con ella un polizón, que permanecía echado y protegido por cojines robados, agarrando una delgada tira de plástico rosa.

¡Oh, cuántos sufrimientos padece uno en nombre de la justicia! ¡Qué magulladuras y qué porrazos! ¡Qué forma de aspirar el aire de caucho del maletero a través de unos dientes sacudidos! Y constantemente, el miedo a ser descubierto… «¿Y si realmente fuera de compras? ¿Se abrirá de pronto el maletero? ¿Meterán dentro de pronto gallinas vivas, con las patas atadas y las alas cortadas, invadirán unas aves revoloteantes y picoteantes mi escondrijo? Si me ve, Dios santo, ¡tendré que guardar silencio una semana!» Con las rodillas metidas bajo la barbilla —protegida de los rodillazos por un viejo almohadón descolorido— viajaba a lo desconocido en el vehículo de la perfidia materna. Mi madre era una conductora cuidadosa; iba despacio, y doblaba las esquinas con mimo; pero después yo estaba lleno de cardenales y Mary Pereira me riñó sensatamente por meterme en peleas: —¡Arré Dios mío qué veo es un milagro que no te hayan hecho pedazos completamente Dios santo qué vas a ser de mayor chico negro y malo haddi-phaelwan luchador esquelético!

Para olvidarme de la oscuridad llena de sacudidas, yo penetraba, con suma precaución, en la parte de la mente de mi madre que se encargaba de conducir y, como resultado, podía seguir nuestra ruta. (Y, también, percibir en la mente normalmente ordenada de mi madre un alarmante grado de desorden. En esos días, yo estaba empezando ya a clasificar a la gente por su grado de orden interno, y a descubrir que prefería al tipo más lioso, cuyos pensamientos, derramándose constantemente entre sí, de forma que las imágenes de una comida anticipada se mezclaban con el serio asunto de cómo ganarse la vida y las fantasías sexuales se sobreponían a las meditaciones políticas, guardaban una relación más estrecha con el revoltijo confuso de mi propio cerebro, en el que todo chocaba con todo y el punto blanco de la conciencia saltaba, como una pulga enloquecida, de una cosa a otra… Amina Sinai, cuyos diligentes instintos de orden le habían dado un cerebro de limpieza casi anormal, era una curiosa aparición nueva en las filas de la confusión.)

Nos dirigíamos al norte, por delante del hospital de Breach Candy y del templo de Mahalaxmi, al norte a lo largo de Hornby Vellard, por delante del estadio de Vallabhbhai Patel y de la isla con la tumba del Haji Ali, al norte de lo que fue en otro tiempo (antes de que el sueño del primer William Methwold se hiciera realidad) la isla de Bombay. Nos dirigíamos hacia la masa anónima de casas de apartamentos y pueblos pesqueros y fábricas textiles y estudios de cine en que se convertía la ciudad en esas zonas septentrionales (¡no muy lejos de aquí! ¡No muy lejos, en absoluto, de donde me siento viendo pasar los trenes de cercanías!)… una zona que, en aquellos días, era totalmente desconocida para mí; rápidamente me desorienté y tuve que reconocerme a mí mismo que me había perdido. Por fin, bajando por una calle lateral poco atractiva, llena de pernoctadores en cañerías de desagüe y de talleres de reparación de bicicletas y de hombres y muchachos harapientos, nos detuvimos. Enjambres de niños asaltaron a mi madre cuando bajó; ella, que no era capaz de espantar una mosca, les repartió moneditas, aumentando así enormemente la multitud. Finalmente, se libró de ellos y bajó por la calle; había un chico que suplicaba: —¿Te saco brillo al coche, Begum? ¿Un brillo de primera máxima calidad, Begum? ¿Te guardo el coche hasta que vuelvas, Begum? ¡Soy un guardián muy bueno, pregunta a quien quieras! —… Con cierto pánico, esperé la respuesta de ella. ¿Cómo iba a salir de aquel maletero ante los ojos de un golfillo-guardián? Resultaría embarazoso; y, además, mi aparición hubiera producido sensación en la calle… pero mi madre dijo—: No. —Estaba ya desapareciendo calle abajo; el abrillantador y vigilante en potencia renunció por fin; hubo un momento en que todos los ojos se volvieron para ver pasar otro coche, sólo por si acaso éste también se detenía para vomitar a una señora que repartiera monedas como si fueran cacahuetes; y en ese instante (había estado mirando por varios pares de ojos para ayudarme a elegir el momento) realicé mi truco con el plástico rosa y me encontré en la calle en un relámpago, junto a un maletero de coche cerrado. Apretando ferozmente los labios, y haciendo caso omiso de todas las manos extendidas, me puse en marcha en la dirección que había tomado mi madre, como un detective de bolsillo con la nariz de un sabueso y un tambor sonoro golpeando en el lugar en que hubiera debido estar mi corazón… y llegué, unos minutos más tarde, al Pioneer Café.

Cristal sucio en la ventana; cristales sucios en las mesas… el Pioneer Café no era gran cosa comparado con los Gaylords y los Kwalitys de las partes más atractivas de la ciudad; un auténtico antro cochambroso, con cartones pintados que proclamaban DELICIOSO LASSI y FANTABULOSO FALOODA y BHEL-PURI AL ESTILO BOMBAY, con música de fondo de peliculillas que atronaba desde una radio barata situada junto a la caja, una sala larga estrecha verdosa alumbrada con un neón parpadeante, un mundo prohibido en el que hombres de dientes rotos se sentaban en mesas cubiertas de hule con naipes arrugados y ojos sin expresión. Pero, a pesar de su decrepitud mugrienta, el Pioneer Café era un almacén de muchos sueños. Todas las mañanas, a primera hora, estaba lleno de los-que-nunca-habían-hecho-nada-bueno de mejor aspecto de la ciudad, de todos los goondas y conductores de taxi y contrabandistas de poca monta y apostadores profesionales de carreras de caballos que en otro tiempo, hacía mucho, habían llegado a la ciudad soñando con ser estrellas de cine, desde hogares grotescamente vulgares y plazos de préstamos usurarios; porque todas las mañanas, a las seis, los grandes estudios enviaban pequeños empleados al Pioneer Café a fin de cazar extras para el rodaje del día. Durante media hora todas las mañanas, mientras D. W. Rama Studios y Filmistan Talkies y R. K. Films hacían su elección, el Pioneer era el centro de todas las ambiciones y esperanzas de la ciudad; luego, los descubridores de talentos del estudio se marchaban, acompañados por los afortunados del día, y el Café se vaciaba, cayendo en su habitual sopor, iluminado por el neón. Alrededor de la hora de la comida, un grupo de sueños diferentes entraba en el Café, para pasarse la tarde encorvado sobre las cartas y Deliciosos Lassi y ásperos biris: hombres diferentes con diferentes esperanzas: entonces yo no lo sabía, pero el Pioneer de la tarde era un conocido lugar de reunión del Partido Comunista.

Era por la tarde; vi entrar a mi madre en el Pioneer Café; sin atreverme a seguirla, me quedé en la calle, apretando la nariz contra un rincón lleno de telarañas del sucio cristal de la ventana; haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad que me echaban —porque mis pantalones blancos, aunque manchados por el maletero, estaban sin embargo almidonados; mi pelo, aunque despeinado por el maletero, estaba bien aceitado; y mis zapatos, rozados como estaban, seguían siendo las playeras de un niño próspero—, la seguí con la vista mientras ella pasaba vacilando y renqueante por las verrugas por delante de mesas desvencijadas y hombres de ojos duros; vi cómo mi madre se sentaba a una mesa en sombra del extremo más lejano de la estrecha caverna; y entonces vi al hombre que se levantó para saludarla.

La piel de la cara le colgaba en pliegues que revelaban que, en otro tiempo, había estado demasiado gordo; tenía los dientes manchados de paan. Vestía una kurta blanca y limpia, con bordados de Lucknow alrededor de los ojales. Tenía el pelo largo, poéticamente largo, colgándole laciamente sobre las orejas; pero la parte superior de su cabeza era calva y brillante. Unas sílabas prohibidas resonaron en mis oídos: Na. Dir. Nadir. Comprendí que deseaba desesperadamente no haberme decidido nunca a venir.

Érase una vez un marido subterráneo que huyó, dejando amorosos mensajes de divorcio; un poeta cuyos versos ni siquiera rimaban y cuya vida fue salvada por perros sin dueño. Tras un decenio perdido, surgía de Dios-sabe-dónde, con la piel colgándole fláccida en recuerdo de su gordura de otro tiempo; y, como su esposa de hace-mucho-tiempo, había adquirido un nuevo nombre… Nadir Khan era ahora Qasim Khan, candidato oficial del Partido Comunista de la India. Lal Qasim. Qasim el Rojo. No hay nada que no tenga un sentido: no sin razón son los rubores rojos. Mi tío Hanif dijo: «¡Ojo con los comunistas!», y mi madre se puso escarlata; la política y los sentimientos se reunieron en sus mejillas… a través de la pantalla de cine sucia, cuadrada y vidriosa de la ventana del Pioneer Café, contemplé cómo Amina Sinai y quien-no-era-ya-Nadir representaban su escena de amor; actuaban con la ineptitud de auténticos aficionados.

Sobre la mesa cubierta de hule, un paquete de cigarrillos: State Express 555. También los números tienen su significado: 420, el nombre dado a los fraudes; 1001, el número de la noche, de la magia, de las otras realidades posibles… un número amado por los poetas y detestado por los políticos, para los que toda versión alternativa del mundo es una amenaza; y 555, que durante años consideré el más siniestro de los números, ¡la cifra del Diablo, la Gran Bestia, Shaitán mismo! (Cyrus-el-grande me lo dijo, y no pensé en la posibilidad de que se equivocara. Pero lo estaba: el auténtico número demoníaco no es el 555 sino el 666; sin embargo, en mi mente, un aura oscura flota en torno a esos tres cincos hasta hoy.)… Pero me estoy dejando llevar. Baste decir que la marca favorita de Nadir-Qasim era la susodicha State Express; que el número cinco estaba tres veces repetido en el paquete; y que sus fabricantes eran W. D. & H. O. Wills. Incapaz de mirar el rostro de mi madre, me concentré en el paquete de cigarrillos, pasando de un plano de los dos amantes a ese primerísimo plano de nicotina.

Pero ahora unas manos entran en campo: primero las manos de Nadir-Qasim, con su poética blandura un tanto encallecida en esos tiempos; unas manos que revolotean como llamas de vela, deslizándose hacia adelante por el hule y retrocediendo luego de golpe; después unas manos de mujer, negras como el azabache, que avanzan poco a poco como elegantes arañas; manos que se levantan, abandonando el mantel de hule, manos que se ciernen sobre tres cincos, iniciando la más extraña de las danzas, subiendo, bajando, rodeándose mutuamente, tejiéndose y destejiéndose entre sí, manos que ansían tocar, manos que se tienden se tensan se estremecen quieren ser… pero siempre, al final, retroceden de golpe, y unas yemas de dedos evitan a otras yemas de dedos, porque lo que estoy viendo aquí, en mi pantalla de cine de cristal sucio, es, después de todo, una película india, en la que el contacto físico está prohibido para que no corrompa a la espectadora flor de la juventud india; y hay pies bajo la mesa y rostros sobre ella, pies que avanzan hacia otros pies, rostros que se inclinan suavemente hacia otros rostros, pero se apartan bruscamente por un cruel corte del censor… dos extraños, cada uno de los cuales lleva un nombre de cine que no es su nombre de nacimiento, representan unos papeles que sólo les gustan a medias. Me fui del cine antes de terminar, para volver a meterme en el maletero del Rover sin brillo ni vigilancia, deseando no haber ido a ver aquello, e incapaz de no desear verlo todo otra vez.

Lo que vi al final mismo: las manos de mi madre levantando un vaso medio vacío de Delicioso Lassi; los labios de mi madre apretándose suave, nostálgicamente contra el manchado cristal; las manos de mi madre dándole el vaso a su Nadir-Qasim; el cual aplicó también, al lado opuesto del vaso, su propia y poética boca. Así fue cómo la vida imitó al arte malo, y la hermana de mi tío Hanif llevó el erotismo del beso indirecto a la sordidez de neón verde del Pioneer Café.

Para resumir: en pleno verano de 1957, en el apogeo de una campaña electoral, Amina Sinai se ruborizó inexplicablemente ante una mención casual del Partido Comunista de la India. Su hijo —en cuyos turbulentos pensamientos había sitio aún para una obsesión más, porque un cerebro de diez años puede albergar cualquier número de fijaciones— la siguió hasta el norte de la ciudad, espiando una escena de amor impotente llena de dolor. (Ahora que Ahmed Sinai estaba congelado, Nadir-Qasim no estaba siquiera en desventaja sexual; desgarrada entre un marido que se encerraba en su oficina para maldecir chuchos y un ex marido que en otro tiempo, amorosamente, había jugado al tiro-a-la-escupidera, Amina Sinai se veía condenada a besar vasos y a danzar con las manos.)

Preguntas: ¿utilicé alguna vez, después de aquélla, los servicios del plástico rosa? ¿Volví al café de los extras y los marxistas? ¿Enfrenté a mi madre con la naturaleza nefanda de su delito… porque qué madre puede dedicarse a… no importa lo que hace-mucho-tiempo… delante mismo de los ojos de su único hijo, cómo había podido cómo había podido cómo había podido? Respuestas: no lo hice; no lo hice; no lo hice.

Lo que sí hice: cuando ella se iba «de compras», me metía en sus pensamientos. Al no estar ansioso ya por tener pruebas con mis propios ojos, viajaba en la cabeza de mi madre, hasta el norte de la ciudad; con ese incógnito inverosímil, me sentaba en el Pioneer Café y oía las conversaciones acerca de las perspectivas electorales de Qasim el Rojo; incorpóreo pero presente, seguía a mi madre cuando acompañaba a Qasim en sus visitas, subiendo y bajando a las casas de apartamentos del distrito (¿eran los mismos chawls que mi padre había vendido recientemente, abandonando a los inquilinos a su suerte?), cuando lo ayudaba a arreglar los grifos de agua e importunaba a los propietarios para que hicieran reparaciones y desinfecciones. Amina Sinai se movía entre los desheredados en nombre del Partido Comunista… hecho que nunca dejaba de asombrarla. Quizá lo hacía por el creciente empobrecimiento de su propia vida; pero a los diez años yo no estaba dispuesto a compadecerla y, a mi modo, comencé a soñar sueños de venganza.

Se dice que Harún-al-Rashid, el legendario califa, disfrutaba moviéndose de incógnito entre la población de Bagdad; Yo, Saleem Sinai, he viajado también en secreto por los apartados caminos de mi ciudad, pero no puedo decir que me divirtiera mucho.

Descripciones realistas de lo exagerado y lo estrafalario, y lo contrario, a saber, versiones elevadas y estilizadas de lo cotidiano… esas técnicas, que son también actitudes mentales, las he tomado —o quizá absorbido— del más formidable de los hijos de la medianoche, mi rival, mi compañero de cambiazo, el supuesto hijo de Wee Willie Winkie: Shiva-el-de-las-rodillas. Eran técnicas que, en su caso, eran totalmente aplicadas sin ningún pensamiento consciente, y su efecto era crear un cuadro del mundo de asombrosa uniformidad, en el que se podían mencionar despreocupadamente, de pasada por decirlo así, los horrorosos asesinatos de prostitutas que empezaban a llenar la prensa barriobajera en aquellos días (mientras sus cadáveres llenaban los barrios bajos), al mismo tiempo que hablaba larga y apasionadamente de los intrincados detalles de alguna mano de cartas. La muerte y la derrota en el rami eran una misma cosa para Shiva; de ahí su violencia aterradora, indiferente, que al final… pero, para empezar por el principio:

Aunque, lo reconozco, es culpa mía, tengo que decir que si pensáis en mí simplemente como en una radio, sólo entenderéis la mitad de la verdad. El pensamiento es a menudo pictórico o simplemente emblemático, en tanto que verbal; y de todas formas, para comunicarme con, y comprender a, mis colegas de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche, tuve necesidad de avanzar rápidamente más allá de la fase verbal. Al llegar a sus mentes infinitamente variadas, tuve que meterme bajo la capa superficial de sus pensamientos frontales en lenguas incomprensibles, con el efecto obvio (y anteriormente demostrado) de que se daban cuenta de mi presencia. Recordando el resultado espectacular que había tenido esa conciencia en el caso de Evie Burns, me esforcé por mitigar el choque de mi entrada. En todos los casos, mi primera transmisión estándar era una imagen de mi rostro, sonriendo de una forma que creía ser tranquilizadora, amistosa, confiada y propia de un dirigente, y una mano amistosamente tendida. Había, sin embargo, problemas de dentición.

Me costó un poco comprender que la imagen de mí mismo resultaba muy deformada por mi propia timidez sobre mi aspecto; de forma que el retrato que enviaba a través de las ondas de pensamiento de la nación, con una mueca como la del gato de Cheshire, era tan horroroso como podía ser ningún retrato, al presentar una nariz prodigiosamente ampliada, una barbilla absolutamente inexistente y manchas gigantes en ambas sienes. No es de extrañar que, con frecuencia, fuera saludado con aullidos de alarma mental. También yo me asustaba de forma análoga por las imágenes de sí mismos de mis compañeros de diez años. Cuando descubrimos lo que pasaba, animé a los miembros de la Conferencia, uno por uno, a que se mirasen en un espejo o en un charco de agua tranquila; y así conseguimos averiguar qué aspecto teníamos realmente. Los únicos problemas fueron que nuestro miembro de Kerala (el cual, recordaréis, podía viajar a través de los espejos) acabó por salir accidentalmente por el espejo de un restaurante de la zona más elegante de Nueva Delhi, y tuvo que batirse apresuradamente en retirada; y el miembro de ojos azules de Cachemira se cayó al lago y cambió de sexo accidentalmente, entrando como chica y saliendo de guapo muchacho.

Cuando me presenté por primera vez a Shiva, vi en su mente la imagen aterradora de un chico pequeño, de cara de rata, con los dientes limados y dos de las mayores rodillas que el mundo había conocido.

Enfrentado a un retrato de tan grotescas proporciones, dejé que la sonrisa de mi propia imagen radiante se debilitara un tanto; mi mano extendida comenzó a titubear y a crisparse. Y Shiva, sintiendo mi presencia, reaccionó al principio con furia desatada; grandes olas hirvientes de cólera me escaldaron el interior de la cabeza, pero entonces: —Eh —mira— ¡sé quién eres tú! ¿Eres el chico rico de la Hacienda de Methwold, no? —Y yo, igualmente asombrado—: ¡El hijo de Winkie… el que dejó tuerto a Raja de Ojo! —Su autoimagen se hinchó de orgullo—. Sí, yaar, ése soy yo. ¡Nadie puede meterse conmigo, tú! —El reconocimiento hizo que yo no dijera más que trivialidades—: ¡Vaya! ¿Y cómo está tu padre, por cierto? Ya no viene por aquí… —Y él, con lo que se parecía mucho al alivio—: ¿Él, tú? Mi padre murió.

Una pausa momentánea; luego perplejidad —no cólera ahora— y Shiva: —Oye, yaar, eso está pero que muy bien… ¿cómo lo haces?— Yo inicié mi explicación habitual, pero al cabo de unos instantes me interrumpió—: ¡Vaya! Oye, mi padre me dijo que yo nací exactamente a medianoche, de manera que… te das cuenta, ¡eso nos convierte a los dos en jefes de esa banda tuya! La medianoche es lo mejor, ¿no es eso? De forma que… ¡esos otros chicos tendrán que hacer lo que les digamos! —Aquello hizo surgir ante mis ojos la imagen de una segunda, y más potente, Evelyn Lilith Burns… rechazando esa idea poco amable, le expliqué—: No era ésa precisamente mi idea de la Conferencia; yo había pensado en algo más como, ya sabes, una especie de federación libre entre iguales, en la que todas las opiniones pudieran expresarse abiertamente… —Algo parecido a un violento resoplido retumbó por las paredes de mi cabeza—. Eso, tú, no es más que basura. ¿Qué podemos hacer con una banda así? Las bandas tienen que tener jefes de banda. Mírame a mí… —(otra vez se hinchó de orgullo)—. Llevo dirigiendo una banda aquí en Matunga dos años. Desde que tenía ocho. Chicos mayores y todo eso. ¿Qué te parece? —Y yo, sin querer—: ¿Qué hace tu banda… tiene un código y todo eso? —La risa de Shiva en mis oídos…— Sí, muchachito rico: un código. ¡Todo el mundo hace lo que yo digo o le saco los hígados con mis rodillas! —Desesperadamente, seguí intentando ganar a Shiva para mi causa—: El caso es que debemos estar aquí con una finalidad ¿no crees? Quiero decir que tiene que haber una razón, ¿no estás de acuerdo? Por eso lo que yo pensaba es que deberíamos tratar de averiguar cuál es, y entonces, ya sabes, dedicar nuestras vidas a ello o algo así… —Niño rico —gritó Shiva—, ¡no sabes una palabra de nada! ¿Qué finalidad, tú? ¿Qué hay en todo este mundo cabrón que tenga una razón, yara? ¿Por qué razón eres tú rico y yo pobre? ¿Dónde está la razón para morirse de hambre, tú? ¡Sólo Dios sabe cuántos millones de puñeteros imbéciles hay en este país, tú, y crees que eso tiene una finalidad! Te voy a decir una cosa: hay que conseguir lo que se pueda, hacer con ello lo que se pueda, y luego morirse. Ésa es la única razón, niño rico. ¡Todo lo demás es jodida palabrería!

Y ahora yo, en mi cama de medianoche, empiezo a temblar… —Pero la Historia —digo—, y el Primer Ministro me escribió una carta… y no crees al menos en… quién sabe lo que podríamos… —Él, mi otro yo, Shiva, me interrumpió—: Oye, muchachito… tienes unas ideas tan disparatadas que ya veo que voy a tener que hacerme cargo yo del asunto. ¡Díselo a todos esos chicos-fenómenos!

Nariz y rodillas y rodillas y nariz… la rivalidad que empezó esa noche no terminaría nunca, hasta que dos cuchillos penetraron, cada vez másmásmás… no puedo decir si el espíritu de Mian Abdullah, al que los cuchillos mataron años antes, se había filtrado en mí, imbuyéndome la idea del federalismo libre y haciéndome vulnerable a los cuchillos; pero en aquel momento encontré el valor suficiente para decirle a Shiva: —No puedes dirigir la Conferencia; sin mí, ¡ni siquiera podrán oírte!

Y él, confirmando la declaración de guerra: —Niño rico, serán ellos los que quieran saber de mí; ¡intenta detenerme si te atreves!

—Sí —dije—, lo intentaré.

Shiva, el dios de la destrucción, que es también la más poderosa de las deidades; Shiva, el más grande de los bailarines; el que cabalga sobre un toro; al que ninguna fuerza puede resistir… Shiva, el muchacho, nos dijo, había tenido que luchar para sobrevivir desde su más temprana infancia. Y cuando su padre, alrededor de un año antes, perdió por completo la voz para cantar, Shiva tuvo que defenderse contra el celo paternal de Wee Willie Winkie. —¡Me vendó los ojos, tú! ¡Me puso un trapo alrededor de los ojos y me llevó a la terraza del chawl, tú! ¿Sabes lo que tenía en la mano? ¡Un jodido martillo, tú! ¡Un martillo! El hijoputa me quería destrozar las piernas, tú… resulta, comprendes, niño rico, que les hacen eso a los chicos para que puedan ganar siempre dinero mendigando… ¡sacas más si estás todo roto, tú! De modo que me tira al suelo y me quedo echado en la terraza, tú; y entonces… —Y entonces el martillo cae hacia las rodillas, mayores y más nudosas que las de ningún policía, un blanco fácil, pero ahora las rodillas entran en acción, más rápidas que el rayo las rodillas se abren… sintieron el aliento del martillo que se abatía y se separaron por completo; y entonces el martillo se clava entre las rodillas, sostenido todavía por la mano de su padre; y entonces, las rodillas se juntan con fuerza como puños. El martillo cae con estrépito en el cemento. La muñeca de Wee Willie Winkie, aprisionada entre las rodillas de su hijo de ojos vendados. Un aliento ronco se escapa de los labios del acongojado padre. Y las rodillas siguen cerrándose cada vez másmás, apretando más y más, hasta que se oye un crujido—. ¡Le rompí la puñetera muñeca, tú! Le estuvo bien empleado… ¿bonito, no? ¡Te lo juro!

Shiva y yo nacimos bajo el Capricornio naciente; esa constelación me dejó en paz, pero le dio a Shiva su don. Capricornio, como os dirá cualquier astrólogo, es el cuerpo celeste que tiene poder sobre las rodillas.

El día de las elecciones de 1957, el Congreso Panindio se llevó un buen susto. Aunque ganó las elecciones, doce millones de votos convirtieron a los comunistas en el mayor partido de la oposición; y en Bombay, a pesar de los esfuerzos de Boss Patil, gran número de electores no pusieron sus cruces junto al símbolo de la vaca-sagrada-con-ternero-mamando del Congreso, prefiriendo los pictogramas menos emotivos del Samyukta Maharashtra Samiti y el Maha Gujarat Parishad. Cuando se discutió el peligro comunista en nuestro altozano, mi madre siguió ruborizándose; y nos resignamos a la partición del Estado de Bombay.

Un miembro de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche desempeñó un pequeño papel en aquellas elecciones. Shiva, el supuesto hijo de Winkie, fue contratado por —bueno, tal vez no deba decir el nombre del partido; pero sólo un partido disponía realmente de grandes sumas para gastar— y, el día de la votación, él y su banda, que se llamaba a sí misma Los Cowboys, pudieron ser vistos en la parte de afuera de un colegio electoral del norte de la ciudad, unos sosteniendo fuertes y sólidos palos, otros jugueteando con piedras y otros más limpiándose los dientes con cuchillos, y todos ellos animando al electorado a hacer uso de su voto con sabiduría y prudencia… y, cuando los colegios cerraron, ¿se rompieron los precintos de las urnas? ¿Hubo pucherazo? En cualquier caso, cuando se hizo el recuento de votos se vio que Qasim el Rojo no había obtenido un escaño por muy poco; y los patrones de mi rival se sintieron muy satisfechos.

… Pero ahora Padma dice, suavemente: —¿Qué día fue eso? —Y, sin pensar, respondo—: Un día de primavera. —Y entonces se me ocurre que he cometido otro error: que las elecciones de 1957 se celebraron antes, y no después, de mi décimo cumpleaños; pero aunque he rastrillado mis sesos, mi memoria se niega, tozudamente, a alterar la secuencia de los acontecimientos. Esto es preocupante. No sé qué es lo que no funciona.

Ella me dice, tratando inútilmente de consolarme: —¿Por qué pones esa cara tan larga? ¡Todo el mundo olvida continuamente cosas sin importancia!

Pero si las cosas sin importancia se olvidan, ¿las seguirán pronto las importantes?