LA INMIGRACIÓN

Al ser yo mismo un inmigrado, la suerte de los trabajadores inmigrados tenía que interesarme por fuerza, así que acepté con gratitud la oferta de Paul Dijoud, cuya visión de las cosas y energía me habían conquistado de inmediato. Pero no por ello dejó de entristecerme el «desembarco» de Pierre Abelin, a quien en 1976 sucedió Jean de Lipkowski. Cuando tomó posesión, le escribí una carta personal (nos conocíamos desde hacía treinta años) para pedirle que dedicara más energía que su predecesor a la puesta en marcha del informe Abelin. Tuvo la falta de delicadeza de mostrar mi carta a Pierre Abelin, quien naturalmente se sintió herido ante lo que parecía una crítica contra él y quedó resentido conmigo. Una vez más, hice gala de un exceso de confianza.

La Oficina Nacional para la promoción cultural de los inmigrados tenía su sede en el bulevar de Grenelle, una secretaría con unas veinte personas y un presupuesto modesto, destinado a ayudar a mantener el contacto con sus culturas de origen a las diferentes comunidades extranjeras a las que pertenecían los cuatro millones de trabajadores inmigrados. El objetivo perseguido, pues, se hallaba en las antípodas de la asimilación. La estancia de los trabajadores inmigrados en Francia debía ser únicamente una fase de sus vidas, y debía prepararse su retorno a los países de origen con los conocimientos adquiridos y con sus ahorros. Sin embargo, al mismo tiempo, su presencia en nuestra tierra debía permitir a sus vecinos franceses conocer y apreciar las cualidades y las producciones culturales de las regiones donde habían crecido antes de venir a trabajar a Francia.

Ese planteamiento del problema correspondía a los años de crecimiento, a los «treinta gloriosos»[46] que llegaban a su fin. Los flujos migratorios inducidos por las empresas francesas, insuficientemente modernizadas para prescindir de abundantes efectivos de trabajadores poco cualificados, atrajeron a nuestro país no sólo a los italianos, españoles y polacos de antes de la guerra, sino, en número creciente, a portugueses, magrebíes y africanos del Sahel. Venían solos; se alojaban en los albergues de la Sonacotra[47], rápidamente construidos para ellos; pasaban las vacaciones con sus familias, a las que hacían llegar una parte importante de su salario, y aguardaban el momento en el que, tras haber acumulado un pequeño peculio, regresarían definitivamente a su país, dejando sus puestos de trabajo a la generación siguiente.

Este sistema no había aportado sólo beneficios a la economía francesa. Retrasó la modernización de nuestras empresas, desacostumbró a los jóvenes franceses a ocupar los puestos de baja cualificación y dio una imagen negativa de los países de origen de los inmigrantes, ya que los trabajadores no cualificados se mezclaban poco con la población francesa y permanecían a menudo encerrados y mal alojados en lo que parecían guetos.

A mediados de los años setenta, esa situación se vio profundamente transformada. La cómoda noria de los flujos y reflujos quedaría suspendida con el aumento del paro, que llevó a las autoridades francesas a legislar más estrictamente la llegada de nuevos trabajadores. Como contrapartida, aquellos que quedaban perderían el deseo de regresar a sus países, aprovecharían las medidas adoptadas para facilitar el reagrupamiento familiar y buscarían una promoción económica y social en la propia Francia.

La inmigración de trabajadores se convirtió entonces en una inmigración de población. Fue bajo esa nueva forma, con sus problemas muy diferentes y hasta hoy aún mal resueltos, como tomé contacto con el tema de la inmigración en Planificación en 1985 y luego de nuevo en 1990, como miembro del Alto Consejo para la Integración, una creación de Michel Rocard.

En 1976 rechazábamos en igual medida la integración y la asimilación: buscábamos la inserción. ¿Qué encierran esos vocablos de definiciones ambiguas? El término «asimilación» supone hacer de todos los extranjeros que viven en Francia, y sobre todo de sus hijos, franceses como los demás, liberándolos de su herencia diferencial y de sus idiomas de origen. La Francia colonial y la jacobina la practicaron durante mucho tiempo. Con la «inserción», en cambio, se busca ofrecer a los extranjeros que residen temporalmente en Francia a la vez el acceso a la cultura francesa y los medios para mantener, individual y colectivamente, sus lazos con su patria, su lengua, sus tradiciones, sus costumbres, su arte y su literatura, de manera que cuando regresen no se encuentren desarraigados ni marginados. La «integración», por su lado, se propone acelerar su plena participación en una sociedad en la que ellos mismos y sus hijos desarrollarán sus vidas a partir de entonces, reconociendo los valores de los que son depositarios y que pueden enriquecer, gracias a su diversidad, una sociedad francesa que nunca ha sido y nunca será homogénea.

La Oficina trataba de favorecer la inserción así definida y, para lograrlo, buscaba el apoyo de las embajadas de los países de origen. Un diplomático encontraba en ello su justificación. Aunque el Magreb y Portugal eran nuestros principales interlocutores, también manteníamos contacto con Italia y España, Polonia y Yugoslavia. Pero las aportaciones más pintorescas procedían de Senegal, Mali y Camerún. Música, danza y teatro de África. También narradores de cuentos de Turquía. Nues tras bases logísticas eran las casas de cultura, los teatros de barrio o los centros culturales islámicos próximos a las mezquitas.

Para movilizar al mundo del espectáculo y a los medios de comunicación al servicio de nuestra empresa, Paul Dijoud había conseguido que Silvia Monfort aceptara la vicepresidencia de la Oficina. Para mí era un placer presentar a aquella bella mujer, generosa e inteligente, no sólo a los embajadores de los países de origen sino también a los responsables de las compañías musicales, teatrales o de danza de las comunidades inmigradas. Me presentó a Peter Brook, que sabía mejor que nosotros cómo aprovechar la reserva de talento que suponía la inmigración. Hubo giras de algunas de esas compañías por las grandes ciudades francesas en las que se reveló el fervor con el que la población francesa acogía cualquier manifestación de culturas extranjeras, sin sombra de rechazo racista o xenófobo.

A lo largo de los años, he adquirido la convicción de que el racismo y la xenofobia sólo tienen en su punto de mira a los extranjeros marginados, miserables, mezclados con un sub-proletariado en el que no se los distingue de los propios franceses. En ese caso sí son los chivos expiatorios de los efectos de la degradación social de la que son víctimas.

Mi papel como presidente de la Oficina Nacional consistía sobre todo en ofrecer amparo internacional a la prodigiosa actividad del secretario general, Yvon Guggenheim. Muy pronto nació una gran intimidad entre nosotros. Él sentía que yo confiaba plenamente en él, pues había quedado subyugado por su mirada chispeante y su generosidad. Contaba con mi aval para los malabarismos administrativos gracias a los cuales la Oficina llevaba a cabo una amplia panoplia de proyectos y para el reclutamiento de las jóvenes colaboradoras argelinas, francesas, italianas o turcas, un cortejo extravagante y abnegado. Al acceder al círculo de su familia, supe que, de muy joven, estuvo tentado por la milicia, que fue detenido y encarcelado tras la Liberación, y que a su salida de la cárcel fue reclutado por el Abbé Pierre, junto al cual se había formado. Quedaban rastros de aquel pasado doloroso, del que nunca hablaba, en su inmensa compasión por los marginados y en su alegría cuando la expresión artística los elevaba por encima de su miseria.

De las numerosas actividades que impulsaba, recuerdo sobre todo aquella que consiguió que la Oficina dispusiera de una hora semanal de televisión para permitir saborear a los inmigrados y también a los franceses las características de los países de origen, y a la vez informar a los primeros acerca de sus derechos y obligaciones. Ese programa, que se llamaba Mosaïque (Mosaico) y cuya dirección fue confiada durante los primeros años a un realizador argelino de talento, se impuso a pesar de las contradicciones internas que siempre costó resolver y que tenían que ver sobre todo con el hecho de que hubiera demasiados países, que había que presentar de una manera que interesara a sus propios naturales, a los de otros países y a los telespectadores franceses. Cada sábado, si recuerdo bien, escrutábamos los índices de audiencia y analizábamos críticamente el programa.

Ése fue el más audaz y el último de los proyectos debidos a la fértil imaginación de Guggenheim. El cáncer que sufría se propagó bruscamente y, en unas semanas, lo fulminó. El impacto de esa desaparición aún perdura en mí: fue temerario. Fue necesaria la serena sabiduría de Jacques Roze, que había sido colega mío en la Embajada en Argel, para encarrilar la asociación que heredaría la Oficina.

Paul Dijoud, que nos había apoyado firmemente, abandonó el cargo de secretario de Estado para los trabajadores inmigrados a finales de 1976 y fue sustituido por Lionel Stoleru. Traté en vano de convencer al nuevo ministro de la pertinencia de la visión de su predecesor. La aventura acabó al año siguiente: las funciones de la Oficina serían asumidas por una asociación, la ADRI[48], cuya ambición se limitaba a informar al público acerca de los problemas administrativos y culturales que supone la presencia en Francia de cuatro millones de extranjeros.

Dejé a Stoleru sin demasiado pesar. Volvería a encontrarme con él doce años después, siendo él ya ministro de Planificación en el gobierno de Michel Rocard. Fue él quien presentó a la prensa, insistiendo en su pertinencia, el informe que aquella administración me había encargado en 1985 y que el gobierno de Jacques Chirac había guardado en un cajón. Stoleru le dio un título ambicioso: Inmigraciones [en plural]: el deber de la inserción. En unos años, los problemas de la inmigración, que nunca han dejado de interesarme, se habían convertido en un importante reto político.

De nuevo me hallaba libre y seguía siendo poco apreciado por el presidente de la República, por lo que tenía prohibido cualquier destino en una embajada, como me habría correspondido por mi antigüedad en la carrera. Vitia y yo comenzamos a pensar que el septenio de Giscard acabaría sin que el Quai d’Orsay me confiara un nuevo puesto y que entonces ya estaría en la edad de jubilación. En previsión de esa situación, habíamos buscado durante mucho tiempo una casa para nuestra vejez. No teníamos demasiadas preocupaciones materiales, puesto que Vitia ejercía con un talento unánimemente reconocido el oficio agotador pero muy lucrativo de intérprete de conferencias. Además, Mercure de France le había publicado su primera novela, Le Temps des parents, y los elogios de la crítica, en particular de Simone de Beauvoir, la incitaban a repetir la experiencia. Nuestra búsqueda contemplaba prioritariamente Bretaña, cuyo clima apreciaba Vitia. Yo me inclinaba más por el sur. Finalmente elegimos una vieja casa en un pueblo cerca de Uzès, cuya vista sobre las colinas y las viñas bordeadas por arbustos nos pareció irresistible. Adquirida en 1975, y con una modesta piscina construida dos años más tarde, es el lugar desde donde escribo estas líneas.

En 1977 nos habríamos retirado allí, dejando de lado ya cualquier esperanza de una nueva misión diplomática, si no se hubiera producido un encuentro casual con Hélène Ahrweiler, que me propuso secundarla en sus esfuerzos para desarrollar las relaciones internacionales de la Universidad París-I, cuya presidencia acababa de asumir. Me hallé así la mar de contento en un agradable despacho en el corazón de la Facultad de Derecho, en la plaza del Panteón. Aquello me recordaba mis años en la Dirección de cooperación del Ministerio de Educación Nacional, pero las tareas eran mucho menos burocráticas. Hélène Ahrweiler tenía una personalidad a la vez atractiva y dominante, y nuestra relación pronto fue de confianza. Yo sentía su fuerza, y en sus relaciones con las universidades extranjeras dispuestas a intercambios con París traté de añadir cierta flexibilidad.

Esa nueva aventura duró seis meses y me sumergió de nuevo en un mundo que creía haber abandonado para siempre. En mi época en el Ministerio de Educación Nacional, trabajé con rectores y directores de educación superior, pero tuve poco contacto con los «verdaderos» universitarios, aquellos que consagran su vida entera a un tema preciso del que exploran minuciosamente todos los matices. ¿Habría podido hacer lo mismo yo? Me planteé la pregunta en Argel, donde André Mandouze remataba su tesis sobre san Agustín. Aún lo veo hoy, en su despacho, sumergido en el producto de sus últimos años de investigación, fichas y apuntes, referencias cien veces revisadas, volúmenes indexados y citas comprobadas. De aquel laberinto de papeles cuya ordenación parecía dominar surgía una obra que quedaría inscrita en la larga trama de la historia de las ideas. En comparación con su meticulosa inmersión, mis actividades de diplomático me parecían muy superficiales y sus efectos en la realidad, muy efímeros. Al lado de Hélène Ahrweiler, tenía una sensación muy diferente. Me pareció que los universitarios, al menos tanto Como los diplomáticos, están encerrados en una especie de burbuja hecha de mutuo reconocimiento de valores altamente simbólicos a la que no llega el devenir del mundo exterior.

Por lo menos, los diplomáticos en algunas ocasiones deben enfrentarse a las desgracias de la época, a conflictos dramáticos, que sólo los afectan indirectamente pero de los que su conciencia no puede desprenderse con facilidad.

Los universitarios no se ven afectados por un desafío semejante. Sus pasiones acolchadas, aunque puedan ser violentas, entran en el registro de la colegialidad. El tiempo de la investigación es menos ajetreado y menos angustioso. Me sumergí en su universo como en un baño de serenidad. Y, sin embargo, conocen el fondo de las cosas, puesto que han dedicado tiempo a penetrar en él. ¿Acaso habría permanecido yo siempre en la superficie, y lo que yo llamaba el mundo no era más que el reflejo meteorológico cambiante de verdades más profundas?

No tuve tiempo de meditar acerca de esas melancólicas constataciones. El secretario general del Elíseo, Claude Brossolette, era hijo de Pierre, que fue mi jefe en la BCRA en Londres. Había descubierto que mi excedencia se prolongaba mucho y consideró que había que acabar con aquella situación. Así fue como, en la primavera de 1977, me propusieron el puesto de embajador ante las Naciones Unidas en Ginebra.