16

A la mañana siguiente, en la tienda antes de abrir, mientras preparaba pasteles de risotto y llevaba a ebullición la salsa puttanesca, llamé a Gwen Alterman y le pregunté qué debería hacer respecto a la solicitud de Paige.

—No puedo soportar cómo manipula a Annie. Esto se tiene que acabar.

Gwen me dio la razón.

—Hacer este tipo de peticiones a través de los niños es un golpe bajo. Hoy mismo le enviaré una carta a su abogado para pedirle que ponga fin a esto inmediatamente. Podría negarse a esa visita... lo más probable es que presenten una moción al juez para que tome medidas. Necesitaríamos una evaluación psicológica que demuestre que no es una desequilibrada o que podría secuestrar a los niños. Pero por otro lado, no queremos que vean que es contraria a dejar que los niños se relacionen con su madre biológica. —Hizo una pausa, y me la imaginé haciendo un test de ésos con múltiples soluciones, sopesando las distintas respuestas, mientras yo bajaba el fuego para dejar que la salsa se hiciera lentamente—. No queremos que la vean como una mujer celosa y autoritaria. Es usted cariñosa. Está abierta a que le hagan a ella alguna que otra visita. Pero es mejor que los niños vivan con usted y punto.

Yo escuchaba. Esa vez me acordé de respirar. Me sujeté el teléfono en el hombro y cogí los moldes de cobre para los pasteles de risotto, llené un vaso de agua y saqué un Xamax de mi bolso, que estaba debajo de la encimera. A Joe le gustaba bromear sobre mi reticencia a los medicamentos, incluidas las aspirinas. Pero después de pasar la tarde anterior en urgencias, me hacía falta el Xamax. Mientras me lo tomaba, caí en la cuenta de que, aunque yo ganara el caso, Paige iba a seguir formando parte de nuestras vidas. Para siempre. A menos que decidiera desaparecer de nuevo. Pero ceder a las visitas significaba que los niños y ella harían cosas juntos con cierta regularidad.

—Escuche —dijo Gwen—. Pediré esa evaluación psicológica. Dirán que no. Entonces conseguiré una orden judicial. Así ganaremos algo de tiempo.

Pero esa noche, mientras cortaba col en la cocina, me llamó.

—No me lo puedo creer, pero ahora mismo tengo una evaluación psicológica en la mano. Me la ha enviado por fax el abogado de Paige. Pidió que se la hicieran la semana pasada, y está bien. Que la pasa con nota, vamos. Estamos en nuestro derecho de pedir otra evaluación con un psicólogo que nosotras elijamos, pero entonces pedirán que usted también se someta a una evaluación.

Me tomé otra pastilla, preguntándome al mismo tiempo si yo pasaría una evaluación psicológica en ese momento.

—Ya —dije.

Gwen suspiró.

—Podemos pelear y ganar.

Sonaba bien, pero ¿para quién? Para los niños desde luego no y así se lo dije.

—¡Te lo estoy diciendo! —gritó Zach en la otra habitación y esperé a que entrara corriendo en la cocina, pero no lo hizo.

—Zach es demasiado pequeño para viajar en avión sin mí. ¿Podría ser un motivo? Que venga ella a visitarlos.

—¿Digamos que puede alojarse en un radio de unos cincuenta kilómetros? ¿Y qué hay de quedarse a dormir?

Suspiré.

—Está bien.

—Pues crucemos los dedos para que se lo tome como un toque de atención y se dé cuenta de que ser madre le queda muy grande.

Fui a ver qué estaban haciendo los niños. Annie había sacado la maletita rosa que Marcella le había regalado para llevar sus cosas cuando pasaba la noche fuera y la estaba llenando de vestidos que no se ponía casi nunca.

—Estoy haciendo la maleta para ir a ver a mamá. Su casa no está en el campo como ésta —explicó.

—¿Y por eso estás metiendo tantos vestidos?

Asintió.

—Yo no quiero llevar vestidos. Son vomitivos —dijo Zach.

—Platanito, creo que tu mamá va a venir aquí en vez de que vosotros...

—¿Qué? ¡No! —Se puso a patalear—. ¡Eso es muy aburrido! ¡Yo quiero viajar en avión!

—Viajarás en avión... algún día. Pero, por el momento, tendrá que venir ella. Tal vez quieras quedarte a dormir con ella en el hotel.

—¿Un hotel grande?

—Los hoteles también son vomitivos.

—¿A qué viene tanto hablar de vómitos? ¿Te duele la barriga?

—¡No! Es sólo que estoy guardando mi VOMITIVA ropa y mis VOMITIVOS pijamas.

—Entiendo. Annie, no sé si será un hotel grande. Tendrás que preguntárselo a tu mamá.

—En un hotel grande sí que podría ponerme mis vestidos. Quiero parecer sofisticada. Como mamá. —Metió también los zapatos de charol negro que se había puesto en el funeral. No cogió en cambio sus pequeñas deportivas ni los zuecos que hacían juego con los míos. Estaba de pie delante del armario, estudiando su contenido con las manos en las caderas—. No tengo nada que ponerme —se quejó, apartándose un mechón rubio de la cara.

Zach se levantó, cogió su brontosaurio y un montón de cochecitos Matchbox y lo echó todo en su maleta de Thomas la Locomotora. Lo cogí en brazos y le di un beso en la oreja. Él apoyó la cabeza en mi hombro y soltó un largo suspiro de cansancio.

—Ya lo sé —les anuncié—. Vamos a ver Sonrisas y lágrimas.

—¿Otra vez? —preguntó Annie.

—Claro —dije yo encogiéndome de hombros—. ¿Por qué no?

Confiaba en que se quedaran dormidos en mi cama. No quería dormir sola aquella noche.

—Está bien. Ya seguiré con esto mañana, ¿no?

—Claro que sí. Id a poneros el pijama. Yo estaré en la habitación con las palomitas.

No tardaron en dormirse. Cuando estalla la tormenta sobre la casa de los Von Trapp y Maria canta My Favorite Things. «Cuando el perro muerde. Cuando la abeja pica, cuando me siento triste... Cuando mi marido muere. Cuando su ex mujer intenta... arrebatarme a mis niños... simplemente recuerdo mis cosas favoritas.» Después venía la confrontación con aquel capitán Von Trapp, tan guapo, el plan de Maria de hacerles vestidos a los niños con las cortinas para que salieran a jugar.

Lucy me llamó para ver cómo estaba. Le dije lo que estaba viendo.

—¿Otra vez?

—Maria. Qué madrastra. Qué modelo para todos ellos. Claro que ella no tenía que preocuparse de que a la madre biológica le diera por reaparecer, porque estaba muerta.

—Cierto.

—Es una historia real —contesté yo—. No me vendría mal una madre superiora que me aconsejara qué hacer en un ejemplo de conmovedora interpretación. No, lo que necesito es convertirme yo en esa «madre superior». Superior para el juzgado del condado de Sonoma.

—Tú, querida mía, eres claramente esa madre. Me encanta la escena del cenador. Dios mío, Christopher Plummer. Lo adoro desde que tenía seis años más o menos. Llámame luego.

Colgué. Joe se había ido, pero aún conservaba algunas de mis cosas favoritas. Cavar en el huerto con mis niños, recoger huevos con ellos, ir andando al pueblo con los niños en sus bicicletas, jugar con plastilina, pintura de dedos y cuentas de colores, planchar lo que quedaba de sacar punta a las ceras entre dos hojas de papel encerado, todas esas cosas de mancharse que tanto me gustaba hacer con ellos. Muchas otras cosas además de ver Sonrisas y lágrimas... otra vez, como Annie y Lucy se habían encargado de recordarme.

El doctor Irving Boyle tenía razón. Tenía que vivir por Annie y Zach. No sólo era su madre, era una buena madre, una madre superior. Sólo teníamos que seguir haciendo nuestras cosas favoritas. Un fin de semana con Paige no supondría una amenaza para lo que a nosotros nos había llevado tres años construir. Gwen Alterman también tenía razón: nos ayudaría en nuestra causa. Intenté imaginar a Paige embadurnándose sus manos de manicura perfecta con viscosa pintura de dedos. ¡Ja!

Annie, Zach y yo estábamos sentados en el sofá del saloncito. Callie se nos acercaba uno a uno, nos empujaba con la cabeza y el lomo y nos sacudía con la cola, jadeando. La maleta rosa, llena hasta los topes, esperaba al lado de la puerta junto a la maleta de Thomas la Locomotora de Zach. A las diez y cuarto exactas, tal como había dicho, Paige entraba por el camino de nuestra casa en su coche de alquiler. Callie salió al galope con Annie por el pasillo, mientras que Zach se quedaba y me miraba, abrazando a Bubby. Me sequé las palmas de las manos en los vaqueros y traté de peinarme un poco.

Zach se me subió al regazo.

—Bella —dijo, estampándome un beso en la mejilla—, estás preciosa.

Me eché a reír y le llené la carita de besos. Sabía que lo había aprendido de Joe. Se me debía de notar a la legua la inseguridad para que un niño de tres años pensara que me vendría bien un piropo. Se zafó de mí y me levanté, me acordé de hacer varias inspiraciones profundas y, seguidamente, fui a la cocina y cogí un paño para que pareciera que estaba ocupada con algo. Me había pasado la mañana limpiando, pero la casa seguía viéndose desordenada. Probablemente, Paige ni siquiera entraría.

Pero sí entró. La encontré en el pasillo, de camino a la cocina.

—Annie me ha dejado entrar. —Echó un vistazo al saloncito—. Quería habértelo dicho antes: está bien que tiraseis el muro. Ahora está mucho mejor. Sabía que quedaría bien. ¿Te importa que pase al baño?

Había empezado a limpiar el cuarto de baño, pero antes de acabar me puse a hacer otra cosa y se me olvidó por completo terminar de limpiarlo. Pensé decirle que no, que fuera al servicio de la gasolinera de Ernie, pero sabía que no colaría.

—Esto... sí, claro. Está... Qué bobada, ya sabes dónde está.

—Lo sé —dijo ella.

Me martiricé pensando que no lo había terminado de limpiar todo el rato que estuvo dentro. Era normal que tuviera que entrar. Llevaba conduciendo varias horas desde el aeropuerto. Me acordé de mi medicación, guardada en el botiquín, y del cerco que se formaba en el inodoro a causa de la dureza del agua. De la loción para después del afeitado de Joe, que había dejado en el lavabo para cuando la necesitaba. Me pregunté si ella la abriría para olerla y se pondría un poco en las muñecas, como yo, o si la tiraría al inodoro. No recordaba si había dejado las bragas en el suelo, unas que tenían el elástico roto por dos sitios.

Cuando salió, Zach vino corriendo a mí y se agarró a mi pierna. Le acaricié la espalda y le di a Paige las tarjetas sanitarias de los dos, el número de su pediatra y algunas instrucciones básicas, como que Annie tenía alergia al Cefaclor y lo unido que estaba Zach a Bubby. Ella no olía a la loción para después del afeitado de Joe, sino a su perfume de jazmín y cítricos, su marca personal, que impregnaba toda mi casa. Cogió las tarjetas sanitarias, pero me devolvió el número del doctor Magenelli y las instrucciones.

—Gracias, pero conozco al doctor Magic y tengo su número. También sé lo de la alergia de Annie. En cuanto a las instrucciones, Annie es una niña muy lista. Creo que sabrá ayudarme con cualquier duda que pueda tener. Pero gracias de verdad. Ha sido muy considerado por tu parte.

Se metió las tarjetas en su elegante cartera, la cerró y la guardó de nuevo en su sofisticado bolso colgado del hombro. Llevaba pantalones blancos y una blusa de seda de color melocotón que casaba a la perfección con su tono de piel. Seguro que nunca se había embadurnado con aceite de bebé para tostarse al sol en una de esas mantas espaciales de aluminio cuando era adolescente. Tenía un aspecto un poco distinto de la primera vez que la vi. Se había cortado el flequillo de forma que le enmarcaba los ojos y hacía que parecieran aún más grandes de lo que eran.

—Iré a por las sillas para el coche.

—No es necesario, el coche de alquiler las trae incorporadas. Nos hospedaremos en el Hilton de Santa Rosa. —Se volvió hacia los niños—. ¿Habéis metido los bañadores?

Ellos asintieron y Annie dijo:

—Y unos cuantos vestidos.

—Excelente. —Paige miró la hora.

—Habrá sido un día muy largo para ti... —empecé yo.

—Oh, no me importa. Estoy muy contenta de poder verlos. Venga, Annie, Zach, decidle adiós a Ella.

¿Ella? Buen intento. Y no hacía falta que pidiera a mis niños que me dijeran adiós.

—Yo quiero quedarme aquí —dijo Zach.

Me agaché y le eché el pelo hacia atrás.

—Podrás llamarme todas las veces que quieras. Y Annie estará contigo. Y Bubby. Mañana estarás de vuelta. —Empezó a dar golpes en el suelo con Bubby—. ¿De acuerdo, cielo?

Zach miró a Paige y asintió despacio. Annie le dio la otra mano y los tres bajamos detrás de su madre los escalones del porche. Me arrodillé y los abracé, puede que demasiado rato, obligándome a contener las lágrimas.

—¡Adiós, mami! —me gritaron desde el coche, moviendo los brazos mientras se alejaban.

Me quedé mirándolos hasta que tomaron la curva y desaparecieron y luego me quedé allí, viendo la nube de polvo de la grava disiparse en el aire de la mañana.

Me puse la chaqueta de Joe y fui al gallinero con Callie correteando en zigzag delante de mí. Teníamos cuatro gallinas, Berni ce, Gilda, Harriet y Mildred. Cuando metí la mano debajo de sus cuerpos, me encontré con que todas habían puesto un huevo menos Mildred. No empollaba tanto como antes. Me preguntaba si también ella estaría de duelo. Me metí los huevos tibios en los bolsillos de la chaqueta y salí detrás de Callie en dirección a la casa.

Me había hecho el firme propósito de mantenerme ocupada y de buscar los documentos que Paige había solicitado.

«Tiene que poder decirle al juez que ha buscado diligentemente y que no ha encontrado las cartas», me había dicho Gwen.

Yo pensaba mirar en las cajas y carpetas de documentos del despacho de Joe y dar el tema por zanjado.

Me senté en el viejo despacho de Joe en Life’s a Picnic y me puse a revisar documentos, busqué entre los libros y cogí la carpeta con el registro tributario que en un instante firmé sin leer siquiera. Veía con total claridad las señales de alarma en aquellos documentos que nunca me había preocupado de mirar. Como una ama de casa de los cincuenta, me había mantenido al margen de los asuntos de dinero para concentrarme en atender a los niños. Había sido algo natural, no una decisión consciente. En apariencia, nos iba bien así, pero en esos momentos me daba cuenta de que no podía funcionar. Joe no me había contado la verdad, pero una parte de mí prefería que fuera así.

Detrás del mueble archivador había un trastero. El archivador pesaba demasiado para moverlo yo sola, pero no quería pedirle ayuda a David, así que vacié los cajones y luego empujé y moví el mueble vacío hasta poder abrir la puerta. Tiré del cordón y se encendió la bombilla que colgaba de la viga del techo. Olía a cerrado y a recuerdos. Cajas amontonadas, algún que otro mueble viejo, un tocador con espejo, un secreter que probablemente hubiese pertenecido a los abuelos de Joe. Si existían esas cartas, aquél era el sitio donde las encontraría.

Empecé a registrar cajas. No aquellas en las que se leía algo así como «Trofeos de béisbol de Joe» o «Trabajos manuales de Davy», sino en otras que estaban en un rincón, sin marcar. En la primera que abrí encontré el albornoz de cachemir. Lo reconocí de inmediato: el característico estampado en forma de riñón en tonos verde azulado, miel y azul claro, y me di cuenta de que aquellos tonos debían de realzar el color de la tez y los ojos de Paige; aunque se lo pusiera a todas horas, todos los días, seguro que había estado estupenda con él. Joe lo había guardado después de conocernos. Lo descolgó de la percha de la puerta del baño pero no lo tiró, ni lo dio, ni tampoco se lo reenvió a Paige. Lo guardó. ¿Lo guardó porque la echaba de menos? ¿Porque esperaba que regresara? ¿Habría cerrado la puerta del despacho, igual que acababa de hacer yo, y movido el archivador para sacar el albornoz de su caja e inspirar su perfume, igual que hacía yo con sus camisas?

O quizá lo había guardado allí con otros efectos personales de ella porque no quería ocuparse de éstos. Tal vez se le habían olvidado por completo.

Había otras cosas que seguro que no le importaban. Frascos de maquillaje. Una caja de tampones. Un ejemplar de Qué se puede esperar cuando se está esperando. Dinero suelto y un cepillo en el que quedaban cabellos rubios de Paige.

Aquello no era un altar, eso estaba claro. Era sólo una caja en la que se habían metido muchas cosas a toda prisa, guardada en el trastero, olvidada.

Debería haberme detenido ahí y haber cerrado la puerta, colocado el archivador contra la pared y los cajones en el archivador. Pero no lo hice. Abrí otra caja. Y otra. En ellas había ropa de Annie de cuando era bebé, diminutas prendas de color rosa o melocotón y blanco, pequeños recuerdos de algodón de una época de la que yo no había formado parte. Había incluso un pijama con patitos que sí reconocí. Yo había comprado el mismo modelo en GapKids cuando me quedé embarazada por primera vez. Lo había dejado colgado en el armario de la habitación del niño que nunca tuve cuando rompí con Henry. ¿Dónde estaría? ¿Lo habría guardado él en una caja con otras cosas cuando me fui de casa? Probablemente se lo habría dado a alguien.

Paige y yo nos quedamos embarazadas al mismo tiempo. Cuando conocí a Joe, pensé que uno de esos bebés que no llegué a tener tendría la misma edad que Annie, casi la misma exactamente. Encontré el diario con las fotos del nacimiento de Annie, que no había visto antes, a pesar de que sí le había preguntado a Joe por ese asunto. Él se había encogido de hombros y me había contestado que no sabía dónde estaba exactamente. ¿Lo habría guardado Paige en una caja con intención de llevárselo algún día?

Lo habían hecho ellos mismos, forrado de un tejido suave de color rosa, y llevaba su nombre, Annie Rose Capozzi, y la fecha de nacimiento, 7 de noviembre de 1992, bordados a punto de cruz en el centro. Durante un par de segundos, pensé que sería mejor no abrirlo. Sabía que nada de lo que pudiera haber allí dentro me haría sentir mejor. Pero lo abrí de todos modos y miré las fotos de Paige, resplandeciente en el momento de dar a luz, y a Joe, Paige y Annie acurrucados en la cama del hospital, rodeados de ramos y globos rosa, las amplias sonrisas de Joe y de Paige, sonrisas que los unían a su bebé como los extremos simétricos de una ancla.

Seguí pasando las páginas con fotos de Annie, Annie con Marcella, con Joe padre, con Frank y Lizzie y con David, pero no vi ninguna otra foto de Paige hasta que salió del olvido y retomó su lugar al llegar la Pascua, cinco meses después del nacimiento. No había muchas fotos de Joe, puesto que era él quien las había tomado. Tal vez eso fuera lo peor, porque reflejaban lo que él veía, lo que él amaba y, por ello, su presencia en ellas era todavía más fuerte que si hubiera estado presente. La expresión en el rostro de Paige, aquella sonrisa cómplice que sólo se puede compartir con otra persona en el planeta. Y Annie en sus brazos.

Aquella misma noche, me senté en la cama para intentar pagar unas facturas para las que no tenía saldo suficiente. En realidad, estaba esperando a que los niños me llamaran. Callie estaba tumbada a los pies de la cama, roncando y sacudiendo las patas como si escarbara en sueños. Traté de poner en orden mis pensamientos, sin éxito. Abrí el cajón de la mesilla y rebusqué en él hasta que encontré mi libreta y un boli. Había escrito «pienso para pollos» y «semillas de ruibarbo».

Sí, era cierto, había sido demasiado confiada. Hubo un tiempo en que mi vida me parecía muy sencilla, como el título de alguna estúpida cancioncilla de esas que cantas cuando vas de viaje en coche: «Tengo pienso para los pollos y semillas de ruibarbo y una sonrisa como una casa. Tengo un niño y una niña y un marido que es una perla y una sonrisa como una casa».

Joe se ocupaba de la comida, cada día, metía en varias bolsas todo lo que nos hacía falta. La oficina de correos estaba al lado de la tienda, de modo que siempre recogía él el correo. Y cuando no tenía mucha clientela, llevaba la contabilidad. Al parecer, tenía mucho tiempo para la contabilidad.

Me crucé en su vida y entré en ella sin imponer demasiadas costumbres propias. Me sentía como una muerta viviente recién exhumada. No quedaba ni rastro de vida en mí por entonces. Al conocer a Joe y a los niños, una familia ya formada en la que quedaba libre el hueco que debería ocupar una madre no se me ocurrió cuestionarme nada. ¿Para qué cuestionarme lo que claramente era mi destino?

Joe y yo pasamos de no saber ni cómo nos llamábamos a criar una familia juntos de la noche a la mañana. Nunca pasamos por las fases que nuestros amigos sí habían atravesado: expulsar el aliento largamente contenido y decir «Ya lo hago yo» con mirada resignada. Yo siempre me prestaba voluntaria para hacer lo que fuera con los niños. Y después de varios meses ocupándose él solo de todo, Joe normalmente me dejaba.

Habíamos estado juntos tres años. Pero ¿hasta qué punto nos conocíamos? Puede que no tan bien como yo creía. Henry y yo habíamos estado casados siete años, pero ni siquiera después de todo lo que pasamos juntos llegué a sentir que el Henry que yo conocía fuera diferente del que conocían los demás. Las conversaciones que mantenía conmigo podría haberlas mantenido perfectamente con un colega de trabajo, con los compañeros del béisbol o con su madre, según el tema. No había nada reservado únicamente para nosotros dos, excepto los intentos de tener un hijo. Pero cuando decidimos que estábamos hartos de intentarlo y yo saqué a colación la posibilidad de la adopción, él cambió de tema. Volvimos a aquellas breves discusiones sobre ratas de laboratorio, los curas, la hernia de su padre.

A Joe y a mí nos encantaba hablar. Nuestras conversaciones comenzaban con algo increíble que le había sucedido a uno de los niños y podían terminar en lo grandes que se estaban haciendo las berenjenas o en un poema sobre una garza azul que había leído en una revista. Para mí era una de las personas más interesantes que había conocido nunca. Era divertido, creativo, intuitivo, artístico. Cuando murió Sergio, dejó la universidad para ayudar a su padre, sentía que era su obligación honrar los deseos de su abuelo después de las experiencias que éste había tenido en la vida. Joe había renunciado a su sueño de convertirse en periodista gráfico y convirtió la fotografía en su hobby; decidió captar lo mejor que el mundo podía ofrecerle, buscando siempre los mejores ángulos y la mejor iluminación. Me encantaba eso de él. Pero en aquellos momentos me preguntaba por todas las cosas a las que él se había negado a prestar atención, y por la facilidad con que su sesgada perspectiva se complementaba con la mía.

Cogí la tarjeta de visita de Paige. Callie se estiró, levantó la cabeza y la dejó caer hacia atrás, sobre el colchón, para seguir roncando. Carraspeé y practiqué lo que iba a decir.

—¿Hola? ¿Paige? Soy Ella.

Demasiadas preguntas. Demasiado insegura.

—Hola, Paige, soy Ella. Me gustaría hablar con Annie.

No, demasiado seca. Tenía que sonar tranquila, como si no me preocupara.

—Hola, Paige. (Eres Paige, ¿verdad?) Hola, soy Ella. ¿Está Annie?

Marqué y colgué dos veces antes de dejar que sonara.

«Hola, éste es el contestador de Paige Capozzi. Por favor, deja tu mensaje y, recuerda, cuando quieras acondicionar tu casa para la venta, llama a Paige...» Y un pitido.

Ya iba a colgar, pero pensé que probablemente tendría identificador de llamadas, así que empecé a hablar.

—Esto... Hola. Soy Ella. Ella Beene. Estaba pensando en Annie y en Zach. Y quería darles las buenas noches. Dios mío. Ni me acuerdo ya de la última vez que no pude meterlos en la cama. Creo... creo que fue en nuestro tercer aniversario de boda. Joe y yo fuimos a Mendocino... Piii.

Un momento. ¿No tenía uno de esos contestadores con opción a pulsar y borrar tus mensajes? Apreté todos los botones, sacudí el teléfono y dije:

—¿Hola? ¿Hola?

Nada. Colgué.

El teléfono sonó y me sobresaltó, porque lo tenía en el regazo.

—Hola, mami. —Era Zach; su voz inundó mi cabeza y mi cuerpo de un dulce alivio. No me había dado cuenta de lo tensa que estaba, asustada pensando que hubiera sucedido algo terrible. Mi nuevo miedo a las malas noticias.

—¡Hola, tesoro! ¿Lo estáis pasando bien?

—No. Quiero ir a casa. YA.

—Oh, Zach. ¿Qué te pasa?

—Quiero estar CONTIGO.

Podía verlo como si estuviera delante de mí, sujetando el teléfono con las dos manos, con Bubby debajo del brazo, la barriguita hacia afuera, las rodillas dobladas, los talones juntos y las puntas de los pies separadas hacia los lados, como si estuviera haciendo un torpe pero adorable plié.

—Tesoro, escucha... mañana estarás de nuevo en casa. Ahora tienes a Annie. Y a Bubby. Y estás en un bonito hotel, ¿a que sí? ¿Y sabes otra cosa? Hay una sorpresa dentro de tu maleta. Está en el bolsillo interior. ¿Quieres ver qué es?

—¡Vale! —Dejó el teléfono un momento. Había metido un estegosaurio nuevo para él y unos preciosos calcetines para Annie, para que se los pusiera con sus zapatos de charol.

Oía a Paige al fondo:

—Qué amable es Ella. Dale las gracias, Zach.

«¿Otra vez “Ella”? ¿Le estás diciendo al niño que me dé las gracias? Cállate. Cállate de una vez.»

Zach cogió el teléfono de nuevo.

—¡Qué chulo, mami!

—¿Estás mejor ahora?

—Ajá, ajá, ajá. Voy a jugar. Annie quiere hablar contigo.

Lanzó un rugido que sonó muy feroz y Annie cogió el teléfono.

Le pregunté si lo estaba pasando bien.

—Muy bien.

—¿Sí?

—Sí... ¡Tendrías que ver mi habitación!

Oh, Dios mío. ¿Dónde estaban?

—¿Tu habitación del hotel?

—No, mi habitación. Mamá nos ha enseñado fotos. Y parece más grande que nuestro saloncito. —Soltó una risa infantil.

—Vaya.

—Sí, vaya.

—¿Es la habitación de invitados?

—No, es mía. Pone «Annie» con letras brillantes en la pared. Y hay un montón de verde. —¿Cómo sabía Paige que el verde era el color favorito de Annie? ¿Y cómo había hecho que amueblasen y pintasen la habitación tan de prisa?—. También hay otros colores, como lavanda, rosa y crema. Y una cama muy grande. ¡Es un castillo de verdad!

Empecé a sudar otra vez, no podía respirar.

—¿Mami?

—¿Sí, tesoro?

—Te... echo... de... menos —me susurró, haciendo una pausa entre palabra y palabra.

Era vergonzoso descubrir cuánto necesitaba oírlo, saber que, por primera vez, el dolor emocional de mis niños calmaba en cierta forma el mío.