18
De vuelta a casa, paramos en la tienda. David estaba preparando un pedido de sándwiches para ocho. Cuando terminó, salió, chocamos los cinco y se sentó mientras yo barría el porche.
—Mamá tenía piscina en el hotel, pero Zach no quiso meterse —explicó Annie.
—¿Y eso? —pregunté yo en tono relajado, por el bien de Annie y también por el mío.
Me lo había pasado tan bien en el río con ellos que no pensaba dejar que mis celos me lo estropeasen.
—Le daba miedo, pero contigo no —dijo, obviamente tratando de que me sintiera mejor. Hasta qué punto debía de ser yo patética—. Mamá se pone camiseta en la piscina. ¿A que es raro?
—Probablemente no quiera quemarse —contesté yo.
Annie sacó las damas y trató de enseñar a Zach a jugar.
—Paige siempre fue así —me comentó David—. Yo creía que era un exceso de pudor, como si a los demás les importara cómo fuera. A mí no me importaba, desde luego.
Sonreí, estuve a punto de decirle que no creía que fuera una cuestión de pudor, a juzgar por las fotos que había visto. Pero no abrí la boca y redirigí la conversación de nuevo hacia la tienda, que ya no se hundía a toda velocidad, pero tampoco iba viento en popa a toda vela, que era lo que yo necesitaba que ocurriera. Y pronto. Por muchos motivos.
Al día siguiente, después de levantarme y asegurarme de que los niños iban a clase en vez de quedarse sentados viendo la tele, estuve limpiando en la tienda mientras hablaba con Gwen Alterman sobre la vista. Me puso al tanto hablando muy de prisa, lo que yo agradecí, porque cada minuto de aquella conversación me costaba unos tres dólares.
Me recordó que no atacara, ni levantara la voz o interrumpiera a Paige.
—Mantén la calma. Respira, que no se te olvide. Comienza tu argumentación con «Sin embargo...».
Dejé la caja de galletas saladas y el trapo que tenía en la mano y tomé todas las notas que pude.
—Creo de verdad que no tiene muchas posibilidades. Aun así, no sería la primera vez que me sorprende la recomendación de un mediador. Le corresponde al juez tomar la decisión final, pero ningún juez suele contradecir la recomendación del mediador.
Marcella mantuvo ocupados a los niños ayudándola a hacer albóndigas mientras yo me vestía para la vista. Debería haberme comprado ropa nueva, pensé, mientras me probaba unos pantalones que un mes antes me iban bien y entonces me quedaban anchos.
Saqué la bolsa del maquillaje y traté de ponerme un poco de colorete, pintarme los labios y hasta aplicarme rímel. Casi nunca me ponía rímel, y menos desde que Joe murió, porque nunca sabía cuándo tendría ganas de llorar y no quería que se me llenara la cara de churretes negros. Aquel día, ponerme rímel era una declaración de intenciones, nada de lágrimas. No lloraría. Me mostraría calmada, pero amable, elocuente, pero cariñosa, todo ello con unas pestañas largas y voluminosas, según decía la etiqueta.
Me miré al espejo y contemplé mi patético intento, la ropa, que me venía grande, la sonrisa falsa. Menudo saco de tristeza. Haberme comprado ropa nueva habría ayudado, pero no podía gastar dinero en mí cuando las cosas todavía no iban bien en la tienda. Me solté la coleta y me ahuequé el cabello en un intento por destacar lo que más llamaba la atención de mi persona, pero lo único que conseguí fue parecer despeinada. Así que me lo recogí de nuevo.
Di un beso y un abrazo a los niños no demasiado largo para que no sospechasen nada. Había decidido que era mejor no comentarles la situación hasta que supiéramos qué iba a suceder exactamente.
—¿Adónde dices que vas? —preguntó Annie, notando que pasaba algo.
—A una reunión —contesté yo—. Volveré dentro de unas horas. Quedaos aquí y ayudad a nonna.
—Mamá dijo que ella también tenía una reunión...
—No me digas —contesté yo, dándole unos toquecitos en la nariz—. Cuando eres adulto, desafortunadamente es necesario asistir a reuniones largas y aburridas.
Toda la familia se había ofrecido, en uno u otro momento, a acompañarme y esperar fuera de la sala. Incluso mi madre había dicho que estaba dispuesta a coger un avión y acercarse. Pero aquello tenía que hacerlo yo sola. Bastante me estaba ayudando ya la familia a salvar la tienda. Yo tenía que salvar a Annie y a Zach, y a mí misma.
El miedo me atenazaba mientras recorría el pasillo de linóleo del juzgado de familia. Me senté al fondo, junto a la pared más alejada. Miré a mi alrededor buscando a Paige, pero no la vi. Quizá no apareciera. Igual estaba en un atasco causado por un accidente de tráfico, o se había retrasado su vuelo.
La funcionaria de la ventanilla le explicó a un hombre con un traje barato, con dos puntadas blancas en la manga en el lugar donde debía de estar la etiqueta, que como la orden de alejamiento seguía en pie, tendría que pedir otra cita con el mediador. Él dio media vuelta y se fue sin mirar a nadie.
Releí mis notas. Emocionalmente estable. Calmada. Cariñosa. Segura. Incluso comprensiva.
Quizá no se presentara.
—¿Capozzi contra Beene? —anunció la funcionaria. Me acerqué a la ventanilla—. Tiene que registrarse —me dijo, dándome un papel.
Lo rellené. Bajo «relación con el niño» marqué «madrastra». Era la primera vez que lo hacía. Siempre había escrito mi nombre donde ponía «madre», para apuntarlos a clases de natación, al curso de educación infantil, a los partidos de fútbol. Pero allí estábamos con el mediador, y Paige marcaría el cuadro «madre», y llevaba las de ganar en la cuestión económica desde el principio.
Aunque no ocurriría nada si ni siquiera aparecía. Aguardé esperanzada hasta que oí la puerta a mi espalda y la vi acercarse a la ventanilla a firmar donde ponía «madre». Todos se quedaron mirándola, preguntándose probablemente de quién sería la ex mujer, sin ver candidatos en la sala. Los hombres se irguieron en sus asientos. Hasta las mujeres lo hicieron. Y yo. Yo también me erguí en mi asiento.
Buscó un sitio para sentarse y desapareció de mi vista. Cuanto más esperábamos, más nerviosa me ponía. Estudié mis notas. En algún momento entre «hablar de la cercana relación con los niños» y «explicar qué hacemos en un día normal» se me ocurrió que era mucho lo que estaba en juego. Que no podía limitarse todo a una reunión apresurada con un desconocido.
La mediadora que me había dado buena impresión, la que había sonreído con amabilidad a la primera pareja que le había sido asignada, salió y nos llamó. Tenía el cabello corto y canoso, la tez morena y llevaba una falda vaporosa y sandalias. Levantó la vista de su carpeta, se quitó las gafas y las dejó colgando de una cadenita de plata y turquesa antes de presentarse.
Finalmente, cuando estuvimos sentadas en el despacho de Janice Conner, dijo:
—He estado revisando su expediente y debo decir que es un caso bastante inusual. Quiero que sepan que soy madre y madrastra y que comprendo la situación de las dos. Me gustaría que cada una me dijera por qué estamos aquí. Paige, usted es la demandante, así que empezaremos con usted. —Le sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Quiero comenzar pidiéndole disculpas a Ella. —Se volvió hacia mí—. Has sido una gran madrastra para mis hijos y siempre te respetaré por ello. Pero los malentendidos y las equivocaciones entre Joe y yo...
—¿Joe es el difunto padre de los niños? —preguntó Janice Conner.
—Sí. Verá, yo nunca tuve la intención de abandonar a mis hijos para siempre.
—Eso no es cierto —intervine yo—. Le dijiste a Joe que no ibas a volver nunca.
Paige no hizo caso de mi acusación y se dirigió exclusivamente a Janice Conner.
—Sufrí una depresión posparto severa. No estaba... Bueno, pensé que sería mejor para Annie y para Zach que... que yo no estuviera con ellos. Joe no lo comprendió y me marché. Pero les escribí. Después dejé de hacerlo durante un tiempo, pero cuando reanudé los intentos de contactar con él, no quiso cogerme el teléfono. Cuando presentó los papeles para asumir la custodia, me encontraba en mi peor momento. Yo... —Inspiró profundamente y soltó un largo suspiro—. Estuve internada en un centro psiquiátrico. Allí conocí a un médico que supo cómo ayudarme.
»Seguí escribiéndoles cartas a Joe y a los niños. A pesar de haber renunciado a la custodia, sabía que sería sólo temporalmente. Tenía intención de curarme, buscar trabajo y hacer que Joe cambiara de opinión. Pero no lo hizo. Porque la conoció a ella. —Me hizo una seña con la cabeza—. Ella.
—Sí, Joe y yo nos conocimos cuatro meses después de que Paige se marchara de casa. Después de decirle que no tenía intención de volver y que tenía que seguir con su vida.
Janice Conner dijo entonces:
—Está bien. Déjenme que las interrumpa. Es una pena que usted y el padre de los niños no pudieran solucionar las cosas, Paige, pero ahora estamos aquí. Han pasado tres años. Es obvio que los niños tienen una madrastra cariñosa a la que están muy unidos. Acaban de perder a su padre. ¿Por qué ahora? ¿Por qué habríamos de alterar su mundo aún más con un cambio de residencia?
Paige inspiró profundamente de nuevo.
—La muerte de Joe ha afectado mucho a Ella y no creo que esté en condiciones de cuidar de los niños. Después del funeral la encontré bebiendo y fumando en el jardín. Desde entonces, Annie me llama con frecuencia. Un día me dijo que ella estuvo a punto de tener un accidente de coche y que les gritó.
¿Otra vez con eso? Negué con la cabeza.
—Después de pasar el fin de semana con ellos —prosiguió Paige—, los llevé en coche a su casa. Ella parecía drogada o bajo los efectos de algo. Dijo que tenía gripe, pero me pregunto qué estará tomando.
La miré fijamente, pero ella continuó sin apartar la vista de Janice Conner.
—Mientras tanto, los niños y yo estamos conociéndonos de nuevo y me alivia saber que los lazos no se han roto. Ya sabe, el lazo madre-hijo. —Se estiró la falda—. Cada vez que hablo con Annie, me pregunta cuándo va a poder ir a visitarme. Además, la tienda ya no iba bien hace tres años, lo que me hace dudar de la estabilidad económica de Ella.
Janice Conner siguió tomando notas cuando Paige terminó su exposición. Luego me miró por encima de las gafas.
—Ella, ahora me gustaría oírla a usted. ¿Qué le gustaría que supiera?
El corazón me retumbaba en los oídos. ¿Paige sabía que tres años atrás la tienda no iba bien?
—Básicamente, que no está diciendo la verdad.
Janice Conner sonrió pacientemente.
—Sé que usted tiene una perspectiva diferente y ésta es su oportunidad de contarme su versión.
—Sin embargo —me acordé de decir—, no había ninguna carta. No envió ninguna carta, excepto la que dejó al marcharse, en la que le decía a Joe que quería irse de allí y que él sería un gran padre, pero que ella no podía ocuparse de sus hijos. —Ya estaba dicho. Lo que no les dije fue que había registrado todas las cajas del trastero por si acaso y que no había encontrado ninguna carta.
Paige negó con la cabeza.
—Envié cartas y tarjetas. Muchas —explicó y entonces me miró—. ¿Dónde demonios estabas tú?
Janice Conner carraspeó.
—He de recordarles que me dirijan a mí todas sus preguntas y afirmaciones. Quiero preguntarle una cosa, Paige: ¿envió esas cartas por correo certificado?
Silencio. Miré a Paige, que negó con la cabeza muy despacio, casi imperceptiblemente, mirándose las manos, sujetas en el regazo.
—Es una pena, porque de esa forma no tendríamos que seguir con este «ella dijo tal, ella dijo cual». Paige, ¿cree que es posible que las cartas no llegaran a enviarse nunca?
Ella dijo que no, pero empezó a ponerse roja.
Janice continuó:
—A mí me ha ocurrido muchas veces, creer que había enviado algo y encontrármelo después en el cajón de las facturas. Estaba tomando medicación, lo estaba pasando realmente mal. ¿Es posible que se las entregara a una enfermera o a un celador? ¿A un psiquiatra tal vez? O tal vez las guardó en la maleta con intención de echarlas al correo más tarde. No quiero decir que no las escribiera, sólo que...
—¡No! —exclamó Paige casi gritando. Estaba roja como un tomate. Entonces, un poco más calmada, con la vista fija en el techo, dijo—: ¿Creen que todos me engañaron?
—Está claro que si se enviaron o no esas cartas es algo que no podemos resolver hoy aquí. Así que me gustaría volver a Ella. Ella, ¿puede decirme por qué Annie y Zach deberían quedarse con usted?
Tragué saliva y los imaginé haciendo albóndigas con Marcella, con las tiras del delantal enrolladas dos veces en sus cuerpecitos.
—Porque soy la única madre que conocen. Porque tenemos un hogar y muchos familiares a nuestro alrededor que los quieren y se preocupan por ellos. Y también buenos vecinos y muchos amigos. Está muy bien que vayan a pasar el fin de semana con Paige, pero lo cierto es que están tristes. En casa se les permite expresar esa tristeza, porque yo también lo estoy. Para mí, la muerte de su padre no es una especie de oportunidad perversa.
»Es cierto que he tenido unos días malos. Estoy de duelo. No me estoy volviendo loca. Paige y yo no nos parecemos en nada.
Miré a Janice, que no estaba tomando notas como sí había hecho mientras Paige hablaba. Retrocedió una página.
—¿Puede explicarme el comportamiento del que habla Paige, su preocupación sobre su presunto consumo de drogas?
Le dije que el médico me había recetado Xamax, que nunca antes había tomado nada y un día me pasé con la dosis.
—Pero no he vuelto a tomarlo desde entonces. Lo tiré.
Aunque me iría muy bien uno en ese momento.
—¿Está segura? ¿Puede verificar esta información con una carta de su médico? ¿Compañeros de trabajo?
—Sí. Jamás he sido adicta a nada. —Expliqué también a qué se debió que casi tuviéramos un accidente y por qué grité—. Son cosas que Paige no ha experimentado nunca porque se fue.
Paige descruzó las piernas y cuadró los hombros.
—Afortunadamente —dijo—, la cosa no terminó ahí. Me esforcé mucho para salir de aquello y lo hice sacando fuerzas del único sitio posible: de mi amor por mis hijos. Soy su madre. Una madre que ha cometido errores, pero que también cree que tomó la decisión correcta al marcharse cuando lo hizo. Porque los amaba entonces y los amo ahora. Ahora puedo ofrecerles una mayor estabilidad económica y emocional que Ella y además soy su madre. Deberían estar conmigo.
Janice anotaba todo lo que decía Paige.
—Está anotando todo lo que dice, pero no es cierto —repuse, elevando un poco la voz. Entonces tomé aire y me obligué a hablar con calma—. Paige es alguien nuevo en la vida de los niños. Les compra cosas, pero no existe un lazo emocional. ¡Zach ni siquiera la conoce! Se está aprovechando de Annie porque la niña está extremadamente vulnerable. Me preocupa lo que podría ocurrirles si los sacamos del que es su hogar. Su madre los abandonó cuando eran muy pequeños. Ahora acaban de perder a su padre. Para siempre. Y si también me pierden a mí... y a sus abuelos, a su tío, a todos... Annie y Zach se quedarán destrozados.
Janice se volvió hacia Paige.
—¿En qué consiste su trabajo?
—Entrevisto...
—Saca todos los recuerdos personales y los tesoros que hacen que una casa sea un hogar y coloca estratégicamente un par de muebles de diseño para que parezca que allí vive alguien, para que el comprador potencial se vea viviendo allí. Es una farsa de hogar. Y se le da muy bien.
—Al menos, yo no espero que los niños tengan que vivir en un cuchitril pequeño y lleno de trastos.
—¡Ja! Un cuchitril. Estupendo. Tal como lo dices, cualquiera pensaría que tiene las paredes recubiertas de brea. —Miré a Janice y cogí aire—. En realidad, es una casita encantadora de los años treinta, reformada, que fue construida por el bisabuelo de los niños. —Continué hablando de Elbow, de la familia, de los amigos que tenían, de los animales, de todo lo que se me ocurría. Había empezado a divagar.
Janice Conner levantó la carpeta indicándome que parase.
—Está bien. Bueno, veo que hoy no vamos a alcanzar ningún acuerdo entre las dos. Ahora me toca a mí. Quiero que las dos me escuchen. Quiero que, por el bien de esos niños que ya han sufrido bastante, dejen de pelear. No pueden degradar a la otra delante de los niños. Les haría mucho daño. —Miró a Paige y luego a mí—. Esto es difícil. ¿Hay alguna posibilidad de que una de las dos esté dispuesta a ceder?
—No —dijimos al unísono.
Era lo único en lo que estábamos de acuerdo.