15
Metí a los niños en la cama y eché más leña en la estufa. Me senté en el sofá con los pies apoyados en un tronco y me dije que el sobre no contenía lo que más temía, sino cualquier otra cosa.
Tal vez algún asunto pendiente de Joe, más malas noticias de carácter económico. «Que sea eso. Puedo ocuparme de algo así.» Mi reacción en el huerto cuando me percaté de lo grave que era nuestra situación económica me parecía en ese momento algo trivial. Consideré la posibilidad de no abrir el sobre. Lo dejé estar, lo volví a coger. El chasquido de un tronco en la estufa me hizo dar un respingo. Inspiré profundamente, saqué el contenido del sobre y comencé a leer la declaración de la demandante, Paige Capozzi:
Soy la madre de dos niños, Annie Capozzi, de seis años, y Zach Capozzi, de tres. Su padre, Joseph Capozzi, murió hace poco en un accidente en el mar. Solicito que se permita que los niños vivan conmigo, su madre, y que se me conceda su custodia.
«¿Y qué te hace pensar que alguien va a permitir tal cosa? Cualquier vecino de Elbow conoce a Annie y a Zach mejor que tú.»
Tras el nacimiento de mis dos hijos, sufrí una depresión posparto severa. Cuando Zach era un bebé, me sentí incapaz de cuidar de él y, pese a lo extremadamente doloroso que fue para mí, pensé que sería mejor para ellos dejarlos al cuidado de su padre, para que yo pudiera recibir la atención médica y psicológica que tanto necesitaba.
Mi enfermedad era temporal, pero al cabo de unos meses, cuando intenté retomar el contacto con mis hijos y su padre, me fue negado. Escribí numerosas cartas, tanto a los niños como al padre, pero sólo recibí respuesta a las primeras.
«¿Cartas? Sí, señora. ¿Abandonaste a tus hijos y tu marido por una simple depresión posparto? ¿Tan desesperada estás como para mentir?»
Me estaba recuperando de la enfermedad y no conocía mis derechos respecto a mis hijos. Además, carecía de los medios económicos y físicos, así como de la fuerza mental para enfrentarme al padre por la custodia cuando me pidió el divorcio. Entonces me concentré en reconstruir mi vida con la intención de reclamar mis derechos como madre. Trabajo en el sector inmobiliario con gran éxito. Mi trabajo es bastante lucrativo y mis horarios, flexibles. Tengo despacho en casa y me encuentro en condiciones de proporcionarles a Annie y a Zach el apoyo económico y emocional necesario. Aunque su madrastra ha cuidado de ellos adecuadamente, mis hijos están sufriendo la pérdida de su padre y necesitan al único progenitor que les queda. Yo puedo brindarles amor y apoyo como sólo una verdadera madre puede hacer.
«Perdona, pero tú no sabes siquiera lo que es ser una verdadera madre. ¿Adecuadamente? Deja que te diga qué fue exactamente lo que fuiste capaz de hacer, qué hiciste por Annie y Zach, lo que ninguna madre en su sano juicio les haría a sus hijos.»
Solicito que vengan a vivir conmigo a Las Vegas, donde poseo una preciosa casa en un barrio lleno de niños, y que se me conceda la custodia.
Declaro so pena de cometer perjurio, que todo lo anteriormente dicho es verdad.
Para la mediación, se concretaba el día 1 de octubre; orden judicial para la vista, significara eso lo que significase, el 3 de noviembre. Mientras, se nos reclamaban algunos documentos, entre ellos las cartas ficticias.
Joe no me había hablado de lo mala que era la situación económica de la tienda y mi sorpresa había sido mayúscula, pero casi podía entender que lo hubiera hecho. La tienda era asunto exclusivamente suyo. En todo momento, él había creído que podría revertir la situación y nadie, ni siquiera yo, tenía por qué saber lo mal que estaban en realidad las cosas. Yo no estaba incluida en el día a día de la tienda.
Pero lo de los niños era diferente. Joe y yo siempre nos lo habíamos contado todo respecto a Annie y a Zach. Íbamos juntos con ellos al médico, llevamos juntos a Annie a la guardería en su primer día, compartíamos cada una de las palabras nuevas que Zach iba aprendiendo, hasta las más reprensibles. Joe me lo habría dicho si Paige hubiese intentado mantener correspondencia con los niños. Y yo sabía sin ningún género de duda que él no era una persona cruel.
Lancé la comunicación con toda la fuerza de que fui capaz, pero sólo conseguí que planeara poco más de un metro en el aire antes de caer al suelo.
Creo que aquella noche dormí veinte minutos. A la mañana siguiente, en cuanto regresé de llevar a los niños al colegio, llamé a las tropas —toda la familia de Joe, Lucy, mi madre y Frank— y les conté que Paige había recurrido a los tribunales para solicitar la custodia de los niños. Nadie se mostró preocupado.
—Ningún juez en su sano juicio le concedería la custodia —me aseguró Marcella.
Joe había llevado el papeleo del divorcio sin ayuda de un abogado, pero yo sí necesitaba uno. Frank me recomendó una abogada a quien llamé en cuanto terminé de hablar con él. Podía darme cita a la hora de la comida si me iba bien. Dejé a los niños con Marcella y me aseguré de que David y Gina pudieran ocuparse de la tienda.
En el coche, recordé la última vez que había ido a ver a un abogado. Fue cuando Henry y yo decidimos divorciarnos. Quien una vez, mucho tiempo atrás, fue mi encantador compañero de laboratorio en clase de Protistas como Células y Organismos, dijo que me imaginaba en el porche de una cabaña en Vermont, vestida con un chaleco de plumas, vaqueros y botas de pescar, llevando una vida sencilla. Unas pocas hectáreas de terreno y un par de críos. Me gustó la imagen y me lancé de cabeza a por ello.
Pero tras la boda, atraídos por un buen trabajo en la industria de la biotecnología, nos mudamos a San Diego, a un palacio con fachada de estuco de color melocotón, de fácil acceso desde la autovía, rodeado por cientos de palacios con fachada de estuco de color melocotón como el nuestro. En broma, decíamos que las casas estaban tan cerca unas de otras que si querías un poco de sal para tu margarita cuando estabas en la piscina olímpica de la comunidad, cualquier vecino te la podía pasar por la ventana del cuarto de baño.
—Siempre podemos irnos a Montana cuando nos jubilemos —decía Henry.
Mientras yo me esforzaba y posteriormente me marchitaba en mi trabajo de ayudante de laboratorio, deseando llevar puesto aquel chaleco de plumas en vez de la bata blanca, Henry tenía cada vez más éxito. Le encantaba su trabajo de bioquímico, le encantaba la inmensa variedad de playas de San Diego y la invariabilidad del clima, le encantaba la escasez de mobiliario en el palacio de estuco y nuestro todoterreno virgen, que jamás había abandonado la seguridad de la calle para subir a una montaña. Tampoco se utilizaba para llevar niños a los partidos de fútbol.
Entonces llegaron los abortos, la tristeza y mirarnos sin vernos desde los extremos opuestos de una mesa de comedor larga y vacía. Ante la insistencia de Henry, cada uno llamamos a un abogado.
—Por lo menos no tienen hijos —me dijo mi abogada. Yo la miré. La vi sacudirse una mota de polvo de la manga de su chaqueta de aspecto caro y cruzarse de brazos encima de la mesa—. Eso la encadenaría a él para toda la vida. Tendría que tratar con él y después con la madrastra, si es que se vuelve a casar... y siempre lo hacen. En seguida. Los hombres quieren que los salven de ser padres solteros y las mujeres están dispuestas a hacerlo. —Enarcó una ceja perfectamente depilada, su propio Arco del Triunfo—. Es una pesadilla. Lo máximo que se puede hacer es esperar que la madrastra sea alguien que tolere a los niños. —Se encogió de hombros—. Pocas personas son capaces de amar a un niño como lo haría un padre biológico. Puede considerarse afortunada.
La reunión de Henry con su abogado debió de ser igual de deprimente, porque los dos decidimos prescindir de ellos y llevamos a cabo la separación por nuestra cuenta. No me había vuelto a acordar de las palabras de aquella abogada, de lo hirientes que me habían parecido en su momento, hasta entonces, y volvían a hacerme daño, aunque por el motivo contrario.
El despacho de Gwen Alterman ocupaba casi todo el tercer piso de un edificio de ladrillo, en el centro de Santa Rosa. Era más mayor de lo que parecía por teléfono, unos cincuenta y pocos, y también más corpulenta de lo que me había imaginado. Me llamaron la atención las fotos de ella con su marido y sus tres hijos. Quería preguntarle si era su madrastra o su madre biológica, pero no lo hice. Le conté mi historia mientras se comía un bocadillo de pollo de Burger King. Me pasó la caja de pañuelos de papel, que yo acepté agradecida. No tenía mucho tiempo, de modo que seguí hablando entre lágrimas, disculpándome, sonándome la nariz, diciéndole todo lo que se me ocurría, incluso que estaba arruinada. Ella tomaba notas y asentía y, en una ocasión, alargó la mano por encima de la mesa y me dio unas palmaditas.
—Veo que está muy afectada —dijo, cuando le entregué los documentos del juzgado y los papeles del divorcio de Joe—. Dígame una cosa, ¿fue usted designada tutora legal de los niños? Por si le ocurría algo a su marido.
—No... no. Hablamos sobre ello, pero nunca llegamos a hacerlo. Porque eso implicaba informar a Paige de ello... y, en cualquier caso, no parecía que fuera a volver.
—Entiendo. Pues es una pena. Pero, aun así, si Dios existe, esa mujer no debería tener ni una sola posibilidad. Los jueces no ven con muy buenos ojos el abandono. —Se levantó del pecho de matrona las gafas que llevaba sujetas a una cadenita y empezó a estudiar los documentos. Miré las fotos de familia y vi el inequívoco parecido de sus tres hijos con ella y su marido. Aquélla no era una familia hecha de retazos.
Gwen Alterman me miró por encima de las gafas y carraspeó.
—Afirma que ha intentado establecer contacto en numerosas ocasiones. Eso cambia las cosas.
—Sí, pero miente —contesté yo.
—¿Sabe usted a ciencia cierta que no intentó ponerse en contacto con los niños o con el padre? Porque hay un requerimiento con apercibimiento de las cartas en cuestión. Si las tiene, debe entregárselas al juez.
Yo negué con la cabeza.
—Yo llegué poco después de que Paige se fuera y nunca he visto ni rastro de ella en la casa. —«Excepto los ojos azules y el pelo rubio de Annie y de Zach. La foto de una resplandeciente Paige embarazada que encontré en el libro de fotografía de Joe. El albornoz con estampado de cachemir que él tiró a la basura después de nuestra primera noche juntos», pensé.
—¿Y la familia de su marido? ¿Han mantenido contacto?
—No. Están furiosos con ella por haberse ido.
—¿Por qué se marchó exactamente? ¿Depresión? ¿Abandona a sus hijos durante tres años porque le entra un poco de desánimo?
—Es lo único que sé —admití yo. Gwen aguardó mirándome por encima de las gafas—. Tendría que conocer a la familia de Joe. Nadie habla de ese tipo de cosas. Son unas personas cálidas y acogedoras, pero no les gusta hablar de, ya sabe, las dificultades.
—¿Como por ejemplo?
Suspiré.
—Por ejemplo, yo sé que el abuelo de Joe estuvo en un campo de concentración durante la segunda guerra mundial, pero nadie habla de ello. Y nuestro negocio se estaba hundiendo, pero él nunca dijo una palabra de lo mala que era la situación.
—¿Su abuelo era japonés?
Sonreí.
—No. Yo pensé lo mismo cuando Joe me lo contó. Al parecer también enviaron a los campos a algunos italianos, pero no muchos.
Ella negó con la cabeza.
—No tenía ni idea. ¿En serio? —Su teléfono emitió un breve zumbido. Le dijo a la recepcionista que la avisara pasados unos minutos—. Dígame, ¿alguna vez se le ocurrió preguntarle a Joe sobre los detalles de la marcha de su ex mujer?
Yo me la quedé mirando.
—Pues... no. —No le expliqué que en lo más profundo de mi ser seguía sin querer saber nada—. ¿Tiene alguna posibilidad de ganar?
—Siempre la hay, pero —echó un vistazo a los papeles del divorcio— parece que no disputó la custodia cuando Joe la solicitó. Lo firmó todo sin oponer resistencia. ¿Saben sus hijos quién es en realidad?
—Bueno, sí... Annie se acuerda de ella. Zach no, pero no le tiene miedo. Parece que le gusta. Es muy... guapa... y supongo que se sienten bien con ella.
—El hábito no hace al monje, cielo, y abandonar a tus hijos pequeños no es bonito. No está bien. La única madre que ellos conocen es usted. Usted los ha alimentado y cuidado y ha estado siempre ahí para lo que pudieran necesitar durante los últimos tres años, mientras que a saber qué ha estado haciendo ella. No. Lo mejor para los niños no es que los aparten de su hogar, de una madrastra que los adora, de sus parientes... Voy a necesitar cartas de todos y cada uno de ellos, por cierto, para llevarlos a un lugar desconocido con una desconocida. Sobre todo ahora que están pasando por algo tan traumático como es haber perdido a su padre. Creo que tenemos las de ganar.
Tomé una profunda y trémula bocanada de aire.
—No sabe el alivio que me produce oírla decir eso.
Ella sonrió y se quitó las gafas.
—Y, dígame, ¿duerme bien? ¿Come bien?
Yo me encogí de hombros.
—No duermo mucho. Y como poco.
—Pruebe con el yogur. Batidos. Lo que pueda, porque, va a necesitar toda la fuerza que tenga en ese escuálido cuerpo suyo, cielo. Y sus niños también.
Asentí.
—No me gusta tener que decirle esto con todo lo que debe de tener en la cabeza, pero va a tener que encontrar alguna fuente de ingresos. Y de prisa. Al parecer, ella está amasando una fortuna, o al menos eso es lo que quiere hacer creer a todos. Y, por lo que tengo entendido, si se dedica al negocio inmobiliario en Las Vegas, lo más probable es que sea cierto. Si su situación económica es tan difícil como la pinta, el juez podría considerar que no está usted en condiciones de mantener a los niños. Si esa tienda suya no empieza pronto a dar beneficios, tal vez sea buena idea que busque otra cosa. En mi opinión, su proyecto demuestra iniciativa y coraje, y está usted haciendo todo lo posible por conservar la herencia familiar de sus hijos, que ya es más de lo que se puede decir de ella.
»Y un último detalle desagradable: mi anticipo son cinco mil dólares. Los necesitaré para comenzar con el caso. Lo mejor es intentar evitar un juicio, porque sería caro. Además, eso implicaría una investigación, buscar un trabajador social, entrevistar a profesores, médicos, familia, amigos, incluso a los niños. Pero no creo que tengamos que llegar tan lejos.
Asentí de nuevo y traté de que no se me notara la desesperación. ¿Por qué habría invertido todo mi dinero y toda mi energía en la tienda tan pronto?
Me costó incluso llegar al jeep. Apoyé la cabeza en el volante en el aparcamiento vacío. Los ojos me escocían por la falta de sueño, pero traté de poner el coche en marcha.
Conduje a casa atenazada por la angustia. ¿Por qué precisamente entonces? Tenía que trazar un plan. Tenía que comer. Y dormir. Tenía que cuidar de mis niños. ¿Cómo se sentirían? De repente, recordé lo confusa y perdida que me sentí yo cuando murió mi padre. La noche del desastre en el parque de atracciones Gran América, mi madre me dijo para tranquilizarme que ella y yo habíamos superado la muerte de mi padre, y era cierto.
Pero recordaba los primeros meses, lo mucho que la necesitaba y su mirada perdida cada vez que trataba de hablar con ella. El sonido de la televisión al otro lado de la pared de mi habitación durante toda la noche y, cuando regresaba a casa del colegio, las cortinas corridas, la luz del porche encendida, el periódico en el escalón de la puerta y mi madre aún en camisón.
Yo no podía hacer lo mismo. Tenía que ayudar a mis niños a superar la pérdida.
Tenía que luchar contra Paige. Ganar dinero. Dejar de sudar. Calmar el dolor que sentía en el pecho. Respirar. Ni siquiera estaba respirando. ¿Por qué estaba sudando? ¿Tendría fiebre? Me dolía el pecho. Me dolía el brazo. Seguía sin poder respirar.
Y entonces lo vi claro: lo primero que tenía que hacer era ir al hospital.
El Memorial Hospital estaba a dos manzanas, pero me daba miedo seguir conduciendo, me daba miedo salirme de la carretera y atropellar a un peatón. Aparqué y crucé la calle y estuve a punto de que me atropellaran a mí. Seguía sudando y el dolor del pecho era insoportable. Era una mujer de treinta y cinco años, escuálida, que comía mucha verdura orgánica. Pero también era la hija de un hombre que había muerto a los cuarenta años de un infarto. Entré y me dirigí al mostrador de urgencias.
—Creo... creo que estoy sufriendo un ataque al corazón —hice saber con un hilo de voz.
La enfermera me miró y cogió el teléfono:
—Posible infarto. Mujer. ¿Treinta y...?
—Cinco —contesté.
En cuestión de segundos, estaba en una camilla, respondiendo a un montón de preguntas. Qué síntomas tenía, cuándo habían empezado, cuánto me dolía, a quién debían llamar...
¿A quién debían llamar? «A Joe —pensé—. Que llamen a Joe.»
—A mi marido —dije—. Pero está muerto.
Volvieron a preguntar a quién debían llamar. A Marcella no, pues los niños estaban con ella y mi madre estaba demasiado lejos. ¿A qué otra persona se podía llamar? A Lucy. Podían llamar a Lucy. Les di el número y mi tarjeta del seguro.
Cuatro horas y cinco pruebas después, el doctor Irving Boyle me explicó la sinuosa complejidad de una crisis de ansiedad y por qué yo era la candidata perfecta para sufrirla. Con su barba gris descuidada parecía más un profesor de filosofía que un médico.
—Su corazón está bien. —Se sentó en su taburete, se sujetó el bolígrafo detrás de la oreja y apoyó las manos en las rodillas—. Sólo está roto. La tristeza y la depresión pueden conducir a la ansiedad y ésta puede desembocar en la clase de ataque que ha sufrido hoy. La reciente muerte de su marido la está afectando mucho, tanto física como emocionalmente. La acompaño en el sentimiento. Le recomiendo un inhibidor de la ansiedad y posiblemente un antidepresivo que la ayude a superar este bache.
¿Este bache? Pero a juzgar por la expresión de comprensión de sus ojos, me di cuenta de que no estaba infravalorando la situación.
—¿Me está diciendo que la buena noticia es que no me voy a morir de un ataque al corazón y la mala es que no me voy a morir de un ataque al corazón? —Su expresión me impulsó a añadir—: Es una broma.
—En este sitio nos tomamos muy en serio las referencias al suicidio. Sobre todo, en personas que acaban de sufrir una pérdida importante, como usted. Entiendo que se sienta así, pero tiene que pensar en sus hijos. Tiene mucha vida por delante y muchos momentos felices.
Asentí.
—Lo sé. De verdad que lo sé. No pienso abandonar a mis niños por nada del mundo.
No le dije que querían arrebatármelos. Que la pena era sólo una parte de lo que sentía en esos momentos. Que sentía pánico ante la posibilidad de perder a Annie y a Zach. Me preguntó si estaba cansada y yo le pregunté si uno podía morirse por falta de sueño.
Me recetó Xamax para el sueño y la ansiedad. Le dije que por el momento no quería tomar ningún antidepresivo, que me parecía natural dejar que el duelo siguiera su curso. No estaba deprimida, le dije. Sólo cansada y triste.
Lucy me llevó a casa. Marcella les había dado la cena a los niños y les había puesto el pijama. La casa olía a parmesano y berenjenas —el plato favorito de Joe—, y a jabón de baño de Bob Esponja.
—Lo siento —me disculpé, pero ella le quitó importancia con un gesto de la mano.
—No te preocupes. Lo hemos pasado bien. ¿Qué tal estás? ¿Estás bien?
Yo le apreté la mano y asentí, pero no me sentía bien. Había pasado gran parte del día en el hospital, donde me habían dicho que había sufrido una crisis nerviosa. Que estaba como un cencerro. No muy distinta de Paige.
Annie entró corriendo, canturreando:
—¡Mami! ¡Mami!
No la veía tan feliz desde antes de que muriera Joe. La cogí en brazos. Que se pusiera tan contenta de verme fue como un bálsamo para mi alma.
—¿Puedo decírselo ya? ¿Puedo? —le preguntó a Marcella, que se encogió de hombros y se dio la vuelta mientras se quitaba el delantal—. ¡A ver si lo adivinas, mami!
—¿Has limpiado tu habitación?
—No, tonta. —Me revolvió el pelo. Últimamente lo hacía mucho. No estaba preparada para ese cambio de roles—. ¡Mamá nos ha invitado a Lost Vegas! ¡Quiere que Zachosaurio y yo vayamos a verla el fin de semana que viene!