29

Lizzie abrió la puerta y me abrazó.

—Frank ha llamado. Lo que has hecho es admirable.

Se me hizo un nudo en la garganta. Negué con la cabeza y entonces oí la voz de Zach.

—¡Mami está aquí! ¡Mamimamimamimami!

Vino corriendo con un tiranosaurio rex de peluche vestido con una camisa hawaiana. Lo cogí en brazos e intenté no llorar. Lizzie apartó la vista. Annie salió también y me metió un dedo en una de las presillas del cinturón. Y no lloré.

Los niños y yo le dimos las gracias a Lizzie. Recorrimos en coche las cuatro manzanas que había hasta casa. No sabía cómo decírselo, porque la realidad seguía planeando en círculos a mi alrededor, como la aleta del tiburón que sobresale del agua, indicándonos que pronto nos comerá vivos.

No quería que Annie me oyera hablar por teléfono a altas horas de la noche y atara cabos a partir de retazos. Tampoco quería que Paige se lo dijera antes que yo. Gwen había insistido en que fuera yo quien lo hablara con ellos y, aunque el juez estaba de acuerdo, me había dado sólo dos días.

No quería esperar tanto. Así que los senté en el porche de atrás, con los polos de limonada que habíamos preparado juntos. Zach había tirado al suelo de la cocina gran parte de la limonada en el proceso. Me apreté entre los dos y dije:

—Hoy ha ocurrido algo de lo que quiero hablar con vosotros.

Annie me miró. Llevaba el pelo recogido con una horquilla rosa —cosa de la hija de Lizzie, lo más probable— y cada vez se parecía más a Paige.

—¿Qué?

—Ya conocéis a vuestra mamá Paige.

Los dos asintieron y Annie dijo:

—Pues claro, tonta.

Me obligué a sonreír.

—Claro que la conocéis. Veréis, cuando papá murió, ella y yo... discutimos... acerca de dónde deberíais vivir. Paige creía que con ella y yo quería que os quedarais aquí conmigo. Y cuando dos personas no se ponen de acuerdo, a veces tienen que ir a un sitio que se llama juzgado para hablar del asunto hasta que se toma una decisión. Esta mañana he estado en el juzgado. Y se ha decidido que en este momento deberíais vivir con mamá Paige.

—¿Por qué? —preguntó Zach.

Hasta ese instante, había estado meciendo las piernas regordetas, dándole patadas a la celosía que había debajo del porche, pero entonces se detuvo y me miró a la cara. El polo le estaba goteando por la muñeca, el brazo y los pantalones largos.

«Porque la he fastidiado. Porque no he luchado lo bastante por vosotros. Porque no he hecho lo que habría hecho una madre de verdad.»

—Porque mamá Paige es vuestra... madre biológica y quiere pasar más tiempo con vosotros.

—¿Por qué? ¿Porque estuve en su barriga?

—Porque ella os quiere y os echa mucho de menos.

Entonces habló Annie:

—¿Y tú? Tú también nos quieres.

—Sí —admití, tragando saliva—. Os quiero mucho, muchísimo. Y os voy a echar de menos.

—¿Estás triste?

Asentí con la cabeza.

—Pero Zach y tú vais a vivir una fantástica aventura. Viviréis en la grande y preciosa casa de mamá, cada uno en su habitación, y jugaréis con un montón de amigos nuevos. Y podré visitaros.

—¿Visitarnos? ¿Como cuando Nana Beene nos visita? —preguntó Zach.

—Sí, algo así.

Él abrió los ojos como platos. Entonces frunció la barbilla y se le formaron un montón de agujeritos temblorosos. Lo estreché acurrucándolo contra mí.

—De eso ni hablar —soltó.

—¡Nos lo prometiste! —exclamó Annie con voz temblorosa. Por su mejilla corría una lágrima—. ¡Dijiste que nunca nos abandonarías! Nos mentiste.

—Annie, yo no quería que esto ocurriera. Yo os quiero, te lo prometo. Yo...

—¡No prometas nada! —Tiró el polo, se levantó y echó a correr hacia la casa, pero se dio la vuelta al llegar a la puerta, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, llorando a moco tendido, con los ojos fijos en mí—. ¡Me lo prometiste con el meñique! ¡Dijiste que nunca jamás!

—Ven aquí, Platanito.

Corrió hacia mí y los tres nos abrazamos en el porche. Zach también lloraba desconsoladamente.

—Ya no quiero ser valiente —dijo Annie entre sollozos.

Yo le acaricié el pelo. Dos nubes blancas impolutas como un faldón de bautizo cruzaron flotando el horizonte.

—Que llores o estés furiosa —le expliqué—, no significa que no seas valiente.

Hasta el día de hoy, cada vez que lo rememoro, nuestra despedida sucede a cámara lenta, pero en realidad todo ocurrió muy de prisa. Supongo que el juez Stanton era de los que opinaban que es mejor hacer las cosas rápido, como cuando te quitas una tirita de la piel. Pero las personas no sólo son piel.

Dos días después, justo la víspera del séptimo cumpleaños de Annie, una mañana gris y encapotada, Paige aguardaba fuera de la casa, con un vestido de seda azul verdoso y tacones, abriendo las puertas y el maletero del coche. Dentro, Annie guiaba a su hermano por una procesión de besos y abrazos: Marcella y Joe padre; David y Gil; Lucy, Frank, Lizzie, Callie, Cosa Uno y Cosa Dos. Finalmente llegaron hasta donde yo estaba y se me quedaron mirando, a la espera. Marcella nos volvió su amplia espalda. Zach se aferraba con desesperación a Bubby mientras cogía su maletita de Thomas la Locomotora. Había insistido en ponerse sus zapatillas de estar por casa a juego con la maleta y no tuve el valor de negárselo. Sentía que era el último capricho que podía concederle.

Pero Marcella se volvió hacia mí, se me acercó y dijo:

—Ponle los zapatos ahora mismo.

—Marcella, quiere llevar esas zapatillas. Es lo único que me ha pedido. No tiene importancia.

—¿Qué sabrás tú lo que es importante y lo que no? Te has rendido. Eso es lo que has hecho. —Y dio media vuelta.

Annie llevaba puestos sus zuecos y vaqueros en vez del vestido y los zapatos de charol que había insistido en ponerse la primera vez que fueron a ver a Paige. Le di un toquecito en la punta del zueco con el mío y después abrí la mosquitera. Cogidos de la mano, bajamos los escalones del porche y cruzamos el camino de grava. Yo todavía esperaba que se produjera alguna manifestación divina que dijera: «Detente. Te estábamos poniendo a prueba. Algo parecido a lo de Abraham e Isaac. Pero olvídalo, da media vuelta y llévatelos a casa. Ya se ha terminado». Concentré mis energías en no sentir, no llorar, no mirar a Paige, no meter a los niños en el jeep y huir a Canadá o a México.

Callie salió detrás de nosotros; daba vueltas alrededor del coche de alquiler de Paige mientras el resto de la familia esperaba en el porche. A Annie le temblaban los hombros en su silencioso intento de contener las lágrimas, pero cuando Zach vio su rostro crispado, empezó a sollozar. Paige gritó por encima del llanto:

—¡Estarán bien! ¡Pero ahora tenemos que irnos!

«Tú qué sabes», quería decir, pero no lo hice. Metí a los niños en sus sillas de coche y les puse el cinturón de seguridad, como hacía siempre, les di un beso y un abrazo y les limpié las lágrimas y los mocos con la manga. Les dije que nos veríamos muy pronto y que los llamaría esa misma noche.

Paige y yo nos despedimos con un imperceptible gesto de la mano y ella puso el coche en marcha. Zach gritaba una y otra vez:

—¡Quiero a mi MAMI!

Nos quedamos en el porche, en silencio, diciéndoles adiós con la mano, oyendo los gritos que se iban perdiendo en la distancia hasta desaparecer junto con Zach y Annie.

Los presentes formaban una fila en la escalera. Frank, Lizzie y Lucy se ofrecieron a hacerme compañía, pero les hice que no con la cabeza. Joe padre se volvió hacia mí y, con labios temblorosos, me dijo:

—Al menos, podrías haberle puesto a Zach los zapatos. Ningún hombre debería decirle adiós a su familia en zapatillas de andar por casa.

No sabía por qué eran tan importantes los zapatos para Marcella y para él, pero en aquel momento, desde luego, ésta era la menor de mis preocupaciones.

David me abrazó, pero fue un abrazo rápido y desganado, acompañado de una palmadita en la espalda, en absoluto los abrazos a la italiana que solíamos darnos. Antes me había dicho:

—Tómate unos días libres. Nosotros nos ocuparemos de la tienda.

Yo sabía que ellos también necesitaban alejarse de mí durante un tiempo. Marcella se fue sin mirarme siquiera.

Cuando todos se hubieron marchado, fui directamente a la habitación de los niños. Callie me siguió. Cerré la puerta, me tumbé en la cama de Annie y enterré el rostro en el dulce olor de su almohada. Lloré a moco tendido, como Zach, estremecida por el mismo llanto desconsolado. Callie lloriqueó como si también ella estuviera sufriendo. Los sollozos me salían de dentro y era incapaz de detenerlos. Lloré sin parar. Llamé a Paige al móvil tres veces, pero no lo cogió.

Me desperté con los ladridos de Callie. Alguien llamaba insistentemente a la puerta. Desorientada, alargué la mano hacia el despertador, pero éste no estaba donde debería estar. Entonces me acordé de que estaba en la cama de Annie, aún vestida, y me acordé de qué hacía allí. Los golpes en la puerta no cesaban y, por un momento, durante el instante que tardé en levantarme de la cama, pensé que era Paige, que volvía con los niños y me decía que todo había sido un error. Pero era sólo un mensajero de UPS con un paquete. Un paquete de Paige para los niños, enviado la semana anterior. En vez de firmar y aceptar, anoté la dirección y señalé «Devolver al remitente».

Paige seguía sin contestar. Dejé un mensaje. En las siguientes cuatro horas dejé cuatro mensajes. Aquel día recibí tres llamadas. Ninguna de los niños. Eran de las otras tres personas en el planeta que todavía me hablaban: mi madre, Lizzie y Lucy. Vi sus números en el identificador de llamadas y no contesté. No quería que la línea estuviera ocupada por si los niños me llamaban. Mi madre y Lizzie me decían que estaban pensando en mí, que las llamara si quería hablar. Lucy dijo que se pasaría por mi casa al día siguiente después del trabajo. No se molestó en preguntar.

Mis únicas responsabilidades eran dar de comer a Callie, a las gallinas y a los gatitos, limpiar el gallinero y la caja de las necesidades de los gatos, y arrancar las malas hierbas. Hice todas esas cosas. Callie seguía trayéndome la correa y me miraba con la cabeza ladeada y unos ojos tristes a los que normalmente no me podía resistir, para ver si me convencía de que saliéramos a pasear. Pero no tenía fuerzas y no quería encontrarme a nadie.

Iba de un lado a otro de la casa, acunando en los brazos a los gatitos dormidos como si fueran bebés, y todo lo que veía me resultaba tan doloroso como si me atravesaran el corazón con un cuchillo. Las fotos de los niños, sus juguetes, sus trabajos manuales. El jarrón de arcilla que tenía entre los libros de la estantería. Annie me lo había hecho en preescolar. Siempre me encantó. Ponía «Feliz Día de la Madre» escrito con macarrones. La «M» se había caído al poco de que me lo regalara, pero una vez que se hubieron ido me percaté de lo que ponía en realidad al faltar esa letra.[10]

El frigorífico comenzó a zumbar, el péndulo del reloj marcaba el paso audible de los minutos y un tronco se movió dentro de la estufa. Me senté en el sofá y zapeé durante horas hasta que di con TV Land, canal dedicado en exclusiva a series de los sesenta y los setenta. Vi Mamá y sus increíbles hijos, La tribu de los Brady y Room 222. Ésas eran las series que veía sin perderme una cuando murió mi padre, mientras me preguntaba por qué mi madre no podía parecerse un poco a Shirley Partridge, por qué mis padres no habían tenido más hijos para que hubiéramos formado también un grupo musical de hermanos.

Dejé salir a Callie y pensé en volver a llamar a los niños, pero eran las nueve de la noche. Estarían durmiendo en sus nuevas habitaciones, en su primer día sin mí, y no habíamos hablado. Tendría que esperar hasta la mañana próxima. Dejé que Callie volviera a entrar en casa y se echó en el suelo a mi lado. Me quedé dormida con la tele encendida —estaban poniendo Mister Ed, el caballo que habla— y me desperté por la mañana con Mi bella genio.

Repetí mi corta lista de quehaceres, pensé en limpiar la casa, pero ¿para qué? Tenía todo un día por delante: Room 222, La isla de Gilligan, El noviazgo del padre de Eddie, Granjero último modelo, No os comáis las margaritas.

Intenté hablar de nuevo con Annie y Zach. Nada. Al final, llamó Paige para decirme que habían llegado muy tarde la noche anterior porque su vuelo se había retrasado.

—¿Puedo hablar con los niños?

—Sé que esto es muy difícil para ti. También lo está siendo para ellos.

Se oía llorar a Zach de fondo.

—¡Quiero a mi mami! ¡Quiero a mi mami!

—No creo que sea una buena idea que hables con ellos en este momento. Danos un poco de tiempo para adaptarnos. Te echan de menos y oírte sólo empeorará las cosas. Tenemos que buscar la manera de tirar adelante los tres en esta nueva situación.

—¿Estás de coña? Deja que hable con Zach. Yo sé cómo tranquilizarlo.

—Me parece que no —dijo Paige—. Mira, fue muy noble lo que hiciste en el tribunal, se necesita valor. Pero ahora te pido que nos des un poco de espacio.

—¿Quién demonios crees que eres?

—Sé quién soy... su madre. —Y colgó.

—¡Zorra! —le grité al teléfono, a nadie en particular, y lo estampé contra la pared.

No era suficiente. Estaba desesperada. ¿Qué podía hacer? ¡Zach estaba llorando! El trípode de Joe seguía de pie en el rincón del saloncito, a modo de improvisado monumento conmemorativo. Lo cogí y salí a la calle en pijama. Lo agarré como si fuera un bate y yo fuera la siguiente en batear. Fui hasta la camioneta de Joe, su amado Avispón Verde, y le aticé al parabrisas con todas mis fuerzas. El cristal se rompió en mil pedazos, destrozado del todo.