FRANCIA
Acababa de recoger mi carné del Partido Socialista y me pregunté por qué razón. Primera respuesta: el impacto del año 1995. No imaginaba que los franceses fueran tan imprudentes como para llevar a Jacques Chirac a la presidencia de la República. Durante un breve tiempo esperé que las ridiculas disensiones de la derecha permitirían que Lionel Jospin venciera contra todo pronóstico. Me había gustado su cándida campaña. Fui a aplaudirlo al Zénith de Montpellier en medio de una masa alborozada. Eso me acercó de nuevo a un hombre al que conocía desde hacía treinta años. Fue colega mío en el Quai d’Orsay de joven, antes de entrar en política. Luego escuché a Martine Aubry en el programa 7 sur 7 y estuve de acuerdo con cada una de sus palabras.
Aquello, sin embargo, no era más que una respuesta coyuntural. En el fondo de mí mismo, me reprochaba haber pasado cincuenta años al margen de la acción política, como observador crítico o servidor del Estado, a veces feliz por trabajar para un gobierno respetado, otras expresando más o menos discretamente mis reservas, animando una serie de círculos de reflexión o frecuentando a mujeres y hombres con los que estuviera de acuerdo en lo esencial. ¿Dónde estaba, en todo ello, el combate político, el compromiso personal en un frente arriesgado?
Al pensar hoy en ello, a una edad en la que ya no me planteo bajar a esa arena, recuerdo haber mantenido siempre las distancias con respecto a las formaciones políticas de la democracia francesa. Me sentía, desde el lejano Frente Popular y las manifestaciones antifascistas de los años treinta, un «hombre de izquierdas», pero también, y quizá excesivamente, alejado de los partidos y de sus aparatos. Demasiado fácil.
Admito que no hay democracia sin Parlamento, ni Parlamento sin partidos, ni partido sin aparato. ¿Y en ese caso? ¿Basta dejar ese trabajo a los demás y reservarse el derecho de denunciar sus insuficiencias o su apetito de poder y de privilegios? ¿No habría bastado con formar parte del mismo para meter el dedo en la llaga de los límites y las posibilidades de tal ejercicio?
Hombre de izquierdas, europeísta convencido, intemacionalista militante: todos esos epítetos me los aplico de buen agrado. Tal vez mi debilidad por Francia sea la de un enamorado más que la de un amante, según la distinción que en el «gran siglo» se hacía entre dos figuras de la comedia amorosa. Fui yo quien eligió a Francia y quien la quiso como patria, pero aún debo conquistarla.
Está ahí, en su perfección geográfica, a media distancia entre el polo y el ecuador, y me estremezco cada vez que cruzo el paralelo 45 por la carretera de París hacia mi casa del Gard, a unos kilómetros de Valence. Está ahí, en su lengua incomparable por su claridad y su sutileza. Siempre he tenido reservas hacia la utilización política de la francofonía. No se trata de reivindicar mediante nuestra lengua derechos que la historia de su pretérita potencia ya reconoce. Hay que presentarla como una recompensa, accesible con algunos esfuerzos a cuantos hallarán en ese maravilloso instrumento una de las mejores llaves para acceder al reino de la verdad y de la belleza. Porque la lengua francesa tiene una manera única de envolver y desarrollar el pensamiento, de hacerlo riguroso y múltiple.
Las otras dos lenguas que domino, el inglés y el alemán, son una más fluida y la otra más áspera, y ambas más poéticas tal vez gracias a la confusión onírica que en ellas se desliza con mayor facilidad.
Me son tan familiares que no puedo evitar la tentación de utilizarlas con los interlocutores que las hablan. En eso estoy equivocado. Sería mejor animarlos a expresarse en francés. Como diplomático, me reprocho no defender más sistemáticamente nuestra lengua, o incluso nuestras posiciones gubernamentales. No porque no sea un funcionario concienzudo, sino porque a veces siento mayor responsabilidad hacia el interés permanente de Francia que hacia las instrucciones coyunturales que se me comunican. Esta actitud un poco orgullosa se ha afirmado con la edad.
A lo largo de los últimos cincuenta años, la Francia real no siempre ha sido para mí la Francia deseada, y, sin embargo, no he tratado de acercarlas la una a la otra por el camino usual en una democracia: acceder a responsabilidades políticas.
Lo he hecho en algunas ocasiones trabajando para políticos cuyo combate respetaba, y en otras participando en círculos de reflexión cuyas ideas compartía. La confrontación con adversarios y la refutación de los argumentos de otro sólo las he conocido en el plano internacional: frente a interlocutores que ponían en cuestión o minimizaban el papel de Francia en el mundo. Ese papel puedo criticarlo o ver cómo lo critican mis compatriotas, pero no otras personas. No hay nada que me irrite tanto como los clichés difundidos en los medios de comunicación ingleses, alemanes o estadounidenses sobre una Francia egoísta, nacionalista y arrogante.
¿Qué respondería si la pregunta me la hicieran hoy? Diría que Francia tiene defectos, claro está, pero también cuenta con méritos. Tras el trágico golpe de junio de 1940, la recuperación de los años cincuenta hace honor a mi generación. Luego ésta tuvo que dirigir simultáneamente la laboriosa renuncia a un vasto imperio de ultramar y la paciente gestación de una Europa donde podría realizarse. Y todo ello en menos de treinta años, entre mi vigesimoquinto y mi quincuagésimo aniversario. No puede decirse que todo fuera sobre ruedas. La guerra de Indochina, la guerra de Argelia, numerosas torpezas en nuestra política africana están ahí para obligarnos a hacer una cura de sana humildad. Conseguimos para Francia, sin embargo, un lugar de primera fila en el concierto de las naciones. Vivimos una importante mutación. Para la generación de «fin de siglo», habrá que hallar un nuevo sentido a su «momento de la historia». El nuestro fue brutal, exaltado, torpe y ambicioso. Dejamos una Francia en lo alto de la escala de las naciones industriales, económicamente privilegiada, socialmente en crisis y políticamente modesta. Tal vez demasiado modesta.
Es la más europea de las naciones europeas, aquella donde se cruzan todas las Europas, la del Norte, la del Oeste y la del Sur. Es Europa quien tiene en este fin de siglo la tarea de ofrecer a todos sus ciudadanos, tanto a los franceses como a los demás, un futuro exultante, y Francia debe comprometerse sin reservas con esta perspectiva.