MERCUROCROMO
Padma —nuestra regordeta Padma— está espléndidamente enfurruñada. (No sabe leer y, como a todos los aficionados al pescado, no le gusta que otros sepan nada que ella no sabe. Padma: fuerte, divertida, un consuelo en mis últimos días. Pero, indudablemente, el perro del hortelano.) Intenta camelarme para que deje el escritorio: —Come, na, la comida se estropea. —Yo sigo tozudamente doblado sobre el papel—. Pero ¿qué hay tan precioso —pregunta Padma, mientras su mano derecha corta el aire arriba y abajo exasperada— que necesite toda esa mierda de escritura? —Yo le contesto: ahora que he prescindido de los detalles de mi nacimiento, ahora que la sábana perforada se alza entre médico y paciente, no puedo volverme atrás. Padma resopla. Una muñeca golpea contra una frente—. Está bien, muérete de hambre, muérete, ¿a quién le importa dos pice? —Otro resoplido más fuerte, concluyente… pero no se lo tomo en cuenta. Durante todo el día revuelve una cuba burbujeante para ganarse la vida; alguna cosa caliente y avinagrada la ha atufado esta noche. Gruesa de cintura, un tanto peluda de antebrazos, se contonea, gesticula, sale. Pobre Padma. Las cosas la están fastidiando siempre. Quizá incluso su nombre: de forma bastante comprensible, porque su madre le dijo, cuando era aún pequeña, que le habían puesto el nombre de la diosa del loto, cuya denominación más corriente entre las gentes de la aldea es «La que posee el estiércol».
En el renovado silencio, vuelvo a las hojas de papel, que huelen sólo un poco a cúrcuma, pronto y dispuesto a librar de sus desdichas al relato que dejé ayer en el aire… ¡lo mismo que Scheherazada, cuya supervivencia dependía de dejar al príncipe Shahryar muerto de curiosidad, hacía noche tras noche! Empezaré enseguida: revelando que las premoniciones de mi abuelo en el pasillo no carecían de fundamento. En los meses y años que siguieron, cayó bajo lo que sólo puedo describir como el hechizo de aquella enorme —y todavía impoluta— tela perforada.
—¿Otra vez? —decía la madre de Aadam, poniendo los ojos en blanco—. Te aseguro, hijo mío, que esa chica sólo está tan enferma como consecuencia de un exceso de mimos. Demasiados dulces y caprichos, por falta de la mano firme de una madre. Pero vete, atiende a tu paciente invisible; tu madre está bien con su jaquequilla de nada.
En aquellos años, comprendéis, Naseem Ghani, la hija del terrateniente, contrajo un número bastante extraordinario de enfermedades sin importancia, y cada vez se enviaba a un shikara wallah para llamar al doctor Sahib alto y joven de la narizota, que se estaba labrando semejante reputación en el valle. Las visitas de Aadam Aziz a la alcoba del haz de luz y las tres luchadoras se convirtieron en sucesos casi semanales; y en cada ocasión se le concedía una visión fugaz, a través de la sábana mutilada, de un círculo de siete pulgadas diferente del cuerpo de la joven. Al dolor de vientre inicial le sucedió un tobillo derecho muy ligeramente torcido, un uñero en el dedo gordo del pie izquierdo, un corte diminuto en la parte inferior de la pantorrilla izquierda. («El tétanos es asesino, doctor Sahib», dijo el terrateniente, «mi Naseem, no debe morir de un rasguño».) Estuvo el asunto de la rodilla derecha tiesa que el médico tuvo que manipular a través del agujero de la sábana… y algún tiempo después la enfermedad saltó hacia arriba, evitando algunas zonas inmencionables, y comenzó a proliferar en torno a la mitad superior de la chica. Padecía una cosa misteriosa que su padre llamaba putrefacción de los dedos y que hacía descamarse la piel de sus manos; debilidad en los huesos de las muñecas, para la que Aadam recetó comprimidos de calcio; y ataques de estreñimiento, para los que le dio un plato de caolín, porque no se podía ni pensar en que se le permitiera administrarle un enema. La chica tenía fiebres y también temperaturas infranormales. En esas ocasiones, se le ponía el termómetro bajo el brazo y él solía tartamudear algo sobre la relativa ineficacia del método. En la axila opuesta se le produjo una vez una ligera tinea chloris y él se la espolvoreó con un polvo amarillo; después de ese tratamiento —que exigió que él frotase el polvo suave pero firmemente para que penetrase, aunque aquel cuerpo blanco y secreto comenzó a estremecerse y temblar y él oyó una risa incontenible que venía de la sábana, porque Naseem Ghani era muy cosquillosa— el picor desapareció, pero Naseem encontró pronto otra serie de males. Se ponía anémica en verano y bronquítica en invierno. («Sus conductos son sumamente delicados», explicaba Ghani, «como pequeñas flautas».) Lejos, la Gran Guerra iba de crisis en crisis, mientras en aquella casa cubierta de telarañas el doctor Aziz se encontraba también en guerra total contra los inagotables males de su compartimentada paciente. Y, en todos esos años de la guerra, Naseem jamás repitió una enfermedad. —Lo que sólo prueba —le dijo Ghani— que es usted un buen médico. Cuando la cura, la cura de veras. Pero ¡ay! —se golpeó la frente— languidece recordando a su difunta madre, pobre criatura, y su cuerpo sufre. Es una hija demasiado afectuosa.
Así, gradualmente, el doctor Aziz llegó a tener en la mente una imagen de Naseem, un collage mal ensamblado de sus partes separadamente inspeccionadas. Ese fantasma de una mujer en porciones comenzó a perseguirlo, y no sólo en sueños. Encolada por su imaginación, ella lo acompañaba en todas sus visitas, se trasladaba a la sala de estar de su mente, de forma que, al despertarse y dormirse, podía sentir en la punta de los dedos la suavidad de su piel cosquillosa o sus muñecas diminutas y perfectas o la belleza de sus tobillos; podía oler su perfume de lavanda y chambeli; podía oír su voz y su risa involuntaria de niña; pero no tenía cabeza, porque él no le había visto nunca la cara.
La madre de Aadam estaba en cama, abierta de brazos y piernas y echada sobre el estómago. —Ven, ven y apriétame —dijo—, hijo y médico mío cuyos dedos pueden aliviar los músculos de su anciana madre. Aprieta, aprieta, hijo, que tienes aspecto de ganso estreñido. —Él le dio masaje en los hombros. Ella gruñó, se contrajo espasmódicamente, se relajó. —Más abajo ahora —dijo—, ahora más arriba. A la derecha. Está bien. Mi hijo genial que no se da cuenta de lo que está haciendo Ghani el terrateniente. Un hijo muy listo, pero que no adivina por qué esa muchacha está eternamente enferma con sus ridículos trastornos. Escucha, hijo mío, que no ves más allá de tus narices: ese Ghani piensa que eres un buen partido para ella. Educado en el extranjero y demás. ¡Y yo he tenido que trabajar en tiendas y ser desnudada por ojos extraños para que tú te cases con esa Naseem! Claro que tengo razón; si no fuera así, ¿por qué nos iba a hacer caso? —Aziz aprieta a su madre—. Ay Dios, para, no hace falta que me mates porque te diga la verdad.
En 1918 Aadam Aziz vivía ya de sus excursiones regulares a través del lago. Y ahora su ansiedad se hizo más intensa porque era evidente que, después de tres años, el terrateniente y su hija estaban dispuestos a allanar ciertos obstáculos. Ahora, por primera vez, Ghani le dijo: —Un bulto en el pecho derecho preocupante. ¿Es grave, doctor? Mire. Mire bien. Y allí, enmarcado en el agujero, había, perfectamente formado y líricamente encantador, un… —Tengo que tocarlo —dijo Aziz luchando por recuperar la voz. Ghani le dio una palmada en la espalda—. ¡Toque, toque! —dijo gritando—. ¡La mano que cura! El toque salvador, ¿eh, doctor? —Y Aziz alargó la mano—… Perdón por la pregunta, pero, ¿la señora tiene sus días? —… Unas sonrisitas secretas aparecieron en los rostros de las luchadoras. Ghani, asintiendo afablemente—: Sí. No se avergüence, muchacho. Ahora somos una familia y su médico. —Y Aziz—: Entonces no se preocupen. Los bultos desaparecerán cuando pasen sus días —… Y a la siguiente vez—: Un tirón en la parte de atrás del muslo, doctor Sahib. ¡Un dolor muy fuerte! —Y allí, en la sábana, debilitando los ojos de Aadam Aziz, flotaba una nalga soberbiamente torneada e inverosímil… Y ahora Aziz—: Si me permiten… —Y entonces una palabra de Ghani; una respuesta obediente desde detrás de la sábana; alguien tira de una cinta; y el pijama cae de aquel trasero celestial, que se expande maravillosamente a través del agujero. Aadam Aziz se obliga a adoptar una actitud mental médica… alarga la mano… toca. Y se jura a sí mismo, asombrado, que ha visto cómo ese trasero se ruboriza, de una forma tímida pero complaciente.
Aquella noche, Aadam pensaba en el rubor. ¿Actuaba la magia de la sábana a ambos lados del agujero? Con excitación, se imaginaba a su Naseem sin cabeza estremeciéndose bajo el escrutinio de sus ojos, su termómetro, su estetoscopio, sus dedos, e intentando hacerse una idea de él en su mente. Ella estaba en desventaja, desde luego, al no haber visto más que sus manos… Aadam comenzó a esperar, con desesperación ilícita, que Naseem Ghani tuviera jaqueca o se hiciera un arañazo en la invisible barbilla, a fin de que pudieran verse cara a cara. Sabía que sus sentimientos eran muy poco profesionales; pero no hizo nada por sofocarlos. No podía hacer mucho. Habían cobrado vida propia. En pocas palabras: mi abuelo se había enamorado, y había llegado a considerar la sábana perforada como algo sagrado y mágico, porque a través de ella había visto cosas que habían llenado el agujero interior que se le produjo cuando fue golpeado en la nariz por un montículo e insultado por Tai el barquero.
El día que terminó la Guerra Mundial, Naseem tuvo el ansiado dolor de cabeza. Esas coincidencias históricas han plagado, y quizá manchado, la existencia de mi familia en el mundo.
Apenas se atrevía a mirar lo enmarcado por el agujero de la sábana. Quizá ella era espantosa; tal vez eso explicaba todo aquel teatro… y miró. Y vio un rostro suave que no era nada feo, un fondo acolchado para unos ojos resplandecientes, de piedra preciosa, que eran castaños con pintitas de oro: ojos de tigre. El enamoramiento del doctor Aziz fue completo. Y Naseem no pudo contenerse: —Dios santo, doctor, ¡qué nariz! —Ghani, colérico—: Hija, cuida tus… —Pero paciente y médico se reían juntos y Aziz dijo—: Sí, sí, es un ejemplar notable. Me dicen que hay dinastías aguardando dentro… —Y se mordió la lengua porque había estado a punto de añadir: «… como mocos».
Y Ghani, que había aguantado a ciegas junto a la sábana tres largos años, sonriendo y sonriendo y sonriendo, comenzó a sonreír una vez más con su sonrisa secreta, que se reflejaba en los labios de las luchadoras.
Entretanto, Tai el barquero había tomado la decisión no explicada de dejar de lavarse. En un valle inundado de lagos de agua dulce, donde hasta la gente más pobre podía enorgullecerse (y se enorgullecía) de su limpieza, Tai prefería apestar. Desde hacía tres años no se había bañado ni lavado después de atender a sus necesidades naturales. Llevaba la misma ropa, sin lavar, un año tras otro; su única concesión al invierno era ponerse su chugha sobre el putrefacto pijama. El cestito de brasas que llevaba dentro de la chugha, al estilo cachemiro, para mantenerse caliente en el intenso frío, sólo estimulaba y acentuaba sus malos olores. Cogió la costumbre de dejarse ir a la deriva lentamente por delante del hogar de Aziz, dejando que las horribles emanaciones de su cuerpo atravesaran el jardincito y penetraran en la casa. Las flores se marchitaban; los pájaros abandonaban el alféizar de la ventana del viejo Aziz padre. Naturalmente, Tai perdía trabajos; especialmente los ingleses se mostraban reacios a ser transportados por aquel pozo negro humano. En torno al lago se decía que la mujer de Tai, enloquecida por la repentina suciedad del viejo, le suplicó que le diera una razón. Él le había respondido: «Pregúntaselo a nuestro médico venido del extranjero, pregúntaselo a ese nakkoo, a ese Aziz alemán.» Así pues, ¿era un intento de ofender las hipersensibles narices del doctor (en las que el picor del peligro se había aplacado un tanto bajo las anestesiantes dosis del amor)? ¿O era un gesto de inmutabilidad como desafío a la invasión de la doctori-attaché de Heidelberg? Una vez, Aziz le preguntó al anciano, francamente, a qué venía todo aquello; pero Tai sólo le echó el aliento y se alejó remando. El flato casi derribó a Aziz; cortaba como un hacha.
En 1918, el padre del doctor Aziz, privado de sus pájaros, murió mientras dormía; y enseguida su madre, que había podido vender el negocio de piedras preciosas gracias al éxito de la consulta de Aziz y consideró ahora la muerte de su marido como una piadosa liberación de una vida llena de responsabilidades, se dirigió a su propio lecho mortuorio y siguió a su marido antes de que acabasen los cuarenta días de luto. Para cuando los regimientos indios regresaron, al terminar la guerra, el doctor Aziz era huérfano y libre… salvo por el hecho de que se le había caído el corazón por un agujero de unas siete pulgadas de diámetro.
Un efecto desolador de la conducta de Tai: echó a perder las buenas relaciones del doctor Aziz con la población flotante del lago. Él, que de niño había charlado francamente con pescaderas y vendedoras de flores, vio que lo miraban de reojo. «Pregúntaselo a ese nakkoo, a ese Aziz alemán.» Tai lo había marcado como forastero y, por consiguiente, como persona en la que no se podía fiar por completo. A ellos no les gustaba el barquero, pero encontraban más inquietante la transformación que, evidentemente, había obrado el médico en él. Aziz se encontró con que los pobres recelaban, incluso lo rechazaban; y le dolió mucho. Ahora entendía lo que pretendía Tai: aquel hombre estaba tratando de echarlo del valle.
También la historia de la sábana perforada salió a relucir. Las luchadoras, evidentemente, eran menos discretas de lo que parecían. Aziz comenzó a notar que la gente lo señalaba con el dedo. Las mujeres se reían tontamente tapándose la boca con la mano.
—He decidido que Tai se salga con la suya —dijo. Las tres luchadoras, dos de ellas sosteniendo la sábana y la tercera cirniéndose junto a la puerta, aguzaron el oído a través del algodón de sus orejas. («Le he obligado a mi padre a hacerlo», le había dicho Naseem. «Esas cotillas no podrán seguir cotorreando ahora.») Los ojos de Naseem, enmarcados por el agujero, se hicieron más grandes que nunca.
… Lo mismo que los del propio Aziz cuando, unos días antes, había estado dando vueltas por las calles de la ciudad, había visto llegar el último autobús del invierno, pintado con letreros de colores —delante, SI DIOS QUIERE, en verde sombreado de rojo; detrás, un amarillo sombreado de azul que decía ¡GRACIAS A DIOS! y, en un marrón estallante, ¡LO SIENTO Y ADIÓS!— y había reconocido, a través de una red de nuevas arrugas y ojeras en el rostro, a Ilse Lubin que bajaba…
Ahora, Ghani el terrateniente lo dejaba solo con las guardianas de taponadas orejas: —Para que puedan hablar un poco; la relación entre médico y paciente sólo puede hacerse más profunda en la más estricta intimidad. Ahora lo comprendo, Aziz Sahib… disculpe que antes me entrometiera. —Ahora, la lengua de Naseem se movía de una forma cada vez más libre—: ¿Cómo se puede hablar así? ¿Es usted un hombre o una gallina? ¡Irse de casa por culpa de un apestoso barquero!
—Oskar ha muerto —le dijo Ilse, sorbiendo agua de lima fresca, sentada en el takht de la madre de Aziz—. Como un comediante. Fue a hablarles a los soldados y a decirles que no fueran peones. El muy imbécil creyó realmente que la tropa tiraría los fusiles y se iría. Lo vimos desde una ventana y rezamos para que no lo pisotearan simplemente. Para entonces, el regimiento había aprendido a llevar el paso, no los reconocerías. Al llegar a la esquina de la calle, frente a la explanada del desfile, Oskar se tropezó con el cordón del zapato y se cayó en plena calle. Un coche del estado mayor lo atropelló y lo mató. Aquel memo ni siquiera era capaz de atarse bien los zapatos —… había diamantes congelándose en sus pestañas—… Era uno de esos que hacen que los anarquistas tengan mala reputación.
—Está bien —admitió Naseem—, de modo que tienes oportunidad de conseguir un buen puesto. La Universidad de Agra es un sitio famoso, no te creas que no lo sé. ¡Profesor de universidad…! suena bien. Si me dices que te vas por eso, la cosa cambia. —Las pestañas languidecieron en el agujero—. Te echaré de menos, claro…
—Estoy enamorado —le dijo Aadam Aziz a Ilse Lubin. Y más tarde—:… O sea, que sólo la he visto por el agujero de la sábana, a pedazos; y puedo jurar que se le ruboriza el trasero.
—Deben de echar algo en el aire —dijo Ilse.
—Me han dado el puesto, Naseem —dijo Aadam excitado—. Hoy ha llegado la carta. Con efectos de abril de 1919. Tu padre dice que podrá encontrar comprador para mi casa y también para la tienda de piedras preciosas.
—Estupendo —dijo Naseem haciendo pucheros—. De manera que tendré que buscarme otro médico. O quizá recurrir otra vez a esa vieja bruja que no sabe nada de nada.
—Como soy huérfano —dijo el doctor Aziz—, tengo que venir yo mismo en lugar de los miembros de mi familia. Pero de todas formas he venido, Ghani Sahib, por primera vez sin ser llamado. Mi visita no es profesional.
—¡Querido muchacho! —Ghani, dándole palmadas a Aadam en la espalda—. Claro que te casarás con ella. ¡Con una dote de primera! ¡Sin reparar en gastos! ¡Será la boda del año, sin lugar a dudas, sí señor!
—No puedo dejarte aquí si me voy —le dijo Aziz a Naseem. Y Ghani dijo—: ¡Basta de tamasha! ¡No hace falta seguir con esa payasada de la sábana! ¡Dejadla caer, mujeres, ahora son dos enamorados!
—Por fin —dijo Aadam Aziz—, por fin te veo entera. Pero ahora tengo que irme. Tengo visitas que hacer… y una vieja amiga en casa; tengo que decírselo a ella, se alegrará mucho por los dos. Es una buena amiga de Alemania.
—No, Aadam baba —le dijo su criado—, desde esta mañana no he visto a Ilse Begum. Alquiló la shikara del viejo Tai para dar un paseo.
—¿Qué puedo decir, señor? —masculló humildemente Tai—. Me siento realmente muy honrado de que me llamen a casa de un personaje tan importante. Señor, la señora me contrató para una excursión a los Jardines Mogoles, quería hacerla antes de que el lago se helase. Una señora silenciosa, doctor Sahib, no dijo palabra en todo el tiempo. De modo que iba pensando en mis propios pensamientos indignos y privados, como hacen los viejos idiotas, y de repente, cuando miré, ya no estaba en su asiento. Sahib, juro por la cabeza de mi esposa que no es posible ver por encima del respaldo, de forma que ¿cómo iba a saberlo? Créeselo a un barquero viejo y pobre que fue amigo tuyo cuando eras joven…
—Aadam baba —interrumpió el viejo criado—, perdóname pero acabo de encontrar este papel en tu mesa.
—Sé dónde está ella —el doctor Aziz miró fijamente a Tai— No sé por qué sigues metiéndote en mi vida; pero una vez me enseñaste el lugar. Dijiste: algunas extranjeras vienen aquí para ahogarse.
—¿Yo, Sahib? —Tai ofendido, maloliente, inocente—. ¡El dolor hace que la cabeza te juegue malas pasadas! ¿Cómo iba a saber yo eso?
Y después de que un grupo de barqueros de rostro inexpresivo sacaron el cuerpo, hinchado y envuelto en hierbas flotantes, Tai fue al apeadero de las shikaras y les dijo a los hombres que estaban allí, mientras ellos reculaban ante su aliento de buey con disentería: —¡Y me echa la culpa a mí, figuraos! ¡Trae aquí a sus disolutas europeas y me dice que es culpa mía si se tiran al lago…! Y lo que yo digo: ¿cómo sabía él dónde había que mirar? Eso es, preguntádselo, ¡preguntádselo a ese nakkoo de Aziz!
Ella había dejado una nota. Decía así: «No hablaba en serio.»
No haré comentarios; esos acontecimientos, que han salido dando tumbos de mis labios de cualquier modo, mutilados por la prisa y la emoción, no debo juzgarlos yo. Permitidme ser ahora tajante, y decir que, durante el invierno largo y duro de 1918-1919, Tai se puso enfermo, contrayendo una aguda enfermedad de la piel, semejante al mal europeo llamado escrofulismo; pero se negó a ver al doctor Aziz, y fue tratado por un homeópata local. Y en marzo, cuando el lago se desheló, se celebró una boda en una gran marquee levantada en los terrenos de la casa de Ghani el terrateniente. Las capitulaciones matrimoniales garantizaba a Aadam Aziz una suma respetable de dinero, que le ayudaría a construirse una casa en Agra, y la dote incluía, por petición expresa del doctor Aziz, cierta sábana mutilada. La joven pareja se sentaba en un estrado, enguirnaldada y distante, mientras los huéspedes desfilaban, dejando caer rupias en su regazo. Aquella noche, mi abuelo puso la sábana perforada debajo de su novia y de él, y por la mañana estaba adornada con tres gotas de sangre que formaban un pequeño triángulo. Por la mañana se exhibió la sábana y, después de la ceremonia de la consumación, llegó una limousine alquilada por el terrateniente para llevar a mis abuelos a Amritsar, en donde cogerían el Correo de la Frontera. Las montañas se agolparon a su alrededor, contemplando a mi abuelo que dejaba su hogar por última vez. (Volvería, una vez, pero no para volver a marcharse.) Aziz creyó haber visto a un anciano barquero de pie, en tierra, viéndolos pasar… pero probablemente se equivocaba, porque Tai estaba enfermo. La burbuja del templo situado en la cumbre del Sankara Acharya, que los musulmanes se habían acostumbrado a llamar Takht-e-Sulaiman, o Trono de Salomón, no les hizo caso. Los álamos desnudados por el invierno y los campos de azafrán cubiertos de nieve ondularon a su alrededor cuando el coche se dirigió hacia el sur con un viejo maletín que contenía, entre otras cosas, un estetoscopio y una sábana, metido en el portaequipajes. El doctor Aziz sintió, en la boca del estómago, una sensación parecida a la de ingravidez.
O a la de una caída en el vacío.
(… Y ahora hago el papel de fantasma. Tengo nueve años y toda la familia, mi padre, mi madre, el Mono de Latón y yo, estamos en casa de mis abuelos en Agra, y los nietos —yo entre ellos— representamos la habitual comedia de Año Nuevo; y a mí me han dado el papel de fantasma. En consecuencia —y de forma subrepticia, a fin de guardar los secretos de la próxima función— registro la casa en busca de un disfraz espectral. Mi abuelo está fuera, ocupado en sus visitas. Yo estoy en su habitación. Y aquí, encima de este armario, hay un viejo baúl, cubierto de polvo y de arañas, pero sin cerrar. Y aquí, dentro, está la respuesta a mis plegarias. ¡No sólo una sábana, sino una sábana que tiene ya hecho un agujero! Aquí está, dentro de este maletín de cuero que hay dentro del baúl, debajo de un viejo estetoscopio y de un mohoso inhalador Vick… La aparición de la sábana en nuestro espectáculo fue toda una sensación. Mi abuelo le echó una ojeada y se puso en pie rugiendo. Subió a zancadas al escenario y me desenfantasmó delante de todo el mundo. Los labios de mi abuela se fruncieron tanto que parecieron desaparecer. Entre los dos, el uno tronando contra mí con la voz de un barquero olvidado y la otra transmitiéndome su furia a través de unos labios desvanecidos, redujeron al pavoroso fantasma a una ruina lloriqueante. Yo huí, puse pies en polvorosa y corrí al pequeño trigal, sin saber qué había ocurrido. Estuve allí sentado —¡quizá en el mismo lugar en que se sentó Nadir Khan!— durante varias horas, jurándome una y otra vez no abrir más un baúl prohibido y sintiendo un vago resentimiento por el hecho de que, por de pronto, no hubiese estado cerrado. Pero sabía, juzgando por su rabia, que la sábana era algo realmente muy importante.)
Me ha interrumpido Padma, que me trajo la cena y se la llevó luego, chantajeándome: —Bueno, si te vas a pasar todo el tiempo haciéndote polvo la vista con esos garabatos, por lo menos léemelos. —Me cantaban las tripas reclamando la cena… pero quizá la buena de Padma resulte útil, porque no se le puede impedir que critique. La han puesto especialmente furiosa mis comentarios sobre su nombre—. ¿Qué sabes tú, chico de ciudad? —gritó, cortando el aire con la mano—. En mi aldea no es ninguna vergüenza llevar el nombre de la diosa del Estiércol. Escribe enseguida que estás totalmente equivocado. —De acuerdo con los deseos de mi flor de loto, a continuación inserto un breve panegírico del estiércol.
¡Estiércol que fertiliza y hace crecer los cultivos! ¡Estiércol, moldeado a palmaditas en tortas delgadas que parecen chapati, cuando todavía está fresco y húmedo, y vendido a los constructores de la aldea, que lo utilizan para afirmar y reforzar las paredes de las construcciones kachka de barro! ¡Estiércol, cuya llegada por el extremo posterior del ganado explica en gran parte su condición divina y sagrada! Sí, estaba equivocado, reconozco que tenía prejuicios, sin duda porque sus olores poco afortunados se las arreglan para ofender mis sensibles narices… ¡Qué maravilloso, qué inefablemente encantador debe de ser llevar el nombre de la Proveedora del Estiércol!
… El 6 de abril de 1919, la ciudad santa de Amritsar olía (gloriosamente, Padma, celestialmente) a excremento. Y quizá aquel (¡hermoso!) tufo no ofendía a la Nariz del rostro de mi abuelo… después de todo, los campesinos cachemiros lo utilizaban, como queda dicho, en calidad de mortero. Incluso en Srinagar, los buhoneros con carritos de tortas redondas de estiércol no eran un espectáculo raro. Pero allí la plasta se secaba, amortiguada y útil. El estiércol de Amritsar, en cambio, era fresco y (peor aún) redundante. No todo él era bovino. Brotaba de las ancas de los caballos entre las lanzas de las numerosas tongas, ikkas y gharries; y mulas, hombres y perros satisfacían sus necesidades naturales, confundiéndose en una fraternidad de mierda. Pero había también vacas: sagrados rumiantes que vagaban por las calles polvorientas, patrullando cada uno su propio territorio y marcando sus propiedades con excremento. ¡Y moscas! El Enemigo Público Número Uno, zumbando alegremente de cagajón en humeante cagajón, festejaba y practicaba la polinización cruzada de aquellas ofrendas espontáneas. La ciudad pululaba también, reflejando el movimiento de las moscas. El doctor Aziz miraba la escena desde la ventana de su hotel, mientras un jain con máscara pasaba, barriendo el suelo ante él con una escoba de ramas, para no pisar alguna hormiga o, incluso, alguna mosca. Un vaho dulcemente picante se elevaba de un carrito de comidas callejero. «¡Pakoras calientes, calientes pakoras!» Una mujer blanca compraba sedas en una tienda del otro lado de la calle y hombres con turbante la miraban con impertinencia. Naseem —ahora Naseem Aziz— tenía un fuerte dolor de cabeza; era la primera vez que repetía una dolencia, pero el vivir fuera de su valle tranquilo había sido una especie de choque para ella. Junto a su cama había una jarra de agua de lima fresca, que se vaciaba rápidamente. Aziz estaba en la ventana, inhalando la ciudad. La espira del Templo de Oro relucía al sol. Pero a él le picaba la nariz: allí había algo raro.
Primer plano de la mano derecha de mi abuelo: uñas nudillos dedos, todo de algún modo mayor de lo que cabría esperar. Mechones de pelo rojizo en los bordes externos. El pulgar y el índice juntos, separados sólo por el espesor de un papel. En pocas palabras: mi abuelo sostenía un panfleto. Se lo habían metido en la mano (corte a plano general: nadie de Bombay debería carecer de un vocabulario cinematográfico básico) cuando entró en el vestíbulo del hotel. Fuga precipitada del golfillo por la puerta giratoria, dejando una estela de octavillas que caen mientras el chaprassi lo persigue. Vueltas desenfrenadas en la entrada, una y otra vez, hasta que la mano del chaprassi reclama también un primer plano, porque aprieta pulgar e índice, separados sólo por el espesor de la oreja del golfillo. Expulsión del juvenil difusor de opúsculos de alcantarilla; pero mi abuelo seguía conservando el mensaje. Ahora, mirando por la ventana, lo ve reflejado en la pared de enfrente; y allí, en el minarete de una mezquita; y en los grandes caracteres negros del periódico que lleva el vendedor ambulante bajo el brazo. Octavilla periódico mezquita y pared gritan: ¡Hartal! Lo que quiere decir, literalmente, día de luto, de quietud, de silencio. Pero ésta es la India en el apogeo del Mahatma, cuando hasta el idioma sigue las instrucciones de Gandhiji y la palabra ha adquirido, bajo su influencia, nuevas resonancias. Hartal, 7 de abril, dicen de común acuerdo mezquita periódico pared y panfleto, porque Gandhi ha decretado que toda la India, ese día, deberá detenerse. Para lamentar, en paz, la continuación de la presencia de los británicos.
—No entiendo ese hartal si no se ha muerto nadie —se lamenta Naseem suavemente—. ¿Por qué no funciona el tren? ¿Hasta cuándo vamos a estar aquí clavados?
El doctor Aziz observa a un joven marcial en la calle y piensa: los indios han luchado por los británicos; son tantos los que han visto mundo y han sido contaminados por el extranjero. No volverán fácilmente al viejo mundo Los británicos se equivocan al intentar dar marcha atrás al reloj. —Ha sido un error promulgar la Ley Rowlatt —murmura.
—¿Qué rowlatt? —gime Naseem—. ¡Para mí esto no tiene ningún sentido!
—Contra la agitación política —explica Aziz, volviendo a sus pensamientos. Tai dijo una vez: «Los cachemiros son diferentes. Cobardes, por ejemplo. Ponle un fusil a un cachemiro en la mano y tendrá que dispararse solo… No se atreverá jamás a apretar el gatillo. No somos como los indios, que siempre están luchando». —Aziz, pensando en Tai, no se siente indio. Cachemira, después de todo, no es en sentido estricto una parte del Imperio, sino un Estado principesco independiente. No está seguro de que el hartal del panfleto mezquita pared periódico sea su lucha, aunque ahora esté en territorio ocupado. Se aparta de la ventana…
… Y ve a Naseem llorando sobre la almohada. Ha estado llorando desde que él le pidió, en su segunda noche, que se moviera un poco. —¿Moverme a dónde? —preguntó ella—. ¿Moverme cómo? —Él se sintió incómodo y dijo—: Sólo moverte, quiero decir como una mujer… —Ella dio un grito de horror—. Dios mío, ¿con quién me he casado? Os conozco, hombres que volvéis de Europa. ¡Conocéis mujeres horribles e intentáis hacernos como ellas! Óyeme bien, doctor Sahib, seas o no mi marido, yo no soy ninguna… ninguna mujer-palabrota. —Fue una batalla que mi abuelo nunca ganó; y marcó el tono de su matrimonio, que se convirtió rápidamente en escenario de contiendas frecuentes y devastadoras, bajo cuyos estragos la joven de detrás de la sábana y el desmañado médico joven se volvieron rápidamente seres diferentes y extraños—… ¿Qué te pasa ahora, mujer? —pregunta Aziz. Naseem entierra el rostro en la almohada—. ¿Y qué más? —dice con voz sofocada—. ¿Eres tú o quién eres? Quieres que me pasee desnuda delante de extraños. (Él le ha dicho que se quite el purdah).
Aziz dice: —La camisa te tapa desde el cuello hasta las muñecas y las rodillas. Ese amplio pijama te cubre hasta los tobillos, incluyéndolos. Sólo te quedan los pies y la cara. Mujer, ¿son obscenos tus pies y tu cara? —Pero ella solloza—: ¡Verán algo más que eso! ¡Verán mi honda-hondísima vergüenza!
Y ahora un accidente, que nos arroja al mundo del mercurocromo. … Aziz, que siente que la ecuanimidad lo abandona, saca todos los velos purdah de su mujer de la maleta de ella, los echa en una papelera de hojalata que tiene pintado un Guru Nanak en el costado, y les prende fuego. Las llamas se levantan, sorprendiéndolo, y lamen las cortinas. Aadam se precipita hacia la puerta y pide socorro a gritos mientras las baratas cortinas comienzan a arder… y criados, huéspedes, lavanderas afluyen a la habitación y sacuden la tela que se quema con trapos, toallas y ropa sucia de otros. Se traen cubos; se apaga el fuego; y Naseem se encoge en la cama mientras unos treinta y cinco sikhs, hindúes e intocables atestan la habitación llena de humo. Por fin se van, y Naseem suelta dos frases antes de atornillar sus labios obstinadamente.
—Estás loco. Quiero más agua de lima.
Mi abuelo abre la ventana, se vuelve hacia su desposada. —El humo tardará en desaparecer; voy a dar una vuelta. ¿Vienes?
Labios atornillados; ojos apretados; un solo No violento con la cabeza; y mi abuelo se va solo a la calle. Su dardo final: —Olvídate de que eres una buena chica cachemira. Empieza a pensar en ser una mujer india moderna.
… Mientras tanto, en la zona del Acuartelamiento, en el Cuartel General del Ejército Británico, cierto Brigadier R. E. Dyer se da cera al bigote.
Es 7 de abril de 1919, y en Amritsar el grandioso plan del Mahatma se está deformando. Las tiendas han cerrado; la estación de ferrocarril no funciona; pero ahora multitudes alborotadas las invaden. El doctor Aziz, con su cartera de cuero en la mano, está en la calle, prestando ayuda donde puede. Han dejado los cuerpos pisoteados donde cayeron. Él venda heridas, pintarrajeándolas liberalmente con mercurocromo, lo que las hace parecer más sangrientas que antes, pero por lo menos las desinfecta. Finalmente vuelve a su habitación del hotel, con la ropa empapada de manchas rojas, y Naseem entra en pánico. —Deja que te ayude, deja que te ayude. Por Alá, con qué hombre me he casado, que se mete en las hondonadas a pelear con goondas. —Se afana a su alrededor con agua y compresas de algodón—. No sé por qué no puedes ser un médico respetable como la gente corriente y limitarte a curar enfermedades importantes y demás. ¡Ay Dios, estás lleno de sangre! Siéntate, vamos, siéntate. ¡Deja por lo menos que te lave!
—No es sangre, mujer.
—¿Crees que no tengo ojos? ¿Por qué me tomas el pelo hasta cuando estás herido? ¿Es que tu mujer no puede siquiera cuidarte?
—Es mercurocromo, Naseem. Medicina roja.
Naseem —que se había convertido en un torbellino de actividad, cogiendo trapos, abriendo grifos— se congela. —Lo has hecho adrede —dice— para que parezca estúpida. No soy estúpida. He leído varios libros.
Es 13 de abril, y todavía están en Amritsar. —Esto no se ha acabado —le dijo Aadam Aziz a Naseem—. No podemos irnos, compréndelo: quizá necesiten médicos otra vez.
—¿De modo que tendremos que quedarnos aquí, esperando hasta el fin del mundo?
Él se frotó la nariz. —No, me temo que no tanto.
Aquella tarde, las calles se llenan súbitamente de gente, que se mueve toda en la misma dirección, desafiando las nuevas disposiciones de la Ley Marcial de Dyer. Aadam le dice a Naseem: —Debe de haber prevista una concentración… Habrá jaleo con los soldados. Han prohibido las concentraciones.
—¿Por qué tienes que ir? ¿Por qué no esperas a que te llamen?
… Unos terrenos pueden ser cualquier cosa comprendida entre un descampado y un parque. Los mayores terrenos que hay en Amritsar se llaman Jallianwala Bagh. No están cubiertos de hierba. Por todas partes hay piedras, latas, cristales y otras cosas. Para entrar, hay que pasar por un callejón muy estrecho situado entre dos edificios. El 13 de abril, muchos miles de indios se amontonan en ese callejón. —Es una protesta pacífica —le dice alguien al doctor Aziz. Arrastrado por la multitud, él llega a la entrada del callejón. Lleva un maletín de Heidelberg en la mano derecha. (No hace falta un primer plano.) Se siente, lo sé, muy asustado, porque la nariz le pica más de lo que le ha picado nunca; pero es un médico experimentado, lo borra de su mente y entra en los terrenos. Alguien está pronunciando un discurso apasionado. Los vendedores ambulantes se mueven entre la multitud vendiendo channa y dulces. El aire está cargado de polvo. No parece haber goondas, alborotadores, por lo que mi abuelo puede ver. Un grupo de sikhs ha extendido un mantel en el suelo y come, sentado alrededor. Hay todavía un olor a basura en el aire. Aziz se mete en medio de la multitud, mientras el Brigadier R. E. Dyer llega a la entrada del callejón, seguido de cincuenta soldados blancos. Es el Comandante de Amritsar según la Ley Marcial: un hombre importante, después de todo; las puntas enceradas de su bigote están rígidas de importancia. Cuando los cincuenta y un hombres atraviesan el callejón, un hormigueo sustituye al picor en las narices de mi abuelo. Los cincuenta y un hombres penetran en los terrenos y toman posiciones, veinticinco a la derecha de Dyer y veinticinco a su izquierda; y Aadam Aziz deja de concentrarse en los acontecimientos que lo rodean cuando el hormigueo alcanza intensidades insoportables. Cuando el Brigadier Dyer da la orden, el estornudo da de lleno en el rostro de mi abuelo. «¡Yaaaaajzuuú!», estornuda y cae hacia adelante, perdiendo el equilibrio al seguir a su nariz y salvando así la vida. Su doctori-attaché se abre de golpe; frascos, ungüentos y jeringas se esparcen por el polvo. Él se arrastra furiosamente a los pies de la gente, tratando de salvar su equipo antes de que lo aplasten. Se oye un ruido como de dientes que castañetean en invierno y alguien cae sobre él. Algo rojo le mancha la camisa. Ahora hay gritos y sollozos y el extraño castañeteo continúa. Cada vez hay más gente que parece haber tropezado y caído sobre mi abuelo. Empieza a temer por sus espaldas. El cierre del maletín se le clava en el pecho, causándole una magulladura tan seria y misteriosa que no desaparecerá hasta después de su muerte; años más tarde, en la colina de Sankara Acharya o Takht-e-Sulaiman. Tiene la nariz aplastada contra un frasco de píldoras rojas. El castañeteo se interrumpe y es sustituido por ruidos de personas y de pájaros. Parece no haber ningún ruido de tráfico. Los cincuenta hombres del Brigadier Dyer desmontan sus ametralladoras y se van. Han disparado en total mil seiscientos cincuenta tiros contra la multitud desarmada. De ellos, quinientos dieciséis han dado en el blanco, matando o hiriendo a alguien. —Muy bien disparado —les dice Dyer a sus hombres—. Lo hemos hecho espléndidamente bien.
Cuando mi abuelo llegó a casa aquella noche, mi abuela estaba intentando seriamente ser una mujer moderna para complacerlo; de modo que no parpadeó al verlo. —Otra vez te has tirado encima el mercurocromo, torpón —le dijo conciliadoramente.
—Es sangre —contestó él, y ella se desmayó. Cuando la reanimó con ayuda de un poco de sal volátil, Naseem dijo—: ¿Estás herido?
—No —dijo él.
—Pero, ¿dónde has estado, Dios mío?
—En ningún sitio del mundo —dijo él, y comenzó a temblar en brazos de ella.
Mi propia mano, lo confieso, ha empezado a vacilar; no exclusivamente a causa del tema, sino porque he notado una grieta delgada, como un cabello, que ha aparecido en mi muñeca, bajo la piel… No importa. Todos le debemos una vida a la muerte. De modo que dejadme concluir con el rumor no confirmado de que el barquero Tai, que se recobró de su infección escrofulosa poco después de dejar mi abuelo Cachemira, no murió hasta 1947, cuando (según dicen) se enfureció porque la India y el Pakistán se disputaban su valle, y se fue a pie a Chhamb con la intención expresa de ponerse entre las dos fuerzas combatientes y decirles lo que pensaba. Cachemira para los cachemiros: ésa era su postura. Naturalmente, lo mataron. Oskar Lubin hubiera aprobado probablemente ese gesto retórico; R. E. Dyer habría elogiado quizá la puntería de sus asesinos.
Tengo que irme a la cama. Padma me espera; y yo necesito un poco de calor.