8
A la mañana siguiente, acompañé a mi madre al autobús lanzadera que llevaba al aeropuerto, pero no sin que antes ella se ofreciera a posponer su partida y pedirle a alguien que la sustituyera en el trabajo.
Yo no quería que se fuera, pero sabía que retrasar su marcha no nos ayudaría a cruzar a la otra orilla o a dondequiera que nos dirigiéramos.
Así que la llevamos hasta el hotel rural Double Tree y se subió en el autobús con destino al aeropuerto de San Francisco. Saqué galletas y zumo para distraer a Zach y evitar que saliera corriendo detrás de ella pidiéndole que no se fuera. Le dijimos adiós con la mano y fue realmente alentador que las rabietas de Zach del día anterior hubieran desaparecido. Aseguré a los niños en sus sillitas y regresamos a casa. En un semáforo, me volví hacia ellos y les dije:
—Siento haber gritado ayer en el coche. No fue una buena forma de pediros que dejarais de pelearos. Lo siento. ¿Me perdonáis?
Zach asintió exageradamente con la cabeza, diciendo:
—Ajá, ajá, ajá.
Era la primera vez que se lo oía decir.
—Pues claro que te perdonamos, tonta. Pero si necesitas un descanso, puede ser un buen momento para que vayamos a ver a mamá a Lost Vegas.
El coche de atrás nos pitó y acerté a cruzar el semáforo cuando estaba poniéndose ámbar otra vez. ¿Que si necesitaba un descanso? Me resultó muy raro que Annie dijera algo así, pero los niños se pusieron a cantar y parecían casi felices. No le pregunté porque no quería estropear el momento. Lo único que dije fue:
—Annie, créeme, no necesito un descanso. Estar con Zach y contigo es lo que más me gusta en este mundo.
Pero no podía dejar de darle vueltas al asunto. O Paige le estaba diciendo a Annie que fuera a visitarla o tal vez se le había ocurrido a la propia niña. Me preguntaba qué querría Paige, pero me picaba aún más la curiosidad por saber qué quería Annie. Tenía sentido que quisiera estar con Paige. Pero ¿qué pasaría si se creaba una relación entre ésta y los niños y luego le daba por desaparecer de nuevo?
Subimos por el camino de entrada, junto a la camioneta de Joe, que estaba aparcada en su sitio. Vacía, hueca, la casa nos esperaba, hambrienta y lista para engullirnos sin masticar.
Callie llegó corriendo, agitando la cola, pero yo me sentía como si estuviéramos entrando en el decorado de una película en el que todo era una ilusión, y que, en cuanto me acercara a mirar con atención y tocara cualquier cosa, tendría que enfrentarme a la realidad. Tal vez la acogedora casita no fuera más que una fachada de cartón piedra. El colorido jardín todo de plástico y seda polvorienta. Corría el rumor de que el director había abandonado la película y el estudio había retirado la financiación... Y allí estábamos los tres, de pie fuera de la puerta de mentira, sin guión. Abrí de todos modos y entramos.
La mosquitera se cerró detrás de nosotros con un golpe.
—Bueno —dije.
Annie y Zach se quedaron de pie en el saloncito, mirándome expectantes.
—¿Tenéis hambre?
Los dos negaron con la cabeza. Sólo eran las nueve de la mañana y mi madre les había dado el desayuno antes de irse. La casa todavía olía a café y tostadas.
—¿Queréis salir a jugar?
Los dos volvieron a negar con la cabeza. Fuera, el sol daba a las cosas un aspecto radiante un tanto falso. Los pájaros cantaban. ¿Por qué no se callarían un poco?
—Bueno —repetí.
Me acerqué a un mueble, abrí un cajón y saqué de su interior tres películas: Sonrisas y lágrimas, Toy Story y La bella y la bestia. Cogí el DVD de Sonrisas y lágrimas, fui a mi habitación, bajé las persianas, me quité los vaqueros y me puse un chándal. Los niños seguían allí plantados, como si estuvieran en una casa desconocida. Las películas eran para la noche. Conocían las normas. Hice palomitas en la cocina y luego me senté en la cama, con los cuencos. Al cabo de unos minutos, di unas palmaditas sobre la cama.
—Venga, venid —y añadí canturreando—: «Empecemos por el principio...».
Los dos se encaramaron a la cama, riéndose y tapándose las orejas. Otra broma familiar de Joe. Pero cantar no era mi fuerte.
Zach sujetaba a Bubby con una mano y el cuenco de palomitas con la otra. Callie subió a la cama de un salto y metió el morro en el cuenco de Annie. Luego se tumbó a los pies de la cama, masticando ruidosamente. No nos levantamos a coger el teléfono. No nos levantamos a abrir la puerta.
—Chist —dije, al oír que llamaban.
Y los niños se cubrieron con las almohadas para ahogar las risas. Hasta Callie reprimió las ganas de ladrar. Se limitó a gimotear y a golpear el colchón ruidosamente con la cola, mirándome con la cabeza ladeada como diciendo: «Quizá sea él...».
Vimos las películas, dormimos y vimos más películas, con la foto de Joe mirándonos desde la mesilla. Pedimos pizza en Pascal’s para cenar y pusimos La sirenita. Estuve a punto de levantarme a cambiarla cuando me acordé de que Ariel salva al príncipe Eric de morir ahogado. Pero no lo hice. Tal vez se pusieran tristes al verlo, pero mejor que ocurriera estando conmigo que en otra parte, como en casa de un amigo. O con Paige.
Llegó la escena de la tormenta. Los rodeé con los brazos cuando el príncipe Eric cae al mar. Me pregunté una vez más cómo habría sido en el caso de Joe. Si se habría golpeado la cabeza al verse arrastrado por la ola, como pensaba Frank, si habría sido consciente de que no volvería a vernos jamás. Esperaba que así fuera. Que su último punto de referencia hubiera sido el encuadre del abrupto acantilado recortándose contra el profundo cielo azul, con Annie y Zach llorando en mis brazos.
Cuando Ariel sube nadando a la superficie llevando consigo a Eric y lo resucita con su bella voz, los tres teníamos el rostro bañado en lágrimas. Annie apretó su carita contra mi cuello y dijo:
—Ojalá existieran de verdad las sirenas.
—Sí, Platanito, ojalá —contesté yo.
—¡Si yo fuera el rey Tritón, habría ordenado de un RUGIDO a todos los peces y sirenas que subieran a papá para que pudiera coger AIRE! Seguro que lo habrían hecho. —Apoyó la cabeza en mi regazo y yo le retiré el pelo de la cara. Pero entonces empezó a sollozar—. ¡Quiero a mi PAPÁ! ¡Quiero a mi PAPÁ!
Annie se unió a él, gritando aún más fuerte.
Yo aguanté el embate. Pensé en la bisabuela Just y en sus dos hijas en aquel enorme barco, rumbo a lo desconocido. En un momento dado, los gritos y las lágrimas de Annie y de Zach fueron disminuyendo, su respiración se calmó poco a poco y, finalmente, se quedaron dormidos, la carita de ambos surcada de saladas lágrimas secas.