22
Me pasé todo el día levantando el teléfono y volviéndolo a dejar en su sitio. ¿Mi madre? No. ¿Lucy? No. ¿David? Definitivamente, no. ¿Marcella? Por Dios, no. Gwen Alterman. Joder, no.
Todos fliparían con las cartas. Como David, algunos me dirían que las quemara, otros que fuera a Bodega y las tirase al mar.
A la mañana siguiente, temprano, dejé a Annie, a Zach y a los gatitos con su caja en casa de Marcella, pero en vez de ir a la tienda, me dirigí a Bodega Head. Llevaba las cartas conmigo. Quería pensar, tomar una decisión yo sola. Pasé junto al cementerio, pero no me detuve.
El mío era el único coche en todo el aparcamiento de grava de la playa. Igual que el Avispón Verde cuando Frank y yo lo dejamos allí, aquel primer horrible día de verano, pero en esos momentos, la densa niebla impedía ver nada. Una garza estaba de pie entre las uñas de gato que se extendían a lo largo del acantilado, con el largo cuello curvado en un signo de interrogación. Joe había dicho en una ocasión:
—Sólo hay una garza.
Yo sonreí y, sin preguntarle si realmente eso era así, dije:
—Casmerodius albus.
Tenía las cartas en la mano y marcaba el ritmo tirando de las gomas elásticas. No sabía qué hacer. Quería hacer lo correcto, pero sobre todo, quería hacer lo correcto para Annie y Zach. Paige se había preocupado por ellos más de lo que yo creía. Había pensado en ellos lo suficiente como para escribirles veintiséis veces. Intenté dejar a un lado el hecho egoísta de que no podía imaginar mi vida sin los niños. Pero ¿cómo podía hacerlo?
Salí del jeep y me dirigí a los acantilados con las cartas en la mano. Me quedé allí mirando las olas, firmes, predecibles, incluso relajantes, pero los habitantes del lugar sabían que las cosas no eran lo que parecían.
—No le deis nunca la espalda al océano —nos repetía Joe a los niños y a mí una y otra vez.
Y en cambio él había hecho justo eso, concentrado sólo en cómo resaltaban los acantilados a la luz de la mañana, sin prestar atención al hecho de que algo podía golpearlo por detrás y enviarlo al otro mundo.
Llegó un Ford Explorer negro y aparcó. Dentro había un hombre, una mujer y sus cuatro hijos asegurados en el asiento trasero. Ella estaba gritando. No oía lo que decía con las ventanillas cerradas, pero sí veía su rostro alterado y los golpes que daba en el salpicadero.
El hombre salió del coche. Era delgado e iba bien vestido, con unos pantalones cortos de pinzas y un polo debajo de un cortavientos. Miró hacia el océano y se estiró, después rodeó el vehículo y abrió el maletero. Sacó un paquete de seis Pepsis de una nevera y sacó cada lata del plástico de forma metódica para volver a meterlas en la nevera. Después, cogió el plástico en lo que me pareció un acto de preocupación por el medio ambiente hasta que vi que lo tiraba al suelo.
Uno de los niños, una niña de unos ocho o nueve años, se dio la vuelta en su asiento y lo miró. Él también la miró, pero no se dijeron nada. Le llevó una Pepsi a la mujer y se la dio. Después se sacó un botecito de pastillas del bolsillo del cortavientos, cogió una y se la dio.
Ella se la metió en la boca y se la tragó.
El hombre regresó a la parte de atrás del Explorer y, antes de que bajara la puerta del maletero, la niña me miró de manera expresiva.
El hombre siguió su mirada y me dijo por encima del hombro:
—¿No tiene nada mejor que hacer?
Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que me había quedado mirándolos.
—Perdón —mascullé en voz baja, di media vuelta y regresé al coche, con las cartas en la mano, que ahora me parecían pesadas y llamativas como un muerto.
En el camino de vuelta no hacía más que ver los ojos de aquella niña. La sagaz mirada de una niña. Fui directamente a casa, cogí el teléfono y llamé a mi madre, pero no le conté lo de las cartas.
—Háblame de papá —dije.
Esperé en silencio hasta que ella contestó:
—¿Qué es lo que quieres saber, cariño? Quiero decir, ya hemos hablado de él durante todos estos años. Creo que te lo he contado...
—Sí, me has contado lo gran padre que era. Me refiero a vuestro matrimonio.
—Ah. Nuestro matrimonio... Bueno, a ver...
—¿Teníais un buen matrimonio?
—Sí... Quiero decir que el matrimonio es difícil, cariño, siempre lo es. Todo el mundo tiene sus problemas, pero yo amaba a tu padre...
—¿Erais felices?
—¿Que si éramos felices? Sí. A veces...
—Pero...
Mi madre suspiró profundamente, como cuando a un globo se le escapa el aire.
—Hay ciertas cosas que son íntimas. Cosas que no tienes por qué saber. Tu padre era un buen hombre y murió demasiado joven. Siempre me ha dado mucha pena que te lo arrebataran así.
Pena por mí, no por ella.
—¿Estabas con él cuando murió?
—No.
—¿Dónde estaba? ¿Cómo te enteraste?
—Ella, no me acuerdo exactamente.
—Sé que me estás mintiendo —repuse con voz temblorosa—. Claro que te acuerdas. Porque yo me acuerdo. Ocurrió algo y nadie quiere hablar de ello. Pero yo lo sabía. Lo sabía. Y le dije algo a la abuela Beene y ella me dio una bofetada.
—¿La abuela Beene te dio una bofetada?
—Sí... y me dijo: «No vuelvas a decir algo así».
—¿Qué le dijiste?
—Yo sabía algo, algo que se suponía que no debía saber.
—¿Lo sabías? ¿Lo sabes?
—Mamá, basta. Dime lo que sabes tú.
Se produjo un largo silencio. Vi a Callie persiguiendo en vano una bandada de codornices; las cabezas de las aves subían y bajaban por delante de sus regordetes cuerpos, como presumidas señoras de mediana edad. En primavera, Joe y yo nos sentábamos allí fuera, al atardecer, escuchando la llamada del macho deseoso de cortejar a una hembra: «¿Dónde estás? ¿Dónde estás?», nos parecía que gritaba.
—Nunca quise que lo supieras. Bastante duro fue que muriera —confesó mi madre.
Yo esperé. Las codornices alzaron el vuelo todas a una y se dirigieron a los arbustos de buddleia. Callie se centró entonces en la madriguera de una marmota y empezó a cavar.
—¿Y para qué quieres saberlo ahora, cuando estás de luto, luchando por la custodia de tus hijos? —preguntó.
—Dímelo, por favor. —Pero en el fondo de mi alma fue como si levantaran una tapa y las palabras salieran flotando hasta mis labios antes de tocar siquiera mi cerebro. Lo dije antes de que mi madre fuera capaz de hablar—. Tenía una aventura, ¿verdad? Con mi profesora. La señorita McKenna... Y estaba con ella cuando murió. En su casa.
—¿Lo sabías? ¿Cómo?
—Pues claro que lo sabía, mamá. A la manera de los niños. —Del mismo modo en que aquella niñita del coche me había dicho con los ojos que sabía por qué su madre estaba gritando otra vez, por qué su padre decidía reaccionar con un silencio controlado. Y empecé a recordar—. Yo creía que era culpa mía, que si mi profesora de tercer grado hubiera sido la señorita Grecke en vez de la señorita McKenna, y si no me hubiera roto la rodilla cuando me caí, papá no habría tenido la oportunidad de enamorarse de ella. Dios mío, creo que todos estábamos enamorados de ella. Los niños y las niñas. —Las palabras fluían sin que mi cerebro pudiera revisarlas antes—. Lo siento... Dios, siento haber dicho eso.
Recordé entonces otra cosa, pero esta vez tuve la decencia de no decirlo. Cuando aún no me sentía culpable, fantaseaba con que la señorita McKenna se casaba con mi padre y se convertía en mi madre, toda luz y perfume y pintalabios rosa y signos de exclamación, en comparación con mi propia madre, que en aquella época —entonces lo comprendí— estaba siempre de mal humor y solía irse por la noche hasta el coche ranchera aparcado fuera de la casa, en el que se quedaba mucho rato.
—Había firmado los papeles del divorcio tres días antes de que muriera —dijo con voz rota—. Siempre me sentí responsable, como si eso le hubiera causado el infarto.
—No, mamá, fui yo. Yo tuve la culpa de que muriera.
Y entonces le conté la historia, las imágenes luminosas y también las sombrías, como fotos totalmente reveladas, esperando a que yo las cogiera y las colgara en la cuerda, entre nosotras.
Antes de que mi padre muriera, Leslie Penberthy me había señalado cuál era la casa de la señorita McKenna y un sábado por la tarde, mientras paseaba a mi perro, Barkley, me armé de valor y llamé a la puerta. Iba a decirle que sólo pasaba a saludar, pero pensé que tal vez me invitaría a entrar y a merendar barritas de arroz inflado y que me enseñaría fotos de cuando era pequeña, la foto de Iowa de la que nos había hablado en clase.
La señorita McKenna abrió en albornoz. Pareció sorprenderse mucho al verme, se sonrojó y me dijo que estaba durmiendo una siesta porque notaba que se estaba resfriando y quería descansar, pero que había sido un detalle por mi parte pasar a saludar. No me fijé en la camioneta azul de mi padre aparcada un poco más adelante, en la misma calle, hasta que pasé por su lado y Barkley se lanzó hacia ella. En la parte trasera vi las maderas para la valla del jardín delantero que estaba construyendo.
Nunca le pregunté qué hacía su camioneta aparcada en la calle de la señorita McKenna aquel sábado o el siguiente. O por qué ya no íbamos de acampada los dos solos, por Olympic Peninsula, anotando los nombres de las plantas, los pájaros y los insectos que veíamos.
En aquel entonces, los fines de semana, cuando él decía que iba a la ferretería a comprar algo, yo salía a pasear a Barkley con mi cuaderno de Harriet la Espía y sus prismáticos para avistar pájaros colgados al cuello. Y aunque mi padre llegaba siempre a casa con herramientas y demás artículos comprados de prisa y corriendo en la ferretería para arreglar esto o aquello, yo sabía que nuestra casa no era lo único que necesitaba una reparación.
Entonces, un sábado, vi su camioneta aparcada en la calle de la señorita McKenna, abrí la cancela del jardín trasero de la casa y miré por una ventana que estaba abierta, y luego por otra, hasta que vi a mi padre en la cama sentado, tapado con la sábana hasta la cintura, leyendo el periódico y fumando un cigarrillo.
—¿Dolly? —dijo entonces—. ¿Podrías traerle a este pobre hombre otra taza de tu delicioso café?
Y justo en ese momento, Barkley hizo lo que hacen los perros.
—¿Qué demonios es esto? ¿Barkley? ¿Cariño? Pero ¿qué demonios es esto?
Nuestros ojos se encontraron y, conforme le contaba la historia a mi madre, me di cuenta de que los ojos de mi padre siempre habían estado desde entonces fijos en mí; el pánico, el terror, la tristeza, la vergüenza de aquel momento no me habían abandonado nunca.
—Cariño, espera... espera...
Pero yo ya estaba forcejeando con la cancela del jardín, sin ver, entre lágrimas. Salí corriendo, tirando de Barkley en vez de al revés. Corrí hasta que no pude más y después estuve andando sin parar hasta que se hizo de noche. Cuando por fin subí los escalones del porche, mi madre me esperaba en el columpio; la llama de su cigarrillo se reflejaba en la ventana como si hubiera dos cigarrillos, el suyo y el de mi padre, en lugar del suyo solo. Se levantó de un salto y me preguntó dónde había estado. Me dijo que estaba muy preocupada, que había llamado a la policía. Yo me encogí de hombros y contesté:
—En ningún sitio.
Ella me abrazó, me puso el pelo detrás de la oreja y me dijo que mi padre se había ido al cielo.
—Así que fui yo —le dije a mi madre por el teléfono entre sollozos—. Por estar fisgoneando. Eso fue lo que le provocó el infarto. Se llevó literalmente un susto de muerte.
—Ella —dijo mi madre, casi podía verla poniendo en orden sus pensamientos—, lamento mucho que hayas pensado eso todo este tiempo. Cielo, eres científica. Busca las pruebas: tu padre fumaba más de dos paquetes al día, adoraba la mantequilla, el beicon y la nata y, al parecer, se estaba follando vigorosamente a una veinteañera. Tú no tuviste la culpa. Ni yo, si a eso vamos.
Sabía que tenía razón, que al decir por fin la verdad sobre lo que yo ya sabía, me estaba dando una versión más real de lo que yo no había sabido de niña, de lo que no podría haber sabido.
—Lo siento mucho —continuó—. Debería haberme dado cuenta de que el cambio que experimentaste se debía a algo más... Yo... Fue más fácil para mí. Tú eras una niña fácil. Y supongo que, después de todos estos años, hablar de tu padre era como sacarlo de la tumba. Ya sabes, dejemos que los muertos sigan siendo perfectos. Es lo único que tienen.
—Se me ocurre que... la perfección es una carga demasiado pesada, estemos vivos o muertos.
Mi perfecto padre muerto. Mi perfecto marido muerto. Ya no tan perfectos en mi mente. Sabía que, de algún modo, los había liberado y que comenzaba a liberarme yo también. Pero aún tenía un largo camino por delante.
—Ojalá me lo hubieras dicho entonces, cariño. ¿Te guardaste todo eso para ti?
Dije que tenía que colgar, que los niños entraban por la puerta, pero no era cierto. Me quedé de pie en el porche trasero, cogiendo aire profundamente varias veces. Callie llegó corriendo y se frotó el morro manchado de barro contra mi pierna, mientras me golpeaba con fuerza con la cola. Acababa de volver de su última sesión de excavación.
Fui a buscar una toalla vieja y le limpié el barro del morro y las patas.