30
¿Qué era lo que esperaba de Paige? ¿Gratitud infinita? ¿Perdón? ¿Cierta disposición a arreglar las cosas? Sí, sí y sí. Le había dicho a Gwen Alterman que creía que no había que dejar a Paige fuera de la vida de sus hijos. Creía que ella pensaría lo mismo respecto a mí. La había confundido con la Paige que había escrito aquellas cartas, hacía tres años, una madre desesperada, vulnerable, herida. Pero incluso Lizzie se había dado cuenta de que había la Paige de antes y la nueva Paige, la mujer que creía que existía un orden y un lugar para las cosas y que parecía convencida de que el lugar de Annie y de Zach estaba en su casa, donde no pudiera afectarles mi presencia, ni siquiera a través de la línea telefónica. Se había quitado de encima la molestia de tener que contar con la madrastra de sus hijos. ¿Para qué se necesitan dos cuando una puede hacer todo el trabajo? Elige, dar o tirar, y no mires atrás.
Llamé a Gwen, que me aconsejó que dejara «reposar el polvo». Dudaba mucho que hubiera polvo donde vivía Paige. Me recordó que ésta tenía que permitirme ver a los niños en el plazo de un mes. Si se negaba, se la podría acusar de desacato, y entonces tendríamos motivos para atacar.
—¿Un mes? —fue lo único que pude decir—. ¿Dos días con mis niños dentro de un mes? Hoy Annie cumple siete años y no me ha dejado hablar con ella.
—No es justo, pero da la impresión de que no está siendo un comienzo fácil para ella. Quiero que lleves la cuenta de todas las conversaciones, pero no te pongas pesada ni la acoses. Podría ser contraproducente. Tienes que tener paciencia.
Lucy vino a casa por la noche. Me encontró en el suelo de la habitación de los niños, tomando el té con los peluches y las muñecas cuidadosamente ordenados. Había metido unos regalos en la maleta de Annie, pero no podía soportar no verla en el momento de abrirlos y no poder prepararle tarta de zanahoria, su favorita.
Le había puesto a Callie un gorro, como hacía Annie a veces, y no dejaba de apretar el botón de Buzz Lightyear, que no dejaba de repetir: «¡Hasta el infinito y más allá!». Sin decir una palabra, Lucy fue a la cocina y regresó con una botella abierta de petite sirah, que sirvió en sendas tacitas de porcelana china en miniatura.
—Lo siento, Elmo, pero eres menor de edad —dijo y, volviéndose hacia mí, añadió—: A este ritmo, vamos a tardar la tira en pillar una buena cogorza. —Alzó la tacita para brindar—. Ella, cariño, mira qué ojos. Tienes un aspecto horrible.
Yo negué con la cabeza. Ella me abrazó y me acarició la espalda.
—Ya lo sé, El, ya lo sé.
Al poco rato nos trasladamos a la terraza de atrás y cambiamos las tacitas por copas de chicas mayores. Intentó que comiera algo, pero yo no podía. Sí le cogí los cigarrillos y, por primera vez en mi vida, fumé sin culpabilidad ni remordimientos.
Lucy me sugirió con delicadeza que empezara a tomar el antidepresivo que me había recomendado el doctor Boyle. Le dije que no y también le dije que no cuando me ofreció más vino. Sabía que tenía que sentir aquello, por mucho que doliera.
Se ofreció a venir a verme al día siguiente, pero le dije que prefería estar sola y ella lo aceptó, aunque a regañadientes.
Segura ya de que nadie, absolutamente nadie, pasaría a ver cómo estaba, saqué las cajas que había trasladado del trastero de la tienda al garaje. Las cajas con las fotos de Annie, Zach, Joe y Paige, así como del resto de la familia Capozzi. Me dije que quería ver las fotos de los niños, pero, en realidad, una parte de mí trataba de comprender la historia de Joe y de Paige, hasta qué punto había influido en la historia de Joe y mía, en la historia de Annie, de Zach, mía... y de Paige. La cuestión seguía siendo qué le había enseñado Paige a Joe aquel día de hacía tantos años, cuando le mostró la espalda.
Tiré de una de las cajas por las solapas de cartón y la arrastré por todo el pasillo hasta llegar al centro del saloncito. Saqué las fotos y las coloqué en el suelo, formando un mosaico a mi alrededor. Al principio, Cosa Uno y Cosa Dos no paraban de tirar zarpazos con sus patitas y deslizarse sobre las fotos, hasta que se aburrieron y fueron a acurrucarse con Callie en el sofá.
Allí estaban Paige y Joe en casa de Marcella, en Navidad. Paige llevaba unas grandes bolas rojas de los adornos navideños en las orejas y Joe una pajarita alrededor de la frente. Se estaban riendo. Otra foto: Paige y Joe el día de su boda. Muy distinta a la nuestra, con mi vestido de verano corto de cuello halter y un ramo de guisantes de olor del jardín. La suya, sin embargo, se parecía más a la de Henry y yo: el elegante vestido de cuello alto con cuentas engarzadas, el regimiento de damas de honor y padrinos, el niño de las arras, la niña de las flores, los ramos redondos perfectos, las sonrisas de cansancio y agobio.
También había tarjetas —de aniversario, de cumpleaños, de San Valentín—, una tras otra declaraciones de amor y adoración inquebrantables: «Te amaré siempre», como tratando de mantener a raya cualquier maldición o la incertidumbre, el maleficio que se cernía sobre ellos.
Dejé las tarjetas en el suelo junto a las fotos, incluso las de los desnudos, colocándolas de esta o aquella forma hasta que estuvieron por orden. «Qué feng shui estoy hoy», pensé. Cuando llegué al fondo de la caja, vi algo rosa enganchado entre las solapas de cartón. Las levanté y saqué lo que parecía un pasaporte rosa, tal vez de Annie. Dentro, había una foto del abuelo Sergio cuando tendría unos cuarenta años y, escrito con letras de imprenta, ponía: Sergio Giuseppe Capozzi, su dirección en Elbow —que por entonces era la nuestra— junto con su fecha de nacimiento, 1 de agosto de 1901, y sus huellas.
Esas pocas palabras me causaron más impresión que los montones de pequeños detalles de la historia que había oído. El miedo. La paranoia. ¿Enemigo? ¿Extranjero? ¿El abuelo Sergio? El hombre que amaba aquel país, que tenía una pequeña tienda de ultramarinos. El hombre que construyó la casita en la que vivía yo y cuya familia quedó destrozada, como Marcella se había encargado de recordarme. Era asombroso con qué facilidad se instalaba la paranoia en la mente de las personas en tiempos de guerra y yo sabía que el miedo que le tenía a Paige —el miedo que toda la familia le tenía— tampoco era proporcionado. Sin embargo, lo que todos más temíamos que ocurriera finalmente había ocurrido; aquello era lo que yo había conseguido con mis intentos de hacer lo que me parecía justo.
Dejé la tarjeta de identificación en el suelo junto con las fotos de Sergio y de Rosemary delante de su nueva casa, nuestra vieja casa, y sentí una conexión con ellos que no había sentido nunca antes. Su familia había llenado aquel hogar de ruido, risas y también discusiones. Rosemary había recorrido aquellas mismas habitaciones, llenas de la ausencia de Sergio. Ella también experimentó aquel vacío creciente que se apretaba contra las paredes, los techos, los suelos.
Saqué otra caja. Resultó ser la del albornoz de Paige. El albornoz con el que Joe había tapado su secreto y con el que ella se había escondido durante todos aquellos meses de depresión. Me lo puse encima de la ropa. Me daba vergüenza admitirlo, pero supongo que me parecía que era una pieza indispensable del rompecabezas. Saqué el contenido de más cajas hasta cubrir todo el suelo del saloncito y entonces seguí por la cocina y el pasillo. Fui formando caminos serpenteantes que salían dibujando una espiral desde el centro de la habitación y eso me recordó al laberinto de la catedral de la Gracia, en San Francisco, que Joe y yo visitamos el día de Año Nuevo poco después de conocernos. Me acordé de que entramos en silencio, cada uno con un interrogante en mente. De pie al final del laberinto, Joe me preguntó si quería casarme con él. Resultó que los dos habíamos entrado allí con preguntas y habíamos recibido la misma respuesta mientras lo recorríamos: «Sí».
Cuando se terminaron las fotos, ya tenía cubierto el suelo del saloncito, la cocina, parte del pasillo y de la habitación de los niños. Saqué entonces nuestras propias fotos, las que se habían tomado después de que pasara a formar parte de la familia, y también las fotos de mi niñez, que guardaba en una caja de zapatos: buscando conchas en la arena con mi madre; mi padre y yo posando en una roca; con los brazos cruzados; con nuestros prismáticos de avistar pájaros. Alineé el resto de las fotos en la habitación de los niños y seguí por el pasillo hasta nuestra habitación. El sendero de imágenes se terminó en lo alto de la cama por falta de espacio en el suelo.
Las contemplé desde la cómoda distancia de mi vida presente, incluso de las vidas que estaban representadas en las fotos, absorta por completo en mi creación, en las piezas del rompecabezas. Era un poco locura, pero en aquel momento, aquella locura me parecía que tenía todo el sentido del mundo. Para cuando terminé, la habitación estaba en penumbra.
Debí de quedarme dormida. Me desperté a la mañana siguiente rodeada por un mar de fotografías, mirando cómo Annie sujetaba un salmón casi tan grande como ella. Tenía fotos pegadas en los brazos, las manos y la mejilla.
Me levanté de la cama y lo contemplé todo. Sé lo extraño que sonará esto, pero me intrigaba lo que había hecho. Había orden, un propósito en ello. Sentí que estaba a punto de dar con algo. Así que preparé café con cuidado de no descolocar la alfombra de fotos del suelo y me dediqué de nuevo a las responsabilidades de mi vida: Callie, las gallinas, los gatitos, las verduras. Me obligué a comer unas tostadas, jugué con los gatitos en el porche y luego los dejé en su caja para que descansaran un poco. Y entonces recorrí mi laberinto. Caminé por él. Callie me miraba través de las cristaleras con su cara más triste y juro que en un momento dado la vi negar con la cabeza como diciendo: «¿No eres capaz de sacarme a dar un paseíto de nada y te pasas todo el maldito día dando vueltas en círculo? ¿Y ni siquiera vas a dejarme entrar? ¿Quién es esta persona en la que te has convertido?».
Pero me di la vuelta y seguí con lo mío, otro paso, otra fotografía. Paige y Annie vestidas igual el día de Pascua. Joe durmiendo. Quise arrebujarme junto a él, pero no era yo quien había hecho la foto. Se tomó antes de que yo supiera de la existencia de Joe. Cuando él amaba a Paige y Paige lo amaba a él. Lo amaba tanto como para querer inmortalizarlo mientras dormía plácidamente, con los labios entreabiertos, el pelo aplastado por un lado, con el mismo aspecto que tenía por las mañanas, cuando era yo quien también lo amaba y lo contemplaba mientras dormía.
Y entonces vi a Annie, a Zach, a Joe y a mí en aquella misma cama. En una foto tomada por la mañana, con la cama revuelta, igual que nuestro pelo. Joe había puesto el trípode y preparado la cámara para que disparase de forma automática y volvió a la cama con nosotros. Annie le estaba atizando con la almohada cuando se hizo la foto.
Fuera, las nubes se abrieron de repente y la lluvia comenzó a caer con furia sobre la grava y a rebotar en el porche. Era la cuarta vez que repetía el recorrido de las fotos y le había dejado ya tres mensajes a Paige en el contestador cuando llamaron a la puerta. Al otro lado del cristal estaba Clem Silver con la mano levantada. Clem Silver en mi casa. Clem Silver, que nunca iba a visitar a nadie, ni siquiera cuando lo invitaban, y le daba por aparecer justo cuando tenía toda la casa alfombrada de fotos, lo que ponía en entredicho mi cordura. El primer testigo de mi estado. Abrí la puerta.
Llevaba uno de esos paraguas de plástico transparente de los años sesenta, que cerró y dejó en el porche.
—Me he enterado... —dijo—. Y... lo siento.
—Gracias.
—Y te he traído una cosa. —Levantó una bolsa verde de basura. Le abrí la puerta para que entrara.
—Perdona el desorden.
Clem entró, pero como en realidad no se podía ir a ninguna parte, nos quedamos el uno al lado del otro en el pasillo, junto a la puerta. Olía a cigarrillos y a aguarrás.
—Yo tenía, tengo, dos hijas.
—¿De verdad?
Él asintió.
—Cuando mi mujer se marchó, yo estaba furioso y ella también lo estaba. Se fue a Florida. No se me ocurre un sitio más odioso para vivir que ése, excepto, tal vez... —Levantó la vista y esbozó una leve sonrisa— Las Vegas. Así que me quedé aquí y no hice nada mientras ella hablaba mal de mí y las niñas crecían sin su padre. Y no estoy contento de ello. Lloro todos los días. A mí me encanta este sitio, ya lo sabes, pero me comporté como un percebe cuando desearía haber sido un pájaro.
Yo asentía, tratando de imaginar al tímido Clem en un hogar rodeado de mujeres.
—No es asunto mío, no pretendo decirte lo que tienes que hacer. O tal vez sí. El caso es que he pensado que si en algún momento decides... Bueno, aquí te lo dejo. Y si al final no lo utilizas, tampoco pasa nada.
—¿Quieres que lo abra?
—Me voy. Puedes abrirlo después si quieres. Y ya veremos. —Fue a darme una palmadita en el hombro, pero yo lo abracé y, acto seguido, se marchó.
Miré dentro de la bolsa y vi que había un papel enrollado. Lo desenrollé. Era otro mapa pintado a mano, con más tonos tostados y marrones que verdes, pero aun así una obra de arte. Era un mapa de Las Vegas.