TIC, TAC
Padma puede oírlo: nada como una cuenta atrás para crear un suspense. Hoy he mirado trabajar a mi flor del estiércol, que revolvía cubas como un torbellino, como si eso pudiera acelerar el tiempo. (Y es posible que pudiera; el tiempo, según mi experiencia, ha sido tan variable e inconstante como el suministro de energía eléctrica de Bombay. No tenéis más que telefonear a la señal horaria si no me creéis: como depende de la electricidad, normalmente está equivocada en unas cuantas horas. A menos que seamos nosotros los que estamos equivocados… no se puede pedir de nadie cuya palabra para «ayer» es la misma que para «mañana» que tenga una noción firme del tiempo.)[3]
Pero hoy Padma ha oído el tictac de Mountbatten… Siendo de fabricación inglesa, lleva el ritmo con exactitud implacable. Y ahora la fábrica está vacía; los vapores persisten, pero las cubas están tranquilas; y he cumplido mi palabra. Vestido de punta en blanco, saludo a Padma cuando se precipita a mi mesa, se echa en el suelo a mi lado y me ordena: —Empieza. —Yo esbozo una sonrisita satisfecha; noto cómo los hijos de la medianoche hacen cola en mi cabeza, empujándose y dándose codazos como pescaderas koli; les digo que esperen, ya no falta mucho; carraspeo, sacudo ligeramente la pluma; y empiezo.
Treinta y dos años antes de la transmisión de poderes, mi abuelo se dio de narices con la tierra cachemira. Hubo rubíes y diamantes. Hubo el hielo del futuro, aguardando bajo la superficie del agua. Hubo un juramento: no inclinarse ante ningún dios ni hombre. El juramento hizo un agujero, que fue llenado temporalmente por una mujer situada tras una sábana perforada. Un pescador que en otro tiempo había profetizado que había dinastías escondidas en las narices de mi abuelo lo transportó coléricamente a través de un lago. Hubo terratenientes ciegos y luchadoras. Y hubo una sábana en una habitación lóbrega. Ese día comenzó a formarse mi herencia: el azul del cielo de Cachemira que goteó en los ojos de mi abuelo; los largos sufrimientos de mi abuela que se convertirían en la paciencia de mi madre y la ulterior dureza de Naseem Aziz; el don de mi abuelo para conversar con los pájaros, que descendería por líneas de sangre serpenteantes hasta las venas de mi hermana, el Mono de Latón; el conflicto entre el escepticismo del abuelo y la credulidad de la abuela; y, sobre todo, toda la esencia fantasmal de aquella sábana perforada, que predestinó a mi madre a aprender a amar a un hombre en segmentos, y me condenó a ver mi propia vida —su significado, sus estructuras— también en fragmentos; de forma que, para cuando la comprendí, era ya demasiado tarde.
Años que pasan haciendo tictac… y mi herencia crece, porque ahora tengo los míticos dientes de oro del barquero Tai, y su botella de aguardiente que anticipó los djinns alcohólicos de mi padre; tengo a Ilse Lubin en cuestión de suicidios y serpientes en vinagre en cuestión de virilidad; tengo a Tai-en-pro-de-la-inmutabilidad en contraposición a Aadam-en-pro-del-progreso; y tengo también los olores del pescador sin lavar que empujaron a mis abuelos hacia el sur, e hicieron de Bombay una posibilidad.
… Y ahora, empujado por Padma y el tictac, sigo adelante, adquiriendo al Mahatma Gandhi y su hartal, ingiriendo pulgar-e-índice, tragándome el momento en que Aadam Aziz no supo si era cachemiro o indio; ahora bebo mercurocromo y manchas en forma de mano que volverán a aparecer en el jugo de betel derramado, y me echo al coleto a Dyer, con bigote y todo; a mi abuelo lo salvan sus narices y aparece una magulladura en su pecho, que nunca desaparecerá, de forma que él y yo encontraremos en sus incesantes punzadas la respuesta a la pregunta: ¿indio o cachemiro? Manchados por la magulladura del asa del maletín de Heidelberg, compartimos nuestra suerte con la India; pero la extrañeza de los ojos azules permanece. Tai muere, pero su magia sigue flotando sobre nosotros, haciéndonos algo aparte.
… Apresurándome, me detengo para recoger el juego del tiro-a-la-escupidera. Cinco años antes del nacimiento de la nación, mi herencia aumenta, para incluir una enfermedad del optimismo que se desataría de nuevo en mi propia época, y grietas en el suelo que volverán-han-vuelto a renacer en mi piel, y ex prestidigitadores Colibríes que iniciaron la larga serie de artistas callejeros que ha ido paralela a mi vida, y los lunares de mi abuela como pezones de bruja y su odio a las fotografías, y comosellame, y las guerras de inanición y de silencio, y la sabiduría de mi tía Alia, que se convirtió en soltería y amargura y estalló por fin en una venganza terrible, y el amor de Emerald y Zulfikar, que me permitiría comenzar una revolución, y los cuchillos de media luna, lunas fatales repetidas en el nombre cariñoso que me daba mi madre, en su inocente chand-katukra, su afectuoso cachito-de… que se hacen ahora mayores, flotando en el fluido amniótico del pasado, me alimento de un zumbido que subió másaltomásalto hasta que los perros acudieron en su auxilio, de una huida a un trigal y un salvamento por Rashid, el rickshaw-wallah, con sus payasadas de Gai-Wallah, mientras corría —¡A TODA MECHA!— gritando silenciosamente, mientras revelaba los secretos de los cerrojos de fabricación india y llevaba a Nadir Khan a un retrete en el que había una cesta de colada, sí, estoy aumentando de peso por segundos, cebándome con cestas de colada y con el amor bajo-la-alfombra de Mumtaz y el bardo sin rimas, engordando al tragarme el sueño de Zulfikar de un baño junto a la cama y un Taj Majal subterráneo y una escupidera de plata incrustada de lapislázuli; un matrimonio se desintegra, y me alimenta; una tía corre traicioneramente por las calles de Agra, sin su honor, y eso me alimenta también; y ahora han terminado las salidas en falso, y Amina ha dejado de ser Mumtaz, y Ahmed Sinai se ha convertido, en cierto sentido, en su padre además de en su esposo… mi herencia incluye ese don, el de inventarme nuevos padres siempre que hace falta. El poder de dar a luz padres y madres: lo que quería Ahmed y no tuvo nunca.
A través de mi cordón umbilical, absorbo tunantes que viajan sin pagar y los peligros de comprar abanicos de plumas de pavo real; la diligencia de Amina se filtra en mí, y también cosas más siniestras… pasos estrepitosos, la necesidad de mi madre de suplicar dinero hasta que la servilleta del regazo de mi padre comenzaba a estremecerse y a formar una pequeña tienda… y las cenizas cremadas de las bicicletas indias Arjuna, y un titilimundi en el que Lifafa Das intentaba meter todo lo que había en el universo, y bribones perpetrando desafueros; dentro de mí se hinchan monstruos policéfalos: Ravanas enmascarados, niñas de ocho años con ceceo y una sola ceja corrida, turbas que gritan Violador. Las declaraciones públicas me nutren mientras crezco hacia mi momento, y sólo quedan ya siete meses.
¡Cuántas cosas gentes ideas traemos con nosotros al mundo, cuántas posibilidades y también limitaciones de posibilidades…! Porque todos ésos fueron los padres del niño nacido aquella medianoche, y cada uno de los hijos de la medianoche tenía otros tantos. Entre los padres de la medianoche: el fracaso del plan de la Misión del Gabinete; la determinación de M. A. Jinnah, que se estaba muriendo y quería ver creado el Pakistán antes de morirse, y hubiera hecho cualquier cosa para conseguirlo… ese mismo Jinnah a quien mi padre, equivocándose de camino como de costumbre, no quiso ser presentado; y Mountbatten con su prisa extraordinaria y su esposa comedora-de-pechugas-de-pollo; y más y más… el Fuerte Rojo y el Fuerte Viejo, los monos y los buitres dejando caer manos, y travestidos blancos, y curanderos y domadores de mangostas y Shri Ramram Seth, que profetizó demasiado. Y el sueño de mi padre de reordenar el Corán tiene su sitio; y la quema de un almacén que lo convirtió en un hombre con propiedades en lugar de con telas impermeables, y el pedazo de Ahmed que Amina no podía amar. Para comprender una sola vida, tenéis que tragaros el mundo. Ya os lo había dicho.
Y los pescadores, y Catalina de Braganza, y Mumbadevi cocos arroz; la estatua de Sivaji y la Hacienda de Methwold; una piscina con forma de India británica y un altozano de dos pisos; una raya en medio y una nariz de Bergerac; un reloj de torre que no funcionaba y una pequeña glorieta; la pasión de un inglés por la alegoría india y la seducción de la mujer de un acordeonista. Periquitos, ventiladores de techo y el Times of India son todos parte del bagaje que traje al mundo… ¿os puede asombrar que fuera un niño de mucho peso? Un Jesús azul se había filtrado en mí; y la desesperación de Mary, y la locura revolucionaria de Joseph, y la frivolidad de Alice Pereira… todo eso me hizo también.
Si parezco un poco estrafalario, recordad la delirante profusión de mi herencia… quizá, para seguir siendo un individuo en medio de multitudes hormigueantes, haya que hacerse grotesco.
—Por fin —dice Padma con satisfacción—, has aprendido a contar las cosas realmente deprisa.
13 de agosto de 1947: descontento en los cielos. Júpiter, Saturno y Venus andan peleones; además, las tres estrellas cruzadas se están moviendo hacia la posición menos favorable de todas. Los astrólogos benarsi lo dicen con temor: —¡Karamstan! ¡Están entrando en Karamstan!
Mientras los astrólogos hacen protestas frenéticas a los capitostes del Partido del Congreso, mi madre está echando su siesta. Mientras el Conde Mountbatten lamenta la falta de ocultistas capacitados en su Estado Mayor, las sombras de un ventilador de techo, girando lentamente, acarician a Amina en su sueño. Mientras M. A. Jinnah, tranquilo al saber que su Pakistán nacerá dentro de sólo once horas, un día entero antes de la India independiente, para la que faltan aún treinta y cinco horas, se burla de las protestas de los traficantes de horóscopos, sacudiendo divertido la cabeza, la cabeza de Amina se mueve también de un lado a otro.
Pero está dormida. Y en esos días de su embarazo de piedra, un enigmático sueño de papel matamoscas ha estado atormentando sus horas de descanso… en el que vaga ahora, lo mismo que antes, por una esfera de cristal llena de tiras colgantes del pegajoso material pardo, que se le adhieren a la ropa y se la arrancan mientras ella da traspiés por la impenetrable selva de papel; y ahora se debate, rompe el papel, pero éste se le agarra, hasta que se queda desnuda, con el niño dando patadas dentro de ella, y largos zarcillos de papel matamoscas brotan en tropel para sujetarla por su vientre ondulante, el papel se le pega al cabello nariz dientes pechos muslos, y cuando abre la boca para gritar una mordaza adhesiva de color pardo cae sobre sus labios abiertos…
—¡Amina Begum! —dice Musa—. ¡Despierta! ¡Un mal sueño, Begum Sahiba!
Incidentes de esas últimas horas… los últimos restos de mi herencia: cuando faltaban treinta y cinco horas, mi madre soñó que se quedaba pegada a un papel pardo, como una mosca. Y a la hora del cóctel (faltaban treinta horas) William Methwold visitó a mi padre en el jardín de Buckingham Villa. Con su raya en medio paseando a un lado y por encima del dedo gordo del pie de mi padre, el señor Methwold rememoraba. Relatos del primer Methwold, que soñó la ciudad para que existiera, llenaron el aire del atardecer en aquel penúltimo crepúsculo. Y mi padre —imitando el moroso acento de Oxford, deseoso de impresionar al inglés que se iba— respondió con un: —La realidad, chico, es que también nuestra familia es un rato distinguida—. Methwold oía: con la cabeza levantada, una rosa roja en la solapa de color crema, un sombrero de ala ancha que le tapaba el pelo peinado con raya, una velada sombra de regocijo en los ojos… Ahmed Sinai, lubricado por el whisky, empujado por la presunción, se crece—: Sangre mogol, para ser exactos. —A lo que Methwold—: ¡No! ¿De veras? Me está tomando el pelo. —Y Ahmed, que no puede ya volverse atrás, se ve obligado a insistir—. Por el revés de la manta, desde luego; pero mogol, sin duda alguna.
Así fue cómo, treinta horas antes de mi nacimiento, mi padre demostró que también él suspiraba por unos antepasados ficticios… cómo se inventó un árbol genealógico que, en años posteriores, cuando el whisky le había desdibujado los contornos de la memoria y las botellas con djinns lo confundían, borraría todo rastro de realidad… y cómo, para remachar su tesis, introdujo en nuestras vidas la idea de la maldición familiar.
—Oh sí —dijo mi padre mientras Methwold levantaba una cabeza seria y nada sonriente—, en muchas antiguas familias había esas maldiciones. En nuestra rama, pasaba de primogénito en primogénito… sólo por escrito, porque simplemente nombrarla significa desatar su poder, comprende. —Ahora Methwold—: ¡Sorprendente! ¿Y usted conoce las palabras? —Mi padre asiente, con el labio salido, el dedo gordo del pie inmóvil, mientras se golpea la frente para subrayar lo que dice—: Está todo aquí; todo en mi memoria. No se ha utilizado desde que un antepasado mío riñó con el emperador Babar y lanzó la maldición contra su hijo Humayun… una historia terrible, que… hasta los chicos de las escuelas conocen.
Y llegaría el día en que mi padre, en las angustias de su total apartamiento de la realidad, se encerraría en una estancia azul e intentaría recordar una maldición que había soñado una tarde en los jardines de su casa, mientras, de pie, se daba golpecitos en la sien junto al descendiente de William Methwold.
Cargado ahora de sueños de papel matamoscas y antepasados imaginarios, todavía me falta más de un día para nacer… pero ahora el tictac implacable se hace sentir con más fuerza: faltan veintinueve horas, veintiocho, veintisiete…
¿Qué otros sueños se soñaron esa última noche? ¿Fue entonces —sí, por qué no— cuando el doctor Narlikar, ignorante del drama que estaba a punto de desarrollarse en su Clínica Privada, soñó por primera vez con tetrápodos? ¿Fue en esa última noche —mientras el Pakistán nacía al norte y al oeste de Bombay— cuando mi tío Hanif, que había venido (como su hermana) a Bombay, y se había enamorado de una actriz, la divina Pia («¡Su rostro es su fortuna!», dijo una vez el Illustrated Weekly), imaginó por primera vez el truco cinemático que pronto le aportaría el primero de sus tres éxitos cinematográficos…? Parece probable; había mitos, pesadillas, fantasías en el aire. Una cosa es cierta: esa última noche, mi abuelo Aadam Aziz solo ahora en la casa grande y vieja de Cornwallis Road —salvo por una esposa, cuya fuerza de voluntad parecía aumentar a medida que los años iban acabando con Aziz, y por una hija, Alia, cuya virginidad amargada perduraría hasta que una bomba la partió en dos unos dieciocho años más tarde— se vio repentinamente aprisionado por grandes flejes metálicos de nostalgia, y permaneció echado, despierto, mientras le oprimían el pecho; hasta que finalmente, a las cinco de la mañana del 14 de agosto —faltaban diecinueve horas— fue sacado de la cama por una fuerza invisible y empujado hacia un viejo baúl de hojalata. Al abrirlo encontró: viejas revistas alemanas; el ¿Qué hacer? de Lenin; una esterilla de rezar plegada; y, por último, la cosa que había sentido un deseo irresistible de ver una vez más —blanca y plegada y brillando apagadamente en el amanecer—, mi abuelo extrajo, del baúl de hojalata de su pasado, una sábana manchada y perforada, y descubrió que el agujero había crecido; que había otros agujeros más pequeños en la tela de alrededor; y, presa de una furia nostálgica violenta, sacudió a su esposa, despertándola, y la dejó pasmada gritándole, mientras agitaba ante sus narices la historia de ella:
—¡Apolillada! ¡Mira, Begum: apolillada! ¡Te olvidaste de ponerle bolas de naftalina!
Pero ahora no se rechazará la cuenta atrás… dieciocho horas; diecisiete; dieciséis… y ya, en la Clínica Privada del doctor Narlikar, se pueden oír los gritos de una mujer de parto. Wee Willie Winkie está aquí; y su mujer Vanita; ella lleva ahora ocho horas de dolores prolongados e improductivos. Las primeras punzadas la acometieron precisamente cuando, a centenares de millas de distancia, M. A. Jinnah anunciaba el nacimiento de medianoche de una nación musulmana… pero ella sigue todavía retorciéndose en una cama de la «sala de caridad» (reservada para los hijos de los pobres) de la Clínica de Narlikar… tiene los ojos medio salidos del cráneo; el cuerpo le reluce de sudor, pero el niño no da señales de venir, y tampoco está su padre presente; son las ocho de la mañana, pero todavía existe la posibilidad de que, dadas las circunstancias, el niño pueda esperar hasta medianoche.
Rumores en la ciudad: «¡La estatua galopó la noche pasada!»… «¡Y las estrellas son desfavorables!»… Pero, a pesar de esos signos de mal agüero, la ciudad estaba serena, con un nuevo mito centelleándole en el rabillo del ojo. Agosto en Bombay: un mes de festivales, el mes del nacimiento de Krishna y el Día del Coco; y este año —faltaban catorce horas, trece, doce— había un festival más en el calendario, un nuevo mito que celebrar, porque una nación que no había existido nunca anteriormente estaba a punto de conquistar su libertad, catapultándose en un mundo que, aunque tenía cinco mil años de historia, aunque había inventado el ajedrez y comerciado con el Egipto del Reino Medio, era sin embargo, completamente imaginario; en una tierra mítica, un país que no existiría nunca, a no ser por los esfuerzos de una fenomenal voluntad colectiva… a no ser en un sueño que todos habíamos convenido en soñar; era una fantasía de masas compartida, en grados diversos, por bengalíes y punjabíes, madrasíes y jats, y necesitaría periódicamente la santificación y renovación que sólo pueden dar los rituales de sangre. La India, el nuevo mito: una ficción colectiva en la que todo era posible, una fábula con la que sólo podían competir las otras dos fantasías poderosas: el dinero y Dios.
Yo he sido, en mi época, la prueba viviente de la naturaleza fabulosa de ese sueño colectivo; pero, de momento, me apartaré de esas ideas generalizadas y macrocósmicas para concentrarme en un ritual más privado: no describiré los masivos derramamientos de sangre que se están produciendo en las fronteras del dividido Punjab (en donde cada una de las naciones objeto de partición se están bañando en la sangre de la otra, y cierto Mayor Zulfikar de cara de polichinela está comprando bienes a los refugiados por precios ridículamente bajos, sentando así los cimientos de una fortuna que rivalizará con la del Nizam de Hyderabad); desviaré los ojos de la violencia de Bengala y de la larga marcha pacificadora del Mahatma Gandhi. ¿Egoísmo? ¿Estrechez de miras? Bueno, quizá; pero resulta excusable, en mi opinión. Después de todo, no se nace todos los días.
Faltan doce horas. Amina Sinai, una vez despertada de su pesadilla de papel matamoscas, no se dormirá otra vez hasta después de… Ramram Seth le llena la cabeza, ella va a la deriva por un mar turbulento en el que oleadas de excitación alternan con vacíos profundos, vertiginosos, oscuros y acuosos de miedo. Pero algo más está actuando también. Mirad sus manos… que, sin instrucciones conscientes, aprietan hacia abajo, fuerte, sobre su vientre; mirad sus labios, que murmuran sin que ella lo sepa: —Vamos, pelmazo, ¡no irás a llegar demasiado tarde para los periódicos!
Faltan ocho horas… a las cuatro de esa tarde, William Methwold sube por el altozano de dos pisos en su Rover 1946 negro. Estaciona en la glorieta que hay entre las cuatro nobles quintas; pero hoy no visita el estanque de los peces de colores ni el jardín de cactus; no saluda a Lila Sabarmati con su acostumbrado «¿Cómo va la pianola? ¿Todo en perfecto estado de revista?»… ni tampoco dirige un saludo al viejo Ibrahim, que se sienta a la sombra de un mirador de la planta baja, meciéndose en una mecedora y meditando en su sisal; sin mirar a Catrack ni a Sinai, toma posición en el centro exacto de la glorieta. Con la rosa en la solapa, el sombrero de color crema rígidamente apretado contra el pecho y la raya en medio centelleando a la luz de la tarde, William Methwold mira fijamente al frente, más allá de la torre del reloj y de Warden Road, más allá de la piscina en forma de mapa del Breach Candy, a través de las olas doradas de las cuatro, y saluda; mientras allí, por encima del horizonte, el sol inicia su larga zambullida hacia el mar.
Faltan seis horas. La hora del cóctel. Los sucesores de William Methwold están en los jardines… salvo que Amina está en su habitación de la torre, evitando las miradas ligeramente competitivas que lanza en su dirección la Nussie-de-al-lado, que está también, quizá, exhortando a su Sonny a que descienda y salga afuera entre sus piernas; contemplan con curiosidad al inglés, que está tan inmóvil y rígido como la baqueta a la que hemos comparado anteriormente su raya en medio; hasta que los distrae una nueva llegada. Un hombre alto, enjuto, con tres hileras de cuentas alrededor del cuello y un cinturón de huesos de pollo en torno a la cintura; con la oscura piel manchada por la ceniza, el cabello suelto y largo… desnudo salvo las cuentas y las cenizas, el sadhu sube a grandes zancadas entre las mansiones de tejas rojas. Musa, el viejo criado, cae sobre él para ahuyentarlo; pero vacila, al no saber cómo manejar a un hombre santo. Abriéndose paso a través de los velos de la indecisión de Musa, el sadhu penetra en el jardín de Buckingham Villa; pasa en línea recta por delante de mi asombrado padre; y se sienta, con las piernas cruzadas, bajo el grifo del jardín que gotea.
—¿Qué buscas, sadhuji? —Musa, incapaz de evitar la deferencia; a lo que el sadhu, tranquilo como un lago—: He venido a esperar la llegada de Él. El Mubarak… El Bienaventurado. Ocurrirá muy pronto.
Creedlo o no: ¡me profetizaron dos veces! Y ese día, en el que todo estaba tan notablemente bien calculado, el sentido de la oportunidad de mi madre no le falló; apenas habían dejado las últimas palabras del sadhu sus labios, de la habitación del torreón del primer piso en que los tulipanes bailaban en las ventanas salió un grito penetrante, un cóctel que contenía a partes iguales pánico, excitación y triunfo… —¡Arré Ahmed! —gritó Amina Sinai—. ¡Janum, el niño! ¡Ya viene… justo a tiempo!
Ondas eléctricas por toda la Hacienda de Methwold… y ahí llega Homi Catrack, con un vivo trote demacrado y de ojos hundidos, ofreciéndose: —Tiene mi Studebaker a su disposición, Sinai Sahib; cójalo… ¡vaya enseguida! —… y cuando todavía quedan cinco horas y treinta minutos, los Sinais, marido y mujer, descienden alejándose del altozano de dos pisos en el coche prestado; ahí va el dedo gordo de mi padre apretando el acelerador; ahí van las manos de mi madre apretando su vientre de luna; y ahora se han perdido de vista, doblando el recodo, dejando atrás la lavandería Band Box y el Paraíso del Lector, dejando atrás las joyas de Fatbhoy y los juguetes de Chimalker, dejando atrás las puertas de Una Yarda de Bombones y del Breach Candy, dirigiéndose hacia la Clínica Privada del doctor Narlikar, en donde, en una sala de caridad, la Vanita de Wee Willie sigue jadeando y esforzándose, arqueando el espinazo, con los ojos salidos, y una comadrona llamada Mary Pereira espera también su momento… de forma que ni Ahmed el del labio saliente y la tripa fofa y los antepasados ficticios, ni la Amina de piel oscura y agobiada por las profecías estaban presentes cuando el sol se puso por fin en la Hacienda de Methwold y, en el preciso instante de su última desaparición —faltaban cinco horas y dos minutos—, William Methwold levantó un largo brazo blanco sobre su cabeza. Una mano blanca se columpió por encima del pelo negro con brillantina; unos dedos blancos, largos y afilados, se crisparon hacia la raya en medio, y el segundo y último secreto fue revelado, porque los dedos se curvaron y agarraron el pelo; se separaron de la cabeza sin soltar su presa; y, en el momento que siguió a la desaparición del sol, el señor Methwold se quedó de pie, en el resplandor crepuscular de su Hacienda, con el peluquín en la mano.
—¡Calvorota! —exclama Padma—. Ese pelo suyo tan acicalado… Lo sabía; ¡demasiado hermoso para ser verdad!
¡Calvo, calvo; bola de billar! Revelado: el engaño que embaucó a la mujer de un acordeonista. Como en Sansón, la fuerza de William Methwold estaba en su cabello; pero ahora, con la calva reluciente en el crepúsculo, echa su mata de pelo por la ventana del coche; distribuye, con lo que parece indiferencia, las escrituras firmadas de sus palacios; y se va. Nadie lo vio más en la Hacienda de Methwold; pero yo, que ni siquiera lo vi una vez, lo encuentro imposible de olvidar.
De pronto todo es azafrán y verde. Amina Sinai, en una habitación de paredes color de azafrán y maderamen verde. En una sala contigua, la Vanita de Wee Willie Winkie, con la piel verde y el blanco de los ojos inyectado en azafrán, mientras el niño comienza por fin su descenso por pasajes interiores que están también, sin duda alguna, igualmente llenos de color. Minutos azafrán y segundos verdes pasan por los relojes de las paredes. En el exterior de la Clínica Privada del doctor Narlikar hay fuegos artificiales y multitudes, que se ajustan también a los colores de la noche: cohetes azafranados, lluvia de chispas verde; los hombres con camisas de tinte azafranado, las mujeres con saris color de lima. Sobre una alfombra azafrán-y-verde, el doctor Narlikar habla con Ahmed Sinai. —Me ocuparé personalmente de su Begum —dice con tonos amables del color de esa noche—. No hay por qué preocuparse. Usted espere aquí; hay mucho sitio para pasear de un lado a otro. —El doctor Narlikar, a quien no le gustan los niños, es sin embargo un ginecólogo experto. En sus ratos libres da conferencias escribe folletos amonesta a la nación sobre el tema de la anticoncepción—. El Control de la Natalidad —dice— es la Primera Prioridad Pública. Llegará el día en que se lo meteré en la cabezota a la gente y entonces me quedaré sin trabajo. —Ahmed Sinai sonríe, incómodo, nervioso—. Esta noche —dice mi padre— olvídese de las conferencias… y haga nacer a mi hijo.
Faltan veinte minutos para la medianoche. La Clínica Privada del doctor Narlikar está funcionando con un personal muy reducido; hay mucho absentista, muchos empleados que han preferido celebrar el nacimiento inminente de la nación y no ayudarán esta noche a que nazcan niños. Con camisas azafranadas, con faldas verdes, hormiguean en las calles iluminadas, bajo los infinitos balcones de la ciudad, en los que pequeñas lamparillas de barro han sido llenadas con aceites misteriosos; las mechas flotan en las lámparas que ribetean todos los balcones y terrazas, y también esas mechas se ajustan a nuestro sistema bicolor: la mitad de las lámparas arden azafranadamente y las otras con llama verde.
Abriéndose paso por el monstruo policéfalo de la muchedumbre va un coche de policía, con el amarillo y azul de los uniformes de sus ocupantes transformado, por la luz sobrenatural de las lámparas, en azafrán y verde. (Estamos ahora en Colaba Causeway, sólo por un momento, para revelar que, cuando faltan veintisiete minutos para la medianoche, la policía está dando caza a un peligroso delincuente. Su nombre: Joseph D’Costa. El enfermero está ausente, se ha ausentado desde hace varios días de su trabajo en la Clínica Privada, de su habitación próxima al matadero, y de la vida de la aturdida y virginal Mary.)
Pasan veinte minutos, con aaahs de Amina Sinai que llegan más fuertes y rápidos a cada minuto, y aahs débiles y cansados de Vanita en la habitación de al lado. El monstruo de las calles ha empezado ya a divertirse; el nuevo mito corre por sus venas, sustituyendo su sangre por corpúsculos de azafrán y verde. Y en Delhi, un hombre nervudo y serio se sienta en el Salón de Sesiones, preparándose para pronunciar un discurso. En la Hacienda de Methwold los peces de colores flotan silenciosamente en los estanques mientras los residentes van de casa en casa llevando dulces de pistacho, y se abrazan y besan unos a otros… se comen pistachos verdes y bolas de laddoo de color azafrán. Dos niños descienden por pasajes secretos mientras en Agra un médico envejecido está con su mujer, que tiene dos lunares en el rostro que parecen pezones de bruja y, en medio de gansos dormidos y recuerdos apolillados, se quedan de pronto silenciosos por alguna razón, sin encontrar nada que decirse. Y en todas las ciudades todos los pueblos todas las aldeas las pequeñas lamparillas arden en alféizares porches miradores, mientras se queman trenes en el Punjab, con las llamas verdes de la pintura abrasada y el azafrán deslumbrante del combustible incendiado, como si fueran las mayores lamparillas del mundo.
Y también la ciudad de Lahore está ardiendo.
El hombre nervudo y serio se pone en pie. Ungido con agua sagrada del río Tanjore, se levanta; con la frente manchada de cenizas santificadas, carraspea. Sin tener a mano un discurso escrito, sin haberse aprendido de memoria palabras preparadas, Jawaharlal Nehru comienza: «… Hace muchos años concertamos una cita con el destino; y ha llegado el momento de cumplir nuestro compromiso: no totalmente ni de forma completa, pero sí en muy gran medida…»
Faltan dos minutos para las doce. En la Clínica Privada del doctor Narlikar, el médico oscuro y reluciente, acompañado de una comadrona llamada Flory, una señora delgada y amable sin importancia, anima a Amina Sinai: —¡Empuje! ¡Más fuerte…! ¡Ya puedo ver la cabeza…! —mientras en la habitación de al lado un tal doctor Bose, con la señorita Mary Pereira a su lado, preside las etapas finales del parto de veinticuatro horas de Vanita—… Sí; ahora; sólo un esfuerzo más; vamos; por fin, ¡y todo habrá acabado…! —Las mujeres gimen y gritan mientras, en otra habitación, los hombres están callados. Wee Willie Winkie —incapaz de una canción— se sienta en cuclillas en una esquina, balanceándose de un lado a otro, de un lado a otro… y Ahmed Sinai está buscando una silla. Pero no hay sillas en esta habitación; es una habitación destinada a ir y venir; de forma que abre una puerta, encuentra una silla junto a una mesa de recepcionista abandonada, la levanta, se la lleva al cuarto de ir y venir, donde Wee Willie Winkie se balancea, se balancea, con ojos tan vacíos como los de un ciego… ¿vivirá? ¿no vivirá…? y ahora, por fin, es medianoche.
El monstruo de las calles ha empezado a rugir, mientras en Delhi un hombre nervudo dice: «… Al dar la medianoche, mientras el mundo duerme, la India se despierta a la vida y la libertad…» Y por debajo del rugido del monstruo se oyen dos gritos, llantos, bramidos más, los berridos de niños que vienen al mundo y cuyas inútiles protestas se mezclan con el alboroto de la independencia que flota, azafrán-y-verde, en el cielo de la noche: «Hay un momento, que sólo raras veces llega en la Historia, en que pasamos de lo viejo a lo nuevo; en que termina una era; y en que el alma de una nación, mucho tiempo reprimida, se manifiesta…», mientras en una habitación de alfombra azafrán-y-verde, Ahmed Sinai está todavía aferrado a su silla cuando entra el doctor Narlikar para informarle: —Al dar la medianoche, Sinai, hermano, tu Begum Sahiba ha dado a luz a un niño grande y sano: ¡un hijo! —Entonces mi padre empezó a pensar en mí (sin saber que…); con la imagen de mi rostro llenando sus pensamientos, se olvidó de la silla; poseído por su amor hacia mí (aun cuando…), lleno de él desde la coronilla hasta la punta de los dedos, dejó caer la silla.
Sí, fue culpa mía (a pesar de todo)… fue el poder de mi rostro, del mío y del de nadie más, el que hizo que las manos de Ahmed Sinai soltaran la silla; el que hizo que la silla cayera, con movimiento uniformemente acelerado a treinta y dos pies por segundo y, mientras Jawaharlal Nehru decía en el Salón de Sesiones: «Hoy ponemos fin a un período infortunado», mientras las caracolas pregonaban la noticia de la libertad, mi padre lloró también por mí, porque la silla, al caer, le había hecho polvo el dedo gordo del pie.
Y ahora llegamos a ello: el ruido hizo que todo el mundo acudiera a la carrera; mi padre y su lesión desplazaron por un momento los focos de las dos madres dolientes, de los dos nacimientos sincrónicos de la medianoche… porque Vanita había dado a luz por fin un niño de tamaño considerable: —Era increíble —decía el doctor Bose—, no hacía más que salir, más y más niño abriéndose paso, ¡es un auténtico gigante de diez rupias! —Y Narlikar, mientras se lavaba—: El mío también. —Pero eso fue un poco más tarde… en ese momento Narlikar y Bose estaban atendiendo al dedo gordo de Ahmed Sinai; las comadronas habían recibido órdenes de lavar y fajar a la pareja de recién nacidos; y entonces la señorita Mary Pereira hizo su contribución.
—Vete, vete —le dijo a la pobre Flory—, mira si puedes echar una mano. Yo me las puedo arreglar aquí.
Y cuando estuvo sola —con dos niños en las manos… con dos vidas en su poder—, lo hizo por Joseph, su propio acto revolucionario privado, pensando Él me querrá por esto, mientras cambiaba las etiquetas con los nombres de los dos niños enormes, dándole al niño pobre una vida de privilegios y condenando al niño nacido rico a los acordeones y la pobreza… «¡Quiéreme, Joseph!», tenía Mary Pereira en su cabeza, y ya estaba. En el tobillo de un gigante de diez rupias de ojos tan azules como el cielo de Cachemira —que eran también unos ojos tan azules como los de Methwold— y una nariz tan espectacular como la de un abuelo cachemiro —que era también la nariz de una abuela francesa—, puso un nombre: Sinai.
Me pusieron pañales de azafrán cuando, gracias al delito de Mary Pereira, me convertí en el hijo elegido de la medianoche, cuyos padres no eran sus padres, y cuyo hijo no sería el suyo… Mary cogió al niño del vientre de mi madre, que no sería su hijo, otra japuta de diez rupias, pero con unos ojos que se estaban volviendo ya castaños y unas rodillas tan nudosas como las de Ahmed Sinai, lo envolvió en verde y se lo llevó a Wee Willie Winkie… que la miraba ciego, que apenas vio a su nuevo hijo, que nunca supo nada de rayas en medio… a Wee Willie Winkie que acababa de saber que Vanita no había podido sobrevivir a su maternidad. Tres minutos después de la medianoche, mientras los médicos se preocupaban de un dedo gordo de pie roto, Vanita había tenido una hemorragia y había muerto.
De forma que me llevaron a mi madre, y ella no dudó de mi autenticidad un solo instante. Ahmed Sinai, con el dedo gordo del pie entablillado, se sentó en su cama mientras ella decía: —Mira, janum, qué pobre, tiene la nariz de su abuelo. —Él la miró desconcertado mientras ella comprobaba que el niño sólo tenía una cabeza; y entonces mi madre descansó por completo, comprendiendo que hasta los adivinos tienen sólo unas dotes limitadas.
—Janum —dijo mi madre excitada—, tienes que llamar a los periódicos. Llama a los del Times of India. ¿Qué te había dicho? He ganado.
«… No es éste el momento de hacer críticas mezquinas ni destructivas», decía Jawaharlal Nehru a la Asamblea. «No es momento para la mala voluntad. Tenemos que construir la noble mansión de una India libre, donde puedan habitar todos sus hijos.» Se despliega una bandera: es azafrán, blanca y verde.
—¿Un anglo? —exclama Padma horrorizada—. ¿Qué me dices? ¿Eres angloindio? ¿No te llamas como te llamas?
—Soy Saleem Sinai —le dije—, Mocoso, Carasucia, Huelecacas, Calvorota, Cachito-de-Luna. ¿Qué quieres decir con eso de que no me llamo como me llamo?
—Todo el tiempo —se lamenta Padma airadamente— me has estado engañando. Tu madre, la has llamado; tu padre, tu abuelo, tus tías. ¿Qué clase de ser eres que ni siquiera te molestas en decir la verdad sobre tus padres? ¿No te importa que tu madre muriera al darte la vida? ¿Que tu padre quizá esté vivo todavía en algún lado, sin un céntimo, pobre? ¿Eres un monstruo o qué?
No: no soy un monstruo. Ni tampoco soy culpable de engaños. He ido dando pistas… pero hay algo más importante que eso. Y es esto: cuando, con el tiempo, descubrimos el delito de Mary Pereira, ¡todos nos dimos cuenta de que daba igual! Seguía siendo su hijo: todavía eran mis padres. En una especie de falta colectiva de imaginación, supimos que, sencillamente, no podíamos imaginar un camino para escapar del pasado… si le hubieras preguntado a mi padre (¡incluso a él, a pesar de todo lo que ocurrió!) quién era su hijo, por nada del mundo hubiera señalado en dirección del chico patizambo y sucio del acordeonista. Aunque crecería, ese Shiva, para ser una especie de héroe.
O sea que: hubo rodillas y una nariz, una nariz y rodillas. De hecho, por toda la nueva India, ese sueño que todos compartíamos, estaban naciendo niños que sólo parcialmente eran hijos de sus padres, los hijos de la medianoche eran también hijos de su tiempo: engendrados, comprendéis, por la Historia. Puede ocurrir. Especialmente en un país que es por sí mismo una especie de sueño.
—Basta —se enfurruña Padma—. No quiero escucharte. —Como esperaba algún tipo de niño de dos cabezas, está enfadada porque le ofrecen otro. No obstante, me escuche o no, tengo cosas que anotar.
Tres días después de mi nacimiento, Mary Pereira se moría de remordimientos. Joseph D’Costa, huyendo de los coches de policía que lo buscaban, había abandonado evidentemente a su hermana Alice además de a Mary; y la mujercita regordeta —incapaz, en su espanto, de confesar su delito— comprendió que había sido una tonta. «¡Burra, más que burra!», se maldijo a sí misma; pero guardó su secreto. Decidió, sin embargo, repararlo de algún modo. Renunció a su empleo en la Clínica Privada y abordó a Amina Sinai con un: —Señora, sólo he visto a su niño una vez y me he quedado prendada. ¡No necesita un ayah? —Y Amina, con los ojos brillantes de maternidad—: Sí. —Mary Pereira («Podrías llamarla madre a ella» —intercala Padma, demostrando que sigue interesada—, «fue ella quien te hizo, ¿sabes?»), a partir de ese momento, dedicó su vida a criarme, uniendo así el resto de sus días al recuerdo de su delito.
El 20 de agosto, Nussie Ibrahim siguió a mi madre en la clínica de Pedder Road, y el pequeño Sonny me siguió al mundo… pero se mostró reacio a salir; los fórceps tuvieron que intervenir y extraerlo; el doctor Bose, en el ardor del momento, apretó demasiado, y Sonny llegó con pequeñas abolladuras en ambas sienes, huellas de fórceps poco profundas que lo harían tan irresistiblemente atractivo como el peluquín de William Methwold había hecho al inglés. Las chicas (Evie, el Mono de Latón, otras) alargarían sus manos para acariciar aquellas pequeñas depresiones… eso plantearía dificultades entre nosotros.
Pero he reservado el fragmento más interesante para el final. De modo que permitidme revelar ahora que, al día siguiente al de mi nacimiento, mi madre y yo recibimos, en un dormitorio azafrán y verde, la visita de dos personas del Times of India (edición de Bombay). Yo estaba echado en una cuna verde, con mis pañales de azafrán, y levanté la vista. Eran un reportero, que se pasó el tiempo entrevistando a mi madre, y un fotógrafo alto y aquilino, que me dedicó sus atenciones. Al día siguiente, tanto las palabras como las imágenes aparecieron en el periódico…
Hace muy poco, visité un jardín de cactus en donde una vez, hace muchos años, enterré una esfera de lata de juguete, muy abollada y reparada con cinta adhesiva transparente; y extraje de su interior las cosas que puse allí hace todos esos años. Sosteniéndolas ahora con la mano izquierda, mientras escribo, puedo ver aún —a pesar de su tono amarillento y del moho— que una es una carta, una carta personal dirigida a mí y firmada por el Primer Ministro de la India; pero la otra es un recorte de periódico.
Lleva un titular: HIJO DE LA MEDIANOCHE.
Y un texto: «Una actitud encantadora del bebé Saleem Sinai, que nació la pasada noche en el momento mismo de la independencia de nuestra Nación… ¡El hijo feliz de esa Hora gloriosa!»
Y una gran fotografía: una foto de niño, de tamaño gigante primera página máxima calidad, en la que todavía es posible distinguir a un niño con marcas de nacimiento que le manchan las mejillas y una nariz goteante y reluciente. (La fotografía lleva el pie: Foto de Kalidas Gupta.)
A pesar del titular, el texto y la fotografía, tengo que acusar a nuestros visitantes del delito de trivialización; simples periodistas, que no veían más allá del periódico del día siguiente, no tenían idea de la importancia del acontecimiento sobre el que estaban informando. Para ellos, no era más que un conmovedor suceso de interés humano.
¿Que cómo lo sé? Porque, al terminar la entrevista, el fotógrafo le entregó a mi madre un cheque… de cien rupias.
¡Cien rupias! ¿Es posible imaginar una suma más insignificante e irrisoria? Es una suma con la que uno, si estuviera dispuesto a ello, debería sentirse insultado. Sin embargo, me limitaré a darles las gracias por festejar mi llegada, perdonándoles su falta de auténtico sentido histórico.
—No seas fatuo —me dice Padma malhumorada—. Cien rupias no están nada mal; después de todo, todo el mundo nace, no es una cosa tan importante.