ÁFRICA (3)

Buyumbura

¿Cómo explicar que esos mismos africanos, tan sonrientes, tan hospitalarios, puedan volverse feroces de un día para otro y dejarse arrastrar con tanta facilidad al asesinato, la violación, el saqueo o el uso alterno del kalashnikov y del machete, y todo a una escala aterradora? Ni los etnólogos ni los psiquiatras poseen la respuesta a esa cuestión, la más lacerante tal vez de nuestros tiempos. Se planteó en otro lugar del mundo en los años setenta, en Camboya, en el seno de un pueblo particularmente sensual, sereno y alegre, cuando de repente Pol Pot desencadenó la más terrible carnicería. Resurgió veinte años después en esta región de los Grandes Lagos de la que los antropólogos aseguran que fue la cuna del Homo sapiens, hace setecientos mil años, porque su clima, su vegetación y su fauna convenían perfectamente a nuestra especie.

No son la violencia o la crueldad por sí mismas las que pueden sorprendernos a quienes vimos a los alemanes, convertidos en nazis, entregarse a un genocidio sistemático, a los rusos hacer del gulag un medio de exterminio planificado o a los estadounidenses masacrar, aldea por aldea, a los habitantes de Vietnam. Aunque nos horroricen, poseemos una categoría del raciocinio para los terroristas irlandeses o vascos, o los «purificadores étnicos» de la ex Yugoslavia.

Pero somos víctimas del vértigo cuando poblaciones que vivían desde hacía siglos en las mismas colinas pierden súbitamente toda humanidad y las ciega un odio que se enardece, arrasa como un mar de fondo, corre a la velocidad del fuego entre la maleza y no deja tras de sí más que devastación.

No sabemos cómo prevenir esas llamaradas y, una vez que nos han revelado el lado sombrío de la naturaleza humana, ignoramos cómo ayudar a esas poblaciones a reconciliarse. Salvo si se da con la respuesta a este desafío, que es uno de los más preocupantes para el próximo siglo, la vida en común en esta tierra exigua será una pesadilla.

Acababa de regresar de Uagadugú, en diciembre de 1993, cuando recibí una llamada del director del Instituto de los derechos humanos de Montpellier, François Roux, con quien me unían algunos encuentros y muchos amigos comunes, preocupados como él y como yo por la continuidad que había que darle a la Conferencia mundial sobre derechos humanos de Viena, celebrada en julio de 1993.

Me explicó su proyecto de montar una misión de escucha y diálogo en Burundi, que acababa de sufrir de lleno una de esas olas de locura mortífera. El asesinato, durante una tentativa de golpe de Estado, del presidente Melchior Ndadayé, un hutu elegido democráticamente tres meses antes, desencadenó masacres de las que fueron víctimas centenares de miles de miembros de la minoría tutsi y a las que los grupos armados tutsis replicaron con otros asesinatos y saqueos.

Sin embargo, los golpistas no habían conseguido tomar el poder y un frágil gobierno, a cuyos elementos más amenazados la Embajada de Francia acogió durante un tiempo, trataba de imponer la calma. Durante ese tiempo, en la vecina Ruanda, el reinado sanguinario de Juvénal Habyarimana hacía estragos. Eran los hutus quienes tenían el poder y los tutsis preparaban sus fuerzas, apoyadas desde sus bases en Uganda. En Kigali aún reinaba la calma.

La asociación en la que François Roux se reunía con amigos burundeses que residían en Montpellier adoptó el nombre de Albizia, una planta de esa región que florece de nuevo, dicen, tras los incendios. Estableció contactos con las fuerzas de paz y de reconciliación presentes en la sociedad burundesa. El presidente de la Conferencia episcopal católica, monseñor Bududira, había tratado de agrupar a las fuerzas bajo las siglas GAPS (Grupo de Acción por la Paz y la Solidaridad) y solicitaba ayuda de todos los verdaderos amigos de Burundi.

Estaba en estrecho contacto con el representante especial del secretario general de las Naciones Unidas, un diplomático mauritano particularmente cultivado y sutil, Ahmedou Ould Abdallah, que llevaba el peso del gobierno legal, lo ayudaba con sus consejos y llamaba a la reconciliación entre los dos principales partidos políticos, la Unión para el Progreso Nacional y el Frente Democrático Burundés, que deberían repartirse los puestos en el nuevo gabinete que se formaría. Había que permitir también que el Parlamento, elegido el año anterior al mismo tiempo que el presidente asesinado, escogiera un sucesor. El Parlamento, sin embargo, estaba dominado aplastantemente por los frodebistas[61], en su mayoría de la etnia hutu, mientras que el Consejo constitucional, implantado por el predecesor de Ndadayé, Pierre Buyoya, contaba con una importante mayoría tutsi.

Para salir de aquel callejón sin salida constitucional, Ahmedou Ould Abdallah recurrió a François Roux, de quien apreciaba las competencias y quien le había procurado una consulta jurídica conforme a sus puntos de vista. Lo comprometió a acudir en cuanto fuera posible al frente dé una misión a la que Roux me invitó a sumarme, sabedor de mi pasión por Africa y de mi interés por la protección de los derechos humanos. No me ocultó los inconvenientes.

Se trataba de componer un equipo creíble y motivado, de hallar las fuentes de financiación y de elegir el momento y la duración apropiados. En diciembre de 1993 discutimos de ello con Pierre Caíame, presidente de la Fundación para el progreso del hombre, cuyas actividades y reflexiones conocía.

François Roux ya había confirmado la participación de Marie-Claude Tjibaou, viuda del líder canaco asesinado, al que había apoyado en su combate. Necesitábamos a otros africanos defensores de los derechos humanos: una senegalesa colaboradora del Centro para los derechos humanos de las Naciones Unidas en Ginebra, una camerunesa responsable de un fondo de ayuda al campesinado, dos teólogos, un miembro del Consejo ecuménico de las Iglesias, otro de la Conferencia de las Iglesias de toda el Africa y un burkinés presidente de la Unión interafricana de los derechos humanos. Necesitábamos a un belga: el presidente de la Comisión justicia y paz. François Roux había confirmado también la participación de otro «veterano» de la negociación de Nueva Caledonia, el pastor Jacques Stewart, presidente de la Federación protestante de Francia, quien acompañó a Christian Blanc a Numea en 1988. El Comité católico contra el hambre y por el desarrollo, la Fundación para el progreso del hombre y el Centro para los derechos humanos de las Naciones Unidas contribuirían a cubrir los gastos. Un equipo de cineastas acompañaría a la misión.

El mes de enero transcurrió sin que supiéramos aún si el gobierno burundés volvería al poder ni si las laboriosas negociaciones entre los partidos políticos, conducidas con el concurso de Ould Abdallah, desembocarían en el nombramiento de un nuevo presidente. El representante de Boutros-Ghali nos apremió para que no retrasáramos nuestro viaje. El 8 de febrero desembarcamos en Buyumbura. Aquel mismo día las gestiones de Ould Abdallah dieron fruto: la Asamblea, dominada por el Frodebu, designó presidente a uno de sus miembros, Cyprien Ntaryamira. Éste nombró a un primer ministro tutsi y formó su gobierno de manera que satisficiera las ambiciones de los principales grupos políticos. ¿Plantearía objeciones el Consejo constitucional, muy hostil al Frodebu? Nuestra llegada se produjo en el momento en que la espera era más angustiosa. La semana anterior había tenido lugar en Buyumbura una huelga general de «ciudad muerta»: unos jóvenes vandálicos, a sueldo de los políticos de la oposición, sembraron el terror en algunos barrios de la ciudad. ¿Se preparaba otra operación del mismo tipo?

Tomamos de inmediato la palabra en la radio y la televisión, y repetimos machaconamente un mensaje de paz y de tolerancia que a Ould Abdallah le parecía que reforzaba su mediación. Decidimos dirigirnos sin más tardanza hacia las colinas, hacia el interior del país. En nuestra primera etapa nos llegó la noticia: el Consejo constitucional había ratificado la elección de la Asamblea. ¡Uf!

Aquella semana del 8 al 15 de febrero de 1994 fue una aventura de una excepcional intensidad. No había pausas en nuestro programa. El Grupo de Acción por la Paz y la Solidaridad nos había organizado, en el hotel en el que nos alojábamos, una sucesión ininterrumpida de reuniones, para las cuales nos preparábamos mediante intensas concertaciones entre nosotros, que permitían descubrimientos humanos de extraordinaria calidad. Marie-Claude Tjibaou, que había hecho aquel largo viaje para llevarle a la viuda de Melchior Ndadayé el mensaje de tolerancia de otra viuda, nos maravillaba por su serenidad y la belleza de su rostro. La escuchábamos hablar de su trabajo de animación social al que se dedicaba en Nueva Caledonia.

Rose Twinga, nuestra burundesa de Albizia, abrumada por sus contactos con unos compatriotas cuyos defectos y angustias conocía muy bien, nos observaba con aprensión. ¿Nos dejaríamos engañar por los más taimados o los más retorcidos? Nosotros actuábamos con absoluta candidez, y puesto que no contábamos con nada más que con nuestra convicción de que la concordia era necesaria y por lo tanto posible, no tratábamos de adentrarnos en las intrigas de unos y otros. A todos les hacíamos las mismas preguntas: ¿para qué sirve la violencia?, ¿por qué no trabajar todos juntos?

Nos habíamos dividido en tres grupos de tres para dirigirnos al interior del país y observar el alcance de los desperfectos, las medidas ya iniciadas para restablecer el funcionamiento de la sociedad y el estado de ánimo de las comunidades agrícolas y de los refugiados reunidos en los campos bajo control del ejército. Tuve la suerte de formar parte del mismo grupo que Halidou Ouedraogo, el burkinés, y Elisabeth Atangana, la camerunesa. Conocía al primero, cuya cultura y fuerza de convicción apreciaba, y descubrí a la segunda, mucho más próxima que ninguno de nosotros a la vida rural. Ya en los primeros contactos con los cultivadores, daba con las palabras justas para incitarlos a agruparse, a organizarse y a tomar las riendas de su proyecto. A las monjas que nos albergaban por la noche, les explicaba la receta de un caldo muy nutritivo a base de maíz. La contemplaba mientras lo hacía, encantado ante su alta silueta y sus gestos graciosos.

Pero los interlocutores que más me apasionaban eran tres jóvenes estudiantes, dos hutus y un tutsi, que nos servían de intérpretes y acompañantes. En las comidas con ellos en alguna prefectura o en alguna escuela donde las gentes del lugar se reunían para escucharnos, se bebía bastante y las lenguas se desataban. ¿Qué esperaban de la vida? Deseaban conocer mundo, más allá de las fronteras de Burundi. Comprender el funcionamiento de las redes que los rodeaban, hallar un camino hacia mayores responsabilidades. Veía en ellos a los futuros ciudadanos de un África ambiciosa, que se negaría a rendirse ante sus dificultades. Y aquello me ponía eufórico hasta el punto que olvidaba u ocultaba lo que sabía acerca de los obstáculos que hallarían en el camino.

Al ser el miembro de mayor «grado» de la misión, me correspondió presentarla al nuevo presidente de la República y aparecer junto a él en las pantallas de televisión. Luego presidió conmigo la sesión de clausura. Se mostró muy amable, nos expresó su gratitud y formuló el deseo de que «todas esas reflexiones, todos esos testimonios recogidos y esas experiencias compartidas sobre el drama que Burundi acaba de vivir puedan ayudar a todos esos jóvenes, mujeres y hombres, a construir un país con un nuevo rostro, de tolerancia, de respeto mutuo, de solidaridad, de comprensión recíproca, de igualdad, de amor y de fraternidad; en resumidas cuentas, un país de unidad, paz y esperanza».

Esa sesión de clausura fue precedida de un partido de fútbol entre los dos finalistas de un torneo que había reunido a diez equipos, todos multiétnicos. Estaban los rojos y los blanquiazules. Toda la misión se encontraba en el estadio y me correspondió hacer el saque de honor. Los rojos me parecían más valientes, pero el único gol del partido lo marcaron los blanquiazules. Entregué la copa a su capitán. A los perdedores se les hizo entrega de un balón de honor. El mensaje de tolerancia que grité por la megafonía fue acogido con un inevitable estruendo de aplausos. El partido fue inmortalizado en una fotografía en la que se ve cómo un viejo de andares torpes chuta un balón. Ese saque fue la única hazaña futbolística de mi carrera. La foto, que me traje, provocó las insolentes risas de mi familia.

La velada de despedida tuvo lugar en los jardines de nuestro hotel, donde bailarines y músicos burundeses presentaron un espectáculo acrobático y alegre. No podíamos imaginar entonces que, menos de dos meses más tarde, unos extremistas ruandeses descontentos con los acuerdos firmados por su presidente y el presidente burundés, en su encuentro en Arusha el 6 de abril de 1994, harían estallar el avión que llevaba de regreso de Nairobi a aquellos dos hutus y desencadenarían así unas masacres como jamás habían tenido lugar en África, que transformarían en cementerios las ciudades de Ruanda y sembrarían la muerte entre los refugiados en los campamentos del Zaire.

Los horrores de Ruanda y las sospechas sobre el papel de Francia en la evolución política que los había desencadenado alejaban la atención internacional del vecino Burundi. ¿Sería también arrastrado por la inexorable confrontación étnica? ¿Sería la oportunidad propicia para la labor de reconciliación a la que nos habíamos asociado con tanta convicción? ¿Protegería a nuestros amigos burundeses de un nuevo estallido de violencia el frágil equilibrio que la desaparición del presidente Cyprien Ntaryamira cuestionaba y que, con su sutileza, el embajador Ould Abdallah trataba de preservar?

A lo largo del año 1994 la cuestión permaneció abierta. El nuevo presidente de Burundi no pudo evitar que estallaran en la capital y en algunos campamentos de refugiados violencias mortíferas que los medios, siempre ansiosos por anunciar masacres, tal vez amplificaron. Y allá, muy cerca, se hallaba Ruanda, tanteando entre los escollos de la venganza y de la impunidad. En las colinas, sin embargo, estaban los viejos sabios con su misteriosa influencia a favor de la concordia.

Por lo que a mí respecta, no deseaba abandonar aquella causa. No podía olvidar a los adolescentes que nos guiaron en nuestros encuentros con las gentes de los pueblos y los «reagrupados», tutsis o hutus, de los que nos despedimos designándolos como portadores de la esperanza de paz de su país. Así que fui a Londres, a la sede de International Alert —¡una de las doce asociaciones de las que formaba parte!—, que practicaba con sus pocos recursos aquella diplomacia preventiva que Bernard Kouchner considera como la futura etapa de las relaciones internacionales. Su secretario general, un fogoso esrilanqués, había constituido un comité de orientación en el que se reunían los «amigos de Burundi» dispuestos, en cuanto se les pidiera, a tomar un avión hacia Buyumbura. Acepté unirme a ellos sin titubear.

Tendría una nueva ocasión de verificar el apego de los pueblos a la paz, incluso cuando su causa se ha visto brutalmente comprometida por la violencia. François Roux seguía en contacto con ese país, que oscilaba entre las masacres y los intentos de reconciliación entre etnias y facciones. A petición del representante especial del secretario general de las Naciones Unidas, preparó una misión que sería continuación de la misión Albizia. Aquélla llevaba por nombre Escuchar y Dialogar. La nueva se llamaría Dialogar y Compartir.

Noviembre de 1995. Unos días después de mi septuagési mo octavo aniversario, partimos tres hacia Buyumbura, con intención de preparar la misión Dialogar y Compartir, verificar sobre el terreno la acogida que recibiría y retomar el contacto con las asociaciones religiosas o laicas que dieciocho meses antes habían sido nuestros inolvidables interlocutores. El encuentro fue muy afectuoso. Era tan evidente el deseo de evitar que se rompieran los lazos creados en 1994 que no nos fue difícil convencer a nuestros patrocinadores de llevar a cabo en diciembre de 1995 el mismo esfuerzo que nos había permitido actuar en febrero de 1994. En esta ocasión, mi esposa nos acompañaría y reforzaría la secretaría de la misión.

En veinte meses, la situación de Burundi no había mejorado. La economía iba mal, pero gracias a la generosidad de la naturaleza y al empecinamiento de la población campesina, no había hambre. El gobierno de coalición, al que la comunidad internacional observaba con recelo, no conseguía controlar a las bandas armadas hutus que proseguían la rebelión en las colinas ni a los grupos francos tutsis que atentaban contra los parlamentarios. El ejército, aún demasiado monoétnico, era mal aceptado por el campesinado hutu y, en sus intervenciones contra los rebeldes, se veía afectada una población atrapada entre dos fuegos.

Unos días antes de nuestra llegada, los rebeldes habían hecho explotar las torres que llevaban la electricidad hasta la capital. Sólo el Novotel, que contaba con un grupo electrógeno, estaba en condiciones de acogernos, pues el resto de la ciudad estaba sumido en la oscuridad, a lo que había que agregar el toque de queda en vigor a partir de las nueve de la noche. En ese contexto tolerablemente opresivo proseguimos los contactos con periodistas de la televisión, asociaciones de jóvenes, juristas y empresarios, la Iglesia católica y la protestante, sin olvidar al presidente de la República hutu, su primer ministro tutsi y los principales miembros del gobierno.

Conservo en la memoria dos grandes siluetas africanas: la de nuestro compañero de equipo tuareg súbitamente víctima de una viva emoción al conocer la noticia de la muerte en accidente de su amigo y rival Mao Dayak; y la del coronel egipcio, también de gran estatura, representante interino del secretario general de las Naciones Unidas. Durante nuestras reuniones a la luz de las velas, se creó entre nosotros una verdadera confianza que nos reconfortó. El egipcio hacía de enlace entre nuestra misión y la acción incipiente y fecunda de un grupo de personalidades burundesas reunidas bajo el nombre de Compañía de los apóstoles de la paz, aunque fueran completamente laicos. Era mi asociación de Londres, International Alert, la que se hallaba en el origen de esa interesante iniciativa. Financió el viaje a Sudáfrica de una cincuentena de burundeses, civiles y militares, parlamentarios y altos funcionarios, hombres y mujeres, de una y otra etnia, y de las diversas formaciones políticas.

Recibidos por Nelson Mandela y acogidos por representantes del ANC[62] y del Inkhata[63], aquellos burundeses quedaron impresionados ante los éxitos obtenidos por los abogados sudafricanos de la reconciliación étnica. Invitaron por su parte a dos portavoces de esas etnias que se habían masacrado durante tanto tiempo. Sus elocuentes intervenciones no fueron en balde: «¡Predicad ahora la paz o vuestros hijos no os perdonarán!». Una treintena de burundeses se sumaron a una verdadera campaña por todo el país. Nuestra misión debía asistir a la clausura de un seminario celebrado por los apóstoles de la paz en la antigua capital de Burundi, Gitega, que, a más de mil quinientos metros de altitud, domina el magnífico paisaje de las colinas.

La fiesta popular que ponía fin al seminario hizo evolucionar en el gran estadio de Gitega a los impresionantes grupos de tambores, bailarinas y acróbatas. Algunos de esos grupos simulaban los ataques lanzados por los rebeldes contra pacíficos campesinos y la respuesta victoriosa de éstos que restablecía la concordia.

¿Qué vínculo había entre esas actuaciones, vigorosamente aplaudidas por los miles de espectadores reunidos en las gradas del estadio, y la realidad de las relaciones humanas? ¿Cómo pasar del recelo y del miedo, fruto de años de violencia, a la construcción en común de una sociedad con una convivencia basada en el respeto mutuo y la aplicación de las reglas del derecho? Ésas eran las cuestiones que habíamos incluido en el orden del día de cuatro «talleres» reunidos en la capital. Cada uno de ellos estaba presidido por un burundés, y nuestra función se limitaba a compartir con los participantes la experiencia de reconciliación acumulada en otros horizontes.

La síntesis de esos trabajos se presentó al conjunto de nuestros interlocutores en una sesión de clausura de la misión que el presidente de la República, Sylvestre Ntibantunganya, honró con su presencia. Su retrato, flanqueado por dos banderas, colgaba de una pared del gran salón del Novotel.

Al dejar Buyumbura unos días antes de Navidad para regresar a París, donde justo habían acabado unas huelgas muy agitadas, me planteé la sempiterna cuestión acerca del compromiso y de su eficacia: ¿qué habíamos ido a hacer a aquellos confines ecuatoriales? Tal vez simplemente habíamos deseado no guardarnos para nosotros, compartir con quienes no osaban creer en ello, nuestra convicción de que las sociedades pueden y deben evolucionar hacia una mayor justicia, una mayor libertad y una menor violencia. ¿Sería contagioso nuestro optimismo, acrecentado en el ambiente festivo de Gitega? Por lo menos habíamos sembrado la semilla de una esperanza en el alba de aquel año 1996 que impondría nuevas pruebas a Burundi.

Ni la persistencia de masacres localizadas pero recurrentes ni el cambio del jefe del Estado —cuando el ejército hizo huir al presidente hutu que nos había acogido e impuso en su lugar a Pierre Buyoya— representaban el fin de aquella esperanza de una paz con cuyos actores nos habíamos codeado.

Uno de ellos, el más perspicaz y enérgico, Eugène Nindorera, se sumó al gobierno de Buyoya para promover incansablemente la reconciliación entre todos los integrantes de la sociedad burundesa y persuadir a los socios africanos de que confiaran en la estrategia de pacificación del nuevo presidente.

En junio de 1996, un mes antes del golpe de Estado, François Roux nos invitó a él y a mí a acompañarlo en una trashumancia en los Cévennes. En el puerto de Bonperrier, un lugar mágico donde los rebaños de ovejas confluyen y forman un verdadero río de lana, hicimos un alto nocturno antes de llegar al veranero, y Eugène Nindorera respondió a mis preguntas.

—¿Cómo salir de la violencia?, ¿cómo construir un Africa libre y próspera?

—Contamos con las condiciones para conseguirlo. Los recursos naturales están repartidos de manera desigual, pero son abundantes. El crecimiento demográfico multiplica las bocas que hay que alimentar, pero también los cerebros fértiles. La abolición de las distancias vivifica las redes que traen mensajes de solidaridad y de responsabilidad. No se harán las cosas deprisa. Cambiar el miedo, el recelo y el desprecio por respeto mutuo y confianza llevará tiempo. Afirmar el propio destino y el camino singular de África exige coraje, pero no dudéis de ello: el siglo que se anuncia será para África la era de su resurrección.