17
Retazos de sueños entraban y salían de mis agitados pensamientos de forma interrumpida. Me incorporé en la cama, sobresaltada al oír cantar al gallo de los Clayton. Sí había una carta. Se me había olvidado. La carta de la que me había hablado Joe. La carta de despedida en la que Paige le dejaba a los niños y decía arrive derci. Si pudiera dar con ella...
Me levanté a la luz rosada y me puse los vaqueros y una sudadera encima de la camiseta de Joe. Recogí los kleenex usados desparramados por la cama como medusas y encendí la luz, cogí la libreta y escribí apresuradamente todas las cosas que tenía que hacer. La vida más allá de las semillas de ruibarbo y el pienso para pollos.
Tras limpiar el gallinero, me fui corriendo a abrir la tienda. Encendí las luces y, por un instante, me sentí reconfortada. A pesar de haber invertido todo mi dinero en ella, a pesar de haber corrido el riesgo y de que cada día termináramos más cansados y un poco más arruinados, era una sensación positiva. Estaba deseando que llegara el día en que la custodia no fuera un quebradero de cabeza y pudiera concentrarme en mi tarea matinal de atender el negocio, esperar que llegaran los clientes y planificar menús con David mientras los niños estaban en el colegio. Mi cuñado entró justo en ese momento, haciendo equilibrios con un montón de cajas.
—¿Te estaban pitando los oídos? —Dejó las cajas en el suelo y empezó a sacar cosas—. Porque ahora mismo estaba hablando con un periodista del Press Democrat. Quieren hablar contigo. Y, esto te va a encantar, es posible que escriban un artículo sobre nosotros en el Sunset. También estoy en contacto con Real Simple, pero para ésos habrá que esperar meses.
Asentí varias veces.
David me tocó el hombro.
—¿Estás bien? Pareces agotada.
—No es nada, estoy bien. —Enderecé la espalda—. Gracias. Es sólo que... Quisiera quedarme aquí abajo, jugando a las tiendas contigo, pero tengo que subir a seguir revisando documentos, para ver si encuentro lo que me han pedido para la vista.
—Qué divertido.
—Y que lo digas.
—Ya pasará. Y dentro de nada, tus niños estarán de vuelta en casa, contigo. Los llevarás andando al colegio y después concederás entrevistas a varias revistas de tirada nacional, que citarán literalmente tus encantadoras e inteligentes palabras en sus artículos, prepararás tu sopa de verduras con productos recién cogidos de tu huerto y cruzarás la tienda para echar un tronco más a la estufa.
—Ahora mismo, lo que tengo que hacer es cruzar la tienda, pero para encerrarme entre montones de documentos.
—¿Has asado las verduras?
—Oh, no. —No me había dado tiempo a asar las verduras—. ¿Quieres que las trocee?
—¿Tampoco las has troceado?
—David, lo siento. Puedo hacerlo ahora.
—¿Estás segura?
No. Quería decir sí, estaba segura de que no podía hacerlo. Pero lo hice. Troceé zanahorias, batatas, calabazas y cebollas a gran velocidad, tal como él me había enseñado, en trozos grandes, y a punto estuve de cortarme un dedo dos veces.
—Por Dios, ten cuidado —dijo David—. La receta lleva zumo de naranja sanguina, no sangre y zumo de naranja.
Cogí una bandeja grande de acero inoxidable y eché en ella las verduras, aceite de oliva, tomillo, sal y pimienta, una pizca de sirope de arce y el zumo recién exprimido de las naranjas sanguinas, con cuidado de no cortarme y que mi sangre cayera en la fuente, y metí la bandeja en el horno. La tienda olía a amor, a nutrición y alimentación sana y entonces sí que subí la escalera de dos en dos en busca de pruebas incriminatorias relativas a la mujer que estaba intentando arrebatarme la custodia de Annie y de Zach.
Cerré con llave la puerta del despacho por si acaso a David le daba por aparecer con scones de limón con los que aliviar mi dolor. Saqué del trastero otro montón más de cajas sin marcar. Iba a encontrar esa carta y mostrarle a todo el mundo cómo era Paige en realidad.
La encontraría. Le pediría a Gwen Alterman que emitiera una declaración para que Paige se diera cuenta de que podía visitar a Annie y a Zach, pero no podía ir hasta donde vivían y llevárselos lejos de donde estaba su hogar. Conmigo. Con nosotros.
En una caja encontré el diario de Zach, sin fotos. Éste era de ositos azules, comprado, no hecho a mano como el de Annie. Todos los espacios —el reservado a la primera sonrisa, la primera risa, la primera palabra, el primer diente— estaban vacíos.
Encontré más fotos. No de familia, sino de Paige.
Desvistiéndose...
Desnuda.
Cuando me di cuenta de dónde estaban, las dejé en su carpeta y me levanté. Estaba mareada otra vez. Era obvio que necesitaba mi medicación, así que saqué dos Xamax de la mochila y me los tomé. Metí la caja de nuevo en el trastero, abrí la puerta y empecé a bajar la escalera. Me detuve y me di la vuelta. Regresé, cerré con llave, saqué la caja y miré cada una de las fotos. Las estudié con detenimiento. Eran una serie. En las primeras, Paige llevaba una blusa de manga larga y una falda. Parecía muy joven, veinte años tal vez. Muchas eran instantáneas de su rostro. En otras aparecía apoyada en un taburete, con la mano en la cadera. Ropa distinta. Nada sugerente, en realidad. Pero de repente aparecía mirando fijamente a la cámara, desabrochándose los botones. Más que posados, parecía una serie de instantáneas que documentaban el proceso de desnudarse. En una se estaba quitando la blusa. En otra bajándose la falda. Con las manos hacia atrás para desabrocharse el sujetador. Quitándose las bragas. Y finalmente de pie, desnuda, pero no en actitud sugerente. Sólo mirando a la cámara. Unos pechos perfectos. Un rostro solemne. Mirando por encima del hombro. Sin coquetería. Parecía insegura y desafiante, mujer y niña, sexy y triste. ¿Qué hombre no se enamoraría de ella?
De nuevo, Joe estaba en aquellas fotos. Aunque no podía verlo, sí podía ver su perspectiva. Apostaría a que aún no se había acostado con ella. Yo estaba buscando pruebas por requerimiento legal, pero aquello era otra cosa, estaba siendo testigo de un descubrimiento como la copa de un pino. Joe descubriendo a Paige. Me sentí como si los estuviera interrumpiendo.
En ese momento... y puede que también tres años atrás, cuando su relación estaba pasando una mala racha.
La cabeza me retumbaba, los ojos me escocían. Me fui andando a casa, a la casa que Joe y Paige habían dispuesto para ellos y para los hijos que pronto llegarían. Me dejé caer en la cama en la que habían hecho el amor, la cama en la que habían concebido a Annie y a Zach. Pensé en llamar a alguien, pero ya había abusado de todo el mundo, tenía que darles un respiro. Si hasta yo necesitaba un respiro de mí misma... Y, además, no quería que nadie supiera aquello. Lo que necesitaba era dormir. Si pudiera descansar un poco, podría pensar con claridad. Me levanté y me tomé otra pastilla.
Como ya he dicho antes, nunca me he considerado una mujer hermosa. Atractiva sí, pero nadie volvería la cabeza para mirarme ni le serviría de inspiración a un artista. Aun así, Joe me miraba de una manera que me hacía sentir hermosa. Pero nunca me pidió que posara desnuda para él. Claro que tampoco teníamos mucho tiempo, entre que bañábamos a los niños y cambiábamos pañales, como para montar un estudio fotográfico íntimo en el dormitorio.
Me metí de nuevo en la cama. Callie vino con la correa, pero me limité a dejar que saliera de casa. Ella me miró, decepcionada, pero dejó caer la correa a mis pies y salió a hacer sus necesidades rápidamente, para volver al poco rato y meterse en mi habitación. Yo estaba totalmente agotada. Me hice un ovillo debajo de las mantas, me tapé hasta la cabeza.
—Estoy muerta —dije en voz alta.
Callie gruñó y apoyó el morro en mis piernas, por encima de las mantas.
Se puso a llover. Se suponía que los niños llegarían a casa esa noche, pero era incapaz de salir de la cama. Lo intenté. Al final, me levanté para ir al cuarto de baño y dejar que Callie saliera a la calle. «Lo bueno del Xamax es que no provoca adicción», pensé mientras me tomaba otras dos pastillas. Me quedé dormida. Me desperté con el sonido de la lluvia, pero sólo el tiempo suficiente para preguntarme cómo una sola ola se había llevado por delante todo lo bueno, arrojando a la playa sus desechos. Y me volví a quedar dormida.
Callie me despertó con sus gimoteos. Las luces de un coche recorrían las paredes del cuarto como una linterna en la más negra oscuridad. Oí el sonido de neumáticos que rodaban sobre charcos y que se abrían las puertas de un coche, luego la voz de Paige. No había cerrado con llave la puerta ni había encendido las luces. Tenía que levantarme. Ya.
Me puse los vaqueros. Estaba mareada. Salí dando tumbos al pasillo justo cuando entraban. Paige encendió la luz y el resplandor me hizo daño en los ojos. Los niños llevaban unos globos enormes cubiertos de gotas de lluvia y ropa nueva a la moda. Además les habían cortado el pelo. ¡Los dos llevaban flequillo! Como Paige. «Líneas de batalla a lo largo de sus frentes perfectas —pensé—, dejando bien claro que quieren apoderarse de sus mentes.» Y, a continuación, pensé: «¿El Xamax te empuja al melodrama?».
Zach estaba dormido, recostado en el hombro de Paige, con la boca ligeramente abierta. Annie me miraba aferrándose a su bolso verde lima nuevo y su globo a juego.
—¿Estás enferma, mami?
—Esto... sí. La gripe.
—Qué pena que no nos hayas llamado. Podrían haberse quedado conmigo más tiempo —dijo Paige.
—No pasa nada. Ya empiezo a sentirme mejor.
—Espero que no se la contagies.
Me agaché y abracé a Annie.
—La gripe es muy contagiosa —insistió Paige.
«Vete al cuerno, Miss Enero.» Le quité a Zach de los brazos, su cabecita pesada de sueño rebotaba entre ella y yo.
—Adiós.
Ella se inclinó por encima de mí para darle un beso a Zach y me rozó la cara con el pelo, dejando tras de sí un rastro a jazmín y cítricos. El niño se despertó y se removió en mis brazos porque quería acariciar a Callie. Después, Paige abrazó a Annie.
—Llámame mañana, cariño, como hemos quedado.
—Sí, mamá.
—Pórtate bien con Ella.
Cerré la puerta antes siquiera de que le diera tiempo a bajar el primer escalón del porche. Traté de sacudirme de encima la desagradable sensación, pero en vez de eso abrí la puerta y asomé la cabeza.
—Una cosa, Paige...
Se volvió.
—No es Ella.
—¿Perdona? ¿No es ése tu nombre?
—Los niños me llaman mami.
—¿En serio?
—Pues sí, en serio. Llevan haciéndolo tres años. Pero tú no podías saberlo, porque no estabas aquí. —Y cerré la puerta. Annie y Zach permanecían de pie, mirándome con los globos salpicados de lluvia en la mano—. ¿Tenéis hambre?
Ellos negaron con la cabeza.
—Yo sólo quiero dormir —dijo Annie.
—La señora mamá nos ha llevado a cenar pizza.
Zach suspiró y los dos se metieron en su cama sin darme tiempo a intentar convencerlos de que fueran a la mía. Sabía que era mejor tratar de volver a la normalidad, pero, aun así, tuve que morderme la lengua para no preguntarles si no se sentían solos en sus camas. Estaban demasiado cansados para hablar mucho, así que los arropé y me quedé allí, viéndolos dormir, con sus rostros enmarcados por aquellos cortes de pelo nuevos, mientras la lluvia tocaba una nana sobre el tejado. Los globos se habían elevado hasta el techo y habían acabado cada uno en un rincón de la habitación.
Estaba tan tensa que no sabía si iba a ser capaz de dormirme de nuevo. Estaba tumbada de espaldas, escuchando cómo la lluvia empezaba a caer con más intensidad y a golpear con violencia, mientras las ramas de los árboles azotaban los muros de la casa. Ahuequé la almohada y me levanté. ¿A qué hora me había tomado el último Xamax? No me acordaba, pero desde luego sabía que iba siendo hora de que me tomara otro. Me tomé dos por si acaso. Tenía que ser capaz de levantarme y estar fresca a tiempo de llevar a Annie y a Zach al colegio.
Pero a la mañana siguiente los oí susurrar y noté su aliento en la nariz y las mejillas.
—¿Por qué no abre los ojos? —le preguntaba Zach a Annie.
Me obligué a abrirlos. Cuatro ojos azules abiertos como platos me interrogaban sin palabras a escasos centímetros de los míos. Sabía que debía levantarme y preparar el desayuno, pero lo único que pude hacer fue incorporarme momentáneamente sobre los codos para luego dejarme caer de nuevo en el colchón.
—Mami está cansada, eso es todo —dije—. ¿Puedes servir los cereales y la leche, Annie? —Ella asintió—. Y... llama... al tío David.
Callie se bajó de la cama de un salto y fue tras ellos. Finalmente, después de semanas de descansos intermitentes, había dormido mucho y bien.
Había soñado; densos, largos sueños de enrevesadas situaciones de las que no me acordaba cuando me desperté. Y de repente: Joe y yo estábamos buceando. Joe y yo de la mano, sacudiendo las aletas bajo el agua con fluidez de movimientos, deslizándonos por el océano al unísono, con la gracia de dos bailarines realizando una coreografía. Me señalaba con la mano arrecifes de coral del color de la puesta de sol y una almeja gigante. Quería preguntarle algo, de modo que le hice la señal de «subir» y nadé hacia la superficie. Saqué la cabeza del agua bajo un cielo gris y aguardé moviendo las piernas a que llegara Joe, pero no lo hizo.
Me zambullí de nuevo en su busca, nadando con dificultad entre algas revueltas, gritando su nombre en silencio. Entonces lo oí decir mi nombre desde arriba. Ascendí dificultosamente hasta la superficie, nadando con todas mis fuerzas, moviendo las piernas con toda mi energía hacia su voz.
Me desperté agitada entre los brazos de David.
—Ella, cariño. Soy yo. David. Estabas soñando.
—Casi... —susurré—. Casi.
Casi había hablado con Joe, casi había obtenido respuestas, pero no lo había logrado.
—Cariño, llevas durmiendo todo el día. —David me apartó el pelo de la cara—. Y perdona por ser tan franco, pero creo que te vendría bien ducharte y lavarte los dientes.
—Gracias —contesté, tapándome la boca con la sábana. Él se levantó para abrir las contraventanas; las hojas mojadas del peral resplandecían como una lámpara de araña a la luz vespertina—. Debe de ser por el Xamax.
—¿Eso me lo dice la misma mujer que no toma ni siquiera una aspirina?
—Es por la ansiedad. El médico me lo recetó.
—Gil toma Xamax, pero no se pasa el día durmiendo. A lo mejor tú eres más sensible. ¿O acaso lo tuyo es un Xamax especial para chupar cada vez que te apetece?
Negué con la cabeza.
—No, pero es obvio que he tomado demasiado.
—Ella, tienes una excusa válida para encerrarte y esperar a que escampe, pero sencillamente no te lo puedes permitir. Tienes a dos niños bastante inquietos, te enfrentas a una batalla legal por su custodia y a un cuñado pesado que te necesita con urgencia.
Me sacó de la cama cantando Good Morning, Starshine, me llevó bailando al cuarto de baño y cerró la puerta. En el lavabo, había dejado una cesta llena de productos de baño con aroma a lavanda y romero que parecían bastante caros, la toalla más suave que había tocado en mi vida y un cepillo con mango de madera. Me quité la camiseta húmeda y maloliente de Joe y las bragas y abrí el grifo del agua caliente al máximo. Me metí debajo del chorro y me lavé el pelo y el cuerpo, disfrutando de los deliciosos aromas al tiempo que trataba de ignorar la vergüenza que me atenazaba la boca del estómago, hasta que el agua empezó a salir fría y me vi obligada a acabar.
David había heredado la energía y el gusto por la limpieza de Marcella. Cuando salí de la ducha en albornoz, con la cabeza envuelta en una toalla, los niños estaban recogiendo los juguetes tirados por todas partes y los numerosos libros para colorear, mientras él metía los platos en el lavavajillas con las manos enfundadas en unos guantes amarillos de goma.
—Mami, ¿estás mejor? —preguntó Zach.
Annie levantó el envoltorio vacío de un pastel de arroz y me miró.
—Sí, cielo. Siento no haberos llevado al colegio.
—He llamado antes de venir —dijo David—, pero ha saltado el contestador. He supuesto que estarías hablando con tu abogada, pero por lo visto era Annie quien estaba el teléfono.
—¿Estabas hablando con Marcella?
—Me parece que no... —David la miró.
—¿Con quién estabas hablando, cariño?
Annie se encogió de hombros.
—Hablaba con... mamá.
—Ah.
—Estaba preocupada.
Inspiré profundamente y traté de adoptar un tono relajado.
—Conque preocupada.
La niña empezó a patalear.
—¡Porque no querías levantarte de la cama! No querías. Y me ha dicho que ella cuidaría de nosotros.
—Ella, no te preocupes, ya he hablado con Paige. Creo que la he convencido de que tenemos las cosas bajo control —explicó David.
—No, mamá viene hacia aquí. Me ha dicho que venía. Y que nos prepararía algo de comer —dijo Annie.
David se quitó los guantes y se dirigió hacia Annie, como debería haber hecho yo, pero, al parecer, tenía problemas de transmisión entre mi mente y mis músculos. La cogió en brazos.
—¿Todavía quieres comer, después de haber devorado ese montón de canelones de nonna? Ya te prepararé yo algo para que llenes esa barrigota tuya.
En otro momento, Annie se habría reído de buena gana, pero no lo hizo. Me acerqué a ellos, le acaricié la espalda a la niña y le hablé por encima el hombro de David, igual que hacía cuando Joe la tenía en brazos.
—Cariño, lo siento mucho. No pretendía dormir tanto rato. Siento mucho que hayas tenido que cuidar tú sola de Zach. Lo has hecho muy bien, pero no deberías haber tenido que hacerlo. ¿Estabas asustada?
Ella asintió, débilmente al principio, después con más fuerza y al final empezó a llorar ruidosamente. La cogí en brazos y la estreché hasta que dijo: —¡Estás-estás-estás-estás enfadada conmigo porque he llamado a mamá!
—No, Annie, no estoy enfadada. Has hecho bien.
—Pero ¡ella no te cae bien!
—Tesoro... Es que... es que está siendo muy difícil. Para todos. Para ti. Para Zach. Y también para mí. Lo siento. Pondré más empeño a partir de ahora. De verdad. Hoy no estaba cuando me necesitabais, pero no volverá a ocurrir. A partir de ahora, ¿vale?
Ella asintió levemente de nuevo. Como si no me creyera del todo.
¿Cómo podía haber dejado que pasara algo así? Tal vez yo no era mucho mejor que Paige como madre. Perder así los nervios, mostrarme incapaz de cuidar de mis hijos y de mí misma. ¿Y si les hubiera ocurrido algo mientras yo estaba dormida como un tronco un lunes por la tarde? Fui al cuarto de baño y tiré por el retrete lo que me quedaba de Xamax.
Había dejado de llover y el sol se iba desplegando a lo largo de nuestro porche. Decidimos ir al río a bañarnos. A los niños les encantaba bañarse y yo quería compensarlos. Annie iba en su bici, Zach en su triciclo y yo andando junto a él entre los árboles, por el sendero cubierto de agujas de pino, hasta la playa de Elbow, un amplio triángulo de arena perfecta que sobresalía del agua. Annie señaló el nido de quebrantahuesos que había en la orilla opuesta, una enorme corona de palitos encima de un árbol muerto de gran altura.
—Vamos a ver los polluelos.
Pero no se oía ruido dentro del nido, estaba vacío. Los quebrantahuesos se habrían marchado ya hacia el sur, con toda probabilidad. Teníamos toda la playa para nosotros solos, pues la mayoría de las madres se habían levantado por la mañana para llevar a sus hijos al colegio.
Mientras yo extendía la manta en el suelo, Zach arrastró su triciclo hasta la orilla del río y después se subió de nuevo en él y empezó a pedalear hasta que la rueda delantera entró en el agua.
—¿Qué haces, Zach? Cariño, para.
Pero él siguió pedaleando mientras miraba el agua fijamente. Yo me acerqué y detuve la rueda con el pie.
—No puedes meterte en el agua con el triciclo. Vamos a bañarnos.
Él negó con la cabeza sin dejar de mirar el agua.
—¿Qué pasa, Zachosaurio?
—Quiero ir a un sitio. —Pedaleó con más fuerza, de modo que la rueda giró sobre la arena contra mi pie.
—¡Ay! Zach, vamos a dejar el triciclo junto a las moreras y me meteré en el agua contigo. Venga.
Él negó con la cabeza, pero seguía sin mirarme.
—Papi está ahí dentro. Quiero ir a verlo con mi triciclo.
—Oh, cielo. No, papi no está en el agua.
—¡Vale! —Se bajó del triciclo de un salto y se tumbó en la arena.
—¿Quieres que hablemos de papi?
Pero empezó con su cantinela de ajá-ajá mientras se ponía de pie, se llevaba el triciclo a los arbustos y después volvía corriendo y se abrazaba a mi pierna. Cuando le pregunté si aquello significaba que ya quería bañarse, asintió.
El agua siempre le había dado miedo, porque no sabía nadar, pero aquel día aún se quedó más cerca de mí, agazapado entre mis brazos. Yo lo entendía y agradecí que confiara en mí. Me pareció la oportunidad perfecta de mostrarle mi arrepentimiento. El corazón me dolía de pena, pero no era un dolor físico, como si amenazara con detenerse de golpe, sino que me latía a ritmo acompasado mientras susurraba a la espalda mojada: —Estoy aquí, cariño. Aquí mismo.
Entré en el río con Zach aferrado a mí, con cuidado de no golpearme con rocas afiladas o algún objeto oculto bajo el agua, mientras Annie esperaba para ver si podía saltar desde el embarcadero. Ella también me miraba en busca de apoyo. Asentí y saltó, con los brazos estirados y las piernas en una postura natural, un momento de pura libertad. Cuando sacó la carita del agua todavía sonreía, y vino hacia nosotros para que le diera un abrazo por lo bien que lo había hecho. La levanté y los abracé a los dos dentro del agua fría y cristalina, dos cuerpos que apenas pesaban. Noté que algo pasaba rozándome el tobillo, una corriente, el roce de una cola suave, y di un respingo al recordar que caminaba sobre un mundo que no podía ver.