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Hace poco, leí un estudio que afirmaba que la gente feliz no se hace, nace. La felicidad, señalaba el informe, es completamente genética; un alegre gen que pasa tan campante de generación en generación. Sé lo suficiente de la vida como para entender los viejos dichos de que una persona no puede hacerte feliz o que el dinero no da la felicidad, pero lo que no me creo es que la dicha de uno dependa de sus genes.
Durante tres años, me estuve lanzando desde un trampolín a lo más hondo de la felicidad.
El júbilo era palpable, a menudo ruidoso. En ocasiones se suavizaba: el aliento de leche de Zach en mi cuello o el pelo de Annie en los dedos cuando le hacía trenzas, o cuando oía a Joe tararear alguna vieja canción de Crowded House en la ducha mientras me lavaba los dientes. El vaho en el espejo me nublaba la vista, empañaba mi reflejo, como una foto ligeramente desenfocada que me suavizara las arrugas, aunque ni siquiera el hecho de tener arrugas me molestaba. Si no sonríes, no te salen patas de gallo, y yo sonreía mucho.
En la actualidad, años más tarde, también sé otra cosa: la auténtica felicidad no puede ser tan intensa ni tan ciega.
Aquel amanecer del verano de 1999, Joe levantó el edredón y me dio un beso en la frente. Abrí un ojo. Llevaba su sudadera gris, la cámara colgada del hombro y el aliento le olía a pasta dentífrica y café cuando me susurró que iba a Bodega antes de abrir la tienda. Siguió con el dedo el dibujo que formaban las pecas en mi brazo. Decía que en ellas se podía leer su nombre y que tenía tantas que no sólo veía escrito Joe, sino su nombre completo: Joseph Anthony Capozzi hijo. Aquella mañana añadió:
—Vaya, si se lee «hijo» entero. —Me arropó de nuevo con el edredón—. Eres maravillosa.
—Y tú un listillo —contesté yo antes de volver a dormirme. Pero estaba sonriendo. Habíamos pasado una noche muy agradable.
Me susurró que me había dejado una nota y lo oí salir por la puerta, bajar los escalones del porche, el chirrido de la portezuela de la camioneta al abrirse y el ruido del motor: un rugido cuando Joe lo puso en marcha, que fue desvaneciéndose en el aire conforme se alejaba.
Esa misma mañana, un poco más tarde, los niños se metieron en la cama conmigo entre risas. Zach levantó la sábana salpicada de sol y se la echó por encima de la cabeza, como si fuera una vela. Annie, como siempre, se erigió en capitán. Sin desayunar siquiera, partimos hacia una tierra desconocida, una llanura que escondía la resbaladiza amalgama de la cara oculta de las cosas, sin rumbo fijo.
Nos agarramos bien fuerte los unos a los otros sobre el colchón Sealy, modelo Posturepedic, entre las sábanas revueltas. Aún no conocíamos la noticia que lo cambiaría todo. Estábamos jugando a los barcos.
Según decían, hacía una mañana tormentosa en el mar y a mí me hacía falta café. Me moría por un café. Me senté y eché un vistazo por encima de la vela, al dorado y despeinado cabello de las cabecitas de Annie y de Zach.
—Me voy remando en un bote a la isla Cocina a buscar provisiones.
—Ahora no, el peligro acecha —dijo Annie.
«¿Acecha?», pensé yo. ¿Había siquiera oído yo esa palabra cuando tenía seis años? Se puso de rodillas, con los brazos en jarras, balanceándose en el colchón en movimiento.
—Si te vas, podríamos perderte.
Me levanté, agradeciendo haberme puesto braguitas y la camiseta de Joe antes de dormirme la noche anterior.
—Pero, cariño, ¿cómo vamos a enfrentarnos a los piratas sin galletas?
Los dos se miraron. Sus ojos preguntaban sin palabras: ¿antes de desayunar? ¿Había perdido yo la cabeza?
Galletas antes de desayunar... ¿Y por qué no? Tenía ganas de celebrarlo. Era la primera mañana de la semana sin niebla. Toda la casa brillaba con el regreso del sol pródigo, y la preocupación que pesaba sobre mí parecía haberse evaporado. Cogí mi vaso de agua y la nota que Joe había dejado debajo. La tinta de las palabras que habían estado en contacto con el fondo del vaso se había corrido: «Ella Bella, me voy a fotografiarlo todo antes de abrir. Me encantó lo de anoche. Besos para A amp;Z. Pásate luego si...», pero las últimas palabras se perdían en regueros de tinta.
A mí también me había gustado mucho lo que habíamos hecho la noche anterior. Después de acostar a los niños, hasta que oscureció nos quedamos hablando en la cocina, apoyados en la encimera, él con las manos en los bolsillos, como siempre. Nos ceñimos a temas de conversación seguros: Annie y Zach, el pícnic que teníamos planeado para el domingo, los absurdos cotilleos que él había oído en la tienda..., cualquier cosa menos hablar de la tienda en sí. Echó la cabeza hacia atrás riendo a carcajadas por algo que yo había dicho. ¿Qué era? No me acordaba.
Habíamos tenido una pelea el día anterior. Después de cincuenta y nueve años abierto, Ultramarinos Capozzi estaba pasando una mala racha. Yo quería que Joe se lo dijera a su padre, pero él pretendía seguir fingiendo que el negocio iba bien. Si casi no era capaz de admitir la realidad ante sí mismo, cómo iba a hacerlo ante su padre. Entonces, en un momento de descuido, me dijo algo sobre una factura sin pagar y lo despacio que marchaba el tema del inventario; yo me asusté y, como consecuencia, él se cerró en banda. Digamos que ése había sido el patrón de nuestras conversaciones de los últimos meses. Joe se apartó de la encimera, se acercó a mí, me puso las manos en los hombros y dijo:
—Tenemos que encontrar la manera de tratar los temas delicados.
Yo asentí. Convinimos en que, hasta hacía poco, no habíamos tenido temas difíciles de los que hablar.
Consideraba que éramos afortunados.
Annie, Zach. Nosotros... Pero en vez de coger el toro por los cuernos en ese momento, le di un beso y lo llevé a nuestra habitación.
Me alejé por el estrecho pasillo fingiendo que iba remando, pasé por encima del brontosaurio y del castillo de Lego a medio construir de Zach y, cuando ya no me veían, me detuve en la cocina a hacerme una trenza, en un intento de arreglar mi revuelta cabellera. Nuestra casa era un poco como mi pelo rojo, toda color y desorden. Habíamos tirado la pared que separaba la cocina del salón y, desde donde yo estaba, veía las estanterías hasta el techo abarrotadas de libros, plantas y diversos ejemplos de trabajos manuales: un velero hecho con un palo de polo pintado de amarillo y morado, un jarrón de arcilla torcido en el que se leía «Feliz Día de la Madre» escrito con macarrones. La «M» se había caído tiempo atrás, pero había quedado la marca. Grandes mosaicos con las fotos en blanco y negro de Joe colgaban en el poco espacio libre de muebles o ventanas.
A través de una amplia cristalera se accedía al porche delantero y al terreno que rodeaba la casa. El cristal era ya viejo, por lo que no resultaba especialmente aislante, pero éramos incapaces de deshacernos de él. Nos encantaba el efecto ondulado de la vista, como si estuvieras viendo a través del agua las hortensias que llegaban hasta el porche, la lavanda que teníamos que recoger, el gallinero, los frambuesos, el granero construido antes de que el abuelo Sergio comprara los terrenos, allá por los años treinta, y que ya casi no se tenía en pie, y, por último, el huerto, nuestra alegría y orgullo, que ocupaba todo un campo que comenzaba al final de un bosque de secuoyas y robles. Teníamos unos cuatro mil metros cuadrados de terreno soleado en su mayor parte. Todo ello quedaba por encima del nivel del río, pero desde cierto lugar éste se podía ver.
A Joe y a mí nos gustaba trabajar la tierra, y se notaba. Pero ninguno, y eso incluía también a los niños, tenía un don especial para el orden del interior de nuestra casa. Eso a mí no me preocupaba. Mi anterior vivienda —mi anterior vida— había sido extremadamente ordenada, también severa y vacía, así que contemplaba el desorden como un efecto secundario necesario en una vida plena.
Saqué la leche y sujeté la nota de Joe en la puerta del frigorífico con un imán. No sé muy bien por qué no la tiré. Probablemente porque me estaba aferrando a la ternura de la reconciliación de la noche anterior, a lo de Ella Bella...
Me llamo Ella Beene y, como podrás imaginar, he tenido un buen montón de apodos en mi vida, pero de entre todos ellos, el de Joe me encantó desde el principio. No soy ninguna belleza, tampoco fea, pero ni por asomo tengo el aspecto que tendría si de mí dependiera. Vale, el pelo rojo resulta intrigante. Pero aparte de eso soy bastante normalita. Tengo la piel clara y llena de pecas, soy demasiado alta y delgada para algunos y tengo unos rasgos que no están mal, como los ojos castaños y unos labios bonitos, que mejoran cuando me acuerdo de ponerme maquillaje. Pero ése es el quid de la cuestión: yo sabía que a Joe le gustaba como era. Por dentro, por fuera, entre medias, todo mi metro setenta y cinco de mujer. Y como todos mis apodos han sido siempre bastante acertados, decidí disfrutar de aquél: Bella. Así que allí estaba yo. Treinta y cinco años, con mi apodo que significa «hermosa» en italiano, un sábado por la mañana preparando un café bien cargado y un aperitivo antes del desayuno a base de leche y galletas para nuestros hijos.
—Galletas. Queremos galletas. —Los marineros habían desembarcado y cogieron los vasos de leche y las galletas de avena, con los ojos tan abiertos como si se les fueran a salir. Nuestra perra, Callie, un cruce de labrador rubio con husky, que sabía cómo adoptar una lastimera expresión, permanecía sentada, golpeando el suelo con la cola, hasta que le di una galleta y la dejé salir. Me bebí mi café mientras observaba a Annie y a Zach zamparse las galletas con ansia, tirando migas por todas partes. Era lo único que habían aprendido de Barrio Sésamo de lo que podría haber prescindido perfectamente.
El sol nos hacía guiños desde fuera, así que les pedí que fuesen corriendo a vestirse mientras yo me ponía unos pantalones cortos y aproveché para poner una lavadora de ropa de color. Estaba metiendo el último par de vaqueros cuando Zach entró corriendo como vino al mundo, agitando su pijama de una pieza en la mano.
—Ya lo meto yo —dijo.
Me impresionó que no lo hubiera dejado en el suelo, como de costumbre, pero lo levanté en brazos para que pudiera hacer su contribución a la colada. Noté su trasero frío en el brazo. Los dos nos quedamos mirando hasta que el remolino de agua jabonosa engulló el revoltijo de estampado de camiones de bomberos y felpa azul. Entonces lo dejé de nuevo en el suelo y se marchó corriendo descalzo por el suelo de madera del pasillo. Excepto en lo de atarse los cordones, algo que Zach estaba todavía lejos de hacer, los dos niños eran tremendamente autosuficientes. Annie estaba más que preparada para comenzar primero y Zach iría a preescolar, aunque yo no estuviera preparada para dejarlos marchar.
Iba a ser un año clave en nuestras vidas: Joe salvaría del desastre la tienda de ultramarinos que pertenecía a su familia desde hacía tres generaciones, yo volvería a trabajar, empezaría en un trabajo nuevo en otoño como guía para el Departamento de Pesca y Fauna Salvaje, y Annie y Zach saldrían todas las mañanas escopeteados por la puerta, con sus piernas cada día más largas, dejando atrás a grandes zancadas el camino cada vez más corto de su niñez.
Cuando los conocí, Annie tenía tres años y Zach seis meses. Yo venía de San Diego con intención de empezar una nueva vida, aunque no sabía dónde ni cómo. Me había detenido en Elbow,[1] una ciudad pequeña, pero llena de vida, situada junto al río Redwoods, en Carolina del Norte, y en la que vivían muchos italianos. El nombre de la ciudad se debía a que estaba situada en un curva de cuarenta y cinco grados con respecto al río.
Mi intención era comerme allí un sándwich y beber un vaso de té helado y tal vez estirar un poco las piernas por la orilla del río hasta la playa de arena sobre la que había leído, pero entonces vi a un hombre de cabello castaño que estaba cerrando la tienda de comida. Sujetaba a una niña que trataba de zafarse de su mano retorciéndose como un bichejo mientras él intentaba meter la llave en la cerradura, al tiempo que sostenía como podía a un bebé con el otro brazo. La niña se soltó y salió corriendo hacia mí, hacia mis piernas. Haciéndome cosquillas en las rodillas con su pelito rubio, me tendió los brazos entre risas.
—Cógeme.
—¡Annie! —gritó el hombre.
Era alto y delgado, algo desaliñado y nervioso, pero bastante atractivo.
—¿Puedo? —le pregunté.
Él sonrió de oreja a oreja con alivio.
—Si no te importa.
¿Importarme? Cogí a la niña en brazos y ella empezó a juguetear con mi trenza.
—No es una niña tímida, como verás —dijo el hombre.
Yo notaba cómo la pequeña se agarraba a mis caderas con sus piernas gordezuelas; olía a champú Johnson, a hierba cortada, a humo de madera quemada y un poco a barro. Me rozó la mejilla un suave aliento de zumo de uva. Sujetaba con fuerza mi trenza en su puñito, pero sin tirar.
Callie se puso a ladrar en la cocina y entonces vi el coche de policía de Frank Civiletti. Qué raro. Frank sabía que Joe no estaría en casa. Eran amigos desde el colegio y solían charlar mientras se tomaban un café en la tienda todas las mañanas. No lo había oído llegar, pero allí estaba, subiendo despacio con el coche por el camino de grava de entrada de la casa. Eso también era raro. Frank nunca conducía despacio. Y, además, siempre ponía la sirena cuando entraba en nuestra calle. Era un ritual para los niños. Miré la hora en el reloj del microondas: las 8.53. ¿Ya? Cogí el teléfono y lo volví a dejar en su sitio. Joe no había llamado al llegar a la tienda. Y Joe siempre llamaba.
—Tomad. —Cogí la cesta de los huevos y se la di a los niños—. Id a ver a las damas y traed algo para que desayunemos.
Abrí la puerta de la cocina y los miré salir corriendo hacia el gallinero, saludando a Frank con los brazos y gritándole:
—¡Tío Frank! Pon la sirena.
Pero él no lo hizo. Aparcó el coche. Yo estaba de pie en la cocina. Me quedé mirando el cubo de compost que había en la encimera. Dentro estaban los posos del café y la monda del plátano del desayuno de Joe. Los bordes de mi felicidad comenzaron también a ponerse marrones y a doblarse hacia arriba.
Oí la portezuela del coche de Frank abrirse y cerrarse, sus pasos en la grava, en el porche. Lo oí llamar con los nudillos en el marco de la puerta. Annie y Zach estaban ocupados recogiendo huevos en el gallinero. Zach soltó una carcajada y yo quise detener el mundo en aquel mismo instante y envolvernos con aquella risa para mantenerla entera, intacta. Me obligué a salir de la cocina y me dirigí a la puerta por el pasillo, sorteando juguetes desperdigados por el suelo. Vi a Frank a través de las aguas del cristal de la puerta principal. Tenía la mirada baja, fija en un botón de su uniforme. «Levanta la cabeza y ofréceme esa sonrisa tuya de Jim Carrey de siempre. Entra como haces siempre, cabrón. Abre la nevera y mira a ver qué hay antes de saludar siquiera.» La puerta nos separaba. Entonces levantó la cabeza y vi sus ojos rojos. Me di la vuelta y me alejé por el pasillo. Lo oí abrir la puerta.
—Ella —dijo a mis espaldas—. Vamos a sentarnos.
—No. —Sus pasos me seguían. Le dije con gestos que se marchara sin volverme—. No.
—Ella. Ha sido una ola gigante, en Bodega Head —dijo a mi espalda—. Ha aparecido de repente.
Me contó que Joe estaba haciendo fotos de los acantilados en First Rock. Algunos testigos dijeron que le advirtieron que tuviera cuidado, pero que con el viento y el estruendo del océano no los oyó. La ola lo derribó y se lo llevó por delante. Desapareció sin dar tiempo a nadie a reaccionar.
—¿Dónde está? —Me volví cuando Frank no respondió y lo agarré por el cuello de la chaqueta—. ¿Dónde?
Él bajó la vista de nuevo y, al final, se obligó a mirarme.
—No lo sabemos. Aún no ha aparecido.
Sentí un atisbo de esperanza.
—Está vivo. ¡Sé que está vivo! Tengo que ir. Llamaré a Marcella. ¿Dónde está el teléfono? ¿Dónde están mis zapatos?
—Lizzie viene de camino a recoger a los niños.
Fui corriendo a nuestro dormitorio, pisé el brontosaurio y me caí de rodillas al suelo, pero me levanté antes de que Frank pudiera ayudarme.
—Escucha, El. Si creyera que hay alguna posibilidad, por mínima que fuera, de que siguiera vivo, no estaría aquí. Un testigo dice que vio sangre. Creemos que se golpeó la cabeza. No salió a la superficie.
Frank dijo algo de que eso ocurría todos los años. Como si yo fuera forastera. Como si Joe lo fuera.
—A Joe no le ocurren esas cosas.
Él podía nadar varios kilómetros seguidos. Tenía dos hijos que lo necesitaban. Me tenía a mí. Busqué en el armario mis botas de agua. Joe estaba vivo y tenía que encontrarlo.
—¿Un poco de sangre? Probablemente se haya arañado el brazo.
Encontré las botas, tiré del edredón: estaría congelado. Cogí también los prismáticos colgados en el perchero de la entrada. Luego abrí la puerta mosquitera y salí al porche, trastabillando con el edredón, que llevaba arrastrando por el suelo.
—¡¿Me voy sola o vienes conmigo?! —le grité a Frank.
La mujer de Frank, Lizzie, metió a Zach en el remolque de juguete con su hija, Molly, mientras Annie tiraba de ellos y nos gritaba, haciendo altavoz con las manos:
—¡Vamos a llevar el bote a tierra! A vigilar que no vengan los piratas.
Yo respondí agitando la mano y traté de parecer alegre.
—Entendido. Gracias, Lizzie.
Ella asintió con gesto solemne. Lizzie Civiletti no era amiga mía. Me lo dijo nada más llegar yo a la ciudad. Pero tampoco era una desalmada. Protegería a los niños de cualquier conato de pánico. Por muchas ganas que tuviera de ir con ellos y estrecharlos entre mis brazos, sonreí, me despedí con un gesto de la mano y les mandé besos.