19

Estaba sentada en el coche en el aparcamiento del juzgado, hablando con Gwen Alterman, limpiándome los churretes con un gurruño de celulosa. Gwen me aseguró que no era la primera persona que insultaba a la otra parte en una mediación.

—Los mediadores están acostumbrados. Oyen las mismas cosas todos los días.

—Pero dijiste que...

—En una situación ideal, habría sido magnífico que hubieras podido ceñirte al plan al ciento por ciento, pero por lo que dices parece que no lo has hecho tan mal como crees.

—Sí lo he hecho mal. Lo he hecho fatal. Yo no me entregaría a mí misma la custodia.

—Escucha, vete a casa con tus niños e intenta no darle muchas vueltas.

Pero no paraba de darle vueltas. Le daba vueltas a que Joe le había dicho a Paige, o ésta lo había sabido instintivamente, como lo hacen las esposas de verdad, que la tienda no funcionaba. Le daba vueltas a cómo había dicho Paige que había solicitado ver a los niños. «¿Dónde demonios estabas tú?», había dicho. Eso quería saber yo, al menos en lo referente a la tienda. Debería haber visto esas cartas, debería haber oído fragmentos de conversaciones telefónicas, algo. Joe no podría haber ocultado eso también.

No había sido nunca de rezar mucho, pero recé y recé y recé. «Por favor, haz que Janice Conner vea que los niños deberían quedarse conmigo. Por favor, por favor, no me los quites.» ¿Y si Paige perdía la cabeza otra vez? No tenía por qué ser algo tan malo... Sabía que rezando porque alguien se volviera loco no iba a conseguir muchos puntos celestiales, o kármicos o, simplemente, puntos a favor de mi estabilidad emocional, pero estaba desesperada. Me dolía el alma cada vez que pensaba en la mediación, en las pullas que yo también le había lanzado a Paige y en lo torpemente que había explicado lo de que había tenido «unos días malos»; cada vez que pensaba en las palabras de Paige: «Porque la conoció a ella». ¿Y? Si no me hubiera conocido ¿se habrían reconciliado? ¿Habrían acabado las cosas de otra forma? ¿Habría variado el destino impidiendo que Joe muriera?

Si no fuera por la actividad que había en la tienda, habría sido yo la que habría terminado perdiendo la cabeza. Había trabajo, así que tenía que estar allí, ayudar a David y a Marcella. Éste consiguió que nos hicieran una reseña en Chronicle, San Jose Mercury News y Bohemian, donde decían maravillas de la comida y la originalidad del mapa con los lugares para ir de pícnic. Un periodista había dicho que era digno de ser enmarcado y colgado en las paredes de casa o del Metropolitan, lo que había complacido mucho a Clem. Los periodistas sabían apreciar el concepto de la tienda.

—«Incluso cuenta con un coqueto porche acristalado entre los árboles, para esos días en los que el clima no está dispuesto a cooperar» —leyó Joe padre en uno de los periódicos doblados, y a continuación me señaló el resto de las reseñas—. ¡No me lo puedo creer! Al final esta idea tuya va a funcionar.

Faltaba una semana para Halloween; era perfecto para dejar de pensar en la mediación, la vista con el juez que debía determinar la custodia y Paige. Me encantaba Halloween y Elbow era el lugar ideal. No había que coger a los niños y llevarlos a un centro comercial para jugar de forma «segura» a truco o trato. En Elbow todos se conocían, no había casi tráfico y sí muchos niños, y Life’s a Picnic era el centro. Tenía grandes planes para ese día.

Había hecho los disfraces de los niños todos los años desde que llegué, y ése no iba a ser diferente. Sentí cómo el recordatorio de que tal vez el año próximo las cosas fueran radicalmente diferentes nos empujaba, a mí y a mis grandes planes. Pero yo empujé más fuerte y me puse manos a la obra.

—Mami, ¿qué haces? —preguntó Annie.

Estaba hurgando en el fondo de nuestro armario como si fuera Callie escarbando en la tierra. Aún no había dado la ropa de Joe. Era una de las cosas que no dejaba de anotar en la libreta, pero que nunca terminaba de hacer.

—Estoy buscando... Aquí está. —Tiré y saqué del fondo la pesada maleta con mi máquina de coser Singer—. ¡Tachán! Ha llegado el momento.

Annie se miró los pies, retorciendo la alfombra con un dedo del pie.

—Quería hablarte de eso.

—¿De qué, Platanito?

El año anterior, había ido de árbol, con unos pantalones de pana marrones y una camiseta marrón de manga larga, y, encima, una funda verde de almohada rellenada con papel de periódico a la que le pegué un montón de hojas de seda de color verde. Le adaptamos un pequeño columpio con una cuerda, se lo colgamos del brazo y sentamos en él a un osito de peluche. En la cabeza llevaba una gorra decorada con un pequeño nido y un petirrojo de mentira dentro. Joe llegó incluso a meter huevos falsos en él. Annie ganó el primer premio del Elbow Boo Fest.

—¿Sabes ya de qué quieres disfrazarte?

—Sí, me gustaría ser Pocahontas.

No era muy original, pero bueno.

—¡Vale! Entonces voy a necesitar ante. Ah, ya sé, podemos hacer collares de cuentas. Quizá podamos hacer algo con la canoa, para que puedas tirar de ella...

—Mami, estaba pensando... creo que este año prefiero, ya sabes, que me compres un disfraz de Pocahontas. Tú tienes muchas cosas que hacer y lo venden hecho. Así sí que me parecería a la Pocahontas de verdad, la de la película.

—¿Te refieres a la Pocahontas de Disney?

—¡Sí! Estaré fabulosa. Y Molly se va a disfrazar de Bella.

La hija de Frank y de Lizzie iba a la misma clase que Annie y por entonces estaban más unidas que nunca. Frank nos acompañaría en el paseo de truco o trato; cómo no, Lizzie no iba a ir, cumpliendo su promesa de evitar a Ella siempre que fuera posible.

—Fabulosa... —repetí yo.

Estaba más alta. Se sujetó el pelo detrás de la oreja y sonrió. A Annie siempre le habían gustado los disfraces que yo le hacía, le encantaba ayudar a inventarlos, ser el centro de atención. No quería confundirse con la multitud. Tal vez sólo quisiera decidir ella sola lo que se iba a poner. Aquello era sólo el principio, lo sabía. Yo quería estar con ella en cada uno de esos futuros encontronazos de adolescente. Camisetas que dejaban al aire el ombligo, piercings, tatuajes. Negro gótico de la cabeza a los pies. O igual le daba por dirigir su actitud desafiante hacia mí, convertirse en una animadora de cabellos perfectos o en una chispeante rata de centro comercial. O por negarse a comer nada que no procediera de McDonald’s. Pero por el momento lo único que quería era un disfraz comprado para el desfile de Halloween. Un disfraz que no podía permitirme en esos momentos. Esos disfraces de la tienda Disney costaban más de cincuenta dólares.

Como si me hubiera leído la mente, Annie dijo:

—Mama dijo que tienen una tienda Disney en Lost Vegas y que podía comprármelo allí y enviármelo. Pero que tenía que preguntarte a ti primero.

Yo asentí. ¿Habría sido sugerencia de Paige o idea de Annie? Fuera como fuese, me pareció un ataque personal, aunque buena parte de mí sabía que tenía que dejarlo correr.

—¿Te parece bien, mami? —Tenía las palmas juntas en actitud de súplica. Enarcó las cejas; su sonrisa parecía un poco forzada, como si fingir que ya le había dicho que sí la fuera a ayudar. Pero ¿cómo negarle lo que me pedía?

—Está bien. Fabuloso, diría yo.

Annie me abrazó por la cintura.

—¡Sabía que dirías que sí! Voy a llamar a mamá ahora mismo. ¡Gracias, gracias!

La sensación de rechazo me sentó como un puñetazo a traición y cuando Annie salió corriendo, me derrumbé en el armario. Las camisas y las chaquetas viejas de Joe colgadas al fondo de la barra parecieron separarse para acogerme entre ellas. Me hacía falta el Joe de verdad, un auténtico abrazo, pero de todos modos me quedé allí sentada, aceptando lo que se me antojó algo cercano a la comprensión de su cazadora de cuero y su camisa Oxford azul claro, que hacía resaltar el color de sus ojos.

Annie me había preguntado con delicadeza y me alegraba de haberle dicho que sí. ¿No podíamos compartir Paige y yo el privilegio de hacerla feliz? Podía intentarlo.

Me mantuve ocupada confeccionando mi disfraz y el de Zach. Yo sabía exactamente de lo que me iba a disfrazar, pero él seguía dudando entre distintos tipos de insectos: una mantis religiosa, una polilla luna o un ciempiés.

Finales de octubre. El clima era una sinfonía de hojas que caían y giraban como torbellinos —un abanico de dorados, rojos y naranja sobre un perenne fondo verde— bajo un cielo azul totalmente despejado. Muchas de las cepas habían adquirido un reluciente tono amarillo, como lagos que atrapaban la luz del sol entre los umbríos y densos bosques que cubrían las colinas. La campanilla de la tienda tintineaba sin parar, el teléfono sonaba sin tregua, la vieja caja registradora se cerraba una y otra vez con su ruido metálico. ¡Aleluya! Por debajo de todo ese jaleo, si prestaba atención, podía oír —cuando los abrazaba o estaba sentada en su habitación mientras ellos dormían— el ritmo acompasado de los corazones de Annie, de Zach y el mío, y el ritmo del reloj que contaba los días, las horas, los minutos.

Me subí a la escalera para colgar telarañas de algodón de las vigas de la tienda. La última Navidad, Joe se había subido a esa misma escalera, en el mismo lugar donde estaba yo, para colgar las luces blancas que yo le iba pasando. Al bajar, le había dicho que necesitábamos muérdago y me había estrechado entre sus brazos.

—No nos hace falta ningún muérdago —susurró y me besó.

La campanilla de la puerta tintineó avisando de la llegada de un cliente, pero él siguió besándome mientras la señora Tagnoli decía «Oh, la, la.»

En menos de un año, había pasado de tener relucientes lucecitas blancas y besos a telarañas, fantasmas y lamentos.

—Buongiorno, bellisima! —me saludó Lucy, que acababa de regresar de unas bodegas en Italia.

—Bajaría a abrazarte, pero estoy un poco liada en este momento —dije yo.

—«Oh, enmarañada red que tejes» —citó, dejando la cesta que llevaba en las manos—. He traído vino. ¡Italia!, qué lugar tan fantástico. Tengo que vivir en Italia.

—El condado de Sonoma prácticamente es Italia. Sin el acento.

—Y sin los edificios con siglos de antigüedad ni las obras de arte tan increíbles ni las calles empedradas ni el melodioso idioma que se habla en todas partes ni esos hombres tan sexis...

—Pero no son George Clooney...

—No, pero ese tío, Stefano, podría hacerme olvidar a George —aseveró con una sonrisa—. Me topé con Stefano por casualidad... varias veces...

—¿Stefano? ¿Sexo? Creo que me acuerdo de lo que es. Cuéntamelo todo.

—Es joven y está buenísimo. Y, oh, Dios mío.

Marcella salió de la cocina y Lucy articuló con los labios en silencio:

—Luego.

Mi suegra se puso en jarras, echó la cabeza hacia atrás y se quejó:

—Ay, Dios. Deberíamos haber dejado las telarañas originales.

—Es Carlota —dijo Lucy—. Nos lanzará un hechizo como la dejemos.

—Ojalá fuera tan fácil. Podría escribir algo como «Ella, una madre notable». Igual que Carlota escribía «un cerdo notable». Y la prensa vendría y declararía que se ha producido un milagro, y todos seríamos indultados, como Wilbur.

—Ella —replicó Lucy—, no hace falta ningún milagro para darse cuenta de que eres una madre notable. Venga, baja y ayúdame a sacar las cosas.

Lucy me puso en los brazos varias botellas de vino, manteles y unos preciosos jarrones de cristal de Murano y me llenó los oídos con historias de las largas y tórridas tardes pasadas con Stefano.

Vimos que el comité encargado de preparar el Desfile de los Ataúdes Flotantes se dirigía hacia el río para comenzar con los preparativos. Era una tradición de Elbow, basada en algo que les ocurrió a los padres fundadores de la ciudad. En la década de 1870, el ritmo de trabajo de los aserraderos era más rápido que el ritmo de crecimiento de los árboles y, como resultado, se estaban talando las secuoyas milenarias cuando éstas estaban en la plenitud de la vida. Luego llegaron los trenes y los turistas y así fue como nació Elbow. Una ubicación de ensueño, una playa de arena; la ciudad nació por y para el turismo más que por la industria maderera, pero los troncos seguían llegando al aserradero de Edwards, a un kilómetro y medio río abajo. Talar árboles de noventa metros de alto y un tronco que necesitaba veinte hombres de pie uno junto a otro para abrazarlo era peligroso y muchos perecían en el intento.

Se creó por tanto un cementerio en un lugar tranquilo y agradable, a las afueras de la ciudad, pero no muy lejos de la orilla del río. Una inundación que tuvo lugar en 1879 demostró el error de cálculo. La crecida del río se llevó por delante huertos, árboles, carruajes, un par de caballos, seis cabañas y una docena de ataúdes, que bajaron flotando por las aguas del río junto con los troncos, en dirección al aserradero. De esta forma se interrumpió el descanso de aquellos que habían sido enterrados para el descanso eterno.

Los habitantes de la ciudad cogieron entonces sus botes de remos, sus redes de pescar y sus sogas y salieron tras los ataúdes para devolverlos a tierra firme. Si bien es cierto que no murió nadie en aquella inundación, ni siquiera los caballos, el periódico publicó que se habían encontrado doce cadáveres en el río, lo cual también era cierto. Los ataúdes que no habían sido arrastrados por la corriente, se sacaron de su lugar de enterramiento y el cementerio se trasladó a lo alto de una soleada colina, donde Joe estaba enterrado.

Elbow celebraba todos los años su famosa metedura de pata con lo que se conocía como el Desfile de los Ataúdes Flotantes. La gente adornaba sus botes, canoas y kayaks como si fueran carrozas. Después, ataban ataúdes de plástico de tamaño natural entre ellos, todos iluminados con antorchas. La tradición exigía que se guardara silencio durante la parada y, por increíble que parezca, todo el mundo callaba mientras los botes y los ataúdes descendían río abajo en una danza silenciosa, con las luces reflejándose en el agua.

Cerré el maletero de Lucy y dije:

—Los Ataúdes Flotantes. ¿Cómo es que no me había dado cuenta hasta ahora de lo morboso que es?

—Pues claro que es morboso. Estamos en Halloween —repuso ella con una sonrisa.

—¿Crees que los niños estarán preparados? Me refiero a que acaban de ver cómo metían bajo tierra el ataúd con su padre. He estado hablando con ellos y parecían muy animados con el desfile, pero, aun así...

—Creo que no les va a pasar nada. Además, tú estarás con ellos pendiente de cada gesto suyo, y si de repente alguno empieza a sentirse incómodo, te tendrá ahí para socorrerlo. El, es Halloween. Y son niños. Sobreexcitados por todo el azúcar que consumen. Y les encanta el desfile.

Esa noche, en Life’s a Picnic, les enseñamos nuestros disfraces a Lucy, a David, a Gil, a Marcella y a Joe padre, quienes aplaudieron a rabiar.

—Oye, Boo Boo —le dijo David a Gil—. Parece que hemos encontrado una buena cesta de pícnic... y una hormiga gigante y feroz.

—Soy una formica —afirmó Zach.

—¿Sabes latín? —preguntó Gil—. Tu mamá debe de ser la famosa entomóloga, Ella Beene. Oye, ¿dónde está Bubby? —Zach sacó a su osito de su calabaza de plástico, como un mago sacaría un conejo de una chistera—. Y mira a nuestra bella Miss Pocahontas.

—Ella —dijo Lucy—, creo que esta vez te has superado con tu disfraz.

Había recortado el fondo de la cesta de mimbre que usábamos para la ropa sucia y me la había metido por la cabeza, sujetado a los hombros con un par de cinturones viejos de cuero de Joe, y luego me había cubierto los vaqueros con la tela a cuadros rojos y blancos de los manteles. En la cabeza me puse una cesta de frutas como sombrero. Había rellenado la cesta de la ropa con periódicos y cubierto todo con más tela de cuadros y encima le había pegado una botella de vino, un trozo de queso, una barra de pan y un pollo de goma. Iba disfrazada de cesta de pícnic, ni más ni menos.

—No os riáis de mí, por favor.

—Es que sería muy fácil —replicó David.

Él había accedido a quedarse en la tienda para que yo pudiera ir al desfile con los niños y después al truco o trato por las casas con Frank y Molly. Tenía que salir de la cesta de la ropa para poder meterme en la canoa, así que me la quité con cuidado, y la dejé en la tienda para que pudiéramos bajar al río corriendo. Les puse a los niños los chalecos salvavidas y nos subimos a la canoa. Zach señaló los ataúdes de plástico.

—Son de mentira —se recordó.

Un recordatorio que nos iba bien a todos, la verdad.

—Sí, Zach, son de mentira.

Había luna llena, baja, grande y naranja.

—Una luna de calabaza —susurró.

Estaba acurrucado a mi lado, clavándome en la mejilla las antenas rojas; a mí la cabeza me pesaba, con tanta fruta de plástico. Annie, sentada delante de nosotros, dirigía la canoa hundiendo el remo en el agua. Íbamos unidos por una cuerda al ataúd que teníamos delante y también al que teníamos detrás y los botes de remos que nos precedían tiraban de nosotros, pero Annie, que se estaba tomando su papel muy en serio, iba al timón. Miré a los dos niños. Estaban serios, pero no parecían angustiados. Zach observaba el reflejo de la luna y las antorchas en el agua, que salpicaba contra nuestra canoa. Annie se volvió.

—Estoy cansada —susurró.

Me pegué un poco más a Zach y di unas palmaditas en el asiento a mi lado.

—Ten cuidado.

Ella se sentó y los rodeé a ambos con los brazos. Nos quedamos los tres callados. Tres guisantes en una vaina.

Ya no éramos cuatro.

El momento quedó suspendido en el aire de la noche, como la luna. Un momento apacible, misterioso, impenetrable. Alcanzamos el final de la última carroza con su correspondiente ataúd y entonces se produjo el estallido. La música empezó a sonar. Los niños enloquecieron. Halloween había comenzado oficialmente.

Tras recoger yo el resto de mi disfraz de la tienda, Molly llegó corriendo, vestida de la Bella de Disney. Lizzie —no Frank— iba detrás de ella.

—Han llamado a Frank del trabajo —explicó sin saludar—. Vaya, mírate... —dijo, contemplándome de arriba abajo—. Bonito.

—Puedo acompañar yo sola a los niños si quieres.

—No, no pasa nada. He dejado una fuente con caramelos en el porche. Cuando se termine, se ha terminado.

Lizzie medía sólo metro y medio, pero caminaba con la gracia de una gacela. Se había criado en Elbow, había sido la reina de la fiesta de los antiguos alumnos del instituto, la estudiante con las notas más altas que daba el discurso en la ceremonia de graduación y la presidenta de su clase. Había vivido en Stanford, donde había trabajado como ejecutiva de alto nivel un tiempo, pero el mundo corporativo la decepcionó, por lo que regresó y se casó con Frank, su novio del instituto. En aquel entonces tenía a Molly y dirigía su propio negocio de fabricación de jabones, los jabones que mejor olían del planeta. Su línea de productos, llamada Lizzie’s Lathers, era tan buena que la gente estaba dispuesta a pagar siete dólares por una pastilla de jabón, y Press Democrat le había dedicado un artículo entero, titulado: «Empresa de fabricación casera de jabones arrasa».

Todos la conocían y la adoraban, se paraban a hablar con ella por la calle; era agradable y simpática con cualquiera menos conmigo por lo que, ese día, era un alivio para mí cuando quien nos paraba era alguien conocido, porque entonces nos hablaban a las dos. Normalmente era para decir que les gustaba mi disfraz o para desearme buena suerte y decirme que apostaban por mí en aquella ridiculez de la custodia, aunque bajaban la voz al decir esto último.

Al llegar a una calle en la que no había nadie más que nosotros, aprovechando que los niños estaban en la puerta de una casa pidiendo caramelos, Lizzie me espetó:

—Sé lo de la custodia y lo único que sé es que hay sólo una vencedora. —Lo dijo sin apartar la vista de los niños—. Frank y yo tenemos un pacto en lo que a tu familia se refiere. Es un tema del que no hablamos. —Negó con la cabeza—. Suena muy frío, lo siento, pero fue duro para nosotros que Joe y Paige rompieran. Son muchos los detalles sobre los que jamás nos pondríamos de acuerdo y no quería que mi matrimonio se rompiera discutiendo por el de ellos. Así que... —Se encogió de hombros.

Los niños llegaron corriendo, gritando algo sobre un esqueleto gigante, y Brenda Haley se acercó a Lizzie para hablarle de la exhibición de baile de la asociación de padres, y ahí quedó todo.

La luz del contestador estaba encendida cuando entramos por la puerta, mucho rato después. No sabía si tomármelo como una advertencia o un atisbo de esperanza.

Ayudé a los niños a quitarse los disfraces, desmaquillé a Annie, terminó una pelea que acabó con maíz dulce volando por los aires, les leí un cuento de Maurice Sendak y les di las buenas noches. Encendí fuego y me senté en el sofá, rascándole la tripa a Callie mientras contemplaba el vaivén de las llamas. Con la vista fija en ellas, empecé a tirar de un hilo de mis vaqueros cubiertos con manteles de cuadros hasta que me armé del valor necesario para levantarme y acercarme al contestador.

Como ya sabía, era Gwen Alterman.

—Acaba de llegar la recomendación de la mediadora. —Hizo una pausa—. Es a tu favor. Recomienda que te sea concedida la custodia a ti. Es lo que esperaba. No creo que haya siquiera una vista.

Me recliné en el sofá. Joe me sonreía desde la librería. El mensaje de Gwen continuaba:

—Cuestionó por qué Paige no había insistido más en ponerse en contacto con Joe. No la convenció con lo de que había enviado cartas. Cree que Paige debería tener derecho a un régimen de visitas, pero no muy amplio. De cuatro a seis fines de semana al año, con un par de visitas de una semana cuando los niños crezcan un poco. Lo podemos negociar. Espero la llamada del abogado de Paige mañana. Seguro que sabe que esto significa que no tienen posibilidades de conseguir la custodia.

Añadía que había que celebrarlo, que me mandaría una copia por correo y me llamaría después de hablar con el abogado de Paige.

—Probablemente ahora estarás con tus niños, jugando a truco o trato, como tiene que ser. Feliz Halloween, Ella.

Apreté los labios y me los tapé con una mano mientras me apretaba el estómago con la otra, temblando de alivio y felicidad, sintiendo una inmensa gratitud y, al mismo tiempo, la incredulidad más absoluta de que aquella historia fuera realmente a tener un final feliz, lo que significaba, claro, un comienzo. Un comienzo sin Joe, sí, pero un nuevo comienzo para Annie, Zach y para mí. Salí con Callie. La luna, antes naranja y baja en el cielo, se alzaba entonces sobre nuestras cabezas blanca y clara como nunca. Perfecta, redonda, llena.

Corrí por el jardín con la perra a la resplandeciente luz de la luna. Nuestras sombras bailaban en el suelo. Salté, brinqué, me revolqué, la cogí de las patas y dije casi sin aliento, con el corazón martilleándome en el pecho:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Entré de nuevo en casa, fui a las habitaciones de los niños y le quité a Zach un caramelo pringoso de la mano. Me quedé mirándolos mientras dormían, contemplé el movimiento trepidante de sus pestañas y el subir y bajar de sus pechos.

No pensé en Paige hasta después, cuando me metí en la cama en compañía de la luna, que me seguía como los focos a una estrella de cine. El show de Ella Beene. Entorné los ojos. Claro que también podía ser el foco de una sala de interrogatorios. Paige estaba sola en aquella enorme casa vacía suya de Las Vegas, con la habitación dinosaurio y la habitación princesa, y me acordé de lo solitarias que podían ser las casas nuevas con sus habitaciones totalmente vacías especialmente decoradas para niños. Henry y yo habíamos vivido en una casa así. Yo podría haber estado en la situación de Paige esa noche. Pero en vez de eso, estaba allí, en nuestra confortable casita bañada por la luz de la luna, con los niños durmiendo en sus camas de siempre, y un montón de días por delante, días espléndidos, despejados y prometedores.