EL DEDO INDICADOR DEL PESCADOR

¿Se puede estar celoso de la palabra escrita? ¿Guardar rencor a unos garrapateos nocturnos como si fueran, en carne y sangre vivas, una rival del mismo sexo? No puedo imaginar otra razón para el extraño comportamiento de Padma; y esa explicación, por lo menos, tiene la ventaja de ser tan extravagante como la furia que la ha acometido cuando, esta noche, he cometido el error de escribir (y de leer en voz alta) una palabra que no hubiera debido ser pronunciada… desde el episodio de la visita del matasanos, olfateo en Padma un extraño descontento, que exuda un rastro enigmático desde sus glándulas eccrinas (o apocrinas). Afligida, quizá, por la futilidad de sus intentos de medianoche para resucitar a mi «otro lápiz», al inútil pepino escondido en mis pantalones, se ha ido volviendo cascarrabias. (Y luego, su brusca reacción, la pasada noche, ante mi revelación de los secretos de mi nacimiento, y su irritación por mi pobre opinión sobre la suma de un centenar de rupias.) La culpa es mía: enfrascado en mi empresa autobiográfica, no he tenido en cuenta sus sentimientos, y esta noche he comenzado por la más desafortunada de las notas desafinadas.

«Condenado por una sábana perforada a una vida de fragmentos», he escrito y leído en voz alta, «las cosas me han ido, sin embargo, mejor que a mi abuelo; porque mientras Aadam Aziz siguió siendo víctima de la sábana, yo me he convertido en su dueño… y Padma es la que está ahora bajo su hechizo. Sentada en mis sombras embrujadas, le concedo diarias ojeadas de mí mismo… mientras ella, mi ojeadora en cuclillas, se ve cautivada, indefensa como una mangosta congelada en la inmovilidad por los ojos balanceantes y sin parpadeos de una serpiente de capucha, paralizada —¡sí!— por el amor».

Ésa ha sido la palabra: amor. Escrita-y-pronunciada, ha hecho que la voz de Padma se elevase hasta un tono insólitamente estridente; ha desatado de sus labios una violencia que me hubiera herido, si todavía fuera vulnerable a las palabras. —¿Amarte a ti? —ha chillado desdeñosamente nuestra Padma—. ¿Para qué, Dios santo? ¿De qué me sirves tú, principito —y entonces ha venido su intento de coup de grâce— como amante? —Con el brazo extendido, de vello reluciente a la luz de la lámpara, ha señalado con un despreciativo dedo índice en dirección de mis riñones, reconocidamente poco funcionales; un dedo largo y grueso, rígido de celos, que por desgracia sólo ha servido para recordarme otro dedo, hace tiempo desaparecido… de forma que ella, viendo que su flecha no daba en el blanco, me ha gritado—: ¡Loco del diablo! ¡El médico tenía razón! —y se ha precipitado enloquecida fuera del cuarto. He oído sus pisadas que descendían estrepitosamente las escaleras de metal que llevan al piso de la fábrica; unos pies que se abrían paso apresuradamente entre las cubas de encurtidos envueltas en la oscuridad; y una puerta, primero desatrancada y luego cerrada de un portazo.

Así abandonado, he vuelto, al no tener otra opción, a mi trabajo.

El dedo indicador del pescador[4]: punto focal inolvidable del cuadro que colgaba en una pared azul celeste de Buckingham Villa, exactamente encima de la cuna azul celeste en que, en calidad de bebé Saleem, hijo de la medianoche, pasé mi más tierna infancia. El joven Raleigh —¿y quién más?— se sentaba, enmarcado en teca, a los pies de un marinero viejo, nudoso y remendador de redes —¿con bigote de morsa?— cuyo brazo derecho, totalmente extendido, se estiraba hacia un horizonte acuoso, mientras sus líquidos cuentos ondulaban en torno a los oídos fascinados de Raleigh… ¿y quién más? Porque desde luego había otro muchacho en el cuadro, sentado con las piernas cruzadas, cuello rizado y túnica abotonada… y ahora me viene un recuerdo: de una fiesta de cumpleaños en la que una madre orgullosa y una igualmente orgullosa ayah vistieron a un niño de nariz tremenda con ese mismo cuello, con esa misma túnica. Había un sastre en una habitación azul celeste, bajo el dedo indicador, copiando el atuendo de los milores ingleses… —¡Ay, qué mono es! —exclamó Lila Sabarmati para mi mortificación eterna—. ¡Como si se hubiera escapado del cuadro!

En un cuadro que colgaba en una pared de alcoba, yo estaba junto a Walter Raleigh y seguía con los ojos el dedo indicador de un pescador; mis ojos se esforzaban por ver el horizonte, más allá del cual estaba —¿qué?— mi futuro quizá; mi perdición particular, de la que tuve conciencia desde el comienzo, como una trémula presencia gris en aquella habitación azul celeste, indistinta al principio, pero de la que era imposible hacer caso omiso… porque el dedo indicador señalaba incluso más allá de ese horizonte trémulo, señalaba más allá del marco de teca, a través de una corta extensión de pared azul celeste, llevando mis ojos hacia otro marco, en el que colgaba mi destino ineludible, fijado para siempre bajo el cristal; en él había una foto de bebé de tamaño gigante con su pie profético, y allí, a su lado, una carta en papel vitela de gran calidad, con el sello en relieve del Estado: los leones de Sarnath, de pie sobre el dharma-chakra de la misiva del Primer Ministro que llegó, por medio de Vishwanath, el cartero, una semana después de que mi fotografía apareciera en la primera página del Times of India.

Los periódicos me celebraron; los políticos ratificaron mi posición. Jawaharlal Nehru me escribió: «Querido bebé Saleem: ¡Mi tardía felicitación por la feliz casualidad del momento de tu nacimiento! Eres el más reciente portador de ese antiguo rostro de la India que es también eternamente joven. Seguiremos tu vida con la mayor atención; será, en cierto modo, el espejo de la nuestra.»

Y Mary Pereira, atemorizada: —¿El Gobierno, señora? ¿Que va a vigilar al chico? ¿Pero por qué señora? ¿Qué pasa con él? —… y Amina, sin comprender la nota de pánico que había en la voz de su ayah—: Es sólo una forma de hablar, Mary; no se puede tomar al pie de la letra. —Pero Mary no se tranquiliza; y siempre, cada vez que entra en la habitación del bebé, sus ojos se mueven alocadamente hacia la carta enmarcada; sus ojos miran a su alrededor, tratando de ver si el Gobierno vigila; unos ojos que se preguntan: ¿qué es lo que ellos saben? ¿Pudo ver alguien…? En cuanto a mí, al crecer, tampoco acepté por completo la explicación de mi madre, pero me calmaba dándome una sensación de falsa seguridad; de forma que, aunque una parte de las sospechas de Mary se habían filtrado en mí, me cogió de sorpresa el que…

Quizá el dedo del pescador no señalaba la carta del marco; porque, si se seguía más lejos aún, le llevaba a uno a través de la ventana, descendiendo del altozano de dos pisos, a través de Warden Road, más allá de las piscinas de Breach Candy, y hacia otro mar que no era el mar del cuadro; un mar en el que las velas de los dhows koli refulgían escarlatas al sol poniente… un dedo acusador, pues, que nos forzaba a contemplar a los desheredados de la ciudad.

O tal vez —y esta idea me hace estremecerme ligeramente a pesar del calor— era un dedo de advertencia, cuya finalidad era llamar la atención sobre sí mismo; sí, podía ser, por qué no, una profecía de otro dedo, un dedo no distinto de sí mismo, cuya entrada en mi historia liberaría la lógica espantosa del Alfa y el Omega… ¡Dios santo, qué idea! ¿Hasta qué punto mi futuro colgaba sobre mi cuna, esperando sólo que yo lo entendiera? ¿Cuántos avisos recibí… cuántos desatendí…? Pero no. No seré un «loco del demonio», por usar la elocuente frase de Padma. No sucumbiré a digresiones propias de una mente agrietada; no mientras tenga fuerzas para resistir a las grietas.

Cuando Amina Sinai y el bebé Saleem llegaron a casa en un Studebaker prestado, Ahmed Sinai trajo consigo en el viaje un sobre de papel manila. Dentro del sobre: un tarro de encurtidos, vaciado de su kasaundy de lima, lavado, hervido, purificado… y, ahora, rellenado. Un tarro bien sellado, con un diafragma de goma estirado sobre su tapa de lata y sujeto por una banda de goma retorcida. ¿Qué era lo que había sellado bajo la goma, conservado en el vidrio, oculto en el papel manila? Esto: en camino hacia casa con padre, madre y niño iba cierta cantidad de agua salobre en la que, flotando suavemente, había un cordón umbilical. (Pero, ¿era mío o del Otro? Eso es algo que no puedo deciros.) Mientras el ayah recién contratada, Mary Pereira, se dirigía a la Hacienda de Methwold en autobús, un cordón umbilical viajaba, de cuerpo presente, en la guantera del Studey de un magnate del cine. Mientras el bebé Saleem iba creciendo hacia la edad viril, un tejido umbilical flotaba inalterado en salmuera embotellada, en la parte de atrás de un almirah de teca. Y cuando, años más tarde, nuestra familia entró en el exilio en el País de los Puros, cuando yo luchaba por alcanzar la pureza, los cordones umbilicales tuvieron brevemente su día.

Nada se tiró; niño y placenta fueron conservados; los dos llegaron a la Hacienda de Methwold; los dos aguardaron su momento.

Yo no era un bebé precioso. Mis fotos de bebé revelan que mi amplia cara de luna era demasiado amplia; demasiado perfectamente redonda. Algo faltaba en la región de la barbilla. Una piel clara se curvaba sobre mis rasgos… pero las marcas de nacimiento la afeaban; unas manchas oscuras descendían por el nacimiento occidental de mi pelo, un parche oscuro coloreaba mi oreja oriental: Y mis sienes: demasiado prominentes: bulbosas cúpulas bizantinas. (Sonny Ibrahim y yo nacimos para ser amigos: cuando nos dábamos con la frente, las abolladuras de fórceps de Sonny permitían que mis sienes bulbosas encajasen en ellas, tan perfectamente como ensambladuras de carpintero.) Amina Sinai, inconmensurablemente aliviada por mi única cabeza, la miraba con cariño maternal redoblado, viéndola a través de una niebla embellecedora y pasando por alto la excentricidad helada de mis ojos azul celeste, mis sienes como cuernos atrofiados y hasta el rampante pepino de mi nariz.

La nariz del bebé Saleem: era monstruosa; y moqueaba.

Rasgos intrigantes de mi temprana infancia: aunque era grande y poco favorecido, al parecer no estaba satisfecho. Ya desde mis primerísimos días emprendí un programa radical de autoampliación. (Como si supiera que, para llevar la carga de mi vida futura, tendría que ser bien grande.) Para mediados de septiembre había vaciado de leche los pechos nada insignificantes de mi madre. Se contrató por breve tiempo a una nodriza, pero ella se retiró, seca como un desierto después de sólo una quincena, acusando al bebé Saleem de tratar de morderle los pezones con sus encías sin dientes. Me pasé al biberón y tragué inmensas cantidades de mezcla: también las tetinas del biberón sufrieron, rehabilitando a la quejosa nodriza. Se llevaban meticulosamente diarios con los datos del bebé; esos diarios revelan que me desarrollaba casi visiblemente, aumentando de día en día; pero, por desgracia, no se tomaban medidas nasales y no puedo decir si mi aparato respiratorio crecía en proporción estricta o más deprisa que el resto. Tengo que decir que tenía un sano metabolismo. Mis materiales de desecho eran evacuados copiosamente por los orificios apropiados; de mi nariz brotaba una brillante cascada de sustancia mucilaginosa. Ejércitos de pañuelos, regimientos de pañales se abrían paso hasta la gran cesta de colada del cuarto de baño de mi madre… derramando porquería por diversas aberturas, mantenía mis ojos bastante secos. —Qué niño más bueno, señora —decía Mary Pereira—. No derrama ni una lágrima.

El bueno del bebé Saleem era un niño tranquilo; me reía a menudo, pero sin ruido. (Como mi propio hijo, comencé por hacerme cargo de la situación, escuchando antes de meterme en gorgoritos y, más tarde, en palabras.) Durante algún tiempo, Amina y Mary tuvieron miedo de que el chico fuera mudo; pero, precisamente cuando estaban a punto de decírselo a su padre (al que habían callado sus preocupaciones… a ningún padre le gusta un hijo deteriorado), rompió en sonidos y, al menos a ese respecto, se volvió totalmente normal. —Es —le susurró Amina a Mary— como si hubiera decidido tranquilizarnos.

Había un problema más grave. Amina y Mary tardaron algunos días en darse cuenta. Ocupadas por los procesos extraordinarios y complejos de convertirse en una madre de dos cabezas, con la visión enturbiada por una niebla de ropa interior pestilente, no notaron la inmovilidad de mis párpados. Amina, recordando cómo, durante su embarazo, el peso de su hijo aún no nacido había mantenido el tiempo tan inmóvil como una charca verde estancada, comenzó a preguntarse si no estaría ocurriendo ahora lo contrario… si no tendría el bebé algún poder mágico sobre todo el tiempo que se encontraba en su proximidad inmediata, y estaría acelerándolo, de forma que madre-y-ayah nunca tuvieran tiempo de hacer todo lo que había que hacer, y de forma que el bebé pudiera crecer a una velocidad aparentemente fantástica; absorta en esos ensueños cronológicos, no se dio cuenta de mi problema. Sólo cuando desechó la idea y se dijo que yo era sólo un bebé bueno y robusto con un gran apetito, un niño de desarrollo precoz, los velos del amor materno se abrieron lo suficiente para que ella y Mary gritaran al unísono: —¡Mira, baap-re-baap! ¡Mira, señora! ¡Mira, Mary! ¡Este chico no parpadea nunca!

Los ojos eran demasiado azules: azul cachemiro, azul de niño cambiado, azul con el peso de las lágrimas no derramadas, demasiado azules para parpadear. Cuando me daban de comer, mis ojos no parpadeaban; cuando la virginal Mary me colocaba atravesado en su hombro, exclamando: —¡Uf, qué pesado eres, Jesús! —yo eructaba sin pestañear. Cuando Ahmed Sinai cojeaba con su dedo del pie entablillado hasta mi cuna, yo me sometía a sus labios salientes con una mirada penetrante y sin aleteos… —Quizá sea un error, señora —sugirió Mary—. Quizá el pequeño sahib nos imita… y parpadea cuando nosotras parpadeamos. —Y Amina—: Parpadearemos por turno y veremos. —Abriendo-y-cerrando los párpados alternativamente, observaron mi azulez helada; pero no hubo ni el más ligero temblor; hasta que Amina tomó cartas en el asunto y se inclinó sobre la cuna para bajarme los párpados. Éstos se cerraron: mi respiración cambió, instantáneamente, para tomar los ritmos satisfechos del sueño. Después de aquello, durante varios meses, madre y ayah se turnaron para abrirme y cerrarme los ojos—. Aprenderá, señora —le consolaba Mary a Amina—. Es un niño bueno y obediente y le cogerá el tranquillo. —Aprendí: la primera lección de mi vida: que nadie puede mirar al mundo con los ojos todo el tiempo abiertos.

Ahora, mirando atrás con ojos de bebé, lo puedo ver todo perfectamente: es asombroso cuántas cosas pueden recordarse si se intenta. Lo que puedo ver: la ciudad, tomando el sol como un lagarto chupasangres en el calor del verano. Nuestro Bombay: parece una mano pero es en realidad una boca, siempre abierta, siempre hambrienta, tragando comida y talentos de todas las demás partes de la India. Una atractiva sanguijuela, que no produce nada salvo películas prendas coloniales pescado… a raíz de la Partición, veo a Vishwanath, el cartero, dirigiéndose en bicicleta hacia nuestro altozano de dos pisos, con un sobre de papel vitela en la cartera, montado en su envejecida bicicleta india Arjuna y pasando por delante de un autobús que se pudre… abandonado aunque no es la estación de los monzones, porque su conductor decidió de pronto marcharse al Pakistán, apagó el motor y se fue, dejando a un autobús entero de pasajeros abandonados, colgados de las ventanas, aferrados a la baca del techo, asomando por la puerta… Puedo oír sus juramentos, hijo-de-cerdo, hermano-de-burro; pero se agarraron a sus plazas duramente conquistadas durante dos horas, antes de abandonar el autobús a su suerte. Y, y: ahí está el primer nadador indio que atravesó el canal de la Mancha, el señor Pushpa Roy, llegando a las puertas de las piscinas de Breach Candy. Con un gorro azafranado en la cabeza y unos pantalones de baño verdes envueltos en una toalla con los colores de la bandera, este Pushpa ha declarado la guerra a la política de sólo-para-blancos de las piscinas. Lleva una pastilla de jabón de sándalo de Mysore; se yergue; atraviesa la puerta… y pathanes pagados lo cogen, como de costumbre, los indios salvan a los europeos de una rebelión india, y allá va él debatiéndose valientemente, lo llevan como un saco de patatas a Warden Road y lo arrojan en el polvo. El nadador del Canal se zambulle en la calle, esquivando por un pelo camellos taxis bicicletas (Vishwanath da un regate para evitar la pastilla de jabón)… pero no se arredra; se levanta; se sacude el polvo; y promete volver al día siguiente. Durante todos los años de mi infancia, los días estuvieron puntuados por la vista de Pushpa el nadador, con su gorro azafranado y su toalla teñida de bandera, zambulléndose involuntariamente en Warden Road. Y, finalmente, su indomable campaña logró una victoria, porque hoy las piscinas permiten que algunos indios —«los mejores»— se metan en sus aguas de forma de mapa. Pero Pushpa no forma parte de los mejores; viejo y ahora olvidado, contempla desde lejos las piscinas… y ahora hay cada vez más multitudes que entran en mí a raudales: como Bano Devi, la famosa luchadora de aquellos tiempos, que sólo luchaba con hombres y amenazaba casarse con cualquiera que la derrotase, como resultado de lo cual jamás perdió un combate; y (más cerca de casa ahora), el sadhu de debajo del grifo de nuestro jardín, que se llamaba Purushottam y al que nosotros (Sonny, Raja de Ojo, Brillantina, Cyrus y yo) llamaríamos siempre el-guru-Puru; el cual, creyéndome el Mubarak, el Bienaventurado, dedicó su vida a cuidarme, y se pasaba el tiempo enseñando quiromancia a mi padre y exorcizando las verrugas de mi madre; y luego está la rivalidad entre Musa, el viejo criado, y Mary, la nueva ayah, que irá creciendo hasta explotar; en pocas palabras, a finales de 1947, la vida en Bombay era tan hormigueante, tan variada, tan multitudinariamente informe como siempre… salvo por el hecho de que yo había llegado; yo estaba empezando ya a ocupar mi puesto en el centro del universo; y, para cuando acabé, había dado un sentido a todo. ¿No me creéis? Escuchad: junto a mi cuna, Mary Pereira canta una cancioncilla:

Todo lo que quieras ser, lo serás.

Podrás ser todo lo que quieras ser.

En la época de mi circuncisión por un barbero de paladar hendido de la Royal Barber House de Gowalia Tank Road (yo tenía poco más de dos meses), ya estaba muy solicitado en la Hacienda de Methwold. (A propósito, sobre el tema de la circuncisión: todavía juro que puedo recordar a aquel barbero socarrón, que me sostenía por el prepucio mientras mi miembro se agitaba frenéticamente como una serpiente resbaladiza; y la navaja que descendía, y el dolor; pero me dicen que, en aquel momento, ni siquiera parpadeé.)

Sí, yo era un tipejo popular: mis dos madres, Amina y Mary, nunca se cansaban de mí. A todos los efectos prácticos, eran las más íntimas aliadas. Después de mi circuncisión, me bañaron juntas; y se rieron juntas mientras mi mutilado órgano se agitaba airadamente en el agua del baño. —Habrá que vigilar a este chico, señora —dijo Mary traviesamente—. ¡Tiene una cosa con vida propia! —Y Amina—: Ch, ch, Mary eres terrible, francamente… —Pero, entre sollozos de risa incontenible—: ¡Mira, señora, su pobrecito pi-pi! —Porque la cosa estaba culebreando otra vez, revolviéndose de un lado a otro, como una gallina con el gaznate rebanado… Juntas, me cuidaban maravillosamente; pero, en cuestión de sentimientos eran rivales mortales. Una vez, cuando me llevaban de paseo en el cochecito por los Jardines Colgantes de Malabar Hill, Amina oyó que Mary les decía a las otras ayahs: —Mirad: éste es mi niño grande —y se sintió extrañamente amenazada. El bebé Saleem se convirtió, después de aquello, en el campo de batalla de sus amores; se esforzaban por superarse mutuamente en demostraciones de afecto; mientras él, ahora parpadeante, haciendo gorgoritos en voz alta, se alimentaba de sus sentimientos, utilizándolos para acelerar su crecimiento, desarrollándose y engullendo infinitos besos abrazos golpecitos en la barbilla, avanzando a paso de carga hacia el momento en que adquiriría las características esenciales de los seres humanos: todos los días, y sólo en los raros momentos en que me dejaban solo con el dedo indicador del pescador, intentaba ponerme de pie en la cuna.

Y mientras yo hacía esfuerzos infructuosos por ponerme de pie, también Amina se enfrentaba con una resolución inútil: estaba tratando de expulsar de su mente el sueño de su marido sin nombre, que había reemplazado al sueño del papel matamoscas la noche que siguió mi nacimiento; un sueño de tan abrumadora realidad que permanecía con ella mientras estaba despierta. En él, Nadir Khan se acercaba a su cama y la fecundaba; era tan grande la dañina perversidad del sueño, que confundió a Amina sobre la paternidad del niño, dándome a mí, el hijo de la medianoche, un cuarto padre que acomodar junto a Winkie y Methwold y Ahmed Sinai. Agitada, pero impotente en las garras de ese sueño, mi madre Amina comenzó en esa época a formar la niebla de culpabilidad que, en años posteriores, le rodearía la cabeza como una guirnalda negra y oscura.

Nunca oí a Wee Willie Winkie en su mejor momento. Después de su luto cegador, recobró gradualmente la vista; pero algo áspero y amargo había aparecido en su voz. Nos dijo que era el asma, y siguió viniendo a la Hacienda de Methwold una vez por semana para cantar canciones que, como él, eran una reliquia de la era Methwold. Cantaba «Buenas noches, señoras»; y, manteniéndose al día, añadió a su repertorio «Pronto pasarán las nubes» y, un poco más tarde, «¿Qué vale el perrito del escaparate?» Colocando a un niño de tamaño considerable y rodillas amenazadoramente contundentes junto a él, sobre una pequeña esterilla, en la glorieta, cantaba canciones llenas de nostalgia, y nadie tenía valor para echarlo. Winkie y el dedo del pescador fueron dos de los escasos supervivientes de los días de William Methwold, porque, después de la desaparición del inglés, sus sucesores vaciaron los palacios de su abandonado contenido. Lila Sabarmati conservó su pianola; Ahmed Sinai se quedó con su mueble-bar; el viejo Ibrahim llegó a un acuerdo con los ventiladores de techo; pero los peces de colores murieron, unos de hambre y otros como resultado de haber sido tan colosalmente sobrealimentados que explotaron en nubecitas de escamas y alimento para peces sin digerir; los perros se volvieron salvajes y, con el tiempo, dejaron de vagar por la Hacienda; y las ropas descoloridas de los viejos almirahs fueron distribuidas a las barrenderas y otros sirvientes de la Hacienda, de forma que, durante muchos años después, los herederos de William Methwold fueron servidos por hombres y mujeres que llevaban las camisas y los vestidos estampados de algodón, cada vez más harapientos, de sus amos de antaño. Pero Winkie y el cuadro de mi pared sobrevivieron; cantor y pescador se convirtieron en instituciones de nuestra vida, como la hora del cóctel, que era ya una costumbre demasiado fuerte para poder romperla. «Cada lágrima y cada pena», cantaba Winkie, «te acercan aún más a mí…». Y su voz se hizo cada vez peor, hasta que sonó como una sitar cuya caja de resonancia, hecha de calabaza laqueada, hubiera sido roída por los ratones; —Es el asma —insistía tozudamente. Antes de morir, perdió la voz por completo; los médicos cambiaron su diagnóstico por el de cáncer de garganta; pero se equivocaron también, porque Winkie no murió de ninguna enfermedad sino por la amargura de perder a una mujer cuya infidelidad nunca sospechó. Su hijo, llamado Shiva, por el dios de la procreación y de la destrucción, se sentaba a sus pies en aquellos primeros tiempos, soportando silenciosamente la carga de ser la causa (o así lo creía él) de la lenta decadencia de su padre; y gradualmente, a lo largo de los años, vimos cómo sus ojos se llenaban de una cólera que no podía expresar; vimos cómo sus puños se cerraban sobre piedras y las lanzaban, ineficazmente al principio, más peligrosamente a medida que iba creciendo, al vacío que lo rodeaba. Cuando el mayor de los hijos de Lila Sabarmati tenía ocho años, se dedicó a tomarle el pelo al joven Shiva por su hosquedad, sus pantalones cortos sin almidonar y sus rodillas nudosas; y el muchacho al que el delito de Mary había condenado a la pobreza y los acordeones le tiró una piedra plana y afilada, con un filo como el de una navaja, cegando el ojo derecho de su atormentador. Después del accidente de Raja de Ojo, Wee Willie Winkie venía solo a la Hacienda de Methwold, dejando que su hijo penetrara en los oscuros laberintos de los que sólo una guerra lo salvaría.

Por qué siguió tolerando la Hacienda de Methwold a Wee Willie Winkie a pesar de la decadencia de su voz y de la violencia de su hijo: en otro tiempo, les había dado una pista importante sobre sus propias vidas. «El primer nacimiento», había dicho, «los hará reales».

Como resultado directo de la pista de Winkie, en mis primeros tiempos estuve muy solicitado. Amina y Mary se disputaban mis atenciones; pero en todas las casas de la Hacienda había gente que quería conocerme; y, con el tiempo, Amina, dejando que su orgullo por mi popularidad predominase sobre su resistencia a perderme de vista, accedió a prestarme, en una especie de turno rotatorio, a las distintas familias de la colina. Empujado por Mary Pereira en un cochecito azul celeste, comencé una marcha triunfal por los palacios de tejas rojas, honrándolos sucesivamente con mi presencia y haciendo que parecieran reales a sus propietarios. Y por eso, mirando ahora hacia atrás con los ojos del bebé Saleem, puedo revelar la mayor parte de los secretos de mi vecindad, porque los adultos vivían su vida en mi presencia sin temor a ser observados, sin saber que, años más tarde, alguien volvería a mirar con sus ojos de bebé y decidiría descubrir los pasteles.

De modo que aquí está el viejo Ibrahim, muriéndose de preocupaciones porque, allá en África, los gobiernos están nacionalizando sus plantaciones de sisal; aquí está su hijo mayor Ishaq, atormentándose por su negocio hotelero, que está teniendo pérdidas, por lo que se ve obligado a tomar dinero a préstamo de los gángsters locales; aquí están los ojos de Ishaq, que codician la mujer de su hermano, aunque cómo podía despertar la-pata-Nussie el interés sexual de nadie sea un misterio para mí; y aquí está el marido de Nussie, Ismail el abogado, que ha aprendido una importante lección del nacimiento con fórceps de su hijo: —Nada surge a la vida por las buenas —le dice al pato de su mujer—, a menos que se le obligue. —Aplicando esa teoría a su carrera jurídica, emprende una carrera de sobornos de jueces y manipulaciones de jurados; todos los hijos pueden cambiar a sus padres, y Sonny convirtió a su padre en un sinvergüenza de mucho éxito. Y, cruzando hasta Versailles Villa, aquí está la señora Dubash con su altar al dios Ganesh, situado en un rincón de un apartamento de un desorden tan sobrenatural que, en nuestra casa, la palabra «dubash» se convirtió en un verbo que significaba «desordenarlo todo»—… Ay, Saleem, ¡otra vez has dubasheado tu cuarto, malo! —exclamaría Mary. Y, ahora, la causa del desorden, inclinándose sobre la capota de mi cochecito para darme un golpecito en la barbilla: Adi Dubash, el físico, genio de los átomos y de la basura. Su mujer, que está ya embarazada de Cyrus-el-grande, se retiene, criando a su hijo, con un chisporroteo fanático en el ángulo interior de sus ojos, esperando su momento; no se presentará hasta que el señor Dubash, que se pasó la vida trabajando con las sustancias más peligrosas del mundo, muera ahogado por una naranja a la que su mujer olvidó quitar las pepitas. Nunca me invitaron al piso del doctor Narlikar, el ginecólogo que odiaba a los niños; pero en las casas de Lila Sabarmati y de Homi Catrack me convertí en voyeur, una parte diminuta de las mil y una infidelidades de Lila y, con el tiempo, en testigo de los comienzos de una aventura entre la mujer del oficial de marina y el magnate-del-cine-y-propietario-de-caballos-de-carreras; lo que, todo a su debido tiempo, me serviría de mucho al planear cierta venganza.

Hasta un bebé se enfrenta con el problema de definirse a sí mismo; y tengo que decir que mi popularidad temprana tenía sus aspectos problemáticos, porque me veía bombardeado por una desconcertante multiplicidad de puntos de vista sobre el tema, al ser un Bienaventurado para un guru de debajo del grifo, un voyeur para Lila Sabarmati; a los ojos de la-pata-Nussie era un rival, y un rival de más éxito, de su propio Sonny (aunque, en honor suyo, nunca mostró su resentimiento, y me pedía prestado como todos los demás); y para mi madre bicéfala era toda clase de cosas infantiles: me llamaban yunu-munu, y pach-pach, y cachito-de-luna.

Pero, después de todo, ¿qué puede hacer un bebé, salvo tragárselo todo y confiar en encontrarle algún sentido más tarde? Pacientemente, con los ojos secos, me empapaba de la carta de Nehru y de la profecía de Winkie; pero la impresión más profunda de todas se produjo el día en que la hija idiota de Homi Catrack envió sus pensamientos a través de la glorieta a mi cabeza de niño.

Toxy Catrack, la de la cabeza demasiado grande y la boca babeante; Toxy, que se situaba en una ventana enrejada del piso superior, totalmente desnuda, masturbándose con movimientos de consumada repugnancia hacia sí misma; que escupía fuertemente y a menudo a través de sus barrotes, y a veces nos acertaba en la cabeza… tenía veintiún años, una imbécil farfullante, el producto de años de endogamia; pero dentro de mi cabeza era hermosa, porque no había perdido las cualidades con que nace todo niño y que la vida se encarga de erosionar. No puedo recordar nada de lo que decía Toxy cuando enviaba sus pensamientos para que me susurraran; probablemente no eran más que gorgoritos y salivajos; pero dio un empujoncito a una puerta de mi mente, de forma que, cuando se produjo un accidente en una cesta de colada, probablemente fue Toxy quien lo hizo posible.

De momento ya basta acerca de los primeros días del bebé Saleem: mi simple presencia está teniendo ya un efecto en la Historia; el bebé Saleem está produciendo ya cambios en la gente que lo rodea; y, en el caso de mi padre, estoy convencido de que fui yo quien lo empujó a los excesos que lo llevaron, quizá inevitablemente, a la época aterradora de la congelación.

Ahmed Sinai nunca perdonó a su hijo que le hubiera roto el dedo gordo del pie. Aun después de quitarle la tablilla, le quedó una cojera minúscula. Mi padre se inclinaba sobre mi cuna y decía: —Muy bien, hijo mío: has empezado como tienes la intención de seguir. ¡Empezaste por darle un porrazo a tu anciano padre! —En mi opinión, sólo se trataba de una broma a medias. Porque, con mi nacimiento, todo cambió para Ahmed Sinai. Su posición en la casa se vio socavada por mi llegada. De pronto, la diligencia de Amina se había fijado objetivos diferentes; nunca lo engatusaba ahora para sacarle dinero, y la servilleta del regazo de él, en la mesa del desayuno, sentía tristes punzadas de nostalgia de los viejos tiempos. Ahora todo era: «Tu hijo necesita esto-o-aquello», o «Janum, tienes que darme dinero para aquello-o-lo-de-más-allá». Un mal asunto, pensaba Ahmed Sinai. Mi padre era un hombre vanidoso.

Y así, fue mi forma de obrar la que hizo que Ahmed Sinai cayera, en los días que siguieron a mi nacimiento, en las fantasías gemelas que lo harían zozobrar, en los mundos irreales de los djinns y de la tierra situada bajo el mar.

Un recuerdo de mi padre, una noche de la estación fría, sentado en mi cama (yo tenía siete años) y contándome, con voz ligeramente pastosa, la historia del pescador que encontró al djinn en una botella arrojada a la playa… —¡Nunca creas en las promesas de un djinn, hijo mío! Si los dejas salir de la botella, ¡se te comerán! —Y yo, tímidamente… porque podía oler el peligro en el aliento de mi padre—: Pero, abba, ¿puede vivir de verdad un djinn dentro de una botella? —A lo que mi padre, con un cambio súbito de humor, se rió a carcajadas y salió de la habitación, volviendo luego con una botella de color verde oscuro que llevaba una etiqueta blanca—. Mira —dijo sonoramente—: ¿Quieres ver al djinn que hay aquí? —¡No! —chillé yo asustado; pero— ¡Sí! —vociferó mi hermana, el Mono de Latón, desde la cama de al lado… y, encogiéndonos los dos, con un terror excitado, lo vimos desenroscar la tapa y, espectacularmente, tapar el cuello de la botella con la palma de la mano; y entonces, en la otra mano, se materializó un encendedor—. ¡Que perezcan todos los djinns malignos! —gritó mi padre; y, quitando la mano, aplicó la llama al cuello de la botella. Atemorizados, el Mono y yo vimos una llama misteriosa, azul-verde-amarilla, que descendía girando lentamente por las paredes interiores de la botella; hasta que, al llegar al fondo, se agitó brevemente y murió. Al día siguiente provoqué enormes carcajadas cuando les dije a Sonny, Raja de Ojo y Brillantina—: Mi padre lucha con los djinns; les gana; ¡de verdad! —… Y era verdad. Ahmed Sinai, privado de engatusamientos y atenciones, comenzó, poco después de mi nacimiento, una lucha con los djinns de las botellas que duraría toda su vida. Pero yo me equivoqué en una cosa: mi padre no les ganó.

Los muebles-bar le habían abierto el apetito; pero fue mi llegada la que lo empujó a ello… En aquellos tiempos, Bombay había sido declarado Estado «seco». La única forma de obtener un trago era conseguir un certificado de alcohólico; y, de esa forma, surgió una nueva especie de médicos, los médicos de djinns, uno de los cuales, el doctor Sharabi, fue presentado a mi padre por Homi Catrack, el vecino de al lado. Después de eso, los días primeros de mes, mi padre y el señor Catrack y muchos de los hombres más respetables de la ciudad hacían cola ante la puerta de cristal jaspeado del consultorio del doctor Sharabi, entraban, y volvían a salir con sus papelitos rosa de alcohólicos. Pero la ración autorizada era demasiado pequeña para las necesidades de mi padre; y por eso empezó a mandar también a sus sirvientes, y jardineros, criados y chóferes (ahora teníamos un coche, un Rover 1946 con estribos, exactamente como el de William Methwold), hasta el viejo Musa y Mary Pereira, le traían a mi padre cada vez más papelitos rosa, que él llevaba a los almacenes Vijay, frente a la circuncidante barbería de Gowalia Tank Road, y cambiaba por las bolsas de papel de estraza del alcoholismo, dentro de las cuales estaban las tintineantes botellas verdes, llenas de djinns. Y de whisky también: Ahmed Sinai borraba sus propios contornos bebiéndose las botellas verdes y etiquetas rojas de sus criados. Los pobres, que tenían poco más que ofrecer, vendían sus identidades por pedacitos de papel rosa; y mi padre los transformaba en líquido y se los bebía.

Todas las tardes, a las seis, Ahmed Sinai penetraba en el mundo de los djinns; y todas las mañanas, con los ojos rojos y la cabeza palpitante por la fatiga del combate de toda la noche, aparecía sin afeitar en la mesa del desayuno; y, con el paso de los años, el buen humor del rato de antes de afeitarse fue sustituido por el agotamiento irritado de su guerra con los espíritus embotellados.

Después del desayuno, bajaba las escaleras. Había reservado dos habitaciones de la planta baja como oficina, porque su sentido de orientación seguía siendo tan malo como siempre y no le hacía gracia la idea de perderse en Bombay yendo al trabajo; hasta él era capaz de encontrar su camino bajando un tramo de escaleras. Borroso en sus contornos, mi padre hacía sus negocios de propiedades; y su creciente indignación por la preocupación de mi madre por su hijo encontró un nuevo desahogo tras las puertas de su oficina: Ahmed Sinai comenzó a coquetear con sus secretarias. Después de noches en que su pelea con las botellas estallaba a veces en un lenguaje muy duro —«¡Vaya una esposa que me he buscado! Hubiera podido comprarme un hijo y contratar una niñera: ¡sería lo mismo!» Y luego lágrimas, y Amina: «¡Ay, janum… no me tortures!», lo que, a su vez, provocaba un «¡Torturar, un cuerno! ¿Es una tortura que un hombre le pida a su mujer un poco de atención? ¡Dios nos guarde de las mujeres estúpidas!»—, mi padre bajaba las escaleras cojeando para mirar con ojos desorbitados a las chicas de Colaba. Y, al cabo de algún tiempo, Amina empezó a darse cuenta de que las secretarias de mi padre nunca duraban mucho, y de cómo se marchaban de pronto, bajando furiosas la cuesta de nuestra casa sin aviso previo; y tenéis que decidir si prefirió ser ciega o si lo consideró como un castigo, pero no hizo nada, y siguió dedicándome su tiempo; su único acto de reconocimiento fue dar a todas las chicas un nombre colectivo. —Esas anglos —le decía a Mary, revelando un toque de esnobismo— de nombres raros: Fernanda y Alonso y todo eso, ¡y qué apellidos, Dios santo! Sulaca y Colaco y qué sé yo qué. ¿Por qué iban a preocuparme? Son mujeres de baja estofa. Para mí son todas sus chicas Coca-Cola… así es como suenan todas.

Mientras Ahmed pellizcaba traseros, Amina se resignaba; pero quizá él hubiera estado contento si a ella hubiera parecido importarle.

Mary Pereira dijo: —No son nombres tan raros, señora; perdóneme, pero son palabras muy cristianas. —Y Amina se acordó de Zohra, la prima de Ahmed, burlándose de las pieles oscuras… y, desviviéndose por disculparse, cayó en el mismo error de Zohra—: Oh, no, Mary, ¿cómo puedes creer que me burlaba de ti?

Con mis sienes abultadas y mi nariz de pepino, yo estaba echado en mi cuna, escuchando; y todo lo que ocurría, ocurría por mi causa… Un día de enero de 1948, a las cinco de la tarde, mi padre recibió la visita del doctor Narlikar. Hubo abrazos como siempre, y palmadas en la espalda. —¿Una partidita de ajedrez? —preguntó mi padre, ritualmente, porque esas visitas se estaban convirtiendo en costumbre. Jugaban al ajedrez al antiguo estilo indio, al juego del shatranj, y, liberado por la simplicidad del tablero de las circunvoluciones de su vida, Ahmed soñaba despierto durante una hora en reorganizar el Corán; y entonces eran ya las seis, la hora del cóctel, el momento de los djinns… pero aquella tarde Narlikar dijo—: No. —Y Ahmed—: ¿No? ¿Qué significa no? Vamos, siéntate, juega, cuéntame chismes… —Narlikar, interrumpiéndolo—: Esta noche, hermano Sinai, tengo que enseñarte algo. —Ahora están en un Rover 1946, Narlikar le da a la manivela y salta adentro; se dirigen hacia el norte, por Warden Road, pasando por delante del templo de Mahalaxmi, a la izquierda, y de los terrenos de golf del Willingdon Club, a la derecha, dejando atrás el hipódromo, yendo por Hornby Vellard, junto al rompeolas; queda a la vista el estadio de Vallabhbhai Patel, con sus siluetas de cartón gigantes de luchadores, Bano Devi, la Mujer Invencible, y Dara Singh, el más fuerte de todos… hay vendedores de channa y paseantes de perros que deambulan a orillas del mar—. Para —ordena Narlikar, y los dos salen. Se quedan mirando al mar; la brisa marina les refresca la cara; y allí, al final de un estrecho sendero de cemento en mitad de las olas, está la isla en donde se alza la tumba del Haji Ali, el místico. Hay peregrinos que vagan entre Vellard y la tumba.

—Mira —señala Narlikar—. ¿Qué ves? —Y Ahmed, desconcertado—: Nada. La tumba. Gente. ¿A qué viene esto, chico? —Y Narlikar—: Nada de eso. ¡Allí! —Y ahora Ahmed ve que el dedo indicador de Narlikar apunta al sendero de cemento…— ¿El paseo? —pregunta—. ¿Qué ves en él? Dentro de unos minutos subirá la marea y lo cubrirá; todo el mundo lo sabe… —Narlikar, con la piel encendida como un faro, se pone filosófico—: Así es, hermano Ahmed; así es. La tierra y el mar; el mar y la tierra; la eterna lucha, ¿no? —Ahmed, perplejo, no dice nada—. En otro tiempo había siete islas. —Le recuerda Narlikar—: Worli, Mahim, Salsette, Matunga, Colaba, Mazagaon, Bombay. Los británicos las unieron. El mar, hermano Ahmed, se convirtió en tierra. La tierra se levantó, ¡y no se hundió bajo las olas! —Ahmed está ansioso por su whisky; empieza a sobresalirle el labio mientras los peregrinos se escabullen por el sendero que se va estrechando—. Y qué pasa —pregunta. Y Narlikar, deslumbrante de refulgencia—: Lo que pasa Ahmed bhai, ¡es esto!

Se lo saca del bolsillo: un pequeño modelo de escayola de dos pulgadas de alto: ¡el tetrápodo! Como un anuncio en tres dimensiones de la Mercedes-Benz, con tres patas sobre la palma de su mano y una cuarta erguida como un lingam en el aire del atardecer, deja paralizado a mi padre. —¿Qué es? —pregunta; y Narlikar se lo dice ahora—: ¡Es el bebé que nos hará más ricos que Hyderabad, bhai! ¡El pequeño artilugio que te hará, que nos hará a ti y a mí, dueños de eso! —Señala hacia donde el mar se precipita sobre el sendero de cemento abandonado…— ¡La tierra que hay bajo el mar, amigo mío! ¡Tendremos que fabricarlos a millares… a decenas de millares! Tendremos que licitar en las contratas de recuperación de tierras; nos espera una fortuna; ¡no podemos perderla, hermano, es la ocasión de nuestra vida!

¿Por qué consintió mi padre en soñar el sueño empresarial de un ginecólogo? ¿Por qué, poco a poco, la visión de unos tetrápodos de hormigón de tamaño natural que avanzaban por el rompeolas, de unos conquistadores de cuatro patas que triunfaban sobre el mar, se apoderó de él con tanta firmeza como se había apoderado del reluciente médico? ¿Por qué, en los años que siguieron, se entregó Ahmed a la fantasía de todo habitante de isla: el mito de conquistar las olas? Quizá porque tenía miedo de equivocar otra vez el camino; quizá por la camaradería de las partidas de shatranj; o quizá fue la plausibilidad de Narlikar: —Con tu capital y mis relaciones, Ahmed bhai, ¿qué problema puede haber? Todos los hombres importantes de la ciudad tienen algún hijo que yo he traído al mundo; no se nos cerrará ninguna puerta. Tú fabricarás; ¡y yo conseguiré las contratas! Iremos a partes iguales; ¡lo que es justo es justo! —Pero, en mi opinión, hay una explicación más sencilla. Mi padre, privado de las atenciones de su mujer, suplantado por su hijo, confundido por el whisky y por los djinns, trataba de restablecer su posición en el mundo; y el sueño de los tetrápodos le ofreció la oportunidad. De todo corazón, se entregó al gran desatino; se escribieron cartas; se llamó a puertas; un dinero dudoso cambió de manos; todo lo cual sirvió para que Ahmed Sinai fuera un nombre conocido en los pasillos de la Sachivalaya… a los corredores de la Secretaría de Estado llegó el soplo de que había un musulmán que estaba derrochando rupias como agua. Y Ahmed Sinai, que bebía para poder dormir, no se dio cuenta del peligro que corría.

Nuestras vidas, en ese período, estuvieron determinadas por la correspondencia. El Primer Ministro me escribió cuando yo tenía sólo siete días de edad… antes incluso de que supiera sonarme las narices, recibía cartas de admiradores, procedentes de lectores del Times of India; y una mañana de enero también Ahmed Sinai recibió una carta que no olvidaría.

Los ojos enrojecidos del desayuno fueron seguidos por la barbilla afeitada de un día laborable; unos pies bajaron las escaleras; las risitas alarmadas de la chica Coca-Cola. El chirrido de una silla acercada a una mesa cubierta de skai verde. El ruido metálico de un cortapapeles de metal que es levantado, chocando momentáneamente con el teléfono. El ruido breve del metal rasgando el sobre; y, un minuto más tarde, Ahmed volvía a subir corriendo las escaleras, llamando a mi madre a gritos, vociferando:

—¡Amina! ¡Ven aquí, mujer! ¡Esos cabrones me han metido las pelotas en un cubo de hielo!

En los días que siguieron a la recepción por Ahmed de una carta oficial en que le informaban de la congelación de todos sus bienes, todo el mundo hablaba a la vez… —¡Por amor del cielo, janum, qué lenguaje! —dice Amina… y, ¿es imaginación mía, o se ruboriza un bebé en una cuna azul celeste?

Y Narlikar, llegando envuelto en espuma de sudor: —La culpa es totalmente mía; nos hemos prodigado demasiado. Éstos son malos tiempos, Sinai bhai: no hay más que congelar los bienes de un musulmán, se dicen, y se irá corriendo al Pakistán, dejando toda su riqueza aquí. ¡Coge al lagarto por la cola y él se la cortará! Este supuesto Estado secular tiene algunas ideas puñeteramente ingeniosas.

—Todo —dice Ahmed Sinai—: la cuenta bancaria; los depósitos de ahorro; las rentas de los bienes de Kurla… todo bloqueado, congelado. Por mandato judicial, dice la carta. Por mandato judicial no me dejan ni cuatro annas, esposa… ¡ni un chavanni para ver el titilimundi!

—Es por esas fotografías del periódico —decide Amina—. De otro modo, ¿cómo podrían saber esos astutos polizontes advenedizos contra quién ir? Dios santo, janum, es culpa mía…

—Ni diez pice para un cucurucho de channa —añade Ahmed Sinai—, ni un anna para dar limosna a un pobre. Congelado… ¡como en un refrigerador!

—Es culpa mía —dice Ismail Ibrahim—. Hubiera tenido que advertirte, Sinai bhai. He oído hablar de esas congelaciones… sólo eligen musulmanes ricos, naturalmente. Tienes que luchar…

—… ¡Con uñas y dientes! —insiste Homi Catrack—. ¡Como un león! Como Aurangzeb… su antecesor, ¿no…? ¡como la Rani de Jhansi! ¡Entonces veremos a qué país hemos venido a parar!

—Hay tribunales en este Estado —añade Ismail Ibrahim; la-pata-Nussie sonríe con sonrisa bovina mientras da de mamar a Sonny; sus dedos se mueven, acariciando distraídamente las oquedades de él, arriba y a un lado, abajo y al otro, con un ritmo constante, inalterado…— Tiene que aceptar mis servicios jurídicos —le dice Ismail a Ahmed—. Totalmente gratuitos, mi buen amigo. No, ni hablar de eso. ¿Cómo podría hacerlo? Somos vecinos.

—Arruinado —dice Ahmed—. Congelado, como el agua.

—Vamos —le interrumpe Amina; alcanzando nuevas alturas en su devoción se lo lleva a su alcoba…— Janum, tienes que echarte un rato. —Y Ahmed—: ¿Qué es esto, esposa? En un momento así… liquidado; acabado; aplastado como el hielo… y tú piensas en… —Pero ella ha cerrado la puerta; se ha sacudido las zapatillas; unos brazos se tienden hacia él; y unos minutos más tarde las manos de ella se dirigen hacia abajo-abajo-abajo; y entonces—: ¡Dios mío, janum, creía que sólo estabas diciendo palabrotas, pero es verdad! ¡Tan fríos, por Alá, tan fríííos, como cubitos redondos de hielo!

Esas cosas pasan; después de haber congelado el Estado los bienes de mi padre, mi madre empezó a notar que a él se le ponían cada vez más fríos. El primer día fue concebido el Mono de Latón… muy a tiempo porque, después de eso, aunque Amina se acostaba todas las noches con su marido para calentarlo, aunque se apretaba mucho contra él cuando lo sentía estremecerse a medida que los dedos helados de la rabia y la impotencia le subían desde los riñones, no podía soportar ya el alargar la mano y tocarlos, porque los cubitos de hielo de él se habían vuelto demasiado glaciales para agarrarlos.

Debían —debíamos— haber sabido que algo malo ocurriría. Aquel mes de enero, Chowpatty Beach, y también Juhu y Trombay, se cubrieron de inquietantes cadáveres de japuta, que flotaban hacia la playa, sin sombra de explicación, panza arriba, como dedos escamosos.