33
A medida que se acercaba el día en que iba a recibir la visita de los niños, compré camas para los tres. Se me ocurrió pedir que me enviaran las de casa, pero después pensé que eso me costaría más que comprar unas nuevas. Además, en realidad no sabía lo que iba a hacer. No sabía si me iba a quedar. No sabía lo que estaba haciendo allí, pero no quería irme y dejarlos.
Entré en todas las tiendas de segunda mano que pude, pasé por alto las ollas y las máquinas de hacer gofres, las sesenteras fuentes de madera de teca para aperitivos y las fuentes de horno CorningWare, y entonces encontré algo que me hizo sonreír: una lámpara de Buzz Lightyear para Zach. También una mesita de escritorio de color amarillo para Annie, estanterías, un edredón de dinosaurios y una colcha de tela de sarga a rayas. Sábanas a juego y almohadas extragrandes.
Volví al apartamento con mis compras y me puse a colocarlo todo, llena de alegría, pero cuando retrocedí para comprobar el resultado, pensé en las habitaciones que los niños tenían en casa de Paige —más grandes que el saloncito de nuestra casa de Elbow, una «cama castillo» nada menos— y sentí una opresión en el pecho.
Volvimos a salir. Callie esperó atada en una sombra mientras yo buscaba ese objeto bueno, bonito y barato que les encantara. Y entonces lo vi allí mismo, en el escaparate de la tienda de segunda mano: un triciclo rojo para Zach y una reluciente bicicleta rosa para Annie, con su cestita blanca adornada con flores moradas. Costaban cuarenta dólares en total. No podía creer en mi buena suerte. A lo mejor finalmente las cosas estaban empezando a cambiar.
Antes de que llegaran los niños, me puse a preparar todo tipo de comida y el apartamento se llenó de olores deliciosos. Aunque los pequeños extras me habían descabalado el presupuesto, el apartamento seguía sin estar a la altura de la casa de Paige. Pero al menos, a juzgar por el olor que salía de la cocina, ella tendría la seguridad de que los niños iban a estar bien alimentados.
A las cinco en punto sonó el timbre. El corazón empezó a martillearme en los oídos. Bajé el fuego y fui a abrir la puerta. Me puse de rodillas para abrazarlos. Los dos se me echaron encima, Callie se tiró encima de los tres y todos empezamos a reír.
Todos menos Paige, que sonreía forzadamente y le temblaban las comisuras de los labios.
—¿Quieres entrar? —ofrecí yo, aún tumbada de espaldas en el suelo.
—No, gracias. Tengo prisa. Annie, Zach, ¿me dais un abrazo?
Zach me miró y, acto seguido, Annie y él se levantaron y abrazaron a Paige.
—Hasta el domingo —dijo. Y se fue.
—Pero ¡miraos! ¡Oh, cuánto os he echado de menos! —exclamé, sin dejar de abrazarlos y besarlos, oliéndoles el pelo, el cuello, las manos. Olían diferente, a moqueta y aire acondicionado nuevo y a la contaminación del perfume de cítricos y jazmín de Paige. Su terroir había cambiado—. ¡Decidme cómo estáis! ¡Contádmelo todo!
Primero querían que les enseñara el apartamento y, en cuanto vieron la bici y el triciclo, se pusieron a dar saltos y gritos de alegría que me recordaron que teníamos vecinos en el piso de abajo. Era evidente que Paige aún no les había comprado bicis. Bien. Les prometí que saldríamos a dar una vuelta después de cenar.
—Contadme cómo es vuestra casa nueva, vuestros nuevos amigos —les dije mientras cenábamos.
—Como ya te había dicho —contestó Annie—, nuestra casa es espectacular. Es muy grande. Y muy bonita. Pero —lanzó los brazos al aire— no hay huerto. Ni jardín. Ni árboles. Sólo unos muy enclenques.
—¡No hay gallinas ni huevos! —terció Zach.
—Pero tiene una piscina muy bonita —le recordó Annie.
—¡Y una escalera! —agregó Zach, para quien el hecho de que una casa tuviera dos pisos eran tan digno de mención como que hubiera piscina.
Sonreí al imaginarlo enumerando los puntos de interés inmobiliario: «La casa de sus sueños le aguarda. ¡Disfrute a diario subiendo y bajando su propia escalera!».
Me reí mucho aquella noche y el día siguiente. Había estado de tan mal humor desde la muerte de Joe, antes incluso de que los niños se fueran, pero más aún desde que vivían en Las Vegas, que al tenerlos conmigo estaba disfrutando con cada gesto y cada pequeña observación, con los errores de pronunciación y el vocabulario nuevo que iban aprendiendo, con todos los matices de sus personalidades en proceso de desarrollo. Quería grabarlo todo para reproducirlo cuando estuvieran lejos de mí, pero éramos la única familia joven que conocía que no tenía cámara de vídeo. Era sorprendente que Joe no hubiera querido nunca una. Decía que ya bastante malo era que él pasara tanto tiempo detrás de su cámara de fotos.
—Ya grabaré yo —le había ofrecido.
—Entonces los dos seremos meros observadores de la vida y ¿quién la vivirá?
Pensé en sus palabras y me juré que intentaría vivir el momento y guardar cada detalle en mi cabeza y en mi corazón. «Recuerda esto —me dije—. Recuerda la forma en que Annie chasquea los dedos sin parar. Recuerda cómo baila con Callie, meciendo las caderas como una de esas bailarinas de striptease.» ¿Dónde demonios habría aprendido a hacer eso? Cada vez que pensaba en el futuro, en cuando volvieran a separarse de mí, tenía que obligarme a volver al presente.
Aquella noche, Zach mojó la cama. No le había pasado desde que le quitamos los pañales, hacía más de un año.
—En casa de mamá le pasa todas las noches. Incluso de día. ¡Es un meón! —lo acusó Annie.
Zach dejó caer la cabeza, suspiró y dijo:
—Oh, por el amor de Dios.
Estaba de pie con sus calzoncillos de Barney. Su tronco parecía más largo y delgado que un mes atrás. El corte de pelo que llevaba también lo hacía parecer mayor. Es que era mayor. La muerte de Joe y casi inmediatamente después aquel enorme cambio nos habían hecho envejecer a todos. Y, sin embargo, Zach estaba avergonzando, se sentía como si fuera un bebé.
—Cariño, ha sido sólo un accidente. A veces, los cambios provocan este tipo de accidentes. No te preocupes.
—¿Cuándo nos vamos a casa? —me preguntó.
Al principio pensé que se refería a la casa de Paige y sentí la opresión en el pecho de nuevo, pero entonces añadió:
—Echo de menos a nonna y a nonno.
—No lo sé, cariño —contesté, abrazándolo—. Ahora mismo, ésta es nuestra casa.
Zach miró a su alrededor, suspiró de nuevo, y volvió a decir:
—Oh, por el amor de Dios.
Pasamos gran parte del domingo en la piscina y montando en bici. Zach quería ir con su triciclo por el patio que rodeaba la piscina, pero le dije que no estaba permitido, que las bicis tenían que quedarse fuera del recinto vallado. Él hizo ademán de montarse de todos modos.
—Zach, iremos en bici después de bañarnos.
—No voy a montar en el patio.
—Entonces, ¿dónde?
—En la piscina. Como si fuera un submarino. —Se rió—. ¡Conduciré el triciclo hasta que encuentre a papi!
Yo quería corregirlo, recordarle una vez más que no podía ir en su triciclo a buscar a su papi, que papi no vivía bajo el agua. Pero Zach parecía tan alegre y despreocupado que lo dejé estar. Pensé que qué más daba que para él el cielo estuviera bajo el agua, aunque la gente jurase que se encontraba más allá de las nubes. Al menos, era capaz de pensar por sí mismo.
—Está bien. Fuera ya del triciclo, capitán. Ahora mismo.
Yo sabía que sólo estaba haciéndose el valiente. Annie me había dicho que su hermano seguía sin meterse en la piscina de Paige, de modo que decidí seguir tratando de inculcarle el amor al agua y retomé las lecciones de natación que habíamos empezado en el río. Incluso le había comprado unos manguitos para los brazos, para que se sintiera más seguro. Al final del día, ya se tiraba desde el bordillo, con los brazos separados, y chapoteaba en el agua hasta donde yo lo esperaba para cogerlo en brazos.
Aquella tarde, después del paseo en bici, querían hacer manualidades, pero no teníamos más que las ceras y los cuadernos de colorear que les había llevado desde Elbow y en seguida se cansaron. Annie sugirió que hiciéramos marcapáginas planchando los restos de sacar punta a las ceras entre dos pliegos de papel encerado, pero no teníamos papel encerado, de manera que fuimos a la tienda, ellos en las bicis y yo caminando a su lado. A nuestro regreso, enchufé la plancha de viaje mientras Annie sacaba punta a las ceras con las tijeras y Zach toqueteaba los restos.
—Esto no lo podemos hacer en casa de mamá —dijo Annie.
—¿Porque mancháis mucho? —pregunté.
—No. Porque no tiene plancha.
—Seguro que tiene...
—No tiene.
Seguro que Paige podía permitirse mandarlo todo a la tintorería.
—¿Y tenéis lavadora y secadora?
—Claro, tonta —contestó Annie, riéndose, como si fuera la pregunta más absurda del mundo.
El domingo por la tarde, me preguntaron si podían llevarse las bicis a casa de Paige. No había sido mi intención en un principio. Quería que fuera ese algo especial que los esperaba en mi casa. Pero entonces me di cuenta de que quizá no fuera a verlos en un tiempo y que visto al ritmo que crecían, se les iban a quedar pequeñas muy de prisa. Además, que yo jugara a ese juego sólo los perjudicaría a ellos, no a Paige. Tuve que quitar la capota del jeep para poder meterlas en la parte de atrás. Zach me preguntó si podía llevarse también los manguitos. Le dije que sí, aunque sentí un aguijonazo de celos, pero al final lo dejé estar.
Recorrimos en silencio el trayecto a casa de Paige. Hasta que, de repente, Annie dijo:
—Esto es como jugar a disimular.
—¿Qué quieres decir, Platanito?
—Ya lo sabes. Este sitio, todo. Estamos todo el rato fingiendo. Yo os quiero a las dos. Y también quiero al tío David y a Gil y a nonna y a nonno. A todos.
—Yo también os quiero a las dos —terció Zach—. ¡Y a todo el mundo!
—Sé que es difícil. Está siendo un cambio difícil.
—Los cambios son una mierda —soltó Annie.
—Pues...
Tenía razón. Se me pasó por la cabeza que debería decirle que cuidara el vocabulario, pero no lo hice. No podría haberlo expresado mejor.
Cuando enfilamos la calle de Paige y empezamos a ascender por la colina, Zach se puso a lloriquear.
—Yo no quiero irme con la señora mamá.
Para cuando aparcamos en el camino de entrada de la casa, gritaba ya a voz en cuello:
—¡Quiero quedarme con mi mami!
Annie estaba inusualmente callada.
—Zachosaurio, todo va a salir bien —dijo, intentando apartarle el flequillo de la cara.
Paige salió con los brazos abiertos. Yo no quería darle a Zach. «¿Qué os parece si nos subimos de nuevo al coche y nos vamos de aquí para siempre?»
Ella tampoco trató de quitármelo. Le frotó la espalda y lo dejó llorar. Al final dijo:
—Sé que lo habéis pasado muy bien y pronto volveréis a ver a vuestra mami.
«No lo bastante pronto.»
Zach apoyó la cabeza en mi hombro mientras ella le acariciaba la espalda hasta que se fue calmando, los hipidos dieron paso a un suave lloriqueo y, finalmente, se quedó casi dormido. Entonces dejó que Paige lo cogiera en brazos. Con los ojos cerrados, señaló hacia el jeep y dijo:
—Bici.
—Han querido traerse las bicis, espero que no te importe.
—Bueno, aquí no tienen mucho sitio donde montar, estando como estamos en mitad de la colina, excepto un trocito pequeño de patio en la parte de atrás, pero claro, no hay problema. Has sido muy amable. Iremos al parque con ellas. Abriré el garaje.
Saqué las bicis mientras la puerta del garaje subía muy lentamente. En el inmaculado interior había un todoterreno urbano, muy propio de madre que lleva a sus hijos a las actividades extraescolares. Metí las bicis dentro y las dejé junto a la pared del fondo. La puerta de la casa estaba cerrada. Yo quería entrar, quería bañarlos, lavarles el pelo y que me contaran lo que habían hecho durante el día, el día que habíamos pasado juntos.
Conduje hacia el oeste, hacia la puesta de sol; parecía como si los dioses se hubieran estado lanzando melones cantalupos entre sí y el jugo se les hubiera desparramado por todo el cielo. Saqué el móvil y llamé a Paige.
—Entonces, ¿de verdad crees que podré verlos otra vez pronto? Quiero decir, eso es lo que le has dicho a Zach, pronto.
—Los tendrás después de Navidad y para eso aún quedan unas semanas. Y luego otra vez tres meses más tarde. La decisión del juez me parece bien.
—Tres meses es mucho tiempo.
—Pues imagínate tres años. —Y colgó.
Tenía que encontrar el modo de comunicarme con ella. Cada vez que hablábamos, se percibía la hostilidad, por su parte y también por la mía. Metí el coche en el garaje de mi apartamento y abrí la guantera. Había metido allí las tarjetas y las cartas que Paige les había enviado a Annie y a Zach.
¿Cómo podría hacer que entrara en razón? Su correspondencia seguía en mi poder. Pero para empezar, se preguntaría por qué no se la había entregado al juez con las otras cartas y no se creería que las había guardado para que los niños pudieran abrirla personalmente llegado el momento. Paige también sabía que yo estaba desesperada y que haría lo que fuera con tal de ver a los niños. Ella seguía creyendo que yo sabía lo de las cartas desde el primer día. Aquélla era claramente la única oportunidad para suavizar las cosas entre las dos y no quería estropearla.
Tenía que encontrar la forma de conseguir que aquel taco de cartas y tarjetas beneficiara a los niños.
Había tenido aquellos sobres allí todo el tiempo. Me habían estado haciendo señas, llamando mi atención. La dirección de Paige estaba en el remite. Algunos los había enviado desde el hospital, otros no. Imaginé que sería la dirección de la tía Bernie, del tiempo que había vivido con ella. Aquella noche escribí en mi cuaderno: «Tal vez, sólo tal vez, la tía Bernie pueda ayudarme».