31
El teléfono sonó finalmente. Eché a correr por el sendero de fotografías, «Esperad, niños», para cogerlo antes de que saltara el contestador.
Pero era David.
—¿Ella?, menos mal que has contestado. Escucha. ¿Recuerdas que te conté que Real Simple quería escribir algo, un artículo a doble página sobre la tienda y sobre ti?
—Algo me dijiste... pero creía que era el Sunset.
—Ellos también quieren hacerlo, pero en este caso se trata más de ti y de la tienda. Un artículo de interés humano. Da igual, no sé cómo se me ha podido pasar. Confirmamos la entrevista la semana pasada, pero con todo lo que ha ocurrido... Me llamaron de nuevo ayer, pero no escuché los mensajes del teléfono de la tienda y...
—¿Qué es lo que me quieres decir?
—Que están aquí.
—¿Aquí?
—En la tienda. Y les encanta. Están como locos. Tienes que venir ipso facto. Quieren entrevistarte y hacerte fotos con los... ¿Oye, podrían venir los niños un par de días?
—¿Qué?
—Mira, tienes que sacarme de este apuro. No sabes lo importante que es esto para mí, es una oportunidad increíble. Lo necesitamos, Ella. Fuiste tú la que me embarcó en este proyecto. No puedo entretenerlos mucho más. Les gusta la idea de hablar de una mujer que fue capaz de superar su dolor, de la limonada hecha con limones de verdad, que encaja a la perfección con el concepto tienda de ultramarinos transformada en establecimiento especializado en organizar pícnics. Arréglate el pelo de esa forma tan guay. Hasta ahora.
—¡David! —Pero ya había colgado—. Mierda —protesté—. Mierda, mierda, mierda.
Nunca me había sentido con tan mal aspecto. Por no hablar de las pintas que tenía. Me miré al espejo. Aún llevaba el albornoz de Paige encima de mi ropa. Tenía los ojos hinchados y el pelo estropajoso, como si me hubiera estado haciendo pruebas de peinados y se me hubiese quedado como algodón de azúcar. No parecía precisamente la mujer fuerte que ha superado su dolor.
Lo que realmente deseaba era hacerme un ovillo con mis fotos y esperar a que sonara el teléfono, esperar a oír un «Hola, mami». Pero David me necesitaba. Era lo menos que podía hacer, después de haberle jodido la vida a todo el mundo.
Me puse un vestido de flores de color verde pálido, el vestido que a Joe tanto le gustaba. Decía que era su «niña de las flores» cuando me lo ponía. Me mojé un poco el pelo de algodón de azúcar con un atomizador y me lo recogí con el precioso pasador que me habían regalado los niños el último Día de la Madre. Me lavé la cara y hasta me apliqué un poco de maquillaje, y lo completé todo con unos pendientes de plata y jade.
Pasé con mucho cuidado por encima de los senderos de fotos y, por algún motivo, me fijé en la tarjeta de identidad de Sergio. Me la guardé en el bolsillo.
La lluvia cesó tan rápido como había comenzado y los charcos del aparcamiento, que estaba rebosante, comenzaban a secarse gracias al sol. Una mujer morena, de pelo corto, vestida con unos elegantes pantalones de color crema y una camisa blanca impoluta, un par de tipos con cámaras profesionales y una chica más joven, con vaqueros y dos jarrones de gran tamaño, subían los escalones del porche de la tienda. Entré detrás de ellos. David me presentó a los fotógrafos, que me recordaron a Joe por la confianza con que sostenían las cámaras y los focos.
Mi cuñado se dirigió entonces a la mujer morena:
—Ella, ésta es Blaire Markham. Se encargará de escribir el artículo para Real Simple.
Blaire me sonrió y tendió la mano. Estaba tibia y yo se la estreché con la mía fría y sudada.
—Su historia es muy emotiva. Siento mucho la pérdida de su marido.
—Gracias. —Noté que me empezaba a sudar la zona del bigote.
—Queremos hablar de mujeres que desafían las circunstancias de su vida, mujeres capaces de crear por sí mismas un modo de vida único, que refleja su personalidad. Por eso la hemos elegido.
Yo asentí varias veces y me mordí la lengua para no soltarle un irónico «¡Ja!».
Joe padre y Marcella entraron en ese momento, con su ropa de domingo. Se quedaron junto a la zona de los juegos de mesa. Mi suegra se cruzó de brazos, con el bolso de charol negro colgándole del brazo. David se los presentó también a Blaire.
—¡Genial! —dijo—. Me encantaría hacer una foto con representantes de varias generaciones delante de la tienda, para ponerla al lado de esta otra. —Señaló la foto de Joe con su padre y su abuelo, colgada en la pared junto al delantal de Joe—. ¿Dónde están los niños? Nos gusta incluir muchas fotos de la familia en nuestros artículos para Real Simple, dado que siempre constituyen una parte fundamental de la historia.
—No es tan fácil —dije yo—. De hecho, es realmente complicado. —Solté una risilla nerviosa. En la habitación se produjo un denso silencio y, mientras Blaire esperaba a que le diera alguna respuesta, Marcella se adelantó y habló:
—¿Varias generaciones? Y una mierda. Ella no es mi hija. Y tampoco es la madre de mis nietos.
—Mamá, eso no es justo —dijo David.
—Puede ser, pero es la verdad. Además, ¿qué hace ella aquí? La tienda es para mis nietos, ya no le pertenece. Para ser una mujer tan decidida a decir la verdad a toda costa, en mi opinión se le han pasado por alto ciertos detalles importantes.
—Opinión que nadie te ha pedido. —Ahora era David el que se reía con nerviosismo. En ese instante, sonó el temporizador de la cocina y exclamó—: ¡Salvados por la campana! Galletas para todo el mundo. —Y, dicho esto, se fue a sacarlas del horno. Las dejó encima de una mesa, sirvió café y añadió—: Mamá, papá, sentaos. Ella, ven a la cocina. —Colocó una cesta de limones y una jarra encima del mostrador—. Podemos preparar limonada natural. Toma, aquí tienes el cuchillo.
Cogí el cuchillo. El limón se me resbalaba. Los fotógrafos ajustaron las luces, buscando el ángulo perfecto. Tratando de que saliera lo mejor posible.
—No puedo —dije.
—Ay, perdona. Ha sido culpa mía. —David me tendió otro cuchillo—. Éste está más afilado.
—No, David, me refiero a esto. Me refiero a fingir que las cosas son limonada y galletas cuando, precisamente en este momento, son horribles y están podridas. Me refiero a no hablar de lo que pasa en realidad para que la gente vea sólo lo que quiere ver.
Blaire sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo y puso la grabadora en funcionamiento, como si nosotros fuéramos personajes famosos y ella periodista del National Enquirer, como si a alguien le importara lo que nuestra familia estaba sufriendo.
—Ella, ¿tiene que ser ahora? —David me miró con la cabeza ladeada.
—Sí, tiene que ser ahora. —Me volví hacia Blaire—. Marcella tiene razón. Yo no soy la madre de Annie y de Zach, soy su madrastra. Su verdadera madre acaba de conseguir la custodia y se los ha llevado a Las Vegas. Mi marido se ahogó. Y, en cuanto a la tienda, lo que la ahogan son las deudas. Nos arriesgamos a reformarla y estamos intentando devolverle la vida, ya que no podemos devolverle la vida a mi marido. ¿Y ve ese cartel de ahí fuera? El de Life’s a Picnic. Bueno, la vida es un pícnic a veces. Otras no te queda más remedio que extender la manta sobre el suelo en un campo de concentración. —Saqué la tarjeta de identidad de Sergio y la agité en el aire—. Porque, ¿sabe usted?, al hombre que construyó esta tienda, un inmigrante italiano adorable y trabajador, que amaba este país y se vino a vivir aquí con toda su familia para empezar una nueva vida, lo tacharon de «enemigo extranjero» y lo mandaron a un campo de concentración durante la segunda guerra mundial. Sí, al parecer no sólo los japoneses sufrieron en sus carnes esta vergonzosa violación de los derechos humanos. Pero ¡nadie sabe nada porque nadie habla de ello!
Joe padre se levantó de repente y, señalando a la periodista con el dedo, se dirigió a Blaire Markham.
—Borre eso. —Ella asintió e hizo lo que le pedía. Entonces, Joe se acercó a mí con los ojos llenos de lágrimas y tendió la mano hacia la tarjeta—. ¿De dónde la has sacado?
—Estaba en una de las cajas del fondo del trastero.
—Nunca la había visto.
La cogió y volvió a sentarse. Entonces la abrió y fue como si se abrieran unas puertas que habían estado cerradas para Marcella y para él durante casi sesenta años. Los dos leyeron las páginas, llorando como magdalenas.
—Él ya no está, pero habría que contar su historia.
—¿Qué te importa a ti nuestra familia? —preguntó mi suegra.
—Marcella, ésta es mi familia. Ya lo sabes. Los dos lo sabéis.
Ambos se quedaron mirándome. David se acercó, me sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja y me puso las manos encima de los hombros.
—Ella es lo mejor que le ha pasado a esta familia. Tú misma lo dijiste, mamá.
Marcella asintió mientras se secaba los ojos con un pañuelo.
—El 21 de febrero de 1942 se llevaron a nuestros padres. ¡Al mío en zapatillas de andar por casa! Ni siquiera lo dejaron entrar a ponerse los zapatos.
Entonces comprendí su insistencia en que se los pusiera a Zach.
Blaire acercó el bolígrafo a la libreta, pero Marcella miró a Joe padre y dijo:
—Hoy no. Tal vez más adelante. Pero ahora quiero decir algo. Todavía recuerdo el cartel que había en la oficina de correos. Acababa de aprender a leer. Decía: «¡No habléis el idioma del enemigo! ¡Hablad americano!». Entonces tuvimos que aprender a hablar inglés. Dejamos de hablar italiano, incluso en casa. Nos sentíamos culpables.
Joe padre nos contó que más de seiscientos mil inmigrantes italianos se encontraban bajo vigilancia. Se producían registros en muchos de sus hogares.
—No podían alejarse de sus casas más de ocho kilómetros y no podían andar por la calle después de las ocho de la tarde, como si fueran niños.
Contó que miles de italoamericanos residentes en la costa fueron expulsados y tuvieron que irse a vivir a otra parte. El gobierno no se fiaba de lo que pudieran hacer tan cerca de una zona costera. Los que eran pescadores se quedaron sin trabajo. Algunos vinieron a Elbow.
—¿Regresaron a casa sus padres sanos y salvos? —preguntó Blaire.
—Sí y no —contestó Joe padre—. Papá regresó al cabo de veintitrés meses, pero no quedaba en él ni rastro de su carácter bravucón. Trabajaba aún más que antes, pero no quería hablar del tema.
—El mío —dijo Marcella, dándose unos toquecitos con el pañuelo alrededor de los ojos hinchados, como antes— regresó con un profundo sentimiento de vergüenza. Nuestra familia no volvió a ser la misma. Antes teníamos orgullo, estábamos orgullosos de Italia y de América. Y en cuanto a mi marido y a mí... —Marcella le puso la mano en la espalda a Joe padre y se inclinó hacia nosotros—. Cuando éramos niños, lo primero que le dije en la escuela fue —bajó la voz—: «¿También se han llevado a tu papá?». Él asintió. Y eso fue todo. No hablábamos del tema, pero... —Entrelazó los dedos con los de su marido—. Aquello nos unió. Era nuestro secreto. Pero nuestro secreto es ahora nuestra maldición.
—Mi hermano murió en aquella guerra —continuó Joe padre—. Uno les entrega a su hijo y a él lo tratan como si fuera el enemigo. ¿Y sabe qué hizo mi padre el Cuatro de Julio, justo después de que lo pusieran en libertad? Lo celebró con la mayor fiesta que se ha visto en esta ciudad. Así empezó la tradición de Elbow. Decía: «A ver si tienen valor de decir que soy el enemigo. Voy a ser el más patriota de este país».
—Te encantará saber que siempre pensé que el abuelo y tú decorabais la casa con más florituras que cualquier gay —dijo David.
Marcella se inclinó hacia su marido entre sollozos.
—Estamos malditos.
Él le acarició el hombro.
—Nuestro hijo Joe y ahora los niños... —Joe padre dejó las palabras en el aire. Tenía los ojos húmedos él también.
—Annie y Zach no están muertos —repuse yo.
Él negó con la cabeza.
—Ya lo sé, cariño, pero no están aquí. Nos los han arrebatado. Usaron la palabra «custodia» también con nuestros padres. Se los llevaron «custodiados». De nuevo el gobierno decide lo que hay que hacer.
Nos quedamos todos en silencio. Blaire Markham se levantó.
—Es evidente que no ha sido un buen momento para venir. Por lo que a mí respecta, nada de lo que se ha dicho aquí va a publicarse. A menos —miró directamente a Joe padre y a Marcella— que cambien de opinión. Les dejo mi tarjeta por si acaso. La suya es una historia importante y confío en que valoren la posibilidad de que salga a la luz.
Cuando los fotógrafos y ella se hubieron marchado, nos quedamos los cuatro sentados alrededor de la mesa, comiendo galletas, cansados, pero poco a poco nos íbamos sintiendo más cómodos en la mutua compañía. Intercambiamos abrazos y disculpas, y yo sabía que tenía que decirles lo que quería hacer.
Mientras daba vueltas y más vueltas por mi desquiciado laberinto, me habían surgido varias preguntas, como por ejemplo si los niños necesitaban a Paige. Y la respuesta era que sí. Pero me había surgido además otra cuestión y era si los niños seguían necesitándome en esos momentos, cuando ya tenían a Paige. También sabía la respuesta. Así que le dije a David:
—No quiero dejarte tirado, pero ¿crees que podrías ocuparte de todo durante unas semanas? Quiero arreglar esto. Quiero ir a Las Vegas.
—Yo también quiero que Annie y Zach vuelvan a casa, pero Ella... ¿de verdad crees que hay alguna posibilidad?
—Mirad —me volví hacia Marcella y Joe padre—, vosotros no leísteis las cartas. Paige sentía de verdad que tenía que irse, que no le quedaba más remedio. No quería abandonar a Annie y a Zach, ni tampoco a Joe, pero estaba muy enferma. Tenía el juicio nublado. Hizo lo que consideró mejor. Y después fue ignorada por completo, rechazada en su propio hogar. No podía ver a sus hijos. —Cogí una profunda bocanada de aire—. No fue algo tan distinto de lo que les ocurrió a vuestros padres.
Joe padre se irguió en el asiento.
—No se te ocurra...
—Joseph, basta —intervino Marcella—. Tiene razón. Esto ya ha ido demasiado lejos. —Le acarició la áspera mejilla—. Lo único que quiero es que vuelvan mis niños.
Metí mis cosas en dos maletas grandes y llené dos cajas con ropa y juguetes de los niños. También cogí las cartas de Paige sin abrir dirigidas a ellos y las guardé en la guantera del jeep. No sabía cuánto tiempo iba a estar fuera. Suponía que dos semanas como máximo. Mi plan consistía en conducir hasta Las Vegas y llamar a Paige cuando llegara. No podría negarse una vez que yo estuviera allí.
Lizzie me había dicho que cuidaría de las gallinas, y David y Gil me prometieron que pasarían a ver cómo estaban Cosa Uno y Cosa Dos. Estaba metiendo las cajas en el maletero cuando llegó David con un ramo de acianos como el que se iba a utilizar en la sesión de fotos, metido en una cesta de pícnic de la tienda —mi cesta de pícnic favorita— y me la dio.
—Mira dentro —dijo.
Estaba llena de las cosas que me encantaban: un bote con la sopa minestrone de Marcella, su mermelada —hecha con las moras que habíamos recogido Joe y yo con los niños en verano—, uno de sus sándwiches de ensalada de pesto y pollo y un hueso de caña de cordero para Callie.
—¿Sabe Marcella que has venido a darme esto?
—Me ha ayudado a meterlo en la cesta. Siento mucho lo de la entrevista. No debería haberte puesto en esa situación en estos momentos. Y lamento no haberte apoyado. He sido un idiota... centrado sólo en sacar la tienda adelante, en ser el salvador, en impedir que los niños se marcharan. Gil dice que he tenido la sensibilidad de un rinoceronte.
Saqué una lista y se la entregué.
—Lo siento —me disculpé—. Son un montón de cosas, lo sé.
—Lo cierto es que me encanta, El. Me encanta la tienda. Me encanta de verdad. Tenías razón. Quería ser quien estuviera al cargo. Estaba celoso de Joe. De cómo le entregaron el negocio en bandeja de plata, un negocio que él nunca quiso en realidad mientras yo daba saltos diciendo: «Yo, yo sí la quiero». Si no hubiera sido por ti y tu idea de montar Life’s a Picnic, ahora sería un tipo aburrido, casado con un hombre muy gordo.
Me eché a reír.
—Sí, Gil empezaba a estar rellenito de la forma en que lo estabas atiborrando.
—Por eso y por muchas otras cosas, te estaremos eternamente agradecidos. Y por eso hemos decidido darte esto. —Me entregó un sobre. Dentro había dinero. Un grueso fajo de billetes de cien dólares.
—David, no puedo aceptarlo. Conseguiré un trabajo temporal cuando llegue.
—No, tienes que centrarte en hablar con Paige, no en buscar trabajo. Lo del dinero se le ha ocurrido a Gil y es lo correcto. Te queremos y queremos ayudarte. Haz lo que tengas que hacer, pero consigue al menos que hable contigo. No tengas prisa. Yo me ocuparé de todo por aquí.
—No sé qué decir.
Callie llegó corriendo con lo que parecía un tocón pequeño de árbol en la boca. Pero cuando se acercó me di cuenta de que no era un árbol, sino el cráneo de algún animal. Se lo quité y miré los ojos huecos, los dientes amarillos que le quedaban, los restos secos y vacíos.
—Dios mío —dijo David al cabo de un minuto—. Podría ser Max.
—¿Max?
—El perro de Joe de cuando éramos pequeños. —David asintió y, a continuación, negó con la cabeza—. El abuelo Sergio lo enterró entre las secuoyas cuando yo tenía nueve años. Si lo hubieras visto en sus buenos tiempos... Un golden retriever enorme. Max era el dueño de Elbow. Iba por la calle parándose en cada casa. Todo el mundo lo conocía. Era como la mascota de la ciudad. Creía que viviría para siempre. Pobre Max. —Guardó silencio, perdido en sus recuerdos.
—¿Qué le ocurrió?
—Es una historia triste. ¿Joe no te...? —Dejó las palabras en el aire.
—No. Una cosa más para la lista, supongo.
Él asintió.
—Yo te lo contaré, pero no ahora, tienes muchos kilómetros por delante.
Los dos nos quedamos allí mirando el cráneo bajo el tibio sol. La brisa traía consigo el aroma de los árboles de la bahía, los arbustos de romero y los abetos de Douglas de la colina.
—Ven aquí. —Y entonces sí que David me dio uno de sus abrazos de oso—. Las cosas se arreglarán. Sólo hay que aguantar un poco. Te estaremos esperando. Yo me quedaré haciendo recuento de todas las cosas que no se han dicho en todos estos años. En qué medida era de mi homosexualidad de lo que no se hablaba y hasta dónde lo que se ocultaba era lo ocurrido a los abuelos Sergio y Dante. Campos de concentración, joder. Me parece que se acerca otra crisis de identidad... Será mejor que te vayas antes de que me suba al coche yo también.
Al salir de Elbow, tomé el desvío que llevaba al cementerio. Cogí el ramo de acianos del asiento trasero y dejé salir a Callie, pero sin perderla de vista. Lo último que quería era que se pusiera a escarbar allí precisamente. Rodeó las lápidas de las tumbas y se dispuso a hacerlo en una, pero la reñí.
—¡Callie! ¿Es que no tienes respeto?
Dejé las flores sobre la lápida de Joe y le dije a media voz:
—¿Te acuerdas de estas flores? Llevaba un ramo en el coche el día que nos conocimos, Centaurea cyanus. Entré en la cocina de tu casa con ellas y tú llenaste un jarrón de agua. ¿Te acuerdas? —Me arrodillé y me senté sobre los talones, esperando que me contestara. Pero dondequiera que Joe estuviera, no era allí—. Lo cierto es que todavía no me lo creo. Una parte de mí sigue esperando que aparezcas algún día. ¿No te parece extraño?
»Hay tantas cosas que no sabía de ti, cielo. Lo siento. Ojalá pudiéramos hablar... Voy a intentar arreglar todo esto. Arreglar la situación de Annie y de Zach. —Reseguí con el dedo las letras grabadas en la piedra. Joseph Anthony Capozzi hijo. Las mismas que él decía que se podían leer en mi brazo pecoso—. Te quiero, cariño. Me enfadé por algunas cosas, pero te quiero. Y voy a traerlos de vuelta. —Me llevé al jeep dos acianos del ramo y los sujeté en el parasol. Callie los olisqueó—. Por favor, no te los comas.
No volví a tocarlos en todo el camino a Las Vegas.
Conduje sin parar, pensando en los acianos. Después del quinto aborto, el médico me sugirió que caminara. No fue de mucha ayuda, pero yo lo hice de todos modos. Henry y yo ya habíamos decidido divorciarnos. No sabía qué otra cosa hacer, adónde ir, quién ser. Así que empecé a caminar.
Un día, al pasar junto a los extensos campos de flores de Encinitas, me fijé en un trabajador inmigrante que las estaba cortando. El hombre se detuvo y se me quedó mirando. Se acercó al borde, junto a la acera, un poco más allá de donde yo estaba. Cuando llegué a su altura, me dijo:
—Espere, señorita. —Entonces se agachó y, al momento, se incorporó de nuevo con un montón de flores entre los brazos, que me entregó con una sonrisa—. Para usted. Cójalas.
Yo me detuve, boquiabierta.
—No, yo...
—Por favor. Todos los días la veo triste. Apenada. Las flores son bonitas, ¿a que sí? Esperanza.[11] ¿Cómo se dice en inglés? Significan eso, esperanza.
Cogí las flores en los brazos, rebosantes como si fuera una niña. No pude evitar sonreír. Al día siguiente todos los trabajadores inmigrantes, incluido mi amigo, se habían ido. Hacia el norte, supuse. Y de repente quise estar con ellos, perderme en los campos de flores durante el día, charlar alrededor del fuego del campamento por la noche, siempre de un lado a otro. Una vida dura, pero llena de camaradería. Fue entonces cuando empecé a meter mis cosas en el jeep. En realidad, no iba a ir en busca del encantador inmigrante, la única persona que había sabido instintivamente cómo aliviar mi pena, pero sí que me lo tomé como una señal —algo que suelen hacer las personas cuando están desesperadas— de que tenía que hacer algo. Ir al norte, buscar mi verdadero norte. Trabajar siguiendo la pista de los salmones jóvenes en Alaska tal vez. Y aquel alocado impulso me había conducido a Elbow, a Joe, a Annie y a Zach. Igual que en ese momento creía que mi alocado impulso de ir a Las Vegas me iba a conducir a Annie y a Zach de nuevo.