LA IZQUIERDA EN EL
PODER
El fallecimiento de François Mitterrand supuso para cuantos vivieron intensamente la llegada de la izquierda al poder una incitación a pensar en lo que esperaban que pasara cuando eso ocurrió y lo que se obtuvo. ¿Podré librarme a ese ejercicio con menos prejuicios apologéticos o polémicos, con una perspectiva más justa que tantos autores que se apresuraron a hacer balance para demostrar su lucidez?
Comencemos por enumerar, puesto que aquí se trata de recuerdos personales, los privilegios que me valió ese cambio de gobierno en Francia. Hizo de un diplomático muy especializado en cooperación multilateral, a dos años de su jubilación, un embajador de Francia, delegado interministerial, miembro de dos instancias administrativas de primer orden —la Alta Autoridad de la comunicación audiovisual y luego el Alto Consejo para la integración— y representante de Francia en una de las cumbres internacionales más prestigiosas: la conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre derechos humanos. Me elevó al grado de comandante de la Legión de Honor y de oficial de la orden nacional del Mérito. Puede verse que, personalmente, le debo mucho.
No tengo intención de entrar en detalle en la manera en que cumplí con esas tareas. Quisiera sólo recordar los episodios que más me marcaron de esos dos septenios a lo largo de los cuales perdí primero a mi madre y luego a mi esposa, volví a casarme, vi cómo mi hija llegaba a catedrática de universidad y mis dos hijos se establecían en París, uno como cardiólogo y el otro como psiquiatra, mientras crecían siete nietos.
Primero fue el 18 de mayo de 1981. Al igual que tengo el recuerdo preciso del 25 de agosto de 1944 y del general De Gaulle recorriendo los Campos Elíseos aunque ese día yo estuviera en Buchenwald, estoy seguro de haber vivido la ceremonia del Panteón: veo la calle Soufflot y a François Mitterrand con tres rosas en la mano… Y, sin embargo, me hallaba en Ginebra, preparando la conferencia de las Naciones Unidas sobre los PMA[50] que el gobierno de Raymond Barre había invitado a celebrar en París.
Recuerdos de alegría y excitación; nacimiento de una nueva esperanza; certeza de que a partir de aquel momento todo sería posible. Pero a la vez el recuerdo de una angustia: ¿cómo iba a ser acogida esa Francia gobernada por una alianza entre socialistas y comunistas por sus socios occidentales, por Ronald Reagan y Margaret Thatcher? ¿Asistíamos a uno de esos breves raptos en los que la izquierda revolucionaria llega al poder para ser inmediatamente desalojada por la reacción más profundamente anclada en la sociedad francesa? Ni el Frente Popular, joya de la historia política de mi juventud, duró más que dos años.
Me tranquilizó en cierta medida una conversación con Philippe de Seynes, tres meses antes, a quien le había expresado mi inquietud acerca del programa común de gobierno acordado entre el PS y el PCF. «No, en absoluto —me dijo—, es un texto muy moderado, no tiene nada de revolucionario. Veo en él la aceptación por los comunistas de la economía de mercado».
Y, sin embargo, las reacciones de las patronales fueron vehementes: había que huir de aquella tierra ahora maldita.
De eso hace quince años. Desde entonces, nos hemos acostumbrado a una actitud más serena de los antiguos protagonistas de la dictadura del proletariado. ¡Cómo se ha suavizado su lenguaje! Ya pasó a mejor vida la espera del gran día. En 1981, la presencia de cuatro ministros comunistas en el gobierno de Pierre Mauroy —por otra parte los cuatro excelentes— provocaba escalofríos. ¿Mitterrand sabría gestionar aquella alianza?
Vitia y yo sentíamos hacia el presidente electo una mezcla de admiración y recelo. Su campaña había sido brillante. De la época en que lo había frecuentado como ministro de Interior de Pierre Mendès France, conservaba una gran confianza en su habilidad, una viva consideración hacia su esposa, una idea alta de su cultura y la certidumbre de su pasión por el poder. Más que cualquier otro político de izquierdas, tenía la talla de un estadista y sabría evitar los escollos que estaba seguro de que aparecerían en su camino.
Sospechaba que el cambio que se había producido tendría consecuencias en mi carrera. Entre los amigos periodistas de Ginebra, la briosa Isabelle Vichniac, corresponsal de Le Monde, fue la primera que me insinuó que Claude Cheysson pensaba en mí para el puesto más prestigioso de la diplomacia, el de secretario general del Quai d’Orsay. Yo me sentía incapaz de asumir esa responsabilidad, para la cual mi carrera no me había preparado. Aquel verano de 1981, sin embargo, había tal cantidad de extrañas vibraciones en el aire que, cuando el ministro me convocó en París para una entrevista, tuve un momento de vértigo.
No, Cheysson no me quería como secretario general. Para ese puesto recurriría a Francis Gutmann, que durante algún tiempo fue joven colega mío en la dirección de las Naciones Unidas y presidía los destinos de Gaz de France. El Ministerio requería para ese puesto más a un gestor que a un diplomático. A mí, Claude Cheysson me reservaba una sorpresa: elevarme a la dignidad de embajador de Francia. Eso parece poca cosa, pero para un berlinés naturalizado francés a los veinte años era formidable, y un símbolo supremo de mi pertenencia a la cultura francesa que luciría hasta la muerte. Además de inmerecido, y por ello aún más sabroso, dado que mi carrera en el Ministerio había sido poco ortodoxa: no había pisado ninguna de las grandes embajadas y era una plétora de multilateralismo.
Sentía verdadero afecto por Cheysson desde nuestra colaboración en el entorno de Pierre Mendès France, y acepté de inmediato su propuesta de ir a trabajar con él en París y apoyarlo en la reforma de la política francesa de ayuda al desarrollo. Era mi especialidad desde hacía veinte años. Tenía muchas ideas acerca de aquella cuestión. Tal vez demasiadas, incluso.
La reforma, a mi entender, debía ser profunda. Nuestras relaciones con los socios africanos requerían una puesta a cero. Las estructuras ministeriales que consideraban que el «patio trasero» era un lugar aparte y favorecían una sospechosa mezcla entre amiguismo político y preocupación por el desarrollo debían ser reformuladas. Había que desenterrar el informe Abelin e inspirarse en las tesis del Partido Socialista expuestas en los años setenta por Lionel Jospin en su libro La France et le Tiers Monde.
Las tentativas anteriores habían fracasado ante la predominancia del «coto vedado» del Elíseo, inaugurado por el general De Gaulle y que desafortunadamente había sobrevivido a la evolución de África gracias a las redes de Jacques Foccart, de las que, estaba claro, Mitterrand iba a desembarazarnos.
En 1981, Francia era la última de las antiguas metrópolis coloniales que mantenía un trato específico en sus relaciones exteriores con sus antiguas colonias, como si en el fondo no admitiera su acceso a la independencia. La financiación sustanciosa, incluso excesiva, destinada a éstas no servía únicamente para su desarrollo. En realidad, entraba en un circuito cerrado del que las poblaciones de esos antiguos territorios de ultramar se beneficiaban menos que la red de empresas francesas instaladas en África. Había llegado la hora de salir de ese círculo vicioso, de hacer como Inglaterra o los Países Bajos: crear en el Ministerio de Asuntos Exteriores una instancia con vocación mundial; no una administración ministerial específica, sino una agencia de ayuda al desarrollo. Su papel, claramente definido, no tendría la ambición de mantener aquí o allá una vana influencia política privilegiada, sino de convertir a Francia en un socio eficaz de los esfuerzos de desarrollo de todas las regiones del planeta, cuyo acceso a mejores niveles de vida gracias a la valoración de sus recursos naturales y humanos era la condición evidente de un mejor equilibro de la economía mundial.
No dudaba que podría compartir esas ideas sencillas con un gobierno en cuyos puestos clave se hallaban amigos: Claude Cheysson en Relaciones Exteriores (¿acaso ese cambio de nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores no significaba el anuncio de una gran reforma?), Jacques Delors en Economía y Michel Rocard en Planificación. En el puesto para mí más importante se sumaba Jean-Pierre Cot, ministro delegado, al que había ido a ver desde Ginebra para ponerlo al corriente de los avances de la conferencia sobre los PMA. Ya desde mis primeros contactos con él y con el animoso equipo que lo rodeaba, quedé seducido y tranquilizado.
Jean-Pierre Cot presidió la conferencia, que se inició en junio de 1981, y me pidió que dirigiera la delegación francesa. Se trataba de obtener para esos olvidados de la economía mundial unos compromisos firmes de la comunidad internacional, bajo la forma de un verdadero contrato: sus gobiernos adoptarían programas claramente dirigidos a satisfacer las necesidades esenciales de la población en el terreno de la salud, la educación, el empleo y la participación democrática de todos los integrantes del país, y de las mujeres en particular. Por su lado, los gobiernos de los países industrializados garantizarían una ayuda fijada en un porcentaje de su PIB, por lo que ésta evolucionaría al mismo ritmo que su propio crecimiento.
Esos términos, elaborados en Ginebra a lo largo de sesiones de la comisión preparatoria, fueron objeto de un laborioso mercadeo en las salas de la Unesco donde se celebró la conferencia. A pocas horas del final de la sesión, haciendo gala de sus cualidades de negociador a la vez firme y convincente, Jean-Pierre Cot obtuvo el consentimiento crucial de la última delegación que cedió a su instancia, la de Estados Unidos. La conferencia ofreció a François Mitterrand, desde su inauguración, la oportunidad de exponer su concepción de las relaciones Norte-Sur, que trataría en vano que compartieran sus homólogos unos meses más tarde, en la cumbre de Cancún. A Jacques Delors, ministro de Economía y Hacienda, le permitió pronunciar un discurso muy comprometido y muy aplaudido. A Jean-Pierre Cot lo consagró como el político francés que los verdaderos amigos de los países en desarrollo esperaban para acabar de una vez por todas con la palabrería política vacía y abrir nuevas perspectivas.
Acabada la conferencia, fui nombrado delegado interministerial para la cooperación y la ayuda al desarrollo, y Pierre Mauroy me ofreció un despacho en un anejo del Ministerio de Comunicación, en el número 35 de la calle Saint-Dominique, a dos pasos de Matignon. Conseguí que pusieran a mi disposición cuatro colaboradores destinados provisionalmente de los ministerios de Economía, Planificación, Relaciones Exteriores y Equipamiento, y me concentré en primer lugar en la reestructuración ministerial. Para llevarla a buen puerto, necesitaba un director general de relaciones culturales comprensivo o por lo menos razonable, pero Mitterrand nombró a un exaltado que hizo naufragar nuestros proyectos.
Ése fue un primer signo. No basta con tener amigos en el gobierno. Hay que tener en cuenta al Elíseo, que, en la V República, impone a sus protegidos.
Tuve un segundo ejemplo a primeros de 1982. Cheysson me envió a Mayotte, esa pequeña isla del océano Índico que pertenece geográficamente al archipiélago de las Comoras pero cuya población, para huir de la hegemonía de los dirigentes de Moroni, había votado no en el referéndum de independencia de la República comorana. La izquierda era tradicionalmente favorable a la descolonización y deseaba deshacerse de la carga que suponía la gestión, como parte de la República, de una población de veinticinco mil habitantes a diez mil kilómetros de Francia. Viajé así a Dzaoudzi, capital de Mayotte; luego a Moroni, capital de las Comoras, y a Saint-Dénis en la Reunión. Volví con una opinión muy severa de los políticos de Mayotte, en particular Jean-François Hory[51], que querían quedarse con su parte del «pastel» y ponían como pretexto la hostilidad entre los habitantes de Mayotte y los de las otras islas del archipiélago para exigir un statu quo absurdo por el que, además, la comunidad internacional nos afeaba la conducta. Aprecié, por el contrario, la acogida del prefecto de la Reunión, Michel Levallois, y la abierta malicia del presidente comorano Abdallah durante la negociación. En mi informe promoví la tesis de un desentendimiento conjugado con un acuerdo de defensa que protegiera a los habitantes de Mayotte de una probable degradación de su nivel de vida así como de eventuales vejaciones del presidente comorano.
Mis proposiciones corrieron la misma suerte que mi reforma del Ministerio, y Mayotte sigue siendo francesa.
Me habría gustado acompañar a Cot a África, donde cada viaje suyo suscitaba esperanzas, aunque pronto fueran desmentidas. Sin embargo, no disponía de tiempo, pues me hallaba acaparado por la preparación del consejo restringido de julio de 1982, que confiaba que ratificaría las innovadoras propuestas de mi delegación.
Con la excepción de los pocos meses del gobierno de Mendès France, nunca había formado parte del entorno de un primer ministro. Con el de Pierre Mauroy simpatizaba y su orientación a la izquierda me hacía atribuirle méritos que no siempre tenía. Por lo menos contaba con una voluntad de cambio y fraternidad en el combate. Robert Lion era un antiguo miembro del Club Jean Moulin. Jean Peyrelevade era yerno de uno de mis más viejos amigos. Había frecuentado a Bernard García en el seno de la sección de la CFDT[52] del Ministerio, de la que diez años antes había sido uno de los fundadores. Había introducido a Louis Joinet en las Naciones Unidas tres años antes. Esos amigos con los que me codeaba en Matignon me infundían confianza. Y apreciaba también la discreta eficacia de Marceau Long en su delicado papel de secretario general de los dos gobiernos sucesivos.
Frente a las grandes cuestiones económicas y sociales que ocuparon al gobierno durante ese primer año de la izquierda en el poder, el lugar reservado a la política exterior, con la excepción de la construcción europea, fue modesto. Yo intervenía rara vez en las reuniones del gabinete, pero escuchaba mucho. Gran lección del funcionamiento de la democracia francesa bajo la V República: es el ejecutivo el que está en el candelero. ¿Qué se puede lograr que «trague» el Parlamento? ¿A qué ritmo y en qué orden? Entre el primer ministro, el secretario general del gobierno y el presidente de la República se cuece el orden del día de la Asamblea. Largos preparativos para lograr que el legislador dé un paso adelante. Y no un paso cualquiera. En la cuestión de la ayuda al desarrollo, y aunque interesaba a buen número de diputados, el gobierno no estaba listo. Había que dejarlo cocer un poco más.
Nuestro texto proponía un pequeño número de reformas de estructura y un compromiso presupuestario plurianual, primer asalto antes de la siguiente ofensiva. Por lo tanto, no debería armar mucho revuelo. Superó un comité interministerial presidido por Pierre Mauroy. El primer ministro confiaba en mí, me daba ánimos. Se lo agradecía. Desde nuestro primer contacto, aprecié la personalidad de Pierre Mauroy. Éste había tenido lugar en 1963, en el consejo de administración de la oficina franco-alemana de la juventud, de la que ambos éramos miembros, junto a Joseph Rovan, apasionado defensor del entendimiento franco-alemán y gran amigo de Eugen Kogon, mi salvador en Buchenwald. Mauroy era el más «político» de nuestro consejo. Siempre he visto en él al más socialista de los socialistas, de cultura profundamente popular, astuto pero nunca desleal ni con sus camaradas ni con respecto a las ideas. Me entristeció que, unos años más tarde, cediera Matignon a Laurent Fabius, cuya fibra socialista no sentía tanto.
Superada la etapa del comité interministerial, se trataba de abordar el consejo restringido, presidido por François Mitterrand, que confirmaría o no nuestras propuestas. Fue al único al que he asistido y observé su desarrollo con una confianza excesiva en la fuerza de mis argumentos. La sala del palacio del Elíseo es impresionante. Los ministros interesados se hallan allí en persona, mientras que en Matignon los representan sus directores de gabinete. Tomar la palabra es un ejercicio peligroso. Hablé demasiado. Los ministros fueron más breves, tal vez estuvieran menos convencidos. El presidente zanjó la cuestión: mis orientaciones se tomarían en consideración, pero no las reformas de estructura ni la plurianualidad presupuestaria. Era un fracaso. Unas cuantas sonrisas amables y un apretón de manos. Como si no hubiera pasado nada.
Reuní a mi equipo, que se indignó. ¡Menuda cobardía! ¿Para qué servimos? Traté de dar la vuelta a la cuestión. Habíamos sido torpes. La próxima vez tendríamos que operar de otra manera. Estaba seguro, y hoy sigo estándolo, de que es necesaria una profunda reforma de la política francesa en relación con los países en desarrollo y que acabará por imponerse. Pero, en 1982, ya no habría una próxima vez. En el otoño se produjeron la dimisión de Jean-Pierre Cot y el fin del mandato del delegado interministerial, que, por voluntad propia, abandonó el puesto para incorporarse a otro.
François Mitterrand no modificó sensiblemente la política africana de Francia. Por el contrario, fue verdaderamente un innovador en el terreno de los medios de comunicación, la radio y la televisión, y los liberó del corsé gubernamental propio de nuestra tradición jacobina, en el que los había aprisionado la V República.
Asegurar una verdadera independencia del sector audiovisual y abrir el espacio hertziano a las radios privadas poniendo fin al monopolio de la Radiodifusión nacional fueron decisiones que marcaron el paisaje político francés y cuyos principios ningún gobierno ha puesto en duda desde entonces.
El acto fundador de esa nueva política fue la creación de la Alta Autoridad de la comunicación audiovisual, de la que fui miembro durante tres años. Debí ese sorprendente nombramiento (nada en mi anterior experiencia me había preparado para ello) a un joven diplomático, Bernard Miyet, que fue colaborador mío en Ginebra y al que Georges Fillioud, ministro de Comunicación y próximo a Mitterrand, había encargado que dirigiera su gabinete. Los nueve «sabios» que compondrían la Alta Autoridad debían ser designados de la manera siguiente: tres por el presidente de la República, tres por el presidente de la Asamblea y tres por el presidente del Senado. A Miyet se le había metido en la cabeza que yo tenía un lugar en ese areópago y me lo preguntó ya en primavera: ¿aceptaría? Por supuesto, fue mi respuesta, creyendo que se trataba de una broma.
Fillioud, no obstante, propuso mi nombre y Mitterrand sugirió a Mermaz[53] que me designara. Llegado el momento de publicar el decreto presidencial, se dieron cuenta de que yo no había sido consultado oficialmente. Tenían que asegurarse urgentemente de mi conformidad. Aquel día no me hallaba en París, sino de camino a nuestra casa en el Gard. ¿Qué intuición llevó a Geroges Fillioud a hacer que me llamaran al Sofitel de Lyon? ¿Qué azar hizo que eligiéramos aquel hotel tan lujoso para hacer etapa? ¡Signos del destino!
El ministro decidió citarme a primera hora de la mañana en el aeropuerto de Lyon-Bron, donde un avión del GLAM[54] debía depositarlo. Una vez frente a Fillioud, me explicó lo que sería la Alta Autoridad y me citó los nombres de mis futuros colegas. Sólo conocía a tres de ellos, dos de los cuales no me entusiasmaban demasiado. Y no conocía a Michèle Cotta, designada por Mitterrand para presidirnos.
Cogido por sorpresa, mis preguntas se apelotonaban: ¿nos reuniríamos esporádicamente o de forma habitual? ¿Podría conservar mi puesto de delegado interministerial? A esas preguntas me respondió con evasivas. Fillioud sólo era preciso en una cuestión: la Alta Autoridad era renovable por tercios cada tres años, y yo sería nombrado por tres años, hasta 1985, año en que cumpliría los sesenta y ocho. Me dejé convencer. Además, es imposible decirle que no al presidente de la República.
Cuando, quince días más tarde, la Alta Autoridad fue solemnemente inaugurada por François Mitterrand, traté de hablar con él acerca de mi sucesión en la delegación interministerial. Difícil. Saludó a uno y a otro, con grandes sonrisas. «¿Puedo sugerir el nombre de Paul-Marc Henry?» Fue evasivo. Tenía mala conciencia hacia el equipo que había creído en mí.
Seis semanas después, Jean-Pierre Cot fue obligado a dimitir y reemplazado por Christian Nucci, poniendo fin así a lo que habría podido ser una gran aventura para Francia.
La nueva fase de mi actividad pública constituyó una ruptura y un reto. Pronto comprendí que se trataba de una misión con plena dedicación. La Alta Autoridad iba a actuar en todos los frentes. Nuestra presidenta, Michèle Cotta, decidida a no ser rehén del apoyo ofrecido por Mitterrand, no dejó pasar ocasión de hacer gala de su independencia, aunque con ello indispusiera a Fillioud.
Ya desde la primera decisión que había que tomar, el nombramiento de los presidentes de las tres cadenas y de Radio-France, admiré su ingenio para suscitar el consenso, para encontrar el equilibrio entre los «sabios» nombrados por la izquierda, por Mitterrand y Mermaz, y los nombrados por Alain Poher[55]. Era un ejercicio difícil, puesto que las personalidades que componían esa instancia eran fuertes y contrastadas. Estaba el novelista Paul Guimard, próximo al presidente de la República. Su humor iluminaba nuestros debates, pero ¿no era el ojo del Elíseo? Gabriel de Broglie representaba los intereses de la oposición de derechas. Estaba al acecho de cualquier «deriva gubernamental» que pudiera restar credibilidad a la presidenta. A sus sarcásticas advertencias prestaba oído Jean Autin, antiguo presidente del ente público central del sector, Télédiffusion de France, del que dependíamos para nuestra logística. Autin era el más competente de todos nosotros en el aspecto técnico y recelaba de los chistes y las risas de Guimard. Todos, empero, se inclinaban ante el encanto de la presidenta, y el clima reinante era alegre y sereno.
Por mi parte, me alegré de coincidir de nuevo con Marc Paillet, antiguo miembro del Club Jean Moulin, más hablador que elocuente, pero dotado de una excelente pluma que puso al servicio de nuestros mejores textos. Descubrí al simpático sindicalista Marcel Huart, imbatible en historia de la ORTF[56], la gran casa arruinada por Alain Peyreffite, o en el tema de las huelgas de 1968 y todas las luchas en las que fue uno de los líderes. Compartíamos la misma concepción de la democracia y del socialismo, y me enseñó más que los demás acerca del funcionamiento de las estructuras y de las rivalidades corporativistas de aquel mundo de los medios de comunicación del que yo lo ignoraba todo.
Un hombre que me sorprendió particularmente fue nuestro comunista —la unión de la izquierda obligaba a ello—, el realizador y escritor Daniel Karlin. Era yerno de Pierre Moinot, cuyo informe sirvió de base a la reorganización de los años setenta. ¿Seguía siendo comunista? Ésa era una pregunta que no había que hacer. Una cosa estaba clara: no recibía instrucciones de la plaza Colonel-Fabien[57]. Era un espíritu libre, audaz. Tenía talento y le caía bien a Michèle Cotta. Para mí fue también un iniciador: tenía un conocimiento muy concreto de las relaciones internas en las cadenas de televisión, de las intrigas y las capillas. Todas sus intervenciones se basaban en experiencias prácticas.
El noveno sabio, Bernard Gandrey-Réty, próximo a Alain Poher, pero muy independiente políticamente, nunca me escatimó su ayuda. Su buena voluntad compensaba para mí la ausencia de talento que le reprochaban sus demás colegas.
A la pregunta de «¿qué hacer con el embajador?», la presidenta respondió en primer lugar asociándome a las relaciones internacionales de la Alta Autoridad. Así acompañé a Michèle Cotta a Londres, donde deseábamos confrontar nuestra misión con la del consejo de gobernadores de la BBC. Esa institución es para los medios occidentales el equivalente de lo que el Parlamento de Westminster representa para las democracias. La acogida que nos brindaron me emocionó aún más puesto que conservaba en mi memoria el papel que la BBC había desempeñado en mi trabajo en el estado mayor de la Francia combatiente. Fue la BBC la que nos prestó sus ondas para transmitir los «mensajes personales» a veces enigmáticos y otras poéticos, como «Melpomeno se perfuma con heliotropo», que indicaban a las redes de la Resistencia la fecha exacta de una operación aérea.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo transcurrido en el número 100 de la avenida Raymond-Poincaré, sede de la Alta Autoridad, lo dediqué a otra tarea: el reparto de las frecuencias y de las potencias entre las radios privadas autorizadas a partir de entonces a dejar oír su voz.
Con el fin de llevar a cabo la decisión más innovadora tomada por el presidente de la República, había que repartir un «espacio hertziano» limitado entre cierto número de candidatos a esa nueva libertad de expresión, por la que las licencias disponibles pasaban a ser cinco o diez veces más, según las regiones. Sin duda, al juzgar mis colegas que dicha tarea le iba como anillo al dedo a un diplomático, me confiaron amablemente la responsabilidad.
Mi principal preocupación era que esa nueva libertad sirviera para que se expresaran quienes no tenían acceso a la radio pública ni a los otros medios, aquellos grupos a los que se designa con el nombre de «minorías»: habitantes de barrios desfavorecidos, inmigrados de todo tipo, fieles de todas las confesiones y los más diversos elementos del tejido social urbano y del campo. Éstos necesitaban frecuencias y ayuda. Debían poder beneficiarse de un fondo que se obtendría de los recursos de las radios comerciales, que contaban con una amplia audiencia y, a nuestro pesar, estaban autorizadas a vender espacios publicitarios.
Tuvimos más quebraderos de cabeza que éxitos, pero, tras el primer año de trabajo, un millar de radios privadas (nos negábamos a llamarlas «libres», argumentando que las radios públicas también lo eran, gracias a nosotros) estaban en condiciones de emitir y de fidelizar a un público muy numeroso.
Tras todos los años pasados en la Oficina nacional para la promoción cultural de los inmigrados, mi mayor satisfacción fue apoyar a las radios impulsadas, por toda Francia, por diversos integrantes de la inmigración. Esos espacios experimentales, en los que magrebíes, antillanos, portugueses, cameruneses, benineses o zaireños aprendían a trabajar juntos, contribuían junto con otros a dibujar un nuevo espacio radiofónico, con cierto peso en la evolución de la sociedad civil.
Además, tuvimos que estar en disposición de poner fin a la irresistible expansión de las radios comerciales que, despreciando cualquier deontología, se adueñaban de los espacios atribuidos a las radios asociativas. Temí que una vez más una libertad preciada tuviera dificultades para enfrentarse victoriosamente a la glotonería del capital.
Uno de los principales motivos de la existencia de la Alta Autoridad era asegurar una mínima equidad en el reparto de los tiempos de antena entre las formaciones políticas, particularmente durante las campañas electorales. Recuerdo la de las elecciones europeas de 1984. Yo había viajado a Córcega para controlar el programa dedicado a la lista del Frente Nacional y sentí el aliento apestado de la altanería de Jean-Marie Le Pen. La lista que gozaba de mi favor más amistoso era la del gran matemático Henri Cartan, la única que hablaba explícitamente de una Europa federal y que subrayaba su evidente necesidad. Cartan militaba en aquella época con Vitia y Laurent Schwartz a favor de la liberación de Andrei Sajárov. Sin embargo, el adjetivo «federal» daba miedo y la lista de Cartan obtuvo el 0,2% de los votos.
Mi tercer y último año en la Alta Autoridad fue uno de los más melancólicos de mi vida. Ese año falleció Pierre Mendès France y la enfermedad de Vitia, a quien los médicos habían diagnosticado un cáncer de páncreas, se agravó bruscamente. Creimos que la perdíamos. La salvó un notable cancerólogo, pero aquello no fue más que un aplazamiento. Por temperamento, soy incapaz de creer en lo que soy incapaz de aceptar, y por ello me persuadí de que se había curado y no me preparé para perderla.
Unas semanas después de la expiración de mi mandato, el presidente de la República aceptó imponerme personalmente las insignias de gran oficial de la orden del Mérito. Tal vez pretendía así hacerme olvidar la sorpresa que me había «organizado» al nombrar a Gilbert Comte como mi sucesor en la Alta Autoridad. Ese periodista es en realidad la única persona con la que, a lo largo de mi carrera, he tenido un verdadero encontronazo. Durante una conferencia de prensa que tuvo lugar en 1974 en el Ministerio de Cooperación, me insultó pública y personalmente. Su paso por la Alta Autoridad duró sólo unos meses. A partir del otoño de 1986, el gobierno de Chirac dio por concluida la labor de esa institución sin crear otra que la sucediera. ¡Una lástima!
De mi promoción en la orden del Mérito me queda una serie de fotos en las que aparecemos el presidente y yo intercambiando apretones de manos y sonrisas. Claro está que para mí evocan un momento de emoción personal, pero a la vez uno de esos extraordinarios ejercicios de virtuosismo que se renovaban en cada entrega de condecoraciones por François Mitterrand. Veo de nuevo la escena como si hubiera sucedido ayer. Aquel día éramos seis condecorados, alineados uno junto al otro por orden de antigüedad. Ante nosotros, el presidente de la República. En sus manos, ni una sola nota. Cada uno de nosotros, por turno, escucharía cómo le dirigía un discurso de elogio, formulado de forma magnífica y que atestiguaba una increíble precisión en el conocimiento de los datos biográficos de cada uno de los condecorados. Louis Joxe recibió la gran cruz de la Legión de Honor. A continuación era mi turno. Oí entonces a François Mitterrand decir cosas sobre mí que jamás habría imaginado que pudiera conocer ni sentir. Puntuaba sus frases con miradas casi tiernas que me azoraron y me hicieron saltar las lágrimas. Pero ya se había acabado, le tocaba el turno al siguiente…
Una vez acabada la entrega de condecoraciones, me aproximé al presidente y traté de hablarle acerca de un asunto que me llegaba a lo más hondo. Estaba a punto de nombrar a un nuevo director de relaciones culturales en el Quai d’Orsay. Yo tenía un candidato que proponerle, del que estaba convencido que sabría dar a ese puesto tan importante su verdadera dimensión. François Mitterrand me escuchó con frialdad. Comprendí que ya había tomado una decisión: la mala.
Sin duda juzgó mi actitud fuera de lugar. Desde entonces no volví a sentir que entre nosotros pasara la corriente.
A esas ceremonias, cada uno invitaba a sus allegados. Aquel día, pues, agrupados a unos pasos detrás de mí en una vasta asamblea, se hallaban Vitia, nuestros tres hijos, Michèle Cotta, Hélène Ahrweiler y un pequeño grupo de amigos. Estaba también mi nieto Simon, que contaba doce años, con una pierna decorada con una magnífica escayola conseguida tras un accidente de esquí. Al reconocer a Roger Hanin entre los presentes, le pidió que le firmara un autógrafo en el yeso. Debido a la excitación del momento, no me di cuenta de que Vitia se sentía mal y tenía prisa por volver a casa. De repente, vi que se tambaleaba. Moriría tres meses después.
Tras abandonar la Alta Autoridad, en el otoño de 1985, rechacé toda ocupación para consagrarme enteramente a Vitia y ayudarla a afrontar aquella última prueba. Hasta los últimos instantes de su vida, mantuvo la esperanza de curarse. Yo mismo no supe que estaba condenada hasta tres semanas antes de su muerte. Durante esas semanas, las elecciones legislativas, al otorgar la mayoría a los partidos de derecha, conducirían por segunda vez a Jacques Chirac al hotel Matignon. Los cuidados intensivos de los que estaba rodeada Vitia la convertían a mis ojos en una criatura, una criatura con la que podía jugar y reír. Así llegaba a su fin una unión que creía protegida del paso del tiempo: desde hacía mucho tiempo, estaba demasiado seguro de aquello que nos hacía uno solo y había abusado de esa certidumbre para dejar espacio en mi vida para muchas otras cosas, para aceptar demasiadas misiones y demasiados compromisos y para perseguir, en secreto, otro amor.