10
—¿Life’s a Picnic?[6] ¿No te parece un poco irónico, teniendo en cuenta las circunstancias? —Lucy estaba de pie delante de la encimera de mi cocina, sirviendo una copa de vino para David y otra para mí, un pinot noir suave del viñedo que tenía en Sebastopol. La etiqueta mostraba un terrier escocés negro atrapando un frisbee con los dientes sobre un fondo blanco. Me encantaba aquella etiqueta. Los viñedos se estaban poniendo creativos de repente. ¿Por qué no podían hacer lo mismo las tiendas de comestibles?
—¿Otra historia de limonada hecha a base de limones de verdad? —preguntó David.
—Exacto —confirmé yo—. Sólo que nosotros tenemos sándwiches para acompañar esa limonada, y ensaladas y relleno para sándwiches... todo hecho con verduras orgánicas de la zona, por supuesto, y también preciosas cestas de pícnic, mapas y mantas.
Hablaba como un entusiasta anunciante en un programa de radio, pero tenía que conseguir que vieran que podía funcionar. Y tenía que conseguir que David me ayudara a que funcionara.
Lucy y David eran mis mejores amigos. Mucho antes de que yo los conociera, habían intentado acostarse. Estaban en el instituto, cuando David aún trataba de convencerse de que era hetero. Me explicó que todas sus dudas desaparecieron aquella noche. Si Lucy no podía convencerlo con sus largas pestañas negras, su piel de alabastro y sus asombrosos pechos, ninguna mujer podría. Por su parte, ella me contó que tenía intenciones de quedarse soltera hasta que George Clooney le pidiera que se casara con él.
—Antes de que se me olvide, tenéis que venir al viñedo otra vez —dijo Lucy, sentándose en el sofá—. Está precioso. Absolutamente... De acuerdo, Ella, ¿de qué estabas hablando? ¿De limones?
David hizo girar el vino en su copa y la levantó para verla mejor a la luz.
—En boca, vibrante y refrescante. Notas de mora y ruibarbo con un final persistente y largo. Sí. La vainilla y las especias le dan un adorable toque de complejidad. Excepcional, Lucy, en serio.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé. Cuando quería, David podía ser un esnob adorable.
—Me siento más cómodo si me llamas David a secas. —Separó una mano y se miró atentamente las uñas—. Casi lo estoy viendo... pícnics entre los frutales, las viñas, las secuoyas, junto al río, a lo largo de la costa, lo tenemos todo. Uniendo fuerzas con otros negocios para invitar a los turistas a pasar el fin de semana en el hotel rural de Elbow, a disfrutar de una cena de estilo familiar en Pascal’s o Scalini’s, y de un pícnic inolvidable en el paisaje natural que cada uno elija. Ya no se trata sólo de ir a catar vinos... Pero no es fácil, El. Y parece bastante caro.
Los había llamado y les había llenado la cabeza con mis ideas de transformar la tienda de ultramarinos en un establecimiento dirigido en su mayor parte a los turistas, un lugar donde detenerse a comprar todo lo necesario para un espléndido pícnic. Venderíamos cosas que no se pudieran conseguir en los grandes supermercados. Todo sería artesanal y orgánico, elaborado en la zona. Poniendo el acento en los productos italianos, pero no exclusivamente. Imaginaba también cocina de California e influencias pacífico-asiáticas. Tendríamos una selección de aceitunas y algunos de los sándwiches y las ensaladas de Marcella, desde la de remolacha baby con zumo de naranja y achicoria hasta la clásica de patata, perfectas para un pícnic. El pan de la panadería de Freestone, por supuesto. Una excelente selección de vinos, con la presencia de un viñedo invitado cada semana, que ofrecería catas en la tienda los sábados y los domingos. El de Lucy sería el primero. Confiaba en que David quisiera formar parte del proyecto como chef a jornada completa. Y contaríamos con mapas detallados de las principales zonas de pícnic, magníficamente ilustrados por nuestro solitario artista local, Clem Silver, algo que me costaría lo suyo conseguir, pero que estaba dispuesta a intentar.
Sí, la tienda pasaría a llamarse Life’s a Picnic, un nombre algo irónico tal vez, un poco como enseñarle el dedo corazón al destino. A la mierda la viudedad. A la mierda no tener seguro de vida. A la mierda las notificaciones de cobro de deudas. Encontraría la manera de hacerlo. Además, tenía miedo de salir de casa para ir a trabajar, con Paige que podía estar acechando en cada esquina. Tenía que encontrar la manera de trabajar y tener a los niños cerca. Salvar la tienda se me antojaba una necesidad por muchos motivos, algunos de los cuales me daba miedo mencionar, incluso para mí misma; ni que decir tiene contárselos a Lucy y a David.
Éste se quedó mirando la copa vacía. Alargué la mano hacia la botella para servirle un poco más y entonces dijo:
—Lo entiendo. Rústica sofisticación. Aquello por lo que esta zona es conocida. Buen vino, mantas de cáñamo para ir de pícnic, caviar y brotes de alfalfa. Pero no sé... No me hace mucha gracia morirme de hambre. ¿Crees que de verdad ganarías, bueno, ya sabes, dinero? —preguntó—. ¿Qué es eso?
Seguí su mirada hacia la ventana y vi que un ratón se alejaba correteando por la barandilla del porche. A plena luz del día.
—Necesitas un gato cazador.
—David, no necesito ningún gato. No es más que un ratoncito.
—Tesoro, se multiplican. —Me miró fijamente, pero yo no dije nada. Suspiró—. Parece que conocer ese dato hoy no nos va a ayudar en nada, aunque nos permite enlazar con la siguiente cuestión: tenemos que hacer números.
A David y a Lucy se les daban bien los números. Ella se había comprado un viñedo con lo que había ganado en una bodega de despacho de vino. David trabajaba como planificador de medios en una agencia de publicidad en San Francisco, pero cuando Gil se vendió su empresa punto com para vivir tan contento haciendo labores de voluntariado en un albergue de animales, se compraron una preciosa casa en la parte alta del río y David pronto se cansó de las dos horas de viaje hasta la ciudad, así que dejó su trabajo y se puso a buscar algo que le pillara más cerca. Pero no podía decirse que las agencias de publicidad abundaran en la zona.
Todo el mundo era consciente de que tenía que encontrar algo que hacer. En Pascua, Gil me había dicho, sin que nadie lo oyera:
—He engordado cuatro kilos en un mes. Prepara tres comidas de gourmet con postre, incluso para desayunar, todos los putos días. Ese hombre tiene que buscarse un trabajo.
Y entonces yo tenía el trabajo indicado para él. Sólo tenía que convencerlo de que era una buena idea.
Sonreí, tratando de transmitir seguridad y confianza.
—Sí, podemos ganar dinero. Tú tienes contactos. Podrías meternos en todas las bodegas y tiendas gourmet de la costa Oeste.
Él asintió. Hizo girar de nuevo el vino en su copa.
—Ya conocías a Joe. Era un purista en todo lo relacionado con la tienda. Odiaba cualquier cosa relacionada con el turismo.
—Lo sé. Y esa actitud suya nos estaba llevando a la ruina.
—Tiene razón —terció Lucy.
—En lo que estoy pensando es en un establecimiento con clase, David, no en una horterada. Pero tampoco quiero que sea algo esnob. La comida sería casera y preparada con productos de la zona, un guiño importante a lo que fundó el abuelo Sergio. A Joe eso le gustaría.
Lucy asintió.
—Desafortunadamente, con el viñedo me he quedado pelada, pero creo que la idea es buena. Y me gustaría ayudar de cualquier otra manera. —Se acercó y me abrazó.
David se terminó el vino y dijo:
—No sé.
—Oh, venga ya, David —bromeé—. ¿No querías la tienda para ti cuando erais pequeños? ¿No había en ello un poco de rivalidad entre hermanos? Ya sabes, Ultramarinos Davy.
Se puso rojo como las granadas que había puesto en una fuente en la encimera.
—¿Cuánto tendría?, ¿cinco años? Se me pasó más o menos la obsesión cuando dejé de ponerme calzoncillos de Winnie the Pooh porque Joe decía que eran los calzoncillos de hacer caca.[7] —Se levantó—. Pensaré en ello. Pero tengo que ver los detalles económicos negro sobre blanco.
«Querrás decir rojo sobre blanco», estuve a punto de decir, pero no lo hice.
Pasé el resto de la semana extendiendo catorce exiguos cheques acompañados de sendas notas en las que prometía enviar más en cuanto me fuera posible, al tiempo que buscaba el modo de convencer a David de que era una buena idea montar la tienda del pícnic. Estaba de acuerdo en que sería un poco demasiado turística para el gusto de Joe, pero él mismo había dicho cuánto le gustaría recuperar el encanto original del negocio que fundó el abuelo Sergio. Seguro que valoraría nuestra oda a los pícnics.
Tenía que convencer a David de que seguir con la tienda abierta y conseguir que diera beneficios era una manera de rendir homenaje a esa historia. Necesitaba a mi cuñado. Yo podía llegar a la familia con mi entusiasmo, pero él podía llevar el asunto un paso más allá. Estaba desesperada y eso que aún no le había contado lo del seguro de vida a nadie.
Iba a necesitar el apoyo de la familia, eso fijo. Lo que significaba revelarle a todo el mundo el calamitoso estado de las finanzas. Sabía que debería haberlo hecho antes, pero me parecía un poco una traición. Tenía que hablar con Joe.
Una noche, cogí el teléfono y marqué el número de la tienda. Lo había hecho otras veces, muchas, sólo para oír su voz, para oírlo decir: «Gracias por llamar a Ultramarinos Capozzi. Ahora mismo estamos atendiendo a un cliente. Deje su mensaje y le llamaremos lo antes posible».
Pero esa vez era diferente. Esa vez llamaba para hablar con él de verdad. Parte de mí, el brazo y los dedos al menos, olvidaron por un momento que Joe estaba muerto y cogieron el teléfono y marcaron para que pudiera decir: «¿Qué debería hacer, cariño? Ven a casa a cenar —he preparado lentejas—, juntos buscaremos la solución. Ah, sí, ¿podrías traer un poco de café?».
Pero cuando saltó el contestador automático, su voz me transportó de nuevo al presente. Colgué y luego lo levanté de nuevo. El sonido de la línea, plano y sin vida, me zumbaba en el oído, en la cabeza, en la garganta, en el corazón. Cambiar el concepto de la tienda significaría cambiar también la grabación del contestador automático, algo que aún no había sido capaz de hacer.
Una semana después, David, Lucy y yo fuimos a visitar el viñedo de ésta. Paseamos colina arriba entre las hileras de vides que parecían saludarnos con los brazos abiertos bajo el sol de la tarde. Mi amiga adoraba aquel lugar del planeta y la llenaba de emoción compartirlo con nosotros en todas sus fases. Llevaba botas de trabajo y un sombrero de ala ancha, y acariciaba amorosamente las uvas y las vides mientras hablaba.
—Las uvas pinot noir empiezan a pasar del verde al morado. Si miráis con atención, veréis que cada uva muestra diferencias en la intensidad de color. ¿A que son preciosas? —Nos dijo que ese proceso se llamaba «envero». Era también la época en que se procedía a descargar de hojas las cepas para controlar el crecimiento vegetativo—. Cuanto más sol les dé a estas preciosidades, más seco y sabroso será el vino. En otoño estarán gorditas y listas para el estrujado. —Mencionó también la palabra «terroir», término de moda, empleado por viticultores y enólogos y en constante debate.
—«Terroir» se refiere al sentimiento de percepción del entorno de un vino que nos provoca éste cuando bebemos una copa. Esta colina tiene historia. —Lucy extendió las manos como si estuviera dando gracias—. Está el clima, pero también el hecho de que reciba los rayos oblicuos del sol. Y la geología, las capas y capas de roca y ceniza volcánica que se han ido acumulando aquí durante millones de años. Los materiales originales se han ido descomponiendo para dar lugar al suelo que tenemos hoy en día, con sus minerales y su equilibrio químico.
—Yo tengo de eso —dijo David—. Ah, no, espera, lo mío es desequilibrio químico. Perdón, continúa.
Lucy puso los ojos en blanco.
—Como iba diciendo, «terroir» es la expresión de la tierra de la que nacen las uvas. Otros dicen que se trata de viticultura, de la influencia del cultivo en la uva. Pero también del modo en que se podan las cepas, del tipo de barricas que se usa, del proceso de hacer el vino al completo. Y hay quien dice que «terroir» lo es todo, desde lo ocurrido hace miles de años hasta el momento en que se descorcha la botella.
—Siempre he creído, y esto puede sonar raro, que Annie y Zach están impregnados de este lugar, de Elbow. Siempre me dan ganas de aspirarlo. Debe de ser su terroir.
—¿El terroir de la gente? —planteó Lucy—. Ya puedo oír el debate que se va a generar. Continúa.
—Es... Noto en ellos el olor de la tierra, de este lugar, en su pelo, en los pliegues de su cuello, en las yemas de sus dedos. Ese maravilloso olor a arcilla mezclado con el humo de la leña, los robles autóctonos y las secuoyas, el romero y la lavanda. Y vale, un poco de ajo de estar en casa de Marcella... No sé, tratar de explicarlo me resulta extraño.
David me dio unas palmaditas en la espalda.
—Nada que no se solucione con un buen baño.
—¡Ja, ja! Muy gracioso.
—No —respondió él—. La verdad es que entiendo lo que quieres decir. Y hasta podría ir un paso más allá: he estado pensando en tu idea de reformar la tienda.
—¿Sí?
—El abuelo Sergio murió hace años, pero para mí el establecimiento sigue oliendo a él cuando entro por la puerta, es un olor tenue, pero sigue estando presente. Sobre todo en el despacho. El olor de su tabaco con aroma a cereza, mezclado con la colonia Old Spice que solía utilizar papá.
—Nada que no se solucione abriendo una ventana —dijo Lucy.
—Touché. —David negó con la cabeza—. Pero no, el olor no se iría. Nada puede llevárselo. Aunque cambie, aunque se reforme y se transforme en otro tipo de tienda, seguirá siendo Ultramarinos Capozzi. Uno seguirá percibiendo la historia de la familia al entrar. Puede que incluso más por los guiños a la madre patria, como solía decir el abuelo. Eso es lo que importa. Si no le damos una oportunidad a la idea de Ella, probablemente tengamos que deshacernos del negocio y entonces sí que perderíamos todo aquello por lo que mi abuelo, mi padre y mi hermano trabajaron tantos años.
Me daba miedo decir nada. Era como si un hechizo nos hubiera alcanzado sobre aquella colina roturada por surcos simétricos, rodeados de nudosas vides y uvas jóvenes.
—El cambio puede ser bueno —prosiguió David—. Yo siempre le estaba diciendo a Joe que dejara de combatir el turismo. Que se alegrara de que existiera. Pero yo sólo era el hijo menor de la familia, yo nunca dirigiría la tienda. El abuelo lo dejó claro. Sigo queriendo que hablemos de la cuestión económica, pero creo que puede ser una buena idea, Ella. Hablemos de lo que necesitas que yo haga. Creo que quiero participar en este pícnic.
Me abracé a los dos y solté un grito victorioso. Los tres bajamos cogidos del brazo a la bodega, para celebrarlo. Aunque tuviéramos que hablar de dinero.
Lucy sirvió vino. Brindamos por el terroir, por Life’s a Picnic. Les conté el problema que tenía con el seguro. También les hablé de la terrible situación económica en que creía que se encontraba el negocio. Vi que los dos trataban de no mostrar su estupor con tanto empeño como si la vida les fuera en ello. Lucy sirvió más vino. David hizo tamborilear los dedos y chasqueó la lengua, algo que hacía de manera inconsciente cuando estaba pensando. Normalmente, sólo me fijaba en ello cuando hablábamos por teléfono, pero en ese momento, en la habitación, no se oía más que el chasquido de la lengua de David.
Al final, rompió el silencio para decir:
—Deja que le cuente yo a la familia lo del seguro y la tienda. Sé por qué Joe no se lo contó a papá. —Parecía encontrarse muy lejos de allí—. Porque siempre quiso que papá y el abuelo estuvieran orgullosos de él. Los dos lo queríamos. Incluso yo, que carezco por completo de esa hombría italiana. Pero parece que mi padre sigue necesitando eso, ese orgullo puesto en la tienda, orgullo de su padre, de nosotros. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y se levantó—. Orgullo de sus dos hijos.