UNA BODA

Me casé con la-bruja-Parvati el 23 de febrero de 1975, el día del segundo aniversario de mi retorno de proscrito al gueto de los magos.

Endurecimiento de Padma: tensa como una cuerda de colgar ropa, mi loto del estiércol me pregunta: —¿Casado? Si sólo la noche pasada me dijiste que tú no… y ¿por qué no me lo has dicho en todos estos días, semanas, meses…? —Yo la miro tristemente, y le recuerdo que ya he mencionado la muerte de mi pobre Parvati, que no fue una muerte natural… Lentamente, Padma se desenrosca, mientras yo continúo—: Las mujeres me han hecho; y también me han deshecho. Desde la Reverenda Madre hasta la Viuda, e incluso más allá, he estado a la merced del llamado (¡erróneamente, en mi opinión!) sexo débil. Quizá sea una cuestión de conexiones: ¿no se piensa comúnmente en la Madre India, Bharat-Mata, como mujer? Y, como sabes, no se puede escapar de ella.

Ha habido treinta y dos años, en esta historia, en los que estuve sin nacer; pronto cumpliré a mi vez treinta y un años. Durante sesenta y tres años, antes y después de la medianoche, las mujeres han hecho lo mejor; y también, tengo que decirlo, lo peor.

En casa de un terrateniente ciego, a orillas de un lago de Cachemira, Naseem Aziz me condenó a la inevitabilidad de las sábanas perforadas; y en las aguas de ese mismo lago Ilse Lubin se filtró en la Historia, y no he olvidado su deseo al morir.

Antes de que Nadir Khan se escondiera en su inframundo, mi abuela comenzó, al convertirse en Reverenda Madre, una sucesión de mujeres que cambiaron de nombre, una sucesión que continúa aún hoy… y que se filtró incluso a Nadir, que se convirtió en Qasim, y se sentaba con manos danzantes en el Pioneer Café; y, después de la marcha de Nadir, mi madre Mumtaz Aziz se convirtió en Amina Sinai.

Y Alia, con su amargura de siglos, que me vestía con ropita de bebé impregnada de su furia de solterona; y Emerald, que puso una mesa sobre la que yo hice marchar a los pimenteros.

Hubo una Rani de Cooch Naheen, cuyo dinero, puesto a la disposición de un hombre zumbador, dio origen a la enfermedad del optimismo, que ha vuelto a aparecer, con intervalos, desde entonces; y en el barrio musulmán de la Vieja Delhi, una pariente lejana llamada Zohra, cuyos coqueteos hicieron nacer, en mi padre, su debilidad por las Fernandas y Florys.

Y así en Bombay. En donde la Vanita de Winkie no pudo resistir la raya en medio de William Methwold, y la-pata-Nussie perdió una carrera de bebés; mientras Mary Pereira, en nombre del amor, cambiaba las etiquetas de la Historia y se convertía en una segunda madre para mí…

Mujeres y mujeres y mujeres: Toxy Catrack, abriendo de un codazo la puerta que dejaría entrar luego a los hijos de la medianoche; los terrores de su niñera Bi-Appah; el amor competitivo de Amina y Mary, y lo que mi madre me enseñó mientras estaba escondido en una cesta de colada: sí, ¡el Mago Negro, que me obligó a sorber y desencadenó lo-que-no-eran-arcángeles…! Y Evelyn Lilith Burns, causa de un accidente de bicicleta, que me empujó desde un altozano de dos pisos al centro de la Historia.

Y el Mono. No tengo que olvidarme del Mono.

Pero también, también, estuvo Masha Miovic, que me incitó a perder un dedo, y mi tía Pia, que llenó mi corazón de deseos de venganza, y Lila Sabarmati, cuyas indiscreciones hicieron posible mi venganza terrible, manipuladora, recortada-en-papel-de-periódico.

Y la señora Dubash, que encontró mi regalo de una historieta de Superman y lo convirtió, con ayuda de su hijo, en Lord Khusro Khusrovand.

Y Mary, que vio un fantasma.

En el Pakistán, el país de la sumisión, la patria de la pureza, contemplé la transformación del Mono-en-Cantante, y fui a buscar pan, y me enamoré; fue una mujer, Tai Bibi, quien me dijo la verdad sobre mí mismo. Y en el corazón de mi oscuridad interior, recurrí a las Zafias, y sólo por un pelo me salvé de la amenaza de una novia de dentadura de oro.

Al comenzar otra vez, como el buda, yací con una limpiadora de letrinas y me vi sometido como resultado a urinarios electrificados; en el Este, la mujer de un granjero me tentó, y el Tiempo fue asesinado como consecuencia; y hubo huríes en un templo, y escapamos justo a tiempo.

A la sombra de la mezquita, Resham Bibi lanzó una advertencia.

Y me casé con la-bruja-Parvati.

—Uf, señor —exclama Padma—, ¡son demasiadas mujeres!

No estoy en desacuerdo; porque ni siquiera la he incluido a ella, cuyos sueños de matrimonio y Cachemira han empezado inevitablemente a filtrarse en mí, haciéndome desear, si-por-lo-menos, si por-lo-menos, de forma que, después de haberme resignado a las grietas, me veo ahora acometido por punzadas de insatisfacción, cólera, miedo y pesar.

Pero sobre todo, la Viuda.

—¡Te lo juro! —Padma se da una palmada en la rodilla—. Demasiadas señor; demasiadas.

¿Cómo podemos entender mis demasiadas mujeres? ¿Como los múltiples rostros de Bharat-Mata? O como todavía más… ¿como el aspecto dinámico de maya, como energía cósmica, representada por el órgano femenino?

Maya, en su aspecto dinámico, se llama Shakti; ¡quizá no sea casual que, en el panteón hindú, el poder activo de una deidad esté contenido en su reina! Maya-Shakti da a luz, pero también «amortigua la conciencia con su tela de sueños». Demasiadas mujeres: ¿son todas aspectos de Devi, la diosa… que es Shakti, que mató al demonio-búfalo, que derrotó al ogro Mahisha, que es Kali Durga Chandi Chamunda Uma Sati y Parvati… y que, cuando es activa, es de color rojo?

—No sé nada de eso —Padma me hace poner los pies en el suelo—. Son sólo mujeres, eso es todo.

Descendiendo del vuelo de mi fantasía, recuerdo la importancia de la velocidad; movido por los imperativos del desgarro crujido chasquido, abandono las reflexiones; y comienzo.

Así es como ocurrió; cómo Parvati decidió su propio destino; cómo una mentira, salida de mis labios, la puso en el estado de desesperación en que, una noche, sacó de sus raídos vestidos un mechón de pelo de héroe y comenzó a pronunciar palabras sonoras.

Desdeñada por Saleem, Parvati recordó al que en otro tiempo fue el archienemigo de él; y, cogiendo una caña de bambú con siete nudos y un gancho de metal improvisado sujeto en un extremo, se acurrucó en su choza y recitó; con el Gancho de Indra en la mano derecha y un mechón de pelo en la izquierda, lo llamó para que viniera. Parvati llamó a Shiva; creedlo o no, pero Shiva vino.

Desde el principio hubo rodillas y una nariz, una nariz y rodillas; pero a lo largo de esta narrativa lo he estado empujando, al otro, hacia el segundo plano (lo mismo que, en otro tiempo, lo excluí de las asambleas de los Hijos). Sin embargo, no se le puede seguir ocultando; porque una mañana de mayo de 1974 —¿es sólo mi memoria agrietada, o estoy en lo cierto al pensar que fue el 18, quizá en el preciso momento en que los desiertos del Rajastán eran sacudidos por la primera explosión nuclear de la India? ¿Fue la explosión de Shiva en mi vida realmente sincrónica con la llegada de la India, sin previo aviso, a la era nuclear?— vino al barrio de los magos. Uniformado, achatarrado-y-estrellado, Mayor ahora, Shiva se bajó de una motocicleta del Ejército; e incluso a través del modesto caqui de sus pantalones militares era fácil distinguir las fenomenales protuberancias gemelas de sus letales rodillas… El héroe de guerra más condecorado de la India, pero en otro tiempo dirigió una banda de maleantes en las callejuelas de Bombay; en otro tiempo, antes de descubrir la violencia legitimada de la guerra, se encontraron prostitutas estranguladas en el arroyo (lo sé, lo sé… no hay pruebas); el Mayor Shiva ahora, pero también el chico de Wee Willie Winkie, que seguía recordando la letra de canciones hacía tiempo no cantadas: el «Buenas noches, Señoras» seguía resonando a veces en sus oídos.

Hay ironías en esto, que no deben pasar inadvertidas; porque ¿no había subido Shiva mientras Saleem bajaba? ¿Quién era ahora el que habitaba en un barrio miserable, y quién el que miraba hacia abajo desde alturas dominantes? No hay nada como una guerra para reinventar las vidas… En cualquier caso, un día que podía ser muy bien el 18 de mayo, el Mayor Shiva vino al gueto de los magos, y recorrió a grandes zancadas las crueles calles del barrio con una extraña expresión en el rostro, en la que se combinaba el infinito desdén por la pobreza de los recientemente elevados con algo más misterioso: porque el Mayor Shiva, arrastrado a nuestra humilde residencia por los conjuros de la-bruja-Parvati, no podía saber qué fuerza lo impulsaba a venir.

Lo que sigue es una reconstrucción de la carrera reciente del Mayor Shiva; yo recompuse la historia con los relatos de Parvati, que ella me hizo después de nuestro matrimonio. Al parecer, a mi archirrival le gustaba jactarse ante ella de sus hazañas, de forma que quizá queráis tener en cuenta las deformaciones de la verdad que ese golpearse-el-pecho produce; sin embargo, no parece haber razón para creer que lo que le dijo a Parvati y ella me repitió estuviera muy lejos de lo-que-ocurrió-realmente.

Al terminar la guerra en el Este, las leyendas de las espantosas hazañas de Shiva circulaban por las calles de la ciudad, saltaron a los periódicos y las revistas y, de esa forma, se introdujeron en los salones de los pudientes, formando nubes espesas como moscas en los tímpanos de las anfitrionas del país, de forma que Shiva se encontró ascendido tanto en su categoría social como en su empleo militar, y fue invitado a mil y una reuniones diferentes —banquetes, veladas musicales, partidas de bridge, recepciones diplomáticas, conferencias de partidos políticos, grandes melas y también pequeñas, fiestas locales, jornadas deportivas escolares y bailes de moda— para ser aplaudido y monopolizado por las más nobles y bellas mujeres del país, a las que las leyendas de sus hazañas se pegaban como moscas, andándoles por los ojos de forma que veían al joven a través de la bruma de su leyenda, cubriéndoles la yema de los dedos, de forma que lo tocaban a través de la película mágica de su mito, depositándose en su lengua, de forma que no podían hablarle como hablarían a un ser humano corriente. El Ejército indio, que en aquella época daba una batalla política contra algunas propuestas de reducciones presupuestarias, comprendió la utilidad de un embajador tan carismático, y permitió al héroe circular entre sus influyentes admiradores; Shiva se entregó a su nueva vida con entusiasmo.

Se dejó crecer un bigote frondoso al que su ordenanza personal daba diariamente una pomada de aceite de linaza perfumado con coriandro; siempre elegantemente vestido en los salones de los poderosos, se dedicó a la cháchara política, declarándose firme admirador de la señora Gandhi, en gran parte porque odiaba a su contrincante Morarji Desai, que era intolerablemente anticuado, bebía su propia orina, tenía una piel que crujía como el papel de arroz y que, como Jefe de Ministros de Bombay, había sido en otro tiempo responsable de la prohibición del alcohol y de la persecución de los jóvenes goondas, es decir, de gamberros o maleantes o, en otras palabras, del propio Shiva de niño… pero esa charla frívola sólo ocupaba una parte de sus pensamientos, el resto de los cuales estaba totalmente ocupado con las señoras. También Shiva estaba infatuado por demasiadas mujeres, y en aquellos días embriagadores que siguieron a la victoria militar, adquirió una reputación secreta que (presumió ante Parvati) aumentó rápidamente hasta rivalizar con su fama oficial y pública: una leyenda «negra» que se situó junto a la «blanca». ¿Qué era lo que se susurraba en las reuniones de mujeres y veladas de canasta del país? ¿Qué era lo que se siseaba, en medio de risitas, siempre que dos o tres damas rutilantes se juntaban? Esto: el Mayor Shiva se estaba convirtiendo en un famoso seductor; un mujeriego; alguien que les ponía los cuernos a los ricos; en resumen, un semental.

Había mujeres —le dijo a Parvati— dondequiera que fuera: con sus cuerpos suaves como pájaros que se curvaban, estremeciéndose bajo el peso de sus joyas y su pasión, con sus ojos empañados por la leyenda de él; hubiera sido difícil rechazarlas aunque hubiera querido. Pero el Mayor Shiva no tenía intención de rechazarlas. Escuchaba comprensivamente sus pequeñas tragedias —maridos impotentes, palizas, falta de atención—, cualesquiera excusas que aquellas encantadoras criaturas deseaban ofrecer. Como mi abuela en su estación de gasolina (pero con motivos más siniestros), daba paciente audiencia a sus infortunios; bebiendo a sorbitos su whisky en el esplendor de las arañas de los salones de baile, las miraba pestañear y respirar insinuantemente mientras gemían; y siempre, por último, conseguían dejar caer un bolso, o tirar una copa, o hacer saltar de sus manos el bastón de él, de forma que tuviera que inclinarse hacia el suelo para recoger lo-que-hubieran-dejado-caer, y entonces viera las notas que ellas llevaban metidas en las sandalias, sobresaliendo delicadamente por debajo de sus pintados dedos. En aquellos días (si hay que creer al Mayor), las encantadoras y escandalosas begums de la India se volvieron terriblemente indiscretas, y sus chappals hablaban de citas-de-medianoche, de enredaderas de buganvilla en las ventanas de las alcobas, de maridos convenientemente ausentes botando buques o exportando té o comprándoles cojinetes de bolas a los suecos. Mientras esos infortunados estaban fuera, el Mayor visitaba sus hogares para robarles sus más preciadas posesiones: las mujeres caían en sus brazos. Es posible (he dividido por dos las cifras del propio Mayor) que, en el punto culminante de sus galanteos, hubiera más de diez mil mujeres enamoradas de él.

Y desde luego hubo niños. El fruto de medianoches ilícitas. Niños hermosos y robustos, seguros en las cunas de los ricos. Sembrando bastardos por el mapa de la India, el héroe de guerra siguió su camino; pero (y esto, también, es lo que le dijo a Parvati), tenía el curioso defecto de perder el interés por cualquiera que se quedase embarazada; por bellas sensuales amorosas que fueran, abandonaba las alcobas de todas las que llevaban sus hijos; y las encantadoras señoras de ojos ribeteados de rojo tenían que persuadir a sus engañados maridos de que sí, claro que es hijo tuyo, cariño, vida mía, a que es igual que tú, y claro que no estoy triste, por qué iba a estarlo, son lágrimas de alegría.

Una de esas madres abandonadas era Roshanara, la mujer-niña del magnate del acero S. P. Shetty, y en el hipódromo de Mahalaxmi, ella pinchó el globo poderoso del orgullo del Mayor. Él había estado paseándose por el paddock, inclinándose cada tantas yardas para devolver chales y sombrillas de señora, que parecían cobrar vida propia y saltar de manos de sus propietarias cuando él pasaba; Roshanara Shetty se enfrentó con él allí, cortándole francamente el paso y negándose a moverse, con sus ojos de diecisiete años llenos del feroz resentimiento de la infancia. Él la saludó fríamente, tocándose la gorra militar, e intentó seguir; pero ella le clavó sus uñas puntiagudas como agujas en el brazo, sonriendo tan peligrosamente como el hielo, y caminó lentamente a su lado. Mientras andaban, ella le vertió en el oído su veneno infantil, y su odio y rencor hacia su antiguo amante le dieron la habilidad necesaria para hacer que él la creyera. Fríamente le susurró que era tan divertido, Dios santo, verlo pavoneándose por la alta sociedad como una especie de gallo, cuando las señoras no paraban de reírse de él a sus espaldas. Oh sí, Mayor Sahib, no se engañe, a las mujeres de las clases altas siempre nos ha gustado usted, Dios santo, es repugnante sólo verlo comer, con la salsa cayéndole por la barbilla, cree que no vemos cómo jamás sujeta las tazas por el asa, se imagina que no oímos sus eructos y ventosidades, usted es sólo nuestro mono favorito, Mayor Sahib, muy útil, pero básicamente un payaso.

Después del violento ataque de Roshanara Shetty, el joven héroe de guerra comenzó a ver su mundo de forma diferente. Ahora le parecía que las mujeres se reían disimuladamente tras sus abanicos dondequiera que fuese; notó extrañas y divertidas miradas de reojo que nunca había notado antes; y aunque trató de mejorar sus modales, no sirvió de nada, parecía volverse más torpe cuanto más lo intentaba, de forma que la comida se le escapaba del plato para caer en inestimables alfombras kelim y los eructos le salían de la garganta con el rugido de un tren saliendo de un túnel y soltaba ventosidades con la furia de tifones. Su brillante vida nueva se convirtió, para él, en una humillación diaria; y ahora volvía a interpretar los avances de las bellas señoras, entendiendo que, al poner los billetes amorosos bajo los dedos de sus pies, lo obligaban a él a arrodillarse, rebajándose, a sus pies… y aprendió que un hombre puede poseer todos los atributos viriles y, sin embargo, ser despreciado por no saber manejar una cuchara, sintió que una antigua violencia se renovaba en él, un odio hacia aquellas personas importantes y su poder, y ésa es la razón de que yo esté seguro —de que sepa— que, cuando la Emergencia le ofreció a Shiva-el-de-las-rodillas la ocasión de apropiarse de algún poder, no esperó a que se lo dijeran dos veces.

El 15 de mayo de 1974, el Mayor Shiva volvió a su regimiento de Delhi; pretendió que, tres días más tarde, se vio repentinamente acometido por el deseo de ver una vez más a la belleza de ojos como platos que había conocido por primera vez, hacía mucho tiempo, en la conferencia de los Hijos de la Medianoche; a la tentadora de cola de caballo que le había pedido, en Dacca, un mechón de su pelo. El Mayor le manifestó a Parvati que su llegada al gueto de los magos había estado motivada por el deseo de acabar con las ricas zorras de la alta sociedad india que se había quedado fascinado por el pucherito de los labios de ella en el momento en que lo había visto; y que ésas eran las únicas razones por las que le pedía que se fuera con él. Pero he sido ya excesivamente generoso con el Mayor Shiva… en ésta, mi propia versión personal de la Historia, he concedido a su relato demasiado espacio; de modo que insisto en que, pensase lo que pensase el Mayor de las rodillas contundentes, lo que lo llevó al gueto fue lisa y llanamente la magia de la-bruja-Parvati.

Saleem no estaba en el gueto cuando el Mayor Shiva llegó en motocicleta; mientras las explosiones nucleares hacían temblar los eriales rajastaníes, fuera de la vista, bajo la superficie del desierto, la explosión que cambió mi vida se produjo también fuera de mi vista. Cuando Shiva agarró a Parvati de la muñeca, yo estaba con Singh Retratos en una conferencia de emergencia de las muchas células rojas de la ciudad, discutiendo los pros y los contras de la huelga nacional de ferrocarriles, cuando Parvati, sin remilgos, ocupó el asiento trasero de la Honda de un héroe, yo estaba denunciando afanosamente las detenciones por el gobierno de dirigentes sindicales. En pocas palabras, mientras yo me preocupaba de la política y de mi sueño de salvación nacional, los poderes de la brujería de Parvati habían puesto en marcha el plan que terminaría con palmas de manos teñidas de henna, y canciones, y la firma de un contrato.

… Me veo obligado, forzosamente, a basarme en los relatos de otros; sólo Shiva podía decir lo que le pasó; fue Resham Bibi la que me contó la marcha de Parvati cuando volví, diciéndome: —Pobre chica, deja que se vaya, ha estado triste tanto tiempo, ¿de quién es la culpa? —y sólo Parvati podía contarme lo que le ocurrió mientras estuvo lejos.

A causa de la condición nacional de héroe de guerra del Mayor, se le permitía tomarse ciertas libertades con los reglamentos militares; de manera que nadie le llamó la atención por introducir a una mujer en lo que, después de todo, no era una residencia de casados; y él, sin saber lo que había producido aquel cambio notable en su vida, se sentó como se le pedía en una silla de mimbre, mientras ella le quitaba las botas, le masajeaba los pies, le traía agua con sabor a limas recién exprimidas, despedía a su ordenanza, le aceitaba el bigote, le acariciaba las rodillas y, después de todo aquello, le presentaba una cena de biriani tan exquisita que él dejó de preguntarse qué le estaba sucediendo y comenzó a disfrutar en cambio. La-bruja-Parvati convirtió aquella sencilla residencia militar en un palacio, un Kailasa apropiado para el-dios-Shiva; y el Mayor Shiva, perdido en los encantados estanques de sus ojos, excitado de forma insoportable por la erótica protuberancia de sus labios, le dedicó su atención exclusiva durante cuatro meses enteros: o, para ser exacto, durante ciento diecisiete noches. El 12 de septiembre, sin embargo, las cosas cambiaron: porque Parvati, arrodillada a sus pies, con plena conciencia de las opiniones de él al respecto, le dijo que iba a tener un hijo suyo.

La relación entre Shiva y Parvati se convirtió entonces en algo tempestuoso, lleno de golpes y platos rotos: un eco terrenal de la eterna y conyugal batalla-entre-los-dioses que se dice libran sus tocayos en la cima del monte Kailasa, en el gran Himalaya… El Mayor Shiva, en esa época, comenzó a beber; y también a ir de putas. Los recorridos de puteo del héroe de guerra por la capital de la India se parecían grandemente a las excursiones en Lambretta de Saleem Sinai por los rastros de las calles de Karachi; el Mayor Shiva, desvirilizado en compañía de las ricas por las revelaciones de Roshanara Shetty, comenzó a pagar sus placeres. Y era tal su fertilidad fenomenal (le aseguró a Parvati mientras la golpeaba), que arruinó las carreras de muchas mujeres de vida airada, al darles hijos a los que quisieron demasiado para abandonarlos; engendró por toda la capital un ejército de golfillos que eran el reflejo del regimiento de bastardos que había engendrado en las begums de los salones de arañas de cristal.

Nubes oscuras se estaban formando también en el firmamento político: en Bihar, donde la corrupción inflación hambre analfabetismo carencia de tierras dirigían el cotarro, Jaya-Prakash Narayan dirigía una coalición de estudiantes y trabajadores contra el gobierno del Congreso de Indira; en Gujarat había tumultos, quemaban trenes, y Morarji Desai inició un ayuno-hasta-la-muerte para derribar al corrompido gobierno del Congreso (dirigido por Chimanbhai Patel) en aquel Estado asolado por la sequía… no hace falta decir que lo consiguió sin verse obligado a morir; en pocas palabras, mientras la cólera hervía en la mente de Shiva, el país se estaba enfureciendo también; y ¿qué era lo que nacía mientras algo crecía en el vientre de Parvati? Ya conocéis la respuesta: a finales de 1974, J. P. Narayan y Morarji Desai formaron el partido de oposición denominado Janata Morcha: el frente popular. Mientras el Mayor Shiva se tambaleaba de puta en puta, el Congreso de Indira se tambaleaba también.

Y por último, Parvati lo liberó de su embrujo. (No hay otra explicación; si no estaba embrujado, ¿por qué no la echó en el instante en que conoció su embarazo? Y si el embrujo no hubiera desaparecido, ¿cómo hubiera podido hacerlo nunca?) Sacudiendo la cabeza como si despertase de un sueño, el Mayor Shiva se encontró en compañía de una muchacha de barrio bajo con un bombo delante, que le pareció representar todo lo que más temía… se convirtió en la personificación de los barrios miserables de su infancia, de los que había huido y que ahora, por medio de ella, de su abominable niño, trataban de arrastrarlo hacia abajo abajo abajo otra vez… arrastrándola a ella por el pelo, la puso sobre su motocicleta y, en muy poco tiempo, ella estuvo, abandonada, en la periferia del gueto de los magos, devuelta al sitio de donde había salido y llevando con ella sólo una cosa que no tenía cuando se marchó: la cosa escondida en ella como un hombre invisible en un cesto de mimbre, la cosa que iba creciendo creciendo creciendo, exactamente como ella había previsto.

¿Que por qué digo esto…? Porque debe de ser cierto; porque lo que siguió, siguió; porque creo que la-bruja-Parvati se quedó embarazada a fin de invalidar mi única defensa para no casarme con ella. Pero me limitaré a describir, y dejaré el análisis a la posteridad.

Un frío día de enero, cuando las voces del almuédano desde el minarete más alto de la Mezquita del Viernes se helaban al salir de sus labios y caían sobre la ciudad como nieve sagrada, Parvati volvió. Había esperado hasta que no hubiera duda posible sobre su estado; su cesto interior abultaba a través de los limpios vestidos nuevos del enamoramiento ahora difunto de Shiva. Sus labios, seguros de su próximo triunfo, habían perdido su pucherito de moda; en sus ojos como platos, mientras estaba de pie en las escaleras de la Mezquita del Viernes para asegurarse de que tanta gente como fuera posible se daba cuenta de su cambio de apariencia, acechaba un destello plateado de satisfacción. Así fue como la encontré yo al volver a la chaya de la mezquita con Singh Retratos. Yo estaba desconsolado, y la vista de la-bruja-Parvati en los escalones, con las manos serenamente cruzadas sobre su vientre hinchado, y su larga soga-de-pelo agitándose suavemente en el aire de cristal, no hizo nada para animarme.

Retratosji y yo nos habíamos metido por las estrechas calles de casas de vecindad situadas tras la Oficina General de Correos, donde el recuerdo de adivinos titilimunderos curanderos flotaba en la brisa; y allí Singh Retratos había dado una representación que se iba haciendo más política cada día. Su arte legendario atraía a muchedumbres bien dispuestas; y él hacía que sus serpientes representaran su mensaje bajo el influjo de la música tejida por su flauta. Mientras yo, en mi papel de aprendiz, leía una arenga preparada, las serpientes escenificaban mi discurso. Yo hablaba de las grandes desigualdades en la distribución de la riqueza; dos cobras hacían la pantomima de un hombre rico negándose a dar alms a un mendigo. Los malos tratos de la policía, el hambre enfermedad analfabetismo eran expresados con palabras y bailados también por las serpientes; y luego Singh Retratos, poniendo fin a su representación, comenzaba a hablar del carácter de la revolución roja, y las promesas comenzaban a llenar el aire, de forma que, antes incluso de que la policía se materializase saliendo por las puertas de atrás de la oficina de correos para disolver la reunión con cargas de lathi y gases lacrimógenos, algunos guasones del público comenzaron a interrumpir a El Hombre Más Encantador del Mundo. Poco convencido, quizá, por la pantomima ambigua de las serpientes, cuyo contenido dramático era, ésa es la verdad, un tanto oscuro, un joven gritó: —Ohé, Retratosji, tendrías que estar en el Gobierno, ¡oye, ni siquiera Indiramata hace unas promesas tan bonitas!

Entonces llegó el gas lacrimógeno y tuvimos que huir, tosiendo balbuceando ciegos, de la policía antidisturbios, como criminales, gritando falsamente mientras corríamos. (Lo mismo que en otro tiempo, en Jallianwalabagh… pero al menos no hubo balas en esta ocasión.) Pero aunque sus lágrimas eran lágrimas del gas, Singh Retratos se quedó realmente sumido en una depresión espantosa por la pulla del guasón, que había puesto en duda el sentido de la realidad que era su mayor orgullo; y, a raíz del gas y de los palos, también descorazonado, al haber localizado de pronto una polilla de inquietud en mi estómago, y haber comprendido que había algo en mí que se oponía al retrato de Retratos, con su baile de serpientes, de la maldad sin paliativos de los ricos; me sorprendí pensando: «En todos hay cosas buenas y malas… y ¡ellos me educaron, me cuidaron, Retratosji!» Después de lo cual comencé a comprender que el delito de Mary Pereira me había separado de dos mundos y no de uno; que, después de haber sido expulsado de casa de mi tío, no podría entrar nunca por completo en el-mundo-según-Singh-Retratos; que, en realidad, mi sueño de salvar al país era algo hecho de espejos y humo; insustancial, la divagación de un necio.

Y allí estaba Parvati, con su perfil alterado, en la dura claridad del día de invierno.

Era… ¿o estoy equivocado? Tengo que apresurarme; las cosas se me escurren todo el tiempo… un día de horrores. Fue entonces cuando —a menos que fuera otro día— encontramos a la vieja Resham Bibi muerta de frío, echada en la cabaña que se había construido con cajones de embalaje de Dalda Vanaspati. Se había puesto de un azul brillante, de un azul Krishna, azul como Jesús, el azul del cielo de Cachemira, que a veces gotea en los ojos; la quemamos a orillas del Jamuna, entre marismas y búfalos, y se perdió mi boda como consecuencia, lo que fue triste, porque como a todas las viejas le gustaban las bodas, y hasta entonces había participado en las ceremonias preliminares de la henna con júbilo enérgico, dirigiendo los cantos protocolarios en que los amigos de la novia insultaban al novio y su familia. En una ocasión, sus insultos fueron tan brillantes y bien calculados, que el novio se ofendió y canceló la boda; pero Resham se quedó impávida, y dijo que no era culpa suya si los jóvenes hoy eran pusilánimes e inconstantes como gallinas.

Yo estaba ausente cuando Parvati se fue; no estaba presente cuando volvió; y hubo otro hecho curioso… a menos que me haya olvidado, a menos que fuera otro día… me parece, en cualquier caso, que el día del regreso de Parvati un Ministro del Gabinete indio estaba en su vagón de ferrocarril, en Samastipur, cuando una explosión lo hizo volar a los libros de Historia; que Parvati, que se había marchado entre las explosiones de las bombas atómicas, volvió a nosotros cuando el señor L. N. Mishra, ministro de ferrocarriles y sobornos, se fue de este mundo para siempre. Presagios y más presagios… quizá, en Bombay, las japutas muertas flotaban hasta la playa tripa arriba.

26 de enero, Día de la República, un buen día para ilusionistas. Cuando las enormes multitudes se reúnen para mirar los elefantes y los fuegos artificiales, los embaucadores de la ciudad salen para ganarse la vida. Para mí, sin embargo, el día tiene otro significado: fue el Día de la República cuando se decidió mi destino conyugal.

En los días que siguieron al regreso de Parvati, las viejas del gueto se habituaron a sujetarse las orejas de vergüenza cuando pasaban por su lado; ella, que llevaba su hijo ilegítimo sin ninguna apariencia de culpabilidad, sonreía inocentemente y seguía su camino. Pero en la mañana del Día de la República, se despertó y encontró una cuerda con zapatos viejos atada sobre su puerta, y comenzó a llorar, inconsolablemente, al desintegrarse su aplomo por la fuerza de aquél, el mayor de los insultos. Singh Retratos y yo, al salir de nuestra choza cargados de cestos, nos tropezamos con ella en medio de su desgracia (¿calculada? ¿auténtica?), y Singh Retratos cuadró la mandíbula en actitud determinada. —Vamos otra vez a la chabola, capitán —me dijo El Hombre Más Encantador del Mundo—. Tenemos que hablar.

Y en la chabola: —Perdóname, capitán, pero tenemos que hablar. Pienso que es terrible para un hombre ir por la vida sin hijos. No tener hijos, capitán, qué triste es para ti, ¿verdad? —Y yo, atrapado por la mentira de la impotencia, permanecí silencioso mientras Retratosji sugería un matrimonio que protegería el honor de Parvati y, simultáneamente, resolvería el problema de mi autoconfesada esterilidad; y, a pesar de mis temores al rostro de la Cantante Jamila que, superpuesto al de Parvati, tenía el poder de inducirme a la distracción, no fui capaz de negarme.

Parvati —tal como lo había planeado, estoy seguro— me aceptó enseguida, dijo que sí tan fácil y tan frecuentemente como había dicho que no en el pasado; y después de eso las celebraciones del Día de la República cobraron el aspecto de haber sido organizadas especialmente en nuestro honor, pero lo que yo tenía en la mente era que, una vez más, el destino, la inevitabilidad, la antítesis de la elección habían venido a gobernar mi vida, una vez más iba a nacer un hijo de un padre que no era su padre, aunque, por una terrible ironía, el niño sería el auténtico nieto de los padres de su padre; atrapado en la red de esas genealogías entremezcladas, quizá se me ocurrió incluso preguntarme qué era lo que empezaba, qué lo que terminaba, y si estaba en marcha otra cuenta atrás, y qué sería lo que nacería con mi hijo.

A pesar de la ausencia de Resham Bibi, la boda salió muy bien. La conversión oficial de Parvati al Islam (que irritó a Singh Retratos pero en la que yo me encontré insistiendo, en otro retroceso a una vida anterior) fue realizada por un haji de barba roja que parecía incómodo en presencia de tantos miembros bromistas y provocadores de los impíos; bajo la mirada movediza de aquel tipo que parecía una cebolla grande y con barba, ella salmodió su creencia de que no había más Dios que Dios y Mahoma su profeta; tomó un nombre que yo elegí para ella en el depósito de mis sueños, convirtiéndose en Laylah, la noche, de forma que también ella se vio cogida en los ciclos repetitivos de mi historia, convirtiéndose en un eco de todas las personas obligadas a cambiar de nombre… como mi propia madre, Amina Sinai, la-bruja-Parvati se convirtió en una persona nueva para tener un hijo.

En la ceremonia del henna, la mitad de los magos me adoptaron, desempeñando las funciones de mi «familia»; la otra mitad se puso de parte de Parvati, y se cantaron insultos felices hasta avanzada la noche, mientras los intrincados arabescos de la henna se le secaban en la palma de las manos y la planta de los pies; y si la ausencia de Resham Bibi privó a los insultos de cierto filo cortante, el hecho no nos entristeció demasiado. Durante la nikah, la boda propiamente dicha, la feliz pareja se sentó en un estrado apresuradamente construido con las cajas de Dalda de la demolida choza de Resham, y los magos desfilaron solemnemente por delante de nosotros, dejando caer monedas de poco valor en nuestro regazo; y cuando la nueva Laylah Sinai se desmayó todo el mundo sonrió satisfecho, porque toda buena novia debía desmayarse en su boda, y nadie mencionó la embarazosa posibilidad de que podía haber perdido el conocimiento por náuseas o quizá por el dolor de las patadas que le daba el niño dentro del cesto.

Aquella noche los magos organizaron una representación tan maravillosa que los rumores se esparcieron por toda la Ciudad Vieja, y se congregaron muchedumbres para verla, hombres de negocios de una muhalla próxima en la que, en otro tiempo, se hizo una declaración pública, y plateros y vendedores de batidos de leche de Chandni Chowk, paseantes nocturnos y turistas japoneses que (en aquella ocasión) llevaban todos, por cortesía, máscaras quirúrgicas, a fin de no contagiarnos los gérmenes que exhalaban; y había europeos rosas que discutían sobre lentes de cámara con los japoneses, había disparadores que hacían clic y lámparas de flash que hacían pop, y uno de los turistas me dijo que la India era en verdad un país auténticamente maravilloso con muchas tradiciones notables, y que sería estupendo y perfecto si no hubiera que comer constantemente comida india. Y en la valima, la ceremonia de la consumación (en la que, en esta ocasión, no se levantaron sábanas manchadas de sangre con o sin perforaciones, porque yo me había pasado la noche nupcial con los ojos apretados y el cuerpo apartado del de mi esposa, para que los rasgos insoportables de la Cantante Jamila no vinieran a acosarme en el aturdimiento de la noche), los magos superaron sus esfuerzos de la noche de bodas.

Pero cuando toda la excitación se había apagado, oí (con un oído bueno y uno malo) el sonido inexorable del futuro que nos llegaba furtivamente: tic, tac, más fuerte, hasta que el nacimiento de Saleem Sinai —y también del padre del bebé— encontró su reflejo en los acontecimientos de la noche del 25 de junio.

Mientras misteriosos asesinos mataban a funcionarios del Gobierno, y por poco conseguían deshacerse del Primer Magistrado personalmente elegido por la señora Gandhi, A. N. Ray, los magos del gueto centraban su atención en otro misterio: el cesto como un globo de la-bruja-Parvati.

Mientras el Janata Morcha crecía en toda clase de direcciones estrafalarias, hasta abarcar comunistas maoístas (como nuestros propios contorsionistas, incluidas las trillizas de miembros de goma con las que había vivido Parvati antes de nuestro matrimonio… desde las nupcias, nos habíamos trasladado a nuestra propia choza, que el gueto nos había construido como regalo de boda en el lugar que ocupó la casucha de Resham) y miembros de extrema derecha del Ananda Marg; hasta que los socialistas de izquierdas y los miembros conservadores del Swatantra se unieron… mientras el frente popular se expandía de esa forma grotesca, yo, Saleem, me preguntaba sin cesar qué podía estar creciendo tras la fachada en expansión de mi mujer.

Mientras el descontento público con el Congreso de Indira amenazaba aplastar al gobierno como a una mosca, la flamante Laylah Sinai, cuyos ojos se habían vuelto más grandes que nunca, permanecía sentada tan quieta como una piedra, mientras el peso del bebé aumentaba hasta amenazar aplastarle los huesos, haciéndoselos polvo; y Singh Retratos, con un eco inocente de una antigua observación, dijo: —Eh, capitán, va a ser grande grande grandote: ¡un auténtico gigante de diez rupias!

Y entonces llegó el 12 de junio.

Los libros de Historia programas de radio periódicos nos dicen que, a las catorce horas del 12 de junio, la Primera Ministra Indira Gandhi fue declarada culpable, por el Juez Jag Mohan Lal Sinha del Alto Tribunal de Allabahad, de dos acusaciones de prácticas ilegales durante la campaña electoral de 1971; lo que nunca se ha revelado antes es que fue precisamente a las catorce horas cuando la-bruja-Parvati (ahora Laylah Sinai) tuvo la certeza de estar de parto.

El parto de Parvati-Laylah duró trece días. El primer día, mientras la Primera Ministra se negaba a presentar la dimisión, aunque sus condenas iban acompañadas de una sanción judicial que le prohibía ocupar cargos públicos durante seis años, el cuello del útero de la-bruja-Parvati, a pesar de unas contracciones tan dolorosas como coces de mula, se negó obstinadamente a dilatarse; Saleem Sinai y Retratos Singh, excluidos de la choza del tormento por las trillizas contorsionistas, que habían asumido los deberes de comadronas, se vieron obligados a escuchar los inútiles alaridos de ella, hasta que una corriente continua de tragafuegos tahúres paseantes sobre carbones encendidos apareció, dándoles palmadas en la espalda y contando chistes verdes; y sólo en mis oídos se podía oír el tictac… una cuenta atrás para Dios-sabe-qué, hasta que me entró el miedo, y le dije a Singh Retratos: «No sé qué es lo que va a salir de ella, pero no va a ser nada bueno…» Y Retratosji, tranquilizadoramente: —¡No te preocupes, capitán! ¡Todo saldrá bien! ¡Un gigante de diez rupias, te lo juro! —Y Parvati, gritando, gritando, y la noche convirtiéndose progresivamente en día, y al segundo día, cuando en Gujarat los candidatos electorales de la señora Gandhi fueron derrotados por el Janata Morcha, mi Parvati fue acometida por dolores tan intensos que la hicieron ponerse rígida como el acero, y yo me negué a comer hasta que naciera el niño u ocurriera lo que fuera a ocurrir, me quedé sentado con las piernas cruzadas fuera de la casucha de la agonía, temblando de terror en el calor, suplicando no dejéis que muera no dejéis que muera, aunque no había yacido con ella en todos los meses de nuestro matrimonio; a pesar de mi temor al espectro de la Cantante Jamila, recé y ayuné, aunque Singh Retratos: «Por el amor de Dios, capitán», yo me negué, y para el noveno día el gueto había caído en una terrible quietud, un silencio tan absoluto que ni siquiera las voces del muecín de la mezquita podían penetrarlo, un mutismo de poderes tan inmensos que apagaba los rugidos de las manifestaciones del Janata Morcha delante de Rashtrapati Bhavan, la casa del Presidente, un enmudecimiento horrorizado de la misma magia espantosamente envolvente que el gran silencio que en otro tiempo flotó en casa de mis abuelos en Agra, de forma que, el noveno día, no pudimos oír a Morarji Desai pidiéndole al Presidente Ahmad que echase a la Primera Ministra en desgracia, y los únicos sonidos en el mundo entero eran los abatidos gimoteos de Parvati-Laylah, a medida que las contracciones se amontonaban sobre ella como montañas, y ella sonaba como si nos llamase desde arriba, por un largo túnel hueco de dolor, mientras yo seguía sentado con las piernas cruzadas, desmembrado por su dolor y con el sonido sin sonido del tictac en mi cerebro, y dentro de la choza estaban las trillizas contorsionistas echando agua en el cuerpo de Parvati para reponer la humedad que salía de ella a borbotones, metiéndole un palo entre los dientes para impedir que se mordiera la lengua, y tratando de bajarle los párpados a la fuerza sobre unos ojos que se estaban hinchando tan espantosamente que las trillizas tenían miedo de que se le cayeran y se ensuciaran en el suelo, y entonces llegó el día decimosegundo y yo estaba medio muerto de hambre mientras en otra parte de la ciudad el Tribunal Supremo informaba a la señora Gandhi de que no tenía que dimitir hasta que se resolviera su apelación, pero no podía votar en el Lok Sabha ni percibir un sueldo, y mientras la Primera Ministra, en su júbilo por esta victoria parcial, comenzaba a insultar a sus adversarios con un lenguaje del que se habría sentido orgullosa una pescadera koli, el parto de mi Parvati entró en una fase en la que, a pesar de su absoluto agotamiento, encontró energías para proferir una retahíla de juramentos malolientes por sus labios sin color, de forma que el hedor de pozo negro de sus obscenidades nos llenó las narices, dándonos bascas, y las tres contorsionistas huyeron de su choza gritando que ella se había vuelto tan tensa, tan incolora, que casi se podía ver a su través, y moriría sin duda si el niño no venía ahora, y en mis oídos tic tac el tic tac que golpeaba hasta que estuve seguro, sí, pronto pronto pronto, y cuando las trillizas volvieron a su cabecera al atardecer del día decimotercero gritaron Sí sí ha empezado a empujar, vamos Parvati, empuja empuja empuja, y mientras Parvati empujaba en el gueto, J. P. Narayan y Morarji Desai aguijoneaban también a Indira Gandhi, mientras las trillizas aullaban empuja empuja empuja los dirigentes del Janata Morcha incitaban a la policía y al Ejército a desobedecer las órdenes ilegales de la incapacitada Primera Ministra, de forma que, en cierto sentido, estaban obligando a la señora Gandhi a empujar, y a medida que la noche se oscurecía hacia la hora de la medianoche, porque nada ocurre nunca a ninguna otra hora, las trillizas comenzaron a chillar ya viene ya viene ya viene, y en otra parte la Primera Ministra estaba dando a luz un niño propio… en el gueto, en la choza junto a la cual me sentaba yo con las piernas cruzadas y muriéndome de hambre, mi hijo estaba llegando llegando, ya está la cabeza fuera, chillaron las trillizas, mientras miembros de la Policía de la Reserva Central detenían a los jefes del Janata Morcha, incluidas las figuras inverosímilmente antiguas y casi mitológicas de Morarji Desai y J. P. Narayan, empuja empuja empuja, y en el corazón de aquella terrible noche, mientras el tictac me martilleaba los oídos, nació un niño, un gigante de diez rupias efectivamente, saltando al final tan fácilmente que era imposible comprender qué había sido todo aquel jaleo. Parvati dio un lastimero gritito final y allá fue él, mientras por toda la India los policías detenían gente, todos los dirigentes de la oposición salvo los miembros de los comunistas promoscovitas, y también maestros de escuela abogados poetas periodistas sindicalistas, de hecho todo el que había cometido alguna vez el error de estornudar durante los discursos de la Señora, y cuando las tres contorsionistas habían lavado al niño, envolviéndolo con un viejo sari y sacándolo fuera para que lo viera su padre, exactamente en el mismo momento, comenzó a oírse por primera vez la palabra Emergencia, y suspensión-de-derechos civiles, y censura-de-la-prensa, y unidades-blindadas-de-alerta-especial, y detención-de-elementos-subversivos; algo estaba acabando, algo estaba naciendo, y en el preciso instante del nacimiento de la nueva India y el comienzo de una medianoche continua que no terminaría en dos largos años, mi hijo, el hijo del renovado tictac, vino al mundo.

Y hay más: porque cuando, en la lóbrega media luz de aquella medianoche interminablemente prolongada, Saleem Sinai vio a su hijo por primera vez, comenzó a reírse sin poderse contener, con el cerebro estragado por el hambre, sí, pero también al saber que su despiadado destino le había jugado otra de sus bromitas grotescas, y aunque Singh Retratos, escandalizado por mi risa que, en mi debilidad, era como las risitas de una colegiala, exclamase varias veces: —¡Vamos, capitán! ¡No hagas locuras ahora! Es un hijo, capitán, alégrate —Saleem Sinai siguió saludando el nacimiento riéndose histéricamente del destino, porque el chico, el chico chiquito, el-chico-hijo-mío, Aadam, Aadam Sinai estaba perfectamente formado… es decir, salvo por sus orejas. A cada lado de su cabeza aleteaban unas protuberancias auditivas como velas, unas orejas tan colosalmente enormes que las trillizas revelaron luego que, cuando salió su cabeza, pensaron, por un mal momento, que era la cabeza de un elefantito.

… —¡Capitán Saleem, capitán! —me suplicaba ahora Singh Retratos—, ¡sé amable ahora! ¡Las orejas no son lo único que importa en el mundo!

Nació en la Vieja Delhi… hace mucho tiempo. No, no vale, no se puede esquivar la fecha: Aadam Sinai llegó a un barrio miserable oscurecido por la noche el 25 de junio de 1975. ¿Y la hora? La hora es también importante. Como he dicho: de noche. No, hay que ser más… Al dar la medianoche, para ser exacto. Las manecillas del reloj juntaron sus palmas. Vamos, explícate, explícate: en el momento mismo en que la India llegaba a la Emergencia, emergió él. Hubo boqueadas de asombro; y, por todo el país, silencios y miedos. Y, debido a la oculta tiranía de aquella hora tenebrosa, quedó misteriosamente maniatado a la Historia, y su destino indisolublemente encadenado al de su país. Vino sin que lo profetizaran, sin que lo celebraran; ningún primer ministro le escribió cartas; pero, de todos modos, cuando mi período de conexión llegaba a su fin, el suyo comenzó. A él, naturalmente, no le dejaron decir absolutamente nada; después de todo, ni siquiera sabía sonarse en aquella época la nariz.

Era hijo de un padre que no era su padre; pero también el hijo de una época que dañó tanto la realidad que nadie consiguió nunca recomponerla.

Era el auténtico biznieto de su bisabuelo, pero la elefantiasis le atacó las orejas en lugar de la nariz… porque era también el hijo auténtico de Shiva-y-Parvati, era el Ganesh de cabeza de elefante.

Nació con unas orejas que se agitaban tan alto y tan ancho que debieron de oír los disparos en Bihar y los gritos de los trabajadores del puerto de Bombay, cuando cargaban contra ellos con los lathis… fue un niño que oyó demasiadas cosas y, como resultado, nunca habló, ensordecido por un exceso de sonidos, de forma que entre entonces-y-ahora, entre el barrio miserable y la fábrica de encurtidos, nunca le he oído pronunciar una sola palabra.

Era poseedor de un ombligo que prefirió salir hacia afuera en lugar de meterse hacia adentro, de forma que Singh Retratos, pasmado, exclamó: —¡El bimbi, capitán! ¡Mírale el bimbi! —y se convirtió, desde sus primeros días, en el amable destinatario de nuestro asombro.

Un niño de un buen carácter tan serio que su absoluta negativa a llorar o gimotear conquistó totalmente a su padre adoptivo, que dejó de reírse histéricamente de sus grotescas orejas y comenzó a mecer suavemente al silencioso niño en sus brazos.

Un niño que escuchó una canción mientras se mecía en unos brazos, una canción cantada con los acentos históricos de un ayah en desgracia: «Todo lo que quieras ser, lo serás; podrás ser todo lo que quieras ser.»

Pero ahora que he dado a luz a mi silencioso hijo de orejas de soplillo… hay preguntas que es preciso responder acerca de ese otro nacimiento sincrónico. Interrogantes desagradables, difíciles: ¿se filtró el sueño de Saleem de salvar a la nación, a través de los tejidos osmóticos de la Historia, a los pensamientos de la Primera Ministra? Mi creencia de toda la vida en la ecuación entre el Estado y yo mismo, ¿se transmutó, en la mente de «la Señora», en la frase-famosa-en-aquellos-días: La India es Indira e Indira es la India? ¿Rivalizamos por ocupar un papel central… se vio ella acometida por una pasión por el significado tan profunda como la mía… y fue eso, fue eso lo que…?

Influencia de los peinados en el curso de la Historia: ésa es otra cuestión delicada. Si William Methwold no hubiera tenido una raya en medio, es posible que yo no estuviera aquí hoy; y si la Madre de la Nación hubiera llevado un peinado de pigmento uniforme, la Emergencia que engendró podía haber carecido fácilmente de su lado oscuro. Pero tenía el cabello blanco en un lado y negro en el otro; también la Emergencia tuvo su parte blanca —pública, visible, documentada, un asunto de historiadores— y una parte negra que, por ser secreta macabra no revelada, debe ser asunto nuestro.

La señora Indira Gandhi nació en noviembre de 1917 de Kamala y Jawaharlal Nehru. Su nombre intermedio era Priyadarshini. No estaba emparentada con el «Mahatma» M. K. Gandhi; su apellido era legado de su matrimonio, en 1952, con un tal Feroze Gandhi, que llegó a ser conocido por «el-yerno-de-la-nación». Tuvieron dos hijos, Rajiv y Sanjay, pero en 1959 ella volvió a casa de su padre y se convirtió en su «anfitriona oficial». Feroze hizo un intento de vivir allí también, pero no tuvo éxito. Se convirtió en un crítico feroz del Gobierno de Nehru, revelando el escándalo de Mundhra y obligando a presentar la dimisión al entonces Ministro de Hacienda, T. T. Krishnamachari… el propio «T.T.K.». El señor Feroze Gandhi murió de un ataque de corazón en 1960, a los cuarenta y siete años. Sanjay Gandhi, y su mujer, la ex modelo Menaka, desempeñaron un papel destacado durante la Emergencia. El Movimiento Juvenil Sanjay fue especialmente eficaz en la campaña de esterilización.

He incluido este resumen un tanto elemental sólo para el caso de que no os hayáis dado cuenta de que, en 1975, la Primera Ministra de la India era desde hacía quince años viuda. O (porque la mayúscula puede ser útil): la Viuda.

Sí, Padma: la Madre Indira la tenía verdaderamente tomada conmigo.