12

Pese al susto que me había llevado con Paige, seguí adelante. Organizamos una reunión familiar. David ya había puesto al corriente a Joe padre y a Marcella, tanto de los planes para la tienda como de los problemas económicos que atravesaba el negocio. Joe padre fue directamente al grano:

—Ella, escúchame. No es la primera vez que esta familia tiene problemas. Poco después de que mi padre abriera los ultramarinos, tuvo que irse del país por motivos que escapaban a su control. Pero esta ciudad hizo piña en torno a mi madre y la ayudó, y la tienda y la familia sobrevivieron. Ese negocio es de mi padre, es el legado de nuestra familia. Y algún día será para Annie y Zach. —Me cogió por los hombros y me miró a los ojos—. Madre y yo haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudarte a salvar la tienda. Tenemos algo de dinero ahorrado por si venían mal dadas. Te ayudaremos con la reforma. Es por nuestros nietos. ¿Qué abuelo se negaría?

Ojalá Joe hubiera sabido que su padre reaccionaría así.

Lo único que él y yo teníamos en orden era nuestro testamento. Lo habíamos redactado cuando nos casamos. Joe me dejaba a mí la tienda con la condición de que me ocupara de Annie y de Zach si algo le sucediera. En la reunión familiar accedí invertir la mayor parte del capital del seguro y a cederles participaciones en el negocio a Marcella, a Joe padre y a David. A cambio, ellos pondrían el dinero de la reforma, en la que se incluía la construcción de una cocina profesional. Al principio, los beneficios serían escasos, pero todos lo veíamos como una inversión.

Además, estábamos de acuerdo en que nos venía bien meternos en un proyecto ambicioso y en que lo haríamos para honrar a Joe. David le dio unas palmaditas a su madre en el brazo y dijo:

—Será un honor ser el chef, pero sólo con ayuda de mamá.

Marcella estaba resplandeciente. No la había visto tan feliz desde antes de que perdiéramos a Joe.

Yo quería contarles los planes a Annie y a Zach, de modo que, pocos días después de que acordáramos los detalles del proyecto, me los llevé de pícnic.

Cuando Joe vivía, era él quien se ocupaba siempre de la planificación, el que llegaba a casa un día y decía: «Vamos». El elemento sorpresa siempre estaba presente. Le encantaba sorprendernos, sorprenderme a mí sola a veces. Les pedía a sus padres que se quedaran con los niños y reservaba habitación en alguna casa rural en Mendocino o preparaba las cosas en la camioneta para irnos de acampada. Yo nunca lo veía venir.

Sus sorpresas eran un poco caleidoscópicas, en el sentido de que había algo nuevo a cada paso. Una excursión en coche nos llevaba a parar en una casa rural, que a su vez nos llevaba a una cena, que a su vez nos llevaba a quedarnos a dormir, que a su vez se convertía en un fin de semana fuera, con pícnics, ropa de recambio, libros y termos llenos de té caliente.

No solían ser viajes caros; su padre o él conocían a los dueños, siempre había algún tipo de relación que significaba grandes descuentos y postre extra.

Las pocas veces que yo había intentado sorprenderlo, había dejado a la vista alguna pista delatora, un número de teléfono en la encimera o un mensaje de la tienda de fotografía. Él, en cambio, siempre borraba sus huellas. Una vez le dije en broma: «Se te da muy bien borrar huellas. Será mejor que no estés teniendo una aventura».

Saqué a Zach de su sillita del coche, pensando aún en el cuidado con que Joe planeaba sus sorpresas, en lo mucho que me había gustado eso de él y en cómo, en su momento, supe que eran precisamente esas sorpresas las que habían hecho posible nuestra historia de amor, aunque ésta se desarrollara en torno a unos niños emocionalmente necesitados. Citas románticas por sorpresa, tiempo para los dos solos; saber que yo le importaba lo suficiente como para hacer todos esos planes. Y, con mi distracción, yo era el blanco perfecto para las sorpresas. Distracción que me llevó a pensar que las cosas iban bien cuando no era así.

Me correspondía a mí planear las salidas y fijarme en cosas en las que nunca había reparado antes. Callie nos precedió sendero abajo hasta Quilted Woods, un lugar sagrado para Joe y para mí, que no incluiría en el mapa de los pícnics. Se trataba de una propiedad privada, pero a los dueños no les importaba que los habitantes del pueblo entráramos. Habían construido incluso una plataforma de madera para que la gente llevara a cabo representaciones o celebrara bodas a la sombra de las secuoyas.

Me encantaba la forma en que éstas crecían, en círculo. Se reproducían a través de chupones —brotes que arraigaban en la tierra dando lugar a un nuevo ejemplar— que absorbían los nutrientes de las raíces de la secuoya madre aun después de que ésta hubiera muerto... cientos, incluso miles de años antes. Si se apartaran esos brotes jóvenes del árbol madre y se intentaran trasplantar en otra parte, lo más probable sería que se secaran y muriesen.

Los niños fueron corriendo al escenario mientras yo extendía la manta en un claro. Al amparo de las secuoyas crecía todo un bosque de abetos de Douglas, cicuta oriental y roble negro. El musgo alfombraba las rocas y los troncos de árboles caídos, entre los cuales se extendía una amplia colección de plantas: helechos, corazones sangrantes, oxalis y jengibre salvaje entre otras muchas. Una vez, estando solos y después de haber bebido un poco más de la cuenta, Joe y yo hicimos el amor entre aquellos árboles. Yo llevaba una falda larga que nos cubrió a ambos cuando yo me puse encima. Él me desabrochó la camisa. Recordaba la suave y cálida luz del sol y sus manos en mis pezones, lo duro y grande que estaba cuando me penetró muy lentamente. Noté un aguijonazo en el corazón que no había notado desde que murió.

Un pájaro, una hembra de chorlito gritón de pecho blanco a franjas negras, como si llevara collares, me vio y empezó a fingir que tenía una ala rota. Caminaba a pasitos cortos, arrastrando el ala por el suelo. Avanzó un poco más. Qué buena actriz. Sus polluelos debían de andar por allí cerca y trataba de distraerme. Ojalá fuera así de fácil con Paige. Fingir que me había roto el brazo y que por arte de birlibirloque se olvidara de los niños.

Los niños.

Me levanté de un salto. Annie y Zach no estaban. Miré hacia el puente; les gustaba lanzar palitos y correr al otro lado para ver cómo los arrastraba la corriente. Tampoco estaban allí. ¿Y Callie? Los llamé, pero no me contestaron. El arroyo no era lo bastante profundo como para que se ahogaran, en caso de que hubieran resbalado en el agua. ¿O sí? Eché a correr gritando su nombre. Tampoco se oían los ladridos de Callie.

Los encontré más allá del puente. ¿Cuánto tiempo había pasado rememorando la ocasión en que Joe y yo hicimos el amor en el bosque? ¿O mirando al chorlito? Estaban lanzando puñados de moras al aire, gritando entre risas:

—¡Allá voy! ¡Allá voy!

—¿Qué estáis haciendo?

El miedo y la reprimenda que tenía preparada se esfumaron. Además, no quería que Annie se diera cuenta de que por un momento se me habían perdido y que luego se lo contara a Paige. Pero ¿qué estaban haciendo? Incluso Callie los observaba, sentada, con la cabeza ladeada en señal de asombro.

Siguieron cogiendo moras, ajenos a las espinas, mientras regueros de zumo y sangre de los arañazos bajaban por sus brazos. Annie se rió otra vez.

—¿No lo sabes? Le estamos mandando moras a papi.

—¡Al cielo! —gritó Zach—. ¡Yo algún día iré al cielo a hacerle una visita! ¡Con Thomas la locomotora!

—En realidad le estamos mandando Rubus fruticosus —dijo Annie, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.

Era de las primeras palabras en latín que me había enseñado mi padre. Y yo se la había enseñado a Annie, quien, como yo, tenía muy buena memoria.

Más tarde, comiendo, les dije que pretendíamos convertir la tienda en un sitio con cestas de pícnic, comida muy buena y juegos para la gente. Les recordé que la tienda la había fundado el abuelo de papá, que siempre había pertenecido a la familia y que había pasado a ser nuestra, del tío David, de nonno y de nonna. Les dije que la tienda siempre nos recordaría a papá. Y que, a partir de entonces, ellos también pasarían a formar parte de ella, porque iba a necesitar su ayuda, y que, algún día, cuando fueran mayores, el negocio sería suyo si querían.

—A papi le encantaban los pícnics —comentó Annie.

—Sí.

—¡Papi era el caballero de los pícnics! —exclamó Zach, levantándose de un salto mientras yo intentaba que el contenido de un par de vasos no se derramara sobre la comida.

—Sí que lo era.

—Mami —dijo—, yo también quiero ser un caballero de los pícnics. ¿Puedo ponerme la manta de capa?

—No, amiguito, no puedes.

—¿Porque está toda la comida encima?

—Exactamente por eso. Eres un caballero muy listo.

—¿Aunque no tenga capa?

—Aunque no tengas capa.

Comenzamos de inmediato a vaciar la tienda. La familia al completo vino a echar una mano: tías, tíos y primos. El fin de semana siguiente, prácticamente todo Elbow se presentó allí para ayudar. Saqué cajas llenas de productos envasados y desmonté estanterías hasta que me dolieron los brazos y las piernas, y al día siguiente hice lo mismo. Frank colaboró ayudando a la cuadrilla que estaba fabricando una especie de invernadero detrás del almacén, para guardar los productos en invierno, cuando la lluvia echaría para atrás hasta a los amantes del pícnic más entusiastas.

Me dijo que estaba deseando tomarse un café junto al fuego por las mañanas. Los dos nos quedamos mirándonos a los ojos durante bastante rato; en los suyos resultaba patente lo mucho que echaba de menos a Joe. No nos habíamos visto mucho desde que éste murió. Se había pasado por casa alguna que otra vez, pero nos habíamos sentido incómodos y tristes. Los dos echábamos en falta a la misma persona y ninguno podía ocupar su lugar en la vida del otro.

Incluso Lizzie vino a la tienda con una nevera portátil llena de bebidas frías y cosas para comer. Me saludó con la cabeza, pero habló con David, no conmigo, y al final se fue, despidiéndose con la mano y abrazando a éste y a aquél. Me preguntaba si habría hablado con Paige y se habrían estado riendo de mi pregunta acerca de cuáles eran sus intenciones.

Paige había vuelto a llamar para hablar con Annie, pero sólo unas pocas veces más desde nuestra conversación; confiaba en que fuera a mantener un poco más las distancias. Al menos, eso era lo que yo me decía una y otra vez.

Al principio, el hecho de estar desmantelando la tienda de Joe era como tener encima una losa pesada y fría como la niebla de la mañana y nos movíamos con reticencia, sin hacer ruido. Me preguntaba por qué no lo habíamos hecho antes, los dos juntos; por qué había tenido que morir él para que nos decidiéramos a darle una solución a aquel asunto. Pero mi humor se aligeró cuando comencé a sentir que Joe nos animaba. Comprendí lo que debió de significar para él sentir que el negocio se le escapaba de las manos, que la tienda había empezado a representar el fracaso y que, tal vez, se sintiera aliviado viéndonos trabajar desde dondequiera que estuviera. Puede que hasta se sintiera orgulloso.

Estaba descolgando de la pared las fotos familiares cuando Joe padre se me acercó y me dijo:

—¿Dónde las vas a poner?

—No estoy segura, pero desde luego en un lugar destacado. ¿Dónde crees que debería ponerlas?

Él me cogió una foto de las manos. Era una imagen antigua en blanco y negro. Alguien había escrito en una esquina: «Ultramarinos Capozzi, 1942». La abuela Rosemary estaba de pie con dos chicos, delante de la tienda.

—¿Cuál de los dos eres tú? —le pregunté.

Él señaló al más joven, un niño de unos siete u ocho años, con la gorra torcida y la cara sucia. El otro estaba ya en la adolescencia.

—No sabía que tenías un hermano mayor.

Él asintió.

—Murió en la guerra. Luchando por su patria.

—Lo siento. Debió de ser difícil para ti. —Él volvió a asentir sin dejar de mirar la fotografía—. ¿Y dónde está el abuelo Sergio? ¿Fue él quien tomó la foto?

Mi suegro negó con la cabeza.

—No. Mandó a su hijo a luchar contra Italia, pero él aún no era ciudadano americano, así que...

Levanté otra foto fechada también en 1942.

—Tampoco está en ésta.

—No, cariño. Mi padre no estaba cuando se hicieron estas fotos... Como ya te he dicho, tuvo que ausentarse un tiempo.

Se habían tomado cuando Sergio estaba en el campo de concentración. Lo sabía, pero no pregunté. Joe padre me devolvió la foto, dio media vuelta y salió por la puerta. Lo comprendía. Yo había crecido en una familia que no hablaba sobre determinados temas y me sentía más cómoda no haciendo preguntas.

Repasé las fotos enmarcadas hasta que llegué a una tomada en el mismo porche de entrada, con Sergio, Joe padre y Joe, que no era más que un bebé. Tenía los brazos levantados, como si estuviera a punto de dirigir una orquesta. Los dos hombres lo miraban con una sonrisa.

Me obligué a levantarme a la mañana siguiente para hacer las cosas que tenía que hacer, pero también algunas otras que me encantaban. Cumplí con mi trabajo en la tienda y también pasé tiempo con Annie y Zach. A veces, en momentos que se me antojaban una bendición, combinaba ambos aspectos dejando que ellos me ayudaran a reponer las estanterías, decidiendo qué lugares de pícnic deberían aparecer destacados en el mapa de Life’s a Picnic, que Clem Silver había aceptado dibujar. Incluso se había aventurado a reunirse con nosotros.

En la tienda, yo seguía ideando pequeños trabajos para los niños y a ratitos me sentaba con ellos, en un descanso entre lijar, pintar y martillear. Me resultaba extrañamente satisfactorio ensuciar para luego limpiarlo. Intentaba no pensar en nada más que en lo que tenía entre manos, ya fuera preparar ensalada de gambas con curry de mango o decidir el diseño de un collar de cuentas, y me dedicaba a ello: primero dos cuentas de madera de color azul, después tres de cristal de color verde y finalmente una plateada. Sin sorpresas. Tan predecible como el tiempo que pasaba. Hasta que, en un momento determinado, tiré demasiado fuerte, el cordón se rompió y todas las cuentas salieron rodando y acabaron debajo del mostrador frigorífico, de modo que las que pude recuperar me dieron sólo para una pulsera. Entonces recordé que incluso el tiempo, especialmente el tiempo, distaba mucho de ser predecible.

Nos ocupábamos también del huerto, de donde recogimos más verdura de la que podíamos consumir. Llené bolsas con alcachofas, tomates, albahaca y más cosas para Marcella y David, que lo incluyó entre sus creaciones culinarias para la tienda.

Preparé polos de fruta para Annie y Zach como mi madre hacía conmigo con sus viejos moldes de plástico de Tupperware. Incluso rellené vasos de papel con comida para perros y una pastilla de caldo de pollo y los congelé para Callie. Me había puesto a la altura de la situación como nunca antes. Desde luego, como Paige no lo había hecho ni podría hacerlo nunca, me decía a mí misma. Era la imagen de anuncio de la viuda-madre-salvadora de nuestro negocio-amante de los perros perfecta.

Pero entonces, algo me recordaba que en realidad yo no era nada de eso.

Un día, abrí el congelador y me encontré una de las figuritas de juguete de Zach dentro de un vaso de plástico, convertida en un bloque de hielo. Batman yacía allí helado, enmascarado e inmóvil, con el brazo derecho extendido hacia mí, pidiéndome que lo liberase. Zach entró corriendo, sudoroso y lleno de manchurrones. Quería zumo de manzana. Le di el polo humano y entonces me dijo:

—Mr. Freeze lo aniquiló.

Durante días, cada vez que abría el congelador me entraba una nueva víctima de Mr. Freeze en una fuente o en algún recipiente de plástico: Spiderman, Superman, Robin. Al parecer, ni siquiera los malos como el Joker o Catwoman escapaban a la máquina heladora de Mr. Freeze.

Los fui dejando allí, pero al poco tiempo no quedaba sitio en el congelador para nada más.

—Zach, cielo, ¿para qué quieres todos esos muñecos congelados? Nos estamos quedando sin sitio.

Él se encogió de hombros.

—Yo no puedo hacer nada. El doctor Solar tiene que venir a rescatarlos.

Cuando le pregunté cuándo calculaba que aparecería el tal doctor Solar, se limitó a mirar por la ventana hacia la despejada mañana.

—Probablemente hoy.

Más tarde, estaba tendiendo ropa, admirada de lo bien que lo había hecho la abuela Rosemary en ausencia de su marido —parte de mí sentía la tentación de fingir que Joe estaba retenido en un campo rodeado de alambre de espino y no enterrado bajo tierra—, cuando oí un grito que me produjo un escalofrío, pese a que estaba a pleno sol. Era Zach. Salí corriendo y lo vi de pie en el porche de atrás, con la cara roja, llorando a moco tendido.

—¡Mira lo que me has hecho hacer! —sollozaba.

En el suelo, bajo los rayos directos del sol, estaban los siete recipientes de plástico que Zach había dispuesto en fila, con las figuritas de juguete dentro, flotando boca abajo en el hielo derretido.

—¡Se han AHOGADO todos!

—Oh, tesoro... —¿Cómo no había pensado en ello?

—¡Y ahora están MUERTOS! ¡Y ya no volverán nunca más! Ni siquiera cuando sea mayor.

Yo sólo deseaba poder salvar todas y cada una de las figuras enmascaradas, desde Caped Crusader hasta Boy Wonder. Vacié el agua de los recipientes y le recordé a Zach que, al fin y al cabo, todos tenían superpoderes, así que seguro que podrían desafiar una muerte prematura. Él se había pasado horas jugando con aquellos juguetes a diario, y quería que siguiera disfrutando de ellos. Pero Zach insistió en que tenía que enterrarlos. Quería que les hiciéramos un funeral. Y yo no fui capaz de solucionar aquella crisis, porque tampoco podía solucionar todo lo demás.

Así que lo abracé mientras él sollozaba y lo ayudé a enterrar los cuerpos de plástico detrás del gallinero. Zach no volvió a preguntarme cuándo regresaría su papá.

Poco a poco, y después cada vez más, empezó a comprender la diferencia entre la muerte de Joe y la desaparición de Paige y la interminable estela de adioses de una vida.