11
A la mañana siguiente estaba fregando los cacharros cuando noté que me tiraban de la pernera de los vaqueros. Miré hacia abajo y vi a Zach mirándome fijamente con el dedo en la boca y sujetando a Bubby, frotándose la mejilla con el suave tejido turquesa de las orejitas del conejo de peluche.
—¿Qué ocurre, cielo?
Empezó a golpear a Bubby contra los cajones de la cocina. Cerré el grifo y me arrodillé junto a él.
—¿Qué ocurre, Zachosaurio?
El niño suspiró.
—¿Cuándo va a volver papi a casa?
—Oh, cielo. —Lo abracé—. Papá está muerto, ¿te acuerdas? Papá no va a volver a casa.
—Ya lo sé. Pero ¿cuándo va a volver?
—No va a volver.
—¿Cuando sea un niño grande?
Negué con la cabeza.
—No. Ni siquiera cuando seas un niño grande.
—Esa señora mamá ha vuelto.
—Sí, pero ella no estaba muerta. Simplemente vive en otra parte y vino de visita. ¿Comprendes la diferencia?
Él asintió y volvió a suspirar.
—¿Puedo comerme una barrita de cereales? ¿Una entera?
—Claro. Pero ¿entiendes lo que te digo de papá?
Zach empezó a lanzar a Bubby hacia arriba y a bailar como un loco, diciendo: —¡Ajá, ajá, ajá, ajá, ajá! Y también quiero un tazón de leche. Por favoooooor.
La ya familiar cancioncilla del «ajá, ajá» que había empezado poco después de la muerte de Joe parecía ser la manera que tenía Zach de decir que no tenía ganas de seguir hablando por el momento. Tenía tres años y aún le costaba comprender las cosas. Joder, yo tenía treinta y cinco y algunas veces también a mí me costaba. Ojalá supiera cómo ayudarlo.
Varias horas más tarde, aquel mismo día, Paige llamó para decirme una cosa que me pilló absolutamente por sorpresa. Sus palabras era como grandes rótulos luminosos que emergían de entre la niebla para avisarme de dónde terminaría si seguía por aquel camino. Solía llamar para hablar con Annie. Yo llevaba tiempo queriéndoselo plantear, pero las palabras no me salían. Siempre notaba una especie de barrera física, como si algo me cerrara la garganta bloqueando cualquier pregunta que pudiera implicar la destrucción de nuestro mundo. Pero ese día, cuando llamó, inspiré profundamente y lo solté, le pregunté cuáles eran sus intenciones. Se lo dije en el tono con que un padre gruñón interrogaría al chico que pretende a su hija, lo cual no había sido mi intención, pero la preocupación hablaba por mí.
—¿Mis intenciones? —preguntó ella—. Disculpa, pero soy la madre de Annie y me gustaría hablar con mi hija.
Cogí de nuevo una profunda bocanada de aire y dije: —Sí, comprendo que diste a luz a Annie. Pero desapareciste hace mucho, Paige, y no quiero que ella sufra.
—No me digas... Si tanto te preocupa su sufrimiento, tal vez deberías conducir con más cuidado si no quieres provocar un accidente. Y encima vas y les gritas a mis hijos.
Abrí la boca, pero no salió ningún sonido. Sin embargo, el corazón me empezó a latir con tanta fuerza que seguro que podía oír el eco.
—Pásame a Annie. ¿O voy a tener que pedir una orden judicial? —continuó ella.
¿Una orden judicial? ¿Acababa de hablarme de una orden judicial?
—Paige, yo sólo... Está bien, voy a buscarla.
¿Qué era lo que quería? ¿Qué? Una parte de mí entendía que la relación con su madre podía ser beneficiosa para Annie. Pero otra tenía miedo de lo que pudiera significar para ella, para Zach y para mí. ¿Y si los niños se acostumbraban a verla y volvía a desaparecer?
No obstante, seguía siendo la madre de los niños —madre biológica al menos— y si conocerla hacía que se sintieran más seguros en este mundo —dando por supuesto que ella realmente no tuviera intenciones de desaparecer de nuevo—, eso era más importante que mis celos y mi sentimiento territorial. Eso era lo que me repetía a mí misma sin cesar, porque me costaba trabajo respirar hondo, lo que cada vez tenía que hacer más a menudo. Sobre todo a las dos de la mañana.
«Coge aire.» Paige. Los niños. Las facturas. La tienda. Mañana. El día siguiente. «Suéltalo.»
—Mami. —Annie estaba detrás de mí—. ¿Por qué haces tanto ruido cuando respiras?
Me volví hacia ella. Tenía seis años, pero había madurado mucho en los últimos meses. Había tenido que hacerlo. No quería preguntarle, pero las palabras se me escaparon sin que pudiera evitarlo: —Platanito, ¿le has contado a tu mamá lo de la excursión a Gran América?
Ella asintió exageradamente, haciendo que su coleta subiera y bajara rítmicamente.
—¿Qué le contaste?
—Lo de las atracciones y lo divertido que fue todo, menos la noria, y que nos quedamos atascadas un buen rato. —Se rió, pero era una risa nerviosa—. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo.
Se metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué pasa, mami?
—¿Es posible que le mencionaras que casi tuvimos un accidente con el coche?
Annie volvió a asentir exageradamente.
—¡Qué susto! ¿Te acuerdas de cómo chirriaban las ruedas?
—Me acuerdo.
—¿Por qué estás tan rara?
—Annie, ¿mencionaste que os grité a Zach y a ti?
Ella comenzó a sollozar al tiempo que asentía muy despacio, con la barbilla pegada al pecho.
—Tesoro, no pasa nada, no has hecho nada malo. Es sólo que necesito saberlo.
—¡Me preguntaba y me preguntaba! No dejaba de hacerme preguntas, y papá y tú decís que diga siempre la verdad. Y eso hice. Dijiste esa palabrota que el abuelo dice que hace enfadar a la abuela. ¿Te acuerdas?
No pude evitar sonreír. Pese al miedo que palpitaba dentro de mí.
—Me acuerdo, aunque intento olvidarlo por todos los medios. Esperaba que a ti se te hubiera olvidado.
—No, me acuerdo perfectamente. Ya sabes —se dio unos golpecitos en la frente—, tengo memoria de elefante. Dijiste: «¡Maldita sea! ¡Así no puedo conducir! ¡Vosotros dos, callaos! ¡Callaos!». Y golpeaste el volante muy fuerte. Ay, ¿he hecho algo malo, mami?
—No, cariño. No has hecho nada malo, yo sí.
«Y Paige», pero no lo dije en voz alta. Interrogar a Annie para sonsacarle información. Debería darle vergüenza. Claro que yo acababa de hacer lo mismo. A mí también debería darme vergüenza.