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Frank conducía por la serpenteante carretera, trazando círculos con las luces. Cerré los ojos. No quería mirar las colinas ondulantes, salpicadas por las que Joe decía que eran las «vacas más felices de California».

«Está bien. ¡Está bien! Está desorientado. Se ha golpeado la cabeza. No sabe dónde está. Tal vez haya sufrido una conmoción. Estará vagando por la playa en Salmon Creek. ¡Eso es! La ola lo ha sacado y lo ha arrastrado por la costa, pero seguro que está ahí. Estará hablando con unos chicos del instituto que habrán ido con sus tablas de surf. Tío, ¿has cogido esa ola? Ha sido alucinante. Han encendido una hoguera aunque está prohibido. Lo invitan a cerveza y perritos calientes. Se les han olvidado los panecillos, pero tienen mostaza. Tiene mucha hambre. Un recuerdo fugaz atraviesa su mente. De repente se acuerda de todo.»

De nosotros, haciéndolo la noche anterior. Nosotros dos de pie en la cocina, volviendo juntos a la habitación y dejándonos caer en la cama, aliviados. No se nos daba bien pelear, pero nos darían una medalla por lo bien que hacíamos el amor. Joe empezó besándome el estómago y fue descendiendo hasta que me puse a gemir, me besó los muslos hasta que empecé a lloriquear, hasta que ninguno de los dos pudo más. Más tarde, cuando empezaba a quedarme dormida, apoyó el codo en la almohada y la cabeza en la mano y me miró.

—Tengo algo que decirte.

Yo traté de vencer el sueño.

—¿Quieres hablar precisamente ahora?

Era un esfuerzo loable que quisiera ser más abierto, pero ¿tenía que ser justo después del sexo? ¿No era ésa la táctica más molesta de las mujeres? Así que me porté como un hombre y dije:

—No puedes hacerme gemir de puro placer y luego decirme que tenemos que hablar.

Supuse que serían más malas noticias sobre la tienda.

—Me parece justo —dijo él—. Lo dejamos para mañana entonces. Hecho. Tenemos una cita. Le preguntaré a mamá a ver si puede quedarse con los niños.

—Ooooh, una cita. —Tal vez no fuera de la tienda de lo que quería hablar. Joder, pensé, quizá eran buenas noticias, para variar.

Joe sonrió y me tocó la nariz. No dije: «No, tenemos que hablar ahora».

No me preocupé. Me quedé dormida de inmediato.

De modo que no. Joe no podía estar muerto. Estaba comiendo perritos calientes y bebiendo cerveza y hablando de surf. Tenía pendiente hablar conmigo de algo. Abrí los ojos.

Frank cruzó a gran velocidad la bahía de Bodega, con sus restaurantes especializados en marisco y pescado y sus tiendas de souvenirs, la tienda de chucherías con su fachada de rayas blancas y rosa, a la que los niños querían entrar cada vez que pasábamos por allí. Avanzó a lo largo de la sinuosa carretera de la costa, con sus carteles pintados a mano con información sobre la última captura de peces apoyados en el suelo, en el aire olor a salmón ahumado, océano y flores silvestres, y ascendió por la carretera hacia el promontorio de Bodega Head, el lugar que más le gustaba a Joe. De allí arrancaba el sendero que bordeaba el acantilado y que tantas veces habíamos recorrido juntos. A un lado el mar, al otro una pradera de las flores silvestres típicas de las zonas costeras —la milenrama o Achillea borealis y la verbena rosada o Abronia umbellata—, hasta llegar a las dunas cubiertas de hierba. A Joe siempre le había impresionado mi habilidad, no sólo para identificar los pájaros y las flores, sino para recitar su nombre en latín, un don que había heredado de mi padre.

El aparcamiento estaba lleno de coches, entre ellos varios pertenecientes a la oficina del sheriff, un camión de bomberos, una ambulancia y, al fondo, justo al comienzo del sendero, la vieja camioneta de Joe. La llamaba el Avispón Verde. Cogí los prismáticos, salí del coche de policía y cerré de un portazo. Un helicóptero se dirigía hacia el norte, siguiendo la línea de la costa, con el estruendo de las aspas que daban vueltas a toda velocidad atronando en el aire.

No llevaba chaqueta y el viento me azotaba las piernas y me hacía llorar. Frank me puso el edredón alrededor de los hombros.

—Por favor, no me hagas hablar con esta gente.

—Está bien.

—Necesito ir sola.

Me estrechó entre sus brazos y, seguidamente, me soltó. Entonces me dirigí hacia la camioneta de Joe. No estaba cerrada con llave, claro. Allí estaba su plumífero azul, gastado y sucio, como a él le gustaba. Me lo puse. Estaba tibio del sol. Dejé el edredón en el coche para que se caldeara para él. Vi su termo en el suelo. Lo agité: estaba vacío. Levanté la alfombrilla y encontré sus llaves, tal como suponía, y me las guardé en el bolsillo. La luz arrancaba destellos de colores del agua a través de los prismáticos, como si ella misma estuviera haciendo fotos de su propia escena del crimen.

En marzo y abril habíamos ido de pícnic para que los niños pudieran avistar ballenas. Nos pasamos el día oteando el horizonte con aquellos mismos prismáticos, maravillándonos con los gráciles saltos y las piruetas de las ballenas grises. Les contamos a Annie y a Zach la historia de Jonás y la ballena, de cómo el diminuto Jonás cayó por la borda y se lo tragó una ballena que pasaba por allí. Annie miró hacia arriba con resignación y dijo:

—Sí, y yo me lo creo.

Yo me reí y les confesé que a mí también me había costado tragarme el cuento cuando me lo contaron de pequeña en la escuela dominical.

Pero en aquel momento estaba dispuesta a creerme lo que fuera, a rezar lo que fuera, a prometer lo que fuera.

—Por favor, por favor, por favor, por favor...

Me dirigí al sendero señalizado, visualizando a Joe caminar por él con paso firme, vivo. El ascenso a First Rock no era complicado, la espuma salada se arremolinaba mucho más abajo, inofensiva. «¿Has incumplido tu propia norma, Joe? La que siempre nos repites a Annie, a Zach y a mí: no le deis nunca la espalda al océano.» El barco de los guardacostas avanzaba perseverante, sin detenerse. Miré por encima del hombro hacia el acantilado. Se me antojó que era como el puño apretado de Dios, las uñas de gato rojizas que colgaban de sus paredes, sus nudillos arañados y sangrantes. «Por favor, por favor. Dime dónde está.»

Bajé de la roca. Los destellos que el sol arrancaba al agua me hicieron entornar los ojos. Más abajo vi que no era el agua, sino un trozo de metal atrapado entre dos piedras. Bajé a investigar. ¿Era...? Me acerqué un poco más. Allí, esperando a que yo lo descubriera, estaba su trípode. No había rastro de la cámara.

«Espera. Eso es. Eso es lo que está haciendo. Está buscando alimento para su cámara. Siempre hace igual. Estará perdido en algún sitio entre las dunas. Todos esos caminos de ciervos, tan confusos. Todas las dunas parecen iguales. Cuesta mucho diferenciar en cuál has estado ya y el viento sopla y estás cansado y tienes que tumbarte un momento. Hace frío. Una cierva observa recelosa, pero percibe tu desesperación y se acerca, se tumba a tu lado para darte calor y te lame la sal de la nariz.

»¡Está bien! Sólo está tratando de encontrar el camino de vuelta.

»—No te enfades —me dirás, secándome las lágrimas con los pulgares, enmarcándome el rostro entre tus manos, tus dedos enredados en mi pelo—. Lo siento —dirás.

»Yo asentiré con la cabeza para decirte que todo está perdonado, que gracias por haber luchado contra aquella ola, gracias por volver con nosotros. Enterraré el rostro en tu cuello y sentiré la aspereza de la sal en la mejilla. Olerás a sangre seca y a pescado y a algas y a ciervo y a humo de lumbre y a vida.»

Vagué por las dunas hasta que anocheció, mucho después de que se hubieran detenido las labores de búsqueda por el momento. La luz de la media luna no dejaba ver nada. Frank estaba callado. Normalmente no paraba de hablar.

El Avispón Verde de Joe estaba vacío, el único vehículo que quedaba en todo el aparcamiento, aparte del coche de policía de Frank. Yo quería dejar allí la camioneta para Joe, así que la abrí y volví a dejar las llaves debajo de la alfombrilla. Me quité el plumífero y se lo dejé allí también, junto con el edredón.

Subí al coche de Frank en silencio, mientras por radio indicaban una dirección en la que se había producido una disputa doméstica. Yo quería estar con los niños, pero no quería que mi rostro me delatara, no quería sacarlos de su feliz ignorancia. Frank sugirió que no dijera nada a los padres y demás familia de Joe hasta la mañana siguiente al menos. Yo asentí. No soportaría oír a sus padres o a su hermano o a cualquier otra persona llorar, no aguantaría oír nada que implicara admitir la derrota. Teníamos que concentrarnos en encontrarlo.

Una vez en casa, llamé a los niños.

—¿Lo estáis pasando bien? —le pregunté a Annie.

—Sí —contestó ella—. Lizzie nos ha dejado coger todos los cojines para construir una casa. Y dice que nos podemos quedar a dormir aquí esta noche.

—Qué bien. ¿Queréis quedaros?

—Creo que será lo mejor. Molly sólo se dormirá si me quedo con ella. Ya conoces a Molly.

—Sí, será lo mejor.

—Hasta mañana, mami. ¿Puedo hablar con papá?

Me incliné hacia adelante, tragué y me obligué a hablar con tono despreocupado.

—Aún no ha llegado, Platanito.

—Bueno, entonces dale esto. —Yo sabía que estaba abrazando el teléfono—. Y esto para ti... Adiós.

Zach cogió el teléfono lo justo para decir:

—Te quiero mucho.

Colgué y no me moví del sofá. Callie, tumbada a mis pies, soltó un largo suspiro. La luz del pasillo se reflejaba en los objetos de la habitación, a oscuras. Había dejado el trípode de Joe en el rincón para darle la bienvenida. Sus tres patas y la cámara ausente se me antojaron un mal augurio. Miré hacia el reloj de los Capozzi, en la consola, con su tictac. Sí. No. Sí. No. Abrí el cristal. El péndulo iba y venía. Lo detuve con un dedo. Silencio. Retrasé la hora con el dedo, llevé la aguja de nuevo a aquel mismo día por la mañana y, cuando sentí a Joe desperezándose, le besé el suave vello del pecho, lo sujeté por el hombro tibio y le dije:

—Quédate. No te vayas. Quédate con nosotros.

Al día siguiente, un turista suizo encontró su cuerpo, hinchado y envuelto en algas, como si el mar lo hubiera momificado en un vano intento de disculpa. Esta vez le abrí la puerta a Frank y me abracé a él sin darle tiempo a hablar siquiera. Cuando se echó hacia atrás, lo único que pudo hacer fue negar con la cabeza. Yo abrí la boca para decir «No», pero la palabra zozobró, muda.

Insistí en verlo. Sola. Frank me llevó con McCready y permaneció a mi lado mientras una mujer de pelo gris con una piel que parecía pintada de color naranja nos explicaba que Joe no estaba preparado para que lo viera nadie.

—¿Preparado? —repetí yo con una risa nerviosa, a pesar del nudo que se me había hecho en la garganta.

Frank giró la cabeza hacia mí.

—Ella...

—¿Y quién demonios está preparado?

—Discúlpeme, joven... —Pero entonces negó con la cabeza y, tomándome ambas manos entre las suyas, me dijo—: Ven conmigo, querida.

Me condujo por un pasillo de suelo enmoquetado, con el papel pintado de magnolias y revestimiento de caoba en las paredes, de la noble fachada hacia las salas de laboratorio, situadas al fondo del edificio, donde el pasillo pasó a ser de linóleo, agujereado en algunos puntos, indigno de su nombre.

¿Cómo podía ser aquello? ¿Cómo podía ser que Joe estuviera tendido en la mesa de un frío laboratorio que parecía una cocina gigante, con todos los muebles de aluminio? Alguien le había hecho la raya del pelo en el lado que no era y lo había peinado, puede que para ocultar la herida que se había hecho en la cabeza, y lo habían cubierto hasta el cuello con una sábana. Nada más. Me quité la chaqueta y se la puse alrededor de los hombros y el pecho, repitiendo sin cesar su nombre.

Le habían cerrado los ojos, pero por la forma en que se le hundía el párpado, supe que le faltaba el ojo derecho.

Solía decirle que sus ojos eran imágenes satélite de la Tierra: océanos azules con motas verdes. Bromeaba diciéndole que tenía visión global, que yo veía el mundo en sus ojos. Podían pasar de la tristeza al desenfado más chispeante en tres segundos. Podían arrastrarme a la cama y hacerme olvidar las tareas de la casa en menos tiempo aún. También podía cabrearme en cuestión de segundos, cuando los ponía en blanco con aquella expresión llena de sarcasmo.

¿Adónde había ido a parar su asombroso ojo de fotógrafo, con su habilidad única para captar las cosas? ¿Seguiría viva la visión de Joe surcando los cielos sobre una gaviota o correteando lateralmente dentro de un cangrejo de roca miope?

Su pelo ondulado no era suave al tacto, sino que estaba tieso por la sal. Se lo eché hacia el lado en que lo llevaba normalmente.

—Así, cariño —dije, secándome la nariz con la manga—. Ahora está bien.

Su rostro rasposo por la barba incipiente estaba frío. Joe tenía cara de niño y le bastaba con afeitarse cada tres o cuatro días. Aquélla era su barba incipiente de los viernes. Decía que era imposible que fuera italiano, que tenía que ser adoptado. Entonces se frotaba el mentón y decía:

—Si sólo me afeito una vez a la semana.

Era guapo y sexy en su imperfección. Le recorrí con el dedo la nariz ligeramente torcida, el borde de sus orejas, ligeramente grandes. Nada más conocernos, adiviné que había sido el típico adolescente poco agraciado, de esos chicos que tardan en desarrollar su potencial. Poseía una arrebatadora humildad que no podían fingir los hombres que habían empezado a romper corazones de chicas ya en séptimo curso. A Joe siempre lo sorprendía que las mujeres lo encontraran atractivo.

Metí la mano debajo de la sábana y le cogí el brazo, frío, instándolo mentalmente a que tensara los gruesos músculos, a que se riera y dijera, imitando el acento de su abuela:

—¿Te gusta, Bella?

En vez de hacerlo, casi podía oírlo decir:

—Cuida de Annie y de Zach.

Casi, pero no. Yo asentí de todos modos.

—No te preocupes, cariño. No quiero que te preocupes, ¿de acuerdo?

Le besé la cara helada y posé la cabeza en su hundido pecho, donde los pulmones se le habían encharcado y dejado el corazón convertido en una isla. Me quedé así un buen rato. La puerta se abrió y no volvió a cerrarse. Alguien estaba esperando. Asegurándose de que no me derrumbara allí mismo. No me derrumbaría. Tenía que ayudar a Annie y a Zach a superar la muerte de su padre.

—Adiós, dulzura. Adiós —susurré.

No pretendo saber qué nos puede ocurrir cuando morimos, porque las posibilidades son infinitas. Soy licenciada en biología y me siento cómoda en la naturaleza, aunque la naturaleza humana me confunde con lo que no se puede observar, nombrar y catalogar; una mujer de ciencia que se aparta del camino para perderse en el misterio y se lanza a meditar a los pies del folclore. Así que a menudo me pregunto si Joe nos habría estado observando aquella mañana, mientras jugábamos a los barcos, en esos momentos puente entre el antes y el después. ¿Nos habría observado desde las frondosas secuoyas que adoraba y después desde una nube y después desde una estrella? El fotógrafo que llevaba dentro se habría deleitado con las diferentes perspectivas, esa oportunidad de la otra vida de ver eso que de tan profundo y amplio se escapa a nuestra comprensión. ¿O sería aquel colibrí de Ana macho de garganta fucsia, Calypte Anna, que no paró de dar vueltas por la casa durante días? Revoloteaba a escasos centímetros de mi nariz cuando me sentaba en el porche, tan cerca que podía sentir cómo sus alas agitaban el aire contra mi mejilla.

—¿Joe? —Se alejó repentinamente, ascendiendo y lanzándose en picado en el aire, como escribiendo algo en el cielo. Sé que lo de lanzarse en picado forma parte de su impresionante ritual de apareamiento. Y, aun así, no puedo evitar preguntarme si sería Joe, muerto de miedo, tratando de escribir un mensaje, tratando frenéticamente de contarme sus muchos secretos, de advertirme de todo lo que se le había quedado en el tintero.