7

Annie dejó de juguetear con mi pelo y dijo:

—¿Qué pasa, mami?

Negué con la cabeza y me obligué a sonreír, aunque la sonrisa no tenía muchas ganas de salir.

—Nada.

—No te gusta mamá, ¿verdad?

—Bueno... —Elegí cuidadosamente las palabras, no quería soltarle «Y que lo digas, no puedo soportarla, no quiero que te llame ni que te toque ni que te conozca», pero conseguí dejarlo en—: No... la conozco. —De igual forma: «¿Cómo iba a conocerla cuando nunca se había dignado venir de visita ni llamar en los últimos tres años? Menuda madre. A mí me parece que no le importabais mucho», se quedó en—: Pero... parece... agradable.

No sonó muy sincero.

Pero Annie, dulce y francamente, me dio su opinión.

—Es muy agradable. A ella sí le gustas tú. Creo que podría ser tu amiga, igual que Lucy. —Extendió los brazos y se encogió de hombros como diciendo: «¿Por qué no?».

—Así que eso crees, ¿eh? —Le hice cosquillas hasta que chilló y entonces la dejé en el suelo—. ¿Desayunamos?

—¡Zachosaurio! —gritó Annie como la hermana mayor que era y salió corriendo, tropezando con Zach en el momento en que éste entraba por la puerta de la cocina con su pijama de una pieza, Bubby y su brontosaurio a rastras, con el pelo disparado en todas direcciones, como si fuera una brújula confundida.

Lo cogí en brazos y aspiré su aroma. Zachosaurio. Sólo Joe, Annie y yo lo llamábamos así. Me preguntaba si Paige lo haría también a partir de entonces.

Mientras los niños recogían huevos y mi madre dormía, me senté en el porche a tomar un poco más de café. En mi mente, los pensamientos rebotaban entre los niños, Paige, Joe, la tienda y nuestra cuenta corriente. Miré hacia los árboles. Siempre me calmaban. El bosque de secuoyas se erguía como si fueran nuestros guardianes privados, con sus troncos lisos y sólidos que brotaban de la tierra, y unas ramas tan largas y fuertes que habíamos visto pavos salvajes posados en ellas. Las aves grandes como perros labrador, casi sin poder levantar el vuelo para moverse de una rama a otra, se acurrucaban en ellas y lanzaban estridentes risotadas que invariablemente nos sobresaltaban, como si fueran un coro de ancianas reunidas allí arriba, cuchicheando. Las tardes de invierno los observábamos durante horas, una versión gigante de una perdiz en un peral.

Nuestros robles en cambio parecían más bien abuelos artríticos y sabios. Si sacabas una silla y te quedabas escuchando un rato, normalmente aprendías algo útil. Los frutales eran como nuestras tías preferidas, ataviadas con vestidos de volantes y un exceso de perfume en primavera, que más tarde, en verano, nos obsequiaban con su generosidad, entregándonos manzanas, peras y albaricoques a espuertas, más de lo que podíamos comer, como diciendo: «Mangia! Mangia!».

Para cuando mi madre se despertó y salió a tomarse un café conmigo, me sentía algo mejor gracias a mi terapia de grupo con los árboles. O por lo menos no me preocupaba morir de hambre.

—Vaya —dijo—. Me he quedado frita. No te oí llegar anoche. —Bebió un sorbo de café—. Cariño —se inclinó sobre mí y me apartó el pelo de la cara—, tenemos que hablar. Me tengo que ir mañana y aún no hemos tenido oportunidad de comentar nada sobre el seguro y tu situación económica. Puedo ayudarte a resolverlo, pero tengo que estar en el centro pasado mañana.

No le dije que, mientras que ella sí había dormido, yo no, y que no estaba en condiciones de hablar de lo que había descubierto. Aún no acababa de aceptar la situación. Y, por estoica que pudiera mostrarme respecto a algunas cosas, como cuando Zach había untado la cuna con el contenido de su pañal, cubriendo sistemáticamente cada uno de los barrotes de madera, aquel pequeño dilema financiero me tenía aterrorizada.

Mi madre trabajaba como contable para una organización sin ánimo de lucro. No ganaba mucho, pero vivía de forma sencilla y, con ayuda del seguro de vida de mi padre, había conseguido mantenerse. De modo que lo único que dije fue:

—No pasa nada. Sólo tengo que buscar un gestor en las próximas semanas.

Ella me miró, bebió y siguió escudriñándome.

—Pareces exhausta. ¿Duermes bien?

Me encogí de hombros y giré la mano de un lado a otro para decirle que a medias.

—¿Por qué no intentas descansar un poco? Me llevaré a los niños por ahí, a hacer alguna cosa. Iremos a Gran América o algún sitio donde se cansen y así todos estaréis igual.

Era verdad que estaba cansada, pero los niños me necesitaban y yo a ellos. Su madre biológica había empezado a sobrevolarlos en círculos y yo no sabía si buscaba un lugar donde aterrizar o una presa, preparándose para atrapar a Annie y a Zach entre sus garras, o, en el mejor de los casos, si estaba vigilando desde la distancia el nido que había abandonado años atrás.

—Iremos todos juntos. Quiero estar con vosotros.

—Vas a tener tiempo de sobra para estar con Annie y con Zach, tesoro. De sobra. Volveré lo antes que pueda. Tienes que cuidarte.

—Tengo que ejercer de madre. Puedo recobrar el ánimo. Tres tazas de café más y una ducha y estaré lista.

Cuando salí de nuevo, mi madre estaba hojeando uno de nuestros álbumes de fotos, negando con la cabeza.

—Veo que habíais elevado el pícnic a la categoría de arte, ¿no?

Me senté en el brazo del sofá. Los niños visitaban algún parque temático sólo cuando los abuelos los llevaban. Joe y yo los evitábamos, pero íbamos de pícnic siempre que podíamos. Era algo que nos encantaba a los cuatro por igual, aunque por diferentes razones. A Joe le gustaba la posibilidad de hacer fotos y pasar el día con su familia. A mí me chiflaba caminar por los senderos bordeados de secuoyas y la abundancia de vida animal y vegetal. A los niños les encantaba coger escarabajos y traérmelos para ver si sabía cómo se llamaban. Annie llevaba un librito sobre insectos, flores y pájaros en el que escribía con gran esfuerzo las palabras que yo le iba deletreando.

Y, por supuesto, todos disfrutábamos con la comida. Los nuestros no eran pícnics a base de sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada, sino que preparábamos ensaladas y relleno para los sándwiches con todo lo que cultivábamos en nuestro huerto: así descubrí una afición por la cocina que desconocía que tuviera. Nuestros hijos comían de todo, de modo que probaba ideas sin cesar y luego nos tumbábamos al sol, con el estómago lleno, pero satisfechos por lo bueno que estaba todo.

—Cariño, ¿te apetece que vayamos de pícnic? No sería muy complicado, con toda la comida que hay.

Negué con la cabeza. En ese momento, ir de pícnic sin Joe sería como si me arrancaran un trozo con un cuchillo romo... y no creo que les gustara mucho más a Annie y a Zach.

—No, vamos a Gran América. La tierra de todo lo caro. El hogar de las madres y las abuelas valientes. Venga, vamos.

A partir de ese día, Gran América pasó a ser Aterradora América, y no era una afirmación política. Tenía que ver con mi falta de sueño, mi esposo fallecido, los más de treinta y cinco grados de temperatura y la excitación de los niños por haber comido demasiado algodón de azúcar y helado. Tenía que ver con que iba a tener el período y mi cuerpo decidió aprovechar la ocasión para purgar sus emociones, entre las cuales, de repente, se encontraba un supremo cabreo. Con tanto calor, todo estaba ardiendo, de modo que lo único mínimamente atractivo era una montaña rusa llamada Big Splash. Llevábamos una hora y treinta y cinco minutos en la cola cuando nos dimos cuenta de que Zach era demasiado pequeño para montar. Annie y mi madre subieron y yo me quedé con él, que cogió una pataleta no tanto porque no pudiera subir a la montaña rusa como por el hecho de no poder ir con mi madre, a la que se había empezado a sentir muy unido después de una semana con ella.

Zach siempre había sido un niño tranquilo, por lo que yo no tenía experiencia con pataletas como aquélla: se puso a gritar y a patalear, luego se tumbó en el suelo y se negó a levantarse. La gente que pasaba nos miraba, negando con la cabeza ante el espectáculo. ¿Qué decían los expertos? Intenté recordar algo, cualquier cosa, de alguna de las revistas sobre cuidado de los hijos que había leído en la consulta del médico. ¿Irme y dejarlo allí? Sí, claro. En medio de un centenar de personas. No ceder. No recompensar. Pero al final me agaché y, gritando más que él, le dije:

—¡Zach! ¡Escucha! ¡Deja de gritar y te compraré otro algodón de azúcar! ¿Quieres? —Él seguía llorando—. ¡Algodón de azúcar, Zach! ¿Me has oído?

Se calló de repente y se limpió la nariz con el brazo.

—¿Y un granizado?

—Y un granizado.

Se levantó y me cogió de la mano. Entonces oí a una mujer que decía:

—No me extraña.

Y a un hombre:

—Vaya forma de manipular a los padres, tío.

Me levanté y, acercando la cara a menos de diez centímetros del rostro hinchado y sudoroso del hombre en cuestión, le dije apretando mucho los dientes:

—Ya no tiene padres, tío. Porque resulta que su padre acaba de morir, tío.

Y nos alejamos sin mirar atrás. Le compré a Zach otro algodón de azúcar y un granizado de cereza y vi cómo los labios se le ponían tan rojos como el cerco alrededor de sus ojos.

Mientras mi madre se sentaba con él a una mesa, donde se terminó todas sus chucherías, yo fui con Annie a la noria. Ignoro qué me llevó a pensar que sería divertido meternos en una cesta de metal abrasador, pero el caso es que lo hicimos y, cuando la malhumorada operaria encargada de la atracción abandonó su puesto, nos quedamos allí sentadas diez minutos, esperando a que la relevaran o a que Dios provocara un poco de brisa o de lluvia. ¿Dónde estaba la niebla cuando se la necesitaba? Alguien avisó por un megáfono que en seguida llegaría otra persona a la noria. Estupendo. Cuando estudiaba en la universidad, trabajé en la consulta de un médico y allí nos enseñaron a decirles a los pacientes que el médico los atendería «en seguida», nunca «en un minuto». «En seguida» era subjetivo. Decir «en seguida» no te comprometía.

Al principio, Annie parecía disfrutar señalando las diferentes atracciones y de la vista que se tenía, pero al rato empezó a quejarse.

—¿Cuánto queda? Quiero hacer pis. Tengo hambre. Tengo calor. Quiero irme a casa.

Quería saber cómo alguien podía largarse y dejarnos allí metidas, suspendidas en el aire. Tendría que preguntarle a Paige. «¿Cómo les dices a tus bebés y a tu marido: “Estoy harta. Adiós” y te largas sin volver la vista atrás?» Paige los había dejado allí suspendidos, incapaces de avanzar hasta que llegó la operaria de relevo, de nombre Ella, y apretó los botones correspondientes. La madre de repuesto, la esposa de repuesto. ¿Era así como ella me veía? ¿Eso era yo? ¿Únicamente eso? Pero después de diez minutos allí sentadas, me encantó la operaria de repuesto. Cuando nos permitió bajar de aquella noria, me dieron ganas de abrazarla.

—¡Gracias! —le dije—. No habríamos aguantado un minuto más de no ser por ti.

Ella asintió con gesto de aburrimiento antes de que volviéramos con las hordas de visitantes del parque.

—Mami, ¿no crees que estás siendo un poco melodramática? —preguntó Annie.

Aunque nos hubieran salvado, el día para mí siguió cayendo en una espiral descendente. Me movía arrastrando los pies y guiñando los ojos. Demasiado sol, demasiados colores primarios, demasiados ruidos estridentes... Y uno de los peores, Zach, que gritaba como un salvaje cada vez que mi madre le soltaba la mano. Que la dejara ir al cuarto de baño me costó más algodón y otro granizado, esta vez de uva.

De camino a casa, pillamos el atasco de las cinco de la tarde que, en toda la zona de la bahía y sus alrededores, cada vez más amplios, comienza a las tres. Los niños discutían por cada juguete como dos perros salvajes por un filete, y mi madre, a quien siempre le hacían cumplidos por su aspecto juvenil, aparentaba los sesenta y dos años que tenía y alguno más. El aire acondicionado no acababa de funcionar, era más bien como si una persona con mucha fiebre nos estuviera soplando a través de las toberas. Mientras tanto, yo observaba por el retrovisor cómo Annie le arrancaba a Zach de las manos a su conejito Bubby, hasta que mi madre gritó:

—¡Ella! ¡Para!

Frené en seco justo antes de estamparnos contra un Hummer amarillo. Y ya se sabe quién habría sobrevivido después de un choque así. Nosotros no.

—Casi tenemos un accidente —dije con toda la calma—. Los accidentes ocurren aleatoriamente y sin avisar. Joe murió ahogado y nosotros podríamos haber muerto en un accidente de coche de la misma forma.

—¿Estás bien, cariño?

Temblaba de pies a cabeza y los niños seguían peleándose. Golpeé el volante con ambas manos y grité:

—¡Maldita sea! ¡Así no puedo conducir! ¡Vosotros dos, callaos! ¡Callaos!

Y lo hicieron. Nadie dijo ni una palabra más en el trayecto a casa. Sólo oía una vocecilla en mi cabeza que me repetía sin cesar: «Eres la peor madre del mundo».

Cuando llegamos, Callie vino corriendo a saludarnos, pero los niños se habían dormido. A Annie se le veían las mejillas sonrosadas, a pesar de la crema protectora con que los había embadurnado. Zach tenía un lado de la cara pegado al asiento y la baba le caía por la camiseta, que en esos momentos lucía manchurrones de color rojo y morado, a juego con sus labios y su barbilla. Los granizados le habían dejado lo que parecían moretones, aunque tenía la impresión de que lo que más daño les había hecho había sido mi explosión de mal genio. Casi podía ver sus alas, de tan angelicales que eran cuando dormían, completamente incapaces de hacer que un adulto se pusiera a gritarles a voz en cuello.

Saqué a Zach de su silla del coche. Los brazos y las piernas le colgaban pesadamente y la cabeza se le cayó a un lado antes de apoyarla en mi hombro. Soltó un suspiro largo y entrecortado. Mis angelitos que acababan de perder a su padre, y cuya madre biológica había decidido mangonear desde lejos, lo suficiente como para recordarles que los había abandonado. Y encima su malvada madrastra les gritaba por ser niños.

Los metimos en la cama y fuimos de puntillas a la cocina.

—Lo siento —le dije a mi madre.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes. Por haber perdido los estribos en el coche.

—Tesoro, es comprensible. Estaban portándose mal y tú estás exhausta. No te preocupes.

—Seguro que ahora se van a portar mal a menudo.

—Eso no significa que tengas que dejar que griten y se peleen en el coche. Ha sido una situación muy tensa. No era momento de decirles: «Niños, escuchad vuestra voz interior y hablad bien».

—Pero tampoco he intentado hablarles bien. No recuerdo que tú me gritaras así nunca.

—¿No? —Frunció el cejo—. ¿No lo hice? Después de la muerte de tu padre, apenas salías de tu habitación. Eras tan trabajadora... Siempre estabas haciendo algo. Te pasabas horas con aquellos cuadernitos tuyos. Ya sabes cómo son los niños a los tres años, que lo quieren saber todo y no paran de preguntar «¿por qué?» una y otra vez. Pues tú seguías preguntándolo a los ocho. —Negó con la cabeza—. Tenías mucho carácter y eras muy traviesa, pero de repente te volviste una niña callada. Fue como si toda tu alegría se esfumara.

Calló un momento, se sacó y se volvió a poner una pulsera varias veces.

Éramos un par de patinadoras intentando dar un nuevo salto, hacer un giro nuevo, pero era hora de que una de las dos retomara su rutina familiar. Dependíamos mutuamente de la otra para que despejara el espacio de obstáculos o cálidos recuerdos.

—Lo superaréis. —Sonrió—. Yo he pasado por lo mismo y tú también, y lo superamos.

Por cómo lo decía, parecía que hubiera sido fácil. Una ardilla se paró en la barandilla del porche a inspeccionar una vaina de algo, la cogió con las patitas y empezó a darle vueltas a un lado y otro.

—Sigo acordándome mucho de papá. De las veces que acampamos en Olympic Peninsula, de todo lo que me enseñó en ocho cortos años. —Mi madre me apretó cariñosamente la mano—. ¿Cómo has conseguido superarlo, mamá?

Ella abrió la nevera y sacó una botella de pinot blanco.

—Ah, de modo que fue así —bromeé yo.

Ella sonrió.

—Tentador, lo admito, pero no. —Sirvió dos copas.

»Lo cierto es que primero me hundí, como seguramente recordarás... pero entonces me acordé de mi abuela. Tu bisabuela Just. Se quedó en Austria mientras tu abuelo venía a América. La intención de él era encontrar trabajo y mandar a buscarla después. Ella esperó todo un año sin recibir noticias. Así que lo vendió todo y cogió un barco con destino a América con sus dos hijas pequeñas. No hablaba inglés, no conocía a nadie. Es como si la estuviera viendo: una mujer menuda, con el pelo recogido en una trenza que le llegaba por debajo de la cintura, rodeando con un brazo a cada niña, muerta de frío y desesperación. ¿Te la imaginas? Las tres acurrucadas en aquel barco, rumbo a lo desconocido... —Negó con la cabeza y me miró—. Así que cuando la situación podía conmigo, sacaba fuerzas pensando en ella.

—¿Qué pasó?

—Encontró a su marido, sí, ¡lo encontró! Se había gastado en alcohol todo lo que había ganado. Estaba sin un penique, acostándose con unas y otras y, lo peor de todo, se había transformado en un ser violento. Así que lo echó de casa e, irónicamente, montó un negocio de destilado ilegal durante la Ley Seca, con el que crió a sus dos hijas, mi madre y la tía Lily. Lo tenía escondido bajo una trampilla cubierta por una alfombrilla, debajo de la mesa de la cocina. La mesa de cocina que tengo en casa.

Yo no dije nada. Estaba intentando imaginar con qué parte de esa historia podíamos sentirnos identificadas ella y yo. Con lo de la trampilla no. Tampoco con el negocio de destilado. Ni con la mujer menuda con sus dos hijas en el barco. Ni con el marido borracho y deshonesto. Callie ladró y, al volverme, vi a la ardilla trepar a toda velocidad por el tronco de un roble y desaparecer.

—Ella —mi madre me cogió por los hombros—, provenimos de una familia de mujeres fuertes. Tú también posees esa fuerza. Lo sé.

—Gracias —contesté yo, con nuestros rostros muy cerca el uno del otro, casi demasiado. Demasiado cerca también de todo lo que quedaba por decir.

Podría haberle preguntado algo más, pero sabía que no serviría de nada. Había aprendido la lección tiempo atrás. Retrocedí un paso y cogí la copa de vino. Ella hizo lo mismo.

—¿Significa eso que me quedo con la vieja mesa de pino? Me encanta esa mesa.

Mi madre levantó su copa.

—No mientras yo viva.

Entrechocamos las copas. Un brindis mudo por otro éxito: una vez más, habíamos hablado de mi padre sin hablar realmente de él.