32
Atravesé las carreteras oscuras y solitarias de aquella zona desértica. Las brillantes estrellas atraían mi mirada hacia el cielo nocturno con frecuencia. Estrellas fugaces lo surcaban, igual que una y otra vez surcaban mi mente los pensamientos sobre Joe y los niños y los Capozzi y Paige.
David me llamó al móvil.
—¿Dónde estás?
—En algún sitio entre una chumbera y un árbol de Josué. Y falta un buen rato para que aparezca el siguiente cactus, así que cuéntame algo para que no me duerma. Háblame de Max.
Oía el ruido que hacían las sartenes al chocar contra el fregadero.
—Se me había olvidado hasta hoy. Joe adoraba a aquel perro. Pobre Joe... Max y él iban paseando por los terrenos de Jasper Williams. Jasper era el mayor cretino de todo Elbow.
—¿Lo conozco?
—Murió hace años. Todo el mundo lo evitaba, era militar retirado. Joe tendría unos once años. Le habían regalado su primera cámara y desde la casa de Jasper se tenía la mejor vista del río. Él le gritó a Joe que saliera de su propiedad, algo insólito porque todo el mundo en Elbow pasaba por los terrenos de los demás como si tal cosa. Era un gesto de buena vecindad. Al parecer, Williams creía que Max era el culpable de la desaparición de algunos de sus pollos, una ridiculez porque Max no le haría daño ni a una mosca.
»—Te he dicho miles de veces que no entraras en mis tierras, maldito italiano intruso. ¡Tendríamos que haber encerrado para siempre, hasta que se hubieran podrido, a todos los japos y a los italianos amantes de los alemanes! —le gritó y mató a Max de un tiro. Era un cabrón. Joe quería llamar a la policía, pero el abuelo Sergio y papá no le dejaron.
David soltó un silbido y después guardó silencio.
—¿David?
—Oh, Dios mío. Ahora lo comprendo. Dijeron que Joe se había metido en una propiedad privada y no querían problemas, no quería manchar el nombre de la familia.
—El único nombre que se habría manchado habría sido el de ese Jasper o como se llame.
—Desde luego. Recuerdo que Joe se pasó una semana llorando sin parar, lloraba incluso en los entrenamientos de la liga infantil de béisbol. Una noche, cenando, mi padre le dijo que dejara de comportarse como una niña. Él se levantó de la mesa y se fue y yo esperé a que se montara una buena. Pero mi padre siguió masticando, mientras miraba al abuelo Sergio, que se sentaba enfrente de él. Mi madre se miraba las manos. Y nadie dijo una sola palabra más al respecto nunca.
Los imaginé a todos sentados a la mesa llena de comida, con la silla vacía que ocupaba el centro de la habitación, como todos los secretos de los que no se hablaba, mientras la rabia, el miedo y la humillación iba y venía entre unos y otros. Mangia, mangia! Servíos otro plato más de silencio.
Callie se despertó cuando ya estábamos cerca de Las Vegas y se puso a ladrarles a las luces que nos asaltaban sin cesar, aunque todavía estábamos lejos. Al poco rato parecían fuegos artificiales que estallaran demasiado cerca. Notaba el calor en la cara, el resplandor intermitente, la velocidad.
Pero todas esas luces perdieron su combatividad a la mañana siguiente, cuando pude ver con claridad el famoso Strip y me di cuenta de que las luces no eran ni más ni menos que una mera maniobra de distracción. Su tarea era cegarme para que no me percatara de que no había ni una pizca de belleza natural, o belleza a secas, en ninguna parte. La única zona verde era el bulevar con palmeras que recorría el centro del Strip. En un semáforo, vi a un hombre mayor con una mujer mucho más joven que él, esnifando cocaína dentro de un descapotable negro. Ella cogió el billete enrollado y el espejo y se puso a esnifar mientras él le sujetaba el largo pelo negro.
¿Aquello era lo que Annie y Zach veían de camino al colegio? No entendía cómo Paige había podido irse a vivir allí y menos aún cómo podía haber obligado a los niños a cambiar Elbow, con sus colinas cubiertas de vegetación que llegaba hasta el río, por aquello. No era capaz de imaginar a mis niños allí y menos todavía que llegaran a considerarlo un hogar.
Pero Elbow no era el lugar ideal para todo el mundo, me recordé. Los inviernos lluviosos de allí habían hundido en la depresión más absoluta a Paige, según ella misma había escrito. Decía que quería vivir en un lugar cálido y seco. Pero después de leer las cartas, yo sabía que la verdadera razón era que no tenía ningún otro sitio adonde ir más que a casa de su tía Bernie, que vivía en una caravana de las afueras, y la quería. La quería tal como era, había escrito.
Pensé en ello mientras me incorporaba a la autovía, sin saber adónde ir o si debería llamarla. Un cartel sobresalía entre la legión de carteles de la ciudad. No podía ser. ¿De verdad era ella? Me eché hacia adelante sobre el volante para mirar. Dios, sí que lo era. Una imagen de Paige de tres metros de alto, con traje de ejecutiva, los brazos cruzados y su tensa sonrisa de anuncio de dentífrico del tamaño de una fuente para pavos. «Paige acondiciona tu casa para una buena venta.» El mismo eslogan absurdo que aparecía en su tarjeta de visita, el mismo número de teléfono al que llevaba llamando toda la semana. Era evidente que la tía Bernie tenía mucho amor que dar.
—Madre mía, madre mía, madre mía —le dije a Callie, que tenía las patas apoyadas en la consola. Me miró sin comprender.
Parecía que cada vez que yo decidía algo acerca de Paige o empezaba a darme pena, se las arreglaba para mostrarme otra faceta de su personalidad. ¿Quién era aquella mujer que había pegado su foto en un cartel informativo? Con un poco de suerte, las palomas se posarían encima y la llenarían de mierda de Co lumbia livia por todas partes.
Aun así, ¿me hacía falta una señal más obvia que aquélla? Marqué el número. Como siempre, Paige no contestó, así que le dejé un mensaje diciéndole que estaba en la ciudad.
Entonces sí que me llamó. De inmediato.
—¿Estás en Las Vegas?
—Sí. —Traté de parecer despreocupada, alegre incluso—. Bonito cartel.
—Ah, sí... He hecho una buena inversión con él. Recibo muchas llamadas.
«Seguro que sí», pensé para mí.
—¿Qué haces aquí?
—No he venido por los casinos. Quiero ver a los niños.
—Ella, no tienes en cuenta a Annie y a Zach. Están intentando adaptarse y es un cambio importante. El juez sabía lo que hacía cuando ordenó que dejáramos pasar un mes antes de la primera visita. Tú no vives aquí. ¿Por qué quieres confundirlos?
—¿He de recordarte que el juez estuvo a punto de tomar una decisión dif...?
—No, no tienes que recordármelo —me interrumpió—. Mira, Ella, lo único que te pido es tiempo. Y creo que tú también lo necesitas. Para reconstruir tu vida sin ellos.
—Pero ¿es que no lo ves? ¿No ves que me estás dejando fuera? Estás haciendo lo mismo que Joe te hizo a ti.
—Mi prioridad son los niños.
—Entonces, ¿por qué los has apartado de mí? Éramos felices...
La voz se me quebró, pero no me eché a llorar. Lo único que me faltaba era ponerme a balbucear delante de Paige. Además, iba conduciendo y llevaba un tráiler detrás.
—Vete a casa, Ella. Espera un mes y llámanos entonces.
—¿Quién te dice que no estoy en casa? —le espeté.
Paige suspiró.
—¿Me has mentido al decir que estabas aquí?
—No, quiero decir que quizá me he mudado aquí.
¿De verdad acababa de decir eso?
Silencio.
—Paige, ¿me oyes?
—Sí.
—¿Me vas a dejar que vea a los niños ahora o no?
—Los verás dentro de veintidós días, como ordenó el juez. Adiós, Ella. —Y colgó sin darme tiempo a responder.
Pues sí que me había ido bien. Salí de la autovía y entré en una tienda abierta para comprar el periódico Las Vegas Sun. Compré también una tarrina de helado, aun a sabiendas de que no tendría congelador en el sórdido motel, lo que implicaba que tendría que comérmelo de una sentada. Mi versión de vivir al límite en Las Vegas.
Me llamó la atención un cuaderno amarillo que vi en uno de los pasillos. Era más grande que el que tenía cuando murió mi padre, pero se parecía mucho. Hasta tenía la misma espiral en la parte superior. Mientras hojeaba las páginas en blanco, pensé en aquella niñita pelirroja con sus prismáticos y su curiosidad, siempre preguntándose por qué, quién o qué. La niña había despertado por fin unas semanas atrás, tras llevar varias décadas durmiendo, y había empezado a remover las cosas. Había armado un buen escándalo con ello, pero qué demonios, yo adoraba a esa niña. Era una niña buena. Hasta el momento, ya me había enseñado un par de cosas. Y necesitaba un cuaderno.
Pese al desprecio que me provocaba la ciudad, le había dicho a Paige que me había mudado a Las Vegas. Había omitido a propósito el detalle de que era algo temporal. No podía soportar la idea de que los niños fueran a criarse en una ciudad famosa por los casinos, las drogas y la prostitución, pero, sobre todo, no podía soportar la idea de que se criaran allí sin mí. Como tampoco podía soportar la idea de regresar a Elbow sin ellos. Y, a juzgar por nuestra primera conversación, las cosas con Paige no iban a cambiar a corto plazo.
Tenía tres alternativas y no me gustaba ninguna. Pero un lugar era sólo un lugar. Podría con la añoranza de Elbow. Temporalmente. Abrí el periódico por la sección de anuncios clasificados y empecé a buscar apartamento. Anoté varias direcciones en mi cuaderno. Tenía tiempo de sobra y quería que Annie y Zach se sintieran como en casa cuando vinieran a visitarme, sin que tuvieran que sentarse en una cama de un vulgar motel.
Sacaba a pasear a Callie todos los días durante varias horas. Explorábamos vecindarios en los que pudiéramos encontrar un apartamento y nos demorábamos en cada trocito de césped, por pequeño que fuera, que encontráramos en los pequeños y atildados parques de reciente creación. El viento arrastraba el polvo y la basura, vasos gigantes de Big Gulp, cajetillas de cigarrillos aplastadas, bolsas de plástico vacías. Caía un sol de justicia que nos obligaba a detenernos cada poco rato para beber agua. Echaba mucho de menos Elbow, el huerto y las gallinas, el agua fresca del río y la tienda, pero aún extrañaba mucho más a Annie y a Zach.
La dirección de Paige venía en los documentos del juzgado y me acerqué allí con el coche. Vivía en un barrio residencial de nueva construcción, con un escuálido abedul en cada jardín. La suya era una casa grande, nueva, de estuco, edificada en un terreno minúsculo y rodeada por otras casas similares, que alternaban entre cuatro modelos diferentes. Por mucho que me llamara aquella puerta roja —tan feng shui—, no me acerqué. Faltaban dos semanas para que me tocara día de visita y no quería estropearlo.
Tomé varias notas en mi cuaderno: «¿Quién es Paige? ¿Cómo conseguir que hable conmigo? ¿Por qué aceptó Joe quedarse con la tienda? ¿No quería ser fotógrafo? Ya a los once años». Escribí también: «La risa de Annie. Los deditos de los pies de Zach. Juntos cogiendo lavanda y colgándola en el granero. Cuando le picó una abeja a Annie. Cómo lloraba y decía: “Al menos, esta puñetera hace miel”».
Me centré en encontrar un apartamento y mantener el optimismo. Mostraría fortaleza y tenacidad y, si Paige no respondía, tal vez un juez reconocería y recompensaría mis esfuerzos.
Le dejé varios mensajes más en el teléfono.
—Pronto tendré un apartamento. Me gustaría hablar contigo. Por favor, diles a Annie y a Zach que he llamado y que los quiero.
También les envié cartas. Confiaba en que no se las ocultara a los niños.
Por fin encontré un apartamento a un precio razonable, con piscina, y me permitían tener a Callie. Ésos eran los tres únicos detalles que me preocupaban. Paige tenía piscina y yo quería que los niños también pudieran bañarse cuando estuvieran conmigo. Además, Zach tenía que superar el miedo y la fascinación que le producía el agua y aprender a nadar.
Me senté en mi saco de dormir, dentro de mi apartamento vacío. Las paredes estaban totalmente desnudas, a excepción del mapa de Las Vegas de Clem, que había colgado de una de ellas, y el mapa de Life’s a Picnic pegado en otra.
David me llamó una noche y me dijo que las cosas en la tienda iban mejorando, aunque todavía no iba bien del todo. Llevaba semanas lloviendo. Iba a poner un anuncio para atraer la atención de los clientes con una foto de la chimenea y el porche cubierto. Estaba pensando también en contratar a un músico, alguien que tocara por la propina. Gina tenía intenciones de irse de Elbow, por lo que no podría echar una mano con la tienda, pero a pesar de todo David se sentía optimista.
—Estás en tu elemento —dije yo. No estaba preparada para hablarle del apartamento, sobre todo al notarlo de tan buen humor.
—Lo estoy. Dejad que ese hombre nade en salsa boloñesa y será feliz.
—Hay una cosa que no comprendo, David. ¿Por qué heredó Joe la tienda? Él no la quería. Quería ser fotógrafo. En cambio tú sí que la querías, ¿verdad? Desde que eras pequeño. Joe superó la rivalidad infantil por el negocio familiar que se traía contigo, pero tú no lo hiciste, ¿no es así?
Él suspiró.
—No. Nunca lo superé. Mentí para disimular la decepción y el flagrante sentimiento de rechazo. Dios mío, El, tendríamos para llenar un programa entero de Oprah, pero tengo que preparar un catering para esta noche.
—¿Ahora también preparas caterings?
—Es la primera vez, pero si nos da dinero, buena cosa es...
Me prometió que seguiríamos más tarde con la conversación.
Me senté en el balcón y me acordé de cuando Joe y yo nos sentábamos en el porche en Elbow. Recordé aquellas mañanas en las que flotaba una espesa niebla por encima de las copas de las secuoyas, de troncos tan altos que parecía que las copas fuesen árboles que brotasen de las nubes. Me gustaba imaginar que nuestra casa, cálida como el pan recién hecho, pendía del jubiloso cielo azul que se abría sobre nuestras cabezas, mientras bajo el manto de niebla en aquel momento reinaba la grisura más absoluta. Y entonces me sentía culpable por nuestra casa de la colina, bañada de luz, bendita, afortunada, por encima de todo.
Y allí estaba, sentada en el calor de la noche. Mi piel pasaba del verde al azul debido al cartel luminoso del establecimiento de venta de automóviles situado en la acera de enfrente. Contemplé el tráfico de la calle, un piso por debajo, los coches con el motor rugiendo, echando gases, mientras esperaban que la luz del semáforo los dejara pasar, para volver a detenerse en el semáforo de la siguiente manzana.
David volvió a llamar al cabo de unos días para preguntarme si estaría en casa para Acción de Gracias, lo que significaba que tenía que decirle lo del apartamento.
—¿Que estás viviendo en Las Vegas?
—Bueno, no me estoy muriendo. No exactamente. Me mantienen con respiración asistida, lo que me ayuda a combatir los efectos del humo que aspiro a todas horas.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero.
—No es un hogar exactamente, pero me voy a quedar aquí más tiempo del que había previsto. Paige no ha hablado conmigo... aún. Tengo que encontrar la manera de conseguirlo, pero sigue muy enfadada, así que estoy ganando tiempo. Y saber que estoy a catorce minutos de Annie y de Zach me ayuda psicológicamente.
David me dijo que me tomara el tiempo que creyera necesario, que suponía que sería bastante. Le pregunté por Marcella y por Joe padre, pero lo único que dijo fue:
—Ya sabes, esperando.
Los echaba de menos. Echaba de menos las abundantes cenas y los largos abrazos, oír a mi suegra cantar en voz alta y a Joe padre soltar palabrotas en voz igualmente alta, ver cómo se les alegraba el semblante cuando los niños entraban en la habitación.
Y echaba de menos Elbow. En esa época, los pavos salvajes recorrerían la ciudad glugluteando. No era extraño encontrarse a uno sobre el techo del coche por la mañana o ver a los machos pavonearse por mitad de la calle, extendiendo las plumas de la cola en forma de abanico, más orgullosos aún que los pavos reales. Yo solía preguntarles:
—Chicos, ¿no os parece que lo que deberíais hacer en este momento del año sería esconderos?
Pero, sobre todo, echaba de menos a los niños. El Día de Acción de Gracias llamé a mi madre, pero tenía la casa llena de gente, una de esas cenas para «niños desamparados» que organizaba, a las que invitaba a toda la gente que conocía que no tenía a la familia cerca. Sugirió venir a buscarme o que cogiera un vuelo hacia Seattle, pero decliné el ofrecimiento. Una parte de mí, una parte ridículamente optimista, había confiado en que Paige llamaría ese día, o, al menos, que respondería al teléfono cuando yo llamara, que vería la luz y me invitaría a cenar.
Callie y yo nos dimos un paseo y terminamos en una tienda de comestibles, comprando una porción de pavo en un envase de plástico, acompañada por porciones también individuales de puré de patata, salsa para la carne, relleno y arándanos. No podía quitarme de encima la desesperación. Era Acción de Gracias y Paige no había querido cogerme el teléfono. Llevaba sin hablar con los niños desde que se fueron de Elbow.
Cuando llegué al apartamento, llamé a David. Él también había tenido un mal día: discusión con Gil, todos callados en una cena deprimente, demasiados asientos vacíos en torno a la mesa de los Capozzi, demasiadas sobras.
—Básicamente —dijo—, siento que valgo menos que nada.
—Oh, cariño. Entonces supongo que podemos retomar la conversación donde la dejamos el otro día... Te quedaste en la flagrante sensación de rechazo.
—Qué delicadeza.
—Lo siento, David. ¿Te apetece hablar de ello?
Lo cierto era que tenía abierto el cuaderno amarillo. Me estaba volviendo una persona odiosa.
—No. Pero lo haré si crees que puede serte útil para la causa.
Le dije que tenía múltiples causas en ese momento, pero que una de ellas era comprender mejor a su hermano, especialmente si con ello lograba comunicarme con su ex mujer y ver a los niños, lo que era mi objetivo principal.
—Está bien —dijo David—. Todo ocurrió en casa del abuelo Sergio, la que ahora es tu casa, en tu habitación. Las cortinas estaban echadas. Eran unas cortinas pesadas, de color verde oliva, el ambiente era sofocante y casi no se veía nada. El abuelo Sergio estaba en la cama y yo sentado en una silla, a su lado, sosteniéndole la mano. Él y yo estábamos muy unidos. Lo quería mucho. Tenía diecinueve años.
—Continúa.
—Mi padre estaba también allí, pero el abuelo no hacía más que llamar a Joe, que estaba volviendo a toda prisa de la universidad, tratando de llegar a tiempo, mientras él intentaba aguantar. En mi mente, yo siempre fui el favorito del abuelo, pero en ese momento él no tenía interés en hablar conmigo.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Que Joe llegó y el abuelo nos lo contó todo. Todo lo que se había guardado para sí salió a borbotones. El miedo a no volver a ver a su mujer y a sus hijos cuando se lo llevaron; que la abuela y él no tenían ahorros y la ciudad se había volcado para ayudar a la abuela con la tienda. Nunca olvidaré sus palabras:
»—Los campos de concentración se fundamentan en el miedo. Miedo de los orígenes de las personas. Miedo de la madre patria. Me preguntan que a quién quiero más, a Italia o a América. Yo les digo que me pregunten a quién quiero más, a mi madre o a mi mujer. Las quiero a las dos, pero de un modo distinto. Una es mi pasado y la otra mi futuro. Les digo que amo este país, que es mi futuro. Que si me preocupa que mi nueva patria bombardee a mis familiares. Sí, les digo. Pero decir eso no fue tan bien.
»El abuelo nos dijo cuánto nos quería a los dos, pero añadió que había construido su hogar y su tienda para su familia y las generaciones futuras. Dijo que le debía a Elbow seguir adelante. Ultramarinos Capozzi, dijo, era el símbolo de esperanza de la ciudad para sobrellevar los tiempos difíciles.
—Pero sigo sin comprender por qué se la dejó en herencia a Joe.
—Ya llego. Entonces se volvió hacia mí. Tosía y resollaba, pero de repente, con voz clara dijo:
»—Davy, hijo mío, te quiero. Tengo un dinero que quiero que sea para ti. Pero afrontémoslo, tú nunca tendrás hijos.
»Entonces se volvió hacia Joe:
»—Prométeme una cosa, Joe, prométeme que te harás cargo de la tienda y te ocuparás bien de ella en mi nombre, en nombre de la familia Capozzi, para que nadie pueda volver a poner en duda nuestro honor. Y algún día se la entregarás a tus bambini. Prométemelo.
»Se produjo un silencio absoluto. El abuelo hasta dejó de resollar. Yo no hacía más que repetir para mí: “Di que no. Tú siempre has querido ser periodista gráfico, viajar por todo el mundo”. Pero el abuelo le imploraba con los ojos llenos de lágrimas. Y al final Joe dijo:
»—Sí, nonno. Te lo prometo.
Oí que a David se le quebraba la voz, pero continuó con su relato:
—Y el abuelo sonrió. Nunca lo habíamos llamado así, nonno, abuelo en italiano, y ahora entendíamos por qué. Entonces, él dijo:
»—Gracias, Joey.
»Y cerró los ojos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y se le metieron en las orejas. Recuerdo que Joe se las secó con los pulgares. Pero él también estaba llorando, así que estaba mojando al abuelo con sus propias lágrimas. Murió unos minutos después.
Me quedé callada un minuto, puede que más.
—Tuvo que ser muy difícil para ti, David.
—Nunca hablamos de que yo fuera gay. Ni siquiera se lo había dicho a mis padres. Pero él lo sabía. Nunca me dijo nada, siempre fue cariñoso conmigo, pero quería que la tienda fuera pasando de generación en generación y conmigo no era seguro que eso sucediera. La cosa es que por difícil que fuera para mí, lo fue aún más para Joe. La promesa que le había hecho al abuelo fue como colgarse un lastre al cuello.
—Nunca me contó cómo sucedió. Sólo me dijo que tu abuelo había querido que la tienda la llevara él, pero no me explicó los detalles.
—Joe no se quejó nunca. Lo tomó como una responsabilidad. Pero por eso era por lo que tampoco podía pedir ayuda.
No había apuntado nada mientras David hablaba, pero cuando colgamos escribí: «Los campos de concentración vienen del miedo. Miedo a los orígenes de las personas. Miedo a la madre patria de las personas. Paige tenía miedo de sus orígenes, de su madre. Por eso se apartó de sus hijos. En su carta decía que Joe también tenía miedo de su familia. Pero ¿qué temían exactamente? ¿Y cómo puedo averiguarlo? David me ha contado muchas cosas de Joe. Pero ¿quién puede contarme cosas de Paige?».